Bikini

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SEGUNDA PARTE - Vuelo nocturno » 49

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Barbara despertó en la oscuridad presa de un terror profundo.

Tenía los brazos atados a la espalda y le dolían. Tenía las piernas amarradas en las rodillas y tobillos. Estaba ovillada en posición fetal contra el rincón de un compartimiento estrecho que se movía.

¿Estaba ciega o estaba demasiado oscuro? Por Dios, ¿qué estaba pasando?

—¡Levon! —gritó.

Algo se movió a sus espaldas.

—¿Barbara? ¿Estás bien?

—Ah, cariño, gracias a Dios estás aquí. ¿Te encuentras bien?

—Estoy atado. Maldición. ¿Qué diablos es esto?

—Creo que estamos en el maletero de un coche.

—¡Por Dios! ¡Un maletero! Es Hogan. Hogan nos ha hecho esto.

Oyeron una música sofocada a través del asiento trasero contra el cual iban acurrucados como gallinas en un cesto.

—Me estoy volviendo loca —gimió Barbara—. No entiendo nada. ¿Qué quiere de nosotros?

Levon pateó la tapa del maletero.

—¡Oiga! ¡Déjenos salir!

La patada ni siquiera movió la tapa. Los ojos de Barbara se acostumbraron a la oscuridad.

—¡Levon, mira! ¿Ves eso? La palanca para abrir el maletero.

Los dos giraron dolorosamente, raspándose mejillas y codos contra la alfombra. Barbara se quitó los zapatos y tiró de la palanca con los dedos de los pies. La palanca se movió sin encontrar resistencia y el cerrojo no cedió.

—Por favor, Dios —gimió Barbara, con un acceso de asma. Su voz se perdió en un jadeo y luego en un estallido de tos.

—Los cables están cortados —dijo Levon—. El asiento trasero. Podemos patear el asiento trasero.

—¿Y después qué? ¡Estamos maniatados! —jadeó Barbara.

Aun así lo intentaron, y patearon sin poder aprovechar toda la fuerza de sus piernas, pero no consiguieron nada.

—Está trabado, maldición —dijo Levon.

Barbara respiraba en resuellos, tratando de calmarse para impedir un ataque total. ¿Por qué Hogan les hacía eso? ¿Por qué? ¿Qué pensaba hacerles? ¿Qué ganaba con secuestrarlos?

—Leí en alguna parte que, si apagas las luces traseras y sacas la mano, puedes agitarla hasta que alguien te vea —dijo Levon—. Con sólo apagar las luces, quizás un policía detenga el coche. Hazlo, Barbara. Inténtalo.

Ella pateó y el plástico se resquebrajó.

—¡Ahora tú! —jadeó.

Mientras Levon metía la mano por el hueco de la luz de su lado, Barbara giró, de modo que su cara quedó cerca de las astillas y los cables. Podía ver el asfalto que pasaba bajo los neumáticos. Si el coche se detenía, gritaría. Ya no estaban desvalidos. ¡Aún estaban con vida y presentarían batalla!

—¿Qué es ese sonido? ¿Un móvil? —Preguntó Levon—. ¿Aquí en el maletero?

Barbara vio la pantalla iluminada de un teléfono a sus pies.

—Saldremos de aquí, cariño. Hogan ha cometido un gran error.

Forcejeó para acomodar las manos mientras sonaba el segundo tono, palpando los botones a ciegas a su espalda.

—¡Sí, sí! —Aulló Levon—. ¿Quién llama?

—Señor McDaniels, soy yo. Marco. Del Wailea Princess.

—¡Marco! Gracias a Dios. Tienes que encontrarnos. Nos han secuestrado.

—Lo lamento. Sé que están incómodos ahí atrás. Pronto les explicaré todo.

Y la comunicación se cortó.

El coche se detuvo.

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