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CUARTA PARTE - Caza mayor » 114

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Era medianoche y yo todavía me paseaba por la habitación. Tomé un par de Tylenol y volví a acostarme, pero no podía dormir. Ni siquiera lograba mantener los ojos cerrados más de unos segundos.

El televisor era pequeño y viejo, pero lo encendí y sintonicé la CNN.

Miré los titulares y me erguí cuando una voz anunció:

«La policía no tiene sospechosos en el homicidio de Gina Prazzi, heredera de la fortuna de los Prazzi, magnates navieros. La hallaron asesinada hace veinticuatro horas en una habitación del exclusivo hotel francés Château de Mirambeau».

Cuando la cara de Gina apareció en la pantalla, tuve la sensación de que la conocía íntimamente. La había visto pasar ante la cámara en un hotel, cuando ella no sabía que su vida estaba a punto de terminar.

Contemplé las declaraciones del comisionado de policía a la prensa. Tradujeron y repitieron sus palabras para los que acababan de sintonizar. La señorita Prazzi se había registrado en el Château de Mirambeau. Los empleados creían que había dos personas en la habitación, pero nadie había visto al otro huésped. La policía no divulgaría más información sobre el asesinato por el momento.

Era suficiente para mí. Yo conocía toda la historia, pero antes no sabía que Gina Prazzi era un nombre real, no un alias.

¿Qué otras mentiras me había dicho Henri? ¿Por qué motivo? ¿Por qué había mentido? ¿Para contarme la verdad?

Miré la pantalla.

«En los Países Bajos, una joven fue hallada asesinada esta mañana en Ámsterdam —decía el presentador—. Esta tragedia llama la atención de los criminólogos internacionales porque ciertos elementos recuerdan al homicidio de las dos jóvenes de Barbados, y también la muerte de las famosas modelos americanas asesinadas hace dos meses en Hawai».

Subí el volumen mientras las caras aparecían en la pantalla: Sara Russo, Wendy Emerson, Kim McDaniels y Julia Winkler. Y una cara nueva, una joven llamada Mieke Helsloot.

«La señorita Helsloot, de veinticinco años, era la secretaria del célebre arquitecto Jan van der Heuvel, de Ámsterdam, que se hallaba en una reunión en Copenhague en el momento del homicidio. El señor Van der Heuvel ha sido entrevistado en su hotel hace unos minutos».

Cielo santo. Yo conocía ese nombre.

La pantalla mostró a Van der Heuvel saliendo de su hotel de Copenhague, maleta en mano, los periodistas agolpados al pie de una escalera redonda. Tenía unos cuarenta años, cabello cano y rasgos angulosos. Parecía sinceramente conmocionado y asustado.

«Acabo de enterarme de esta terrible tragedia —declaró ante los micrófonos—. Estoy conmovido y dolorido. Mieke Helsloot era una joven correcta y decente, e ignoro por qué alguien querría hacerle algo tan espantoso. Es un día muy luctuoso. Mieke estaba a punto de casarse».

Henri me había dicho que Jan van der Heuvel era el alias de un miembro de la Alianza; él lo llamaba «el holandés». Van der Heuvel era el sujeto que había acompañado a Henri y a Gina durante su viaje por la Riviera francesa.

Y ahora, a menos de un día de la muerte de Gina Prazzi, la secretaria de Van der Heuvel aparecía asesinada.

Si no hubiera sido policía, habría considerado que estas dos muertes eran mera coincidencia. Las mujeres eran diferentes y los crímenes habían ocurrido a cientos de kilómetros de distancia uno de otro. Pero ahora veía dos piezas más del rompecabezas, parte de un dibujo.

Henri había amado a Gina Prazzi, y la había matado. Odiaba a Jan van der Heuvel. Quizás había querido matarlo también, así que pensándolo bien… Quizás Henri no sabía que ese día Van der Heuvel estaba en Dinamarca.

Quizás había matado a la secretaria como sucedáneo.

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