Bikini

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TERCERA PARTE - Recuento de victimas » 68

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Me levanté penosamente y trastabillé contra las paredes mientras me dirigía al dormitorio. Abrí el cajón de la mesilla. El corazón me resonó en el pecho hasta que cerré los dedos sobre la culata de mi pistola. Me remetí la Beretta en la cintura y fui hasta el teléfono.

Amanda atendió al tercer tono.

—No le abras la puerta a nadie —dije, aún jadeando y sudoroso. ¿Esto había sucedido de veras? ¿Henri había amenazado con matarnos a Amanda y a mí si yo no escribía su libro?

—¿Ben?

—No le abras la puerta a ningún vecino, ni siquiera a una niña exploradora. A nadie, ¿entiendes? Tampoco a la policía.

—¡Ben, me estás matando del susto! ¿Qué pasa, cariño?

—Te lo contaré cuando te vea. Salgo ya.

Fui tambaleándome hasta la sala de estar, guardé las cosas que Henri había dejado y enfilé hacia la puerta. Aún veía la cara de Henri y oía su amenaza: «Tendré que aplicar la cláusula de rescisión… y de paso matar a Amanda, ¿entiendes?».

Sí, entendía.

La calle Traction estaba oscura, pero llena de bocinazos, turistas que hacían compras o se juntaban alrededor de un músico que tocaba en la acera.

Abordé mi vetusto Beeper y me dirigí a la autopista 10.

Pensé en el peligro que corría Amanda. ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente? ¿Dónde estaba Henri? Era un sujeto guapo que podía pasar por ciudadano modelo, y sus rasgos maleables le permitían adoptar cualquier tipo de disfraz. Me lo imaginé como Charlie Rollins, cámara en mano, tomando fotos de Amanda y de mí.

Usaba la cámara como un arma.

Pensé en la gente asesinada en Hawai. Kim, Rosa, Julia, mis amigos Levon y Barbara, todos torturados y despachados con destreza, sin dejar una sola huella ni rastro para la policía.

Eso no era obra de un principiante.

¿A cuántas personas más había matado Henri?

La autopista desembocaba en la calle Cuatro y Main Street. Viré a la derecha, hacia Pico, dejé atrás los restaurantes y talleres de reparaciones, los horrendos apartamentos de dos pisos, el gran payaso de Main y Rose, y entré en otro mundo, Venice Beach, un patio de juegos para los jóvenes y despreocupados, un refugio para los indigentes.

Tardé unos minutos más en rodear Speedway hasta encontrar un sitio a una calle de la vivienda de Amanda, una casa familiar dividida en tres apartamentos.

Caminé calle arriba alerta a los coches que se acercaban, al sonido de mocasines italianos en la acera.

Quizás Henri me estuviera observando, disfrazado de mendigo, o quizá fuese ese tío barbado que aparcaba el coche. Pasé frente a la casa de Amanda, miré el tercer piso y vi luz en la cocina.

Caminé otra calle antes de retroceder. Llamé al timbre, muerto de preocupación hasta que oí su voz detrás de la puerta.

—¿Contraseña?

—Emparedado de queso. Déjame entrar.

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