Bikini

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TERCERA PARTE - Recuento de victimas » 65

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El hombre sentado en mi sofá de cuero favorito me escrutó la cara mientras yo procuraba armar el rompecabezas.

Recordé aquel día en Maui en que los McDaniels habían desaparecido y Eddie Keola y yo habíamos intentado encontrar a Marco, el chófer que no existía.

Recordé que, después del hallazgo del cuerpo de Julia Winkler en un hotel de Lanai, Amanda había tratado de ayudarme a localizar a un paparazzo llamado Charles Rollins, porque era la última persona que había estado con Winkler.

Recordé el nombre de Nils Bjorn, otro fantasma que se había alojado en el Wailea Princess en la misma época que Kim McDaniels. Nadie había interrogado a Bjorn, pues había desaparecido convenientemente.

La policía no había creído que Bjorn tuviera nada que ver con el secuestro de Kim, y cuando investigué a Bjorn, tuve la certeza de que usaba el nombre de un muerto.

Estos datos me indicaban que el hombre sentado en mi sofá era por lo menos un embaucador, un maestro del disfraz. Si eso era cierto, si Marco, Rollins y Bjorn eran la misma persona, ¿qué significaba?

Luché contra el maremoto de pensamientos lúgubres que me invadieron. Destapé la botella de naranjada con mano trémula, preguntándome si había besado a Amanda por última vez.

Pensé en mi vida embarullada, el artículo atrasado que Aronstein estaba esperando, el testamento que nunca redactaría, mi seguro de vida (¿había pagado la prima?).

No sólo estaba asustado sino furioso. Pensaba que ése no podía ser el último día de mi vida. Necesitaba tiempo para ordenar mis puñeteros asuntos.

¿Podía tratar de llegar a mi arma?

No, imposible.

Marco/Rollins estaba a medio metro de su Smith & Wesson. Y actuaba con una calma irritante. Tenía las piernas cruzadas, el tobillo sobre la rodilla, mirándome como si yo estuviera en la pantalla del televisor.

Dediqué ese momento aterrador a memorizar la cara blanda y simétrica de aquel cabrón. Por si llegaba a escapar. Por si tenía la oportunidad de describirlo a la policía.

—Puedes llamarme Henri —dijo.

—¿Henri qué?

—No tiene importancia. No es mi verdadero nombre.

—¿Y ahora qué, Henri?

Sonrió.

—¿Cuántas veces te han dicho: «Deberías escribir un libro sobre mi vida»? —preguntó.

—Por lo menos una vez por semana. Todos creen que tienen una vida digna de un best seller.

—Ajá. ¿Y cuántas de esas personas eran asesinos a sueldo?

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