Bikini

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SEGUNDA PARTE - Vuelo nocturno » 26

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Los McDaniels y yo aún estábamos en el Typhoon Bar cuando el ocaso cayó sobre la isla. Durante la última hora Barbara me había interrogado como una profesional y, tras cerciorarse de que podía confiar en mí, me contó sobre la vida de los McDaniels con apasionamiento y unas dotes para la narración que no habría supuesto en una profesora de Matemáticas y Ciencias de instituto.

Levon apenas podía hilvanar dos frases seguidas. No era por torpeza, sino por su estado: demasiado asustado y demasiado ansioso por su hija para concentrarse. Pero se expresaba vívidamente con sus gestos; apretaba los puños, desviaba la cara cuando asomaban las lágrimas, con frecuencia se quitaba las gafas y se apretaba los ojos con las palmas.

—¿Cómo se enteraron de la desaparición de Kim? —le pregunté a Barbara.

En ese momento sonó el móvil de Levon. Él miró la pantalla y caminó hacia el ascensor.

—¿Teniente Jackson? —le oí decir—. ¿Esta noche no? ¿Por qué no? De acuerdo. A las ocho de la mañana.

—Parece que tenemos una cita con la policía por la mañana. Ven con nosotros —dijo Barbara, tuteándome. Anotó mi número de teléfono, me palmeó la mano y me besó la mejilla.

Me despedí de ella y pedí otro refresco, sin lima ni hielo.

Me senté en un sillón confortable con vistas a ese paisaje de cien millones de dólares y en los siguientes quince minutos la atmósfera del Typhoon Bar se animó considerablemente. Gente guapa con bronceado reciente y ropa de colores chillones se sentó en las mesas junto a la balaustrada mientras los solteros ocupaban los taburetes de la larga barra. Las risas subían y bajaban como la brisa cálida que soplaba en ese amplio espacio abierto, agitando peinados y faldas.

El pianista abrió el Steinway, se ladeó en el asiento y acometió un viejo clásico de Peter Alien, deleitando al público mientras cantaba Río de Janeiro.

Reparé en las cámaras de seguridad que había sobre la barra, dejé diez dólares en la mesa, bajé la escalera y dejé atrás la piscina, ahora iluminada, de modo que parecía vidrio de color aguamarina.

Pasé por las cabañas, recorriendo el camino que Kim podría haber recorrido dos noches atrás.

En la playa casi no había gente, y el cielo aún tenía claridad suficiente para ver la línea costera que aureolaba Maui como el halo de un eclipse lunar.

Me imaginé caminando detrás de Kim el viernes por la noche. Tendría la cabeza gacha, el pelo le azotaría la cara, la fuerte rompiente ahogaría los demás ruidos.

Un hombre podría haberse acercado por detrás con una piedra o una pistola, o simplemente pudo haberla estrangulado.

Caminé por la arena apisonada, con hoteles a la derecha, tumbonas vacías y sombrillas arqueadas hasta donde podía ver.

Al cabo de medio kilómetro, salí de la playa y subí por un sendero que bordeaba la piscina del Four Seasons, otro hotel de cinco estrellas donde por ochocientos dólares la noche sólo se conseguía una habitación con vista al aparcamiento.

Atravesé el deslumbrante vestíbulo de mármol del hotel y salí a la calle. Quince minutos después estaba sentado en mi Chevy alquilado, aparcado a la fresca sombra que rodeaba el Wailea Princess, escuchando el rumor de las cascadas.

Si hubiera sido un asesino, podría haber arrojado a mi víctima al mar o habérmela llevado al hombro hasta mi coche. Y haberme marchado de allí sin que nadie se diera cuenta. Coser y cantar.

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