Bikini

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SEGUNDA PARTE - Vuelo nocturno » 24

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Ámsterdam. Las cinco y veinte de la tarde. Jan van der Heuvel estaba en su despacho del quinto piso de un edificio clásico con gablete. Mataba el tiempo mirando por encima de los árboles la embarcación turística que surcaba el canal.

La puerta se abrió y entró Mieke, una guapa veinteañera de pelo corto y oscuro, de largas piernas desnudas hasta sus pequeñas botas acordonadas, que llevaba una falda diminuta y una chaqueta ceñida. Bajó los ojos y dijo que si él no la necesitaba se tomaría el resto del día libre.

—Que te diviertas —dijo Van der Heuvel.

La acompañó hasta la puerta, echó la llave, regresó a su asiento ante el gran escritorio y miró la calle que bordeaba el canal Keizersgracht hasta ver que Mieke subía al Renault de su novio y se alejaba.

Sólo entonces prestó atención a su ordenador. Faltaban cuarenta minutos para la teleconferencia, pero quería establecer contacto temprano para grabar la conversación. Pulsó teclas hasta que se comunicó y el rostro de su amigo apareció en la pantalla.

—Horst —dijo—. Aquí estoy.

A esa misma hora, una mujer rubia y cuarentona estaba en el puente de su yate de 35 metros de eslora, anclado en el Mediterráneo, en la costa de Portofino. Era un yate de diseño exclusivo, construido con aluminio de alta tensión, con seis camarotes, una suite y un centro de videoconferencias en el bar, que se convertía fácilmente en cine.

La mujer dejó a su joven capitán y bajó hasta el camarote, donde sacó una chaqueta Versace del armario y se la puso sobre el sujetador. Cruzó la cocina, fue hasta la sala de medios y encendió el ordenador. Cuando se estableció el contacto con la línea cifrada, le sonrió a la cámara web.

—Aquí Gina Prazzi, Horst. ¿Cómo estamos hoy?

A cuatro husos horarios de distancia, en Dubai, un hombre alto y barbudo con ropa tradicional de Oriente Próximo dejó atrás la mezquita y se metió en un restaurante calle abajo. Saludó al dueño y atravesó la cocina, que olía a ajo y romero. Apartó una gruesa cortina, bajó por la escalera hasta el sótano y abrió una puerta de madera maciza que conducía a una sala privada.

En Victoria Peaks, Hong Kong, un joven químico encendió su ordenador. Tenía poco más de veinte años y un cociente intelectual superior a 170. Mientras se cargaba el software, miró más allá de la pared de cerramiento, los rascacielos cilíndricos y las torres iluminadas de Hong Kong. El cielo estaba inusitadamente despejado para esa época del año. Su mirada se deslizaba hacia la gran bahía y las luces de Kowloon cuando el ordenador emitió un pitido y él se concentró en la reunión de emergencia de la Alianza.

En Sao Paulo, el cincuentón Raphael dos Santos llegó a su casa poco después del mediodía en su nuevo deportivo Weisman GT MF 5. El coche costaba 250.000 dólares, pasaba de cero a sesenta en menos de cuatro segundos y alcanzaba un máximo de 300 kilómetros por hora. Rafi, como lo llamaban, amaba ese coche. Se detuvo en la entrada del garaje subterráneo, le arrojó las llaves a Tomas y cogió el ascensor que llevaba directamente a su apartamento.

Allí cruzó varios cientos de metros cuadrados de entarimado, dejó atrás muebles ultramodernos y entró en una oficina con vistas a la reluciente fachada del Renaissance Hotel, en Alameda Campos. Apretó un botón del escritorio y una pantalla delgada subió verticalmente por el centro. Se preguntaba cuál era el propósito de esa reunión. Algo había salido mal. Pero ¿qué? Tocó el teclado y apoyó el pulgar en la pantalla de identificación.

Rafi saludó al jefe de la Alianza en portugués.

—Horst, viejo canalla. Espero que esto se justifique. ¡Tienes toda nuestra atención!

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