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TERCERA PARTE - Recuento de victimas » 88

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Cuando realizas una entrevista, no escuchas de la manera habitual. Yo tenía que concentrarme en lo que decía Henri, hilvanarlo con la historia, decidir si necesitaba que se explayara sobre ese tema o si debíamos seguir adelante.

La fatiga me envolvía como niebla y la combatí con café, manteniendo mi objetivo a la vista: «Consigna todo y sal de aquí con vida».

Henri volvió a la historia de sus servicios para el contratista militar, Brewster-North. Me dijo que había aportado su conocimiento de varios idiomas, y que había aprendido varios más mientras trabajaba para ellos.

Me contó que había entablado cierta relación con el falsificador de Beirut. Encorvó los hombros al describir en detalle su encarcelamiento, la ejecución de sus amigos.

Hice preguntas y situé a Gina Prazzi en la cronología. Le pregunté si ella conocía su verdadera identidad y él dijo que no. Había usado el nombre que congeniaba con los documentos que el falsificador le había dado: Henri Benoit de Montreal.

—¿Has mantenido el contacto con Gina?

—Hace años que no la veo. Desde Roma. Ella no confraterniza con la servidumbre.

Avanzamos desde su romance de tres meses con Gina hasta las muertes por encargo de la Alianza, una seguidilla de homicidios iniciada cuatro años atrás.

—En general mataba mujeres jóvenes —me dijo—. Me mudaba continuamente, cambiaba mi identidad con frecuencia. —Y empezó a narrar las muertes, varias jóvenes en Yakarta, una israelí en Tel Aviv—. Qué luchadora, esa chica judía. Por Dios. Por poco me mata a mí.

Visualicé la estructura narrativa. Me entusiasmaba al pensar cómo organizaría el borrador, y por un momento casi me olvidé de que no se trataba del libro de una película.

Los homicidios eran reales.

El arma de Henri estaba cargada.

Numeraba las cintas y las cambiaba, hacía anotaciones para tener presentes nuevas preguntas mientras Henri enumeraba sus víctimas; las jóvenes prostitutas de Corea, Venezuela, Bangkok.

Explicó que siempre había amado el cine y que al filmar películas para la Alianza había mejorado como cazador. Los asesinatos eran cada vez más complejos y cinematográficos.

—¿No te preocupa que esas películas anden recorriendo el mundo?

—Siempre oculto mi rostro —dijo—. O bien uso una máscara, como hice con Kim, o bien trabajo en el vídeo con una herramienta de distorsión. El software que uso me permite eliminar mi cara fácilmente.

Me dijo que sus años en Brewster-North le habían enseñado a abandonar los cuerpos y las armas

in situ y que, aunque no había ningún registro de sus huellas dactilares, nunca dejaba ningún rastro personal.

Me contó cómo había matado a Julia Winkler, cuánto la amaba. Reprimí un comentario desagradable sobre lo que significaba ser amada por Henri. Y me habló de los McDaniels, y cuánto los admiraba. En ese punto tuve ganas de abalanzarme sobre él para estrangularlo.

—¿Por qué, Henri, por qué tuviste que matarlos? —pregunté al fin.

—Formaba parte de una serie cinematográfica que estaba haciendo para los Mirones, lo que llamábamos un documental. Maui fue muy lucrativa, Ben. Cinco días de trabajo por mucho más de lo que tú ganas en un año.

—Pero el trabajo en sí… ¿Cómo te sentiste al quitar esas vidas? Según mi cuenta, has matado a unas treinta personas.

—Quizás haya omitido a algunas.

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