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CUARTA PARTE - Caza mayor » 116

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Cuatro horas después de abordar el tren en París, me apeé en la Centraal Station de Ámsterdam, donde llamé a Jan van der Heuvel desde un teléfono público. Antes de irme de París me había comunicado con él para pedirle una reunión urgente. Volvió a preguntarme por qué ese encuentro era tan urgente, y esta vez se lo dije.

—Henri Benoit me envió un vídeo que usted debería ver.

Hubo un largo silencio, hasta que me indicó cómo llegar a un puente que cruzaba el canal Keizersgracht, a pocas calles de la estación de trenes.

Encontré a Van der Heuvel junto a una farola, mirando el agua. Lo reconocí por la entrevista que le habían hecho en Copenhague, cuando los reporteros le preguntaban cómo se sentía después del crimen de Mieke Helsloot.

Ahora llevaba un elegante traje de gabardina gris, una camisa blanca y una corbata color carboncillo con una pátina plateada. Tenía rasgos angulosos y la raya que le dividía el pelo parecía trazada con precisión quirúrgica.

Me presenté, diciendo que era un escritor de Los Ángeles.

—¿Cómo conoce a Henri? —preguntó tras una pausa.

—Estoy escribiendo su biografía. O autobiografía. Él me la encargó.

—¿Lo conoce personalmente?

—En efecto, sí.

—Todo esto me sorprende. ¿Él le dio mi nombre?

—En el mundo editorial, este tipo de libro se conoce como

tell-all, porque se cuenta todo. Y Henri así lo hizo.

Van der Heuvel parecía sumamente incómodo. Evaluó mi aspecto, como si no supiera si continuar con aquella conversación.

—Puedo concederle unos minutos —dijo al fin—. Mi oficina está cerca. Venga.

Cruzamos el puente y nos dirigimos a un elegante edificio de cinco pisos en lo que parecía una exclusiva zona residencial. Abrió la puerta y me dijo que pasara yo primero. Subimos hasta el piso más alto por cuatro tramos de escalera iluminados. Mis esperanzas se acrecentaban mientras subía.

Van der Heuvel era perverso como una serpiente. Siendo miembro de la Alianza, era tan culpable de los asesinatos como si los hubiera cometido con sus propias manos. Pero aunque fuera despreciable, yo necesitaba su colaboración, así que debía controlar mi furia y mantenerla oculta. Si aquel holandés podía conducirme a Henri Benoit, tendría otra oportunidad de liquidarlo.

Esta vez no fallaría.

Van der Heuvel me condujo por su estudio de diseño, una vasta estancia muy iluminada, de madera y cristal. Me ofreció una cómoda silla frente a él, ante una mesa larga de dibujo, cerca de unas altas ventanas.

—Es gracioso que Henri le esté contando su biografía —dijo—. Me imagino cuántas mentiras le habrá dicho.

—Dígame si esto le parece gracioso —respondí. Encendí el ordenador, lo giré hacia él y pulsé PLAY para que Van der Heuvel viera los últimos minutos de Gina Prazzi.

Creo que no había visto el vídeo antes, pero lo miró con expresión inmutable.

—Pues lo gracioso es que creo que él la amaba —dijo cuando terminó.

Detuve el reproductor de vídeos y Van der Heuvel me miró a los ojos.

—Antes de ser escritor fui policía —le dije—. Creo que Henri está haciendo limpieza. Está matando a la gente que conoce su identidad. Ayúdeme a encontrarlo, Van der Heuvel. Soy su mejor oportunidad de supervivencia.

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