Biblioteca

Biblioteca


Introducción

Página 3 de 19

INTRODUCCIÓN[*]

Apolodoro, o mejor, el presunto autor de la Biblioteca que se presenta aquí al lector, es un personaje enigmático. Como ocurre con Quinto Curcio o con Commodiano en la literatura latina, o con tantos otros autores clásicos, apenas sabemos nada ni de su vida, ni de su cronología, ni de su pensamiento. Como se verá más adelante, es lícito —y así se ha hecho— dudar de Apolodoro como autor de esta «Biblioteca». Y es lícito dudar incluso de que esta obra se titulase alguna vez Biblioteca.

Escribir una introducción en estas condiciones es, cuando menos, arriesgado, si no absurdo; o es condenarse a enumerar el contenido de la obra, lo cual es superfluo, porque lo importante es leer el texto que se nos presenta. No obstante, el ingenio de los filólogos clásicos —la búsqueda continua de indicios mínimos—, permiten abordar la empresa con la esperanza de, cuando menos, dejar caminos abiertos a la reflexión y a la especulación. Yo no espero dejar resueltos aquí los problemas referentes a la obra de Apolodoro o la Biblioteca. Recordando a Momigliano podría decir que lo que sigue será un «prologo senza conclusione», porque —como señalaba igualmente el gran ensayista italiano— «concludere non è facile… e io per natura preferisco proporre i problemi[1]». Hago aquí absolutamente mías sus palabras. Pero, eso sí, debo decir que he tratado de investigar honestamente en el texto que aquí se traduce. Que he procurado acercarme a él —y a su autor— libre completamente de las opiniones —por cierto no muy abundantes— de otros para luego contrastarlas con las mías.

Debo advertir todavía una cosa: he tratado de profundizar, pero no de ser exhaustivo. El espacio mismo de esta introducción y su contenido obligan —a mi entender— a renunciar a largas disquisiciones filológicas —por otra parte en ocasiones ya hechas brillantemente— y a exponer escuetamente sus resultados. Estas páginas no son, por tanto, otra cosa que un intento de acercamiento a la problemática del texto que sigue.

El comentario de Focio sobre «La Biblioteca»

La historia debe comenzar, como en tantas otras ocasiones, en el siglo IX de nuestra era. En el mundo bizantino.

El patriarca Focio, entre las casi trescientas obras que había leído para su Biblioteca, y de las que nos ha dejado un resumen más o menos extenso, había leído una que nos interesa particularmente. En efecto, en el códice 1862 se lee:

«En el mismo volumen he leído una pequeña obra del gramático Apolodoro. Lleva por título la Biblioteca. Contiene las más antiguas historietas de los griegos: todo lo que el tiempo les ha proporcionado para creer en los dioses y los héroes, los nombres de los ríos, de los países, de las poblaciones, de las ciudades, de su origen; y, además, todos los hechos que se remontan a las épocas antiguas. Llega hasta los hechos de la guerra de Troya; pasa revista a los combates que libraron ciertos héroes, a sus hazañas, y a ciertos viajes de quienes volvieron de Troya, particularmente los de Ulises, con el cual termina esta historia de los tiempos antiguos. La mayor parte del libro es un resumen que no será inútil para aquellos que tienen a gala recordar viejas historias. Lleva este epigrama que no está exento de elegancia: “La sucesión de los tiempos la podrás conseguir a través de mi erudición y podrás conocer las fábulas antiguas. No habrás de mirar en las páginas de Homero, ni en la elegía, ni en la musa trágica, ni en la poesía mélica, ni buscar en la obra sonora de los poetas cíclicos, sino sólo mirarme y encontrarás en mí todo lo que contiene el mundo[2]”».

Para muchos autores esta noticia-resumen de Focio es la primera mención y descripción de la obra que nos ocupa. Proporciona así autor, título, argumento. Lo que no se ha transmitido claramente, Focio parece exponerlo diáfana y simplemente. Pero de hecho esta noticia plantea más que resuelve problemas. Requiere un atento análisis.

Focio señala haber leído esta obra de Apolodoro en «el mismo volumen» que contenía las narraciones (diegéseis) de Conón, autor del que no sabemos nada más que lo que nos dice el propio Focio, y cuya obra parece ser fue una serie de narraciones de carácter anecdótico-mitológico. No obstante, dedica, inusitadamente, un gran espacio para resumirlas, lo que contrasta con el escaso dedicado a la obra de Apolodoro[3]. La referencia al «mismo volumen» parece significar que ambos libros (bibliodárion es el calificativo para ambos) estaban atados o unidos en un mismo conjunto, hecho que se comprende bien, puesto que ambos trataban de la misma materia, esto es, aspectos o narraciones mitológicas.

El primer problema que quiero plantear es el de saber qué valor puede tener esta descripción de Focio de la Biblioteca de Apolodoro.

Warren T. Treadgold ha establecido recientemente —basándose en parte en trabajos de Hägg— diferentes tipos de categorías en las que se pueden dividir los resúmenes de Focio[4]. La que hace de la Biblioteca de Apolodoro corresponde a la clase IIc de Treadgold, es decir, «resumen preciso que da una cierta idea del contenido de todo el libro», mientras que el resumen de la obra de Conón entra dentro de la categoría IId, esto es, «largo resumen comunicado a Tarasio en segunda persona». En el caso del resumen de Conón (cod. 186) el propio Focio declara tener el manuscrito delante. Pero los libros del tipo IIc —que son los que nos interesan— Focio los había leído, pero no completamente; o quizás lo había hecho hacía tiempo y disponía de algunas notas. Finalmente se debe tener presente, al juzgar hoy la noticia o la exactitud de los datos de Focio sobre sus libros, que en la intención de la composición de la Biblioteca no estaba una exacta reproducción, sino que, aun siendo de carácter erudito, tenía una intención privada, informal y sentimental. No podemos exigir a Focio aquello que no pretendió hacer, aunque nos hubiera gustado que lo hiciera.

Es conveniente tener en cuenta estos principios para valorar la noticia de Focio sobre nuestro texto y explicar algunas de sus inadecuaciones. Porque inadecuaciones embarazosas existen entre una y otro.

Calificar de bibliodarion a lo que conservamos hoy de la Biblioteca de Apolodoro, 163 págs. del texto de la edición de Teubner, puede no ser muy exacto; o puede significar simplemente que se trata de un libro (o códice) de tamaño pequeño. Si tenemos en cuenta que nuestro texto se ha perdido en más de la mitad al menos, el sentido de «librillo» puede ser menos adecuado. La descripción que se refiere al contenido plantea más serios problemas. Es verdad que nuestro texto contiene «las más antiguas historietas de los griegos y todo aquello que el tiempo les ha proporcionado para creer en dioses y héroes», pero describir su contenido como aquél que hace referencia «a los nombres de ríos, de los países, de las poblaciones, de las ciudades y de su origen» no constituye en el fondo lo esencial del texto que tenemos delante. Es decir; lo que llama la atención a cualquier lector del mismo son las innumerables listas de dioses, héroes, hijos, genealogías, hazañas, amores. Parece, por otro lado, que lo que más interesa a Focio es la parte que se refería a Troya, al regreso a la patria de sus héroes y los viajes de Ulises. Desgraciadamente en el texto que conservamos (dejo aparte por el momento el problema de los Fragmenta Sabbaitica y los Epitoma Vaticana, cf. infra, p. 20) esta parte no se conserva; pero es extraño que no se haga alusión más explícita a algo tan evidente —y yo añadiría casi esencial— en nuestro texto como es su carácter o intención de presentar genealogías de dioses y héroes. Una referencia más explícita a este problema parece la obvia conclusión de quien pretende resumirla.

Focio dice además que tà pollà toũ biblíou estì sýnopsis, es decir, «la mayor parte del libro es un resumen», una sinopsis o visión de conjunto. El concepto de sinopsis o resumen es, naturalmente, relativo. Pero no me parece que se adapte bien al texto que comentamos en el que el autor no se recata en ofrecer la enumeración de dioses y héroes, de hijos de dioses o de héroes, o se explaya ampliamente en la exposición de los trabajos de Hércules o en el viaje de los argonautas. No creo que nadie califique la Teogonía de Hesíodo como resumen. Y nuestro texto es más amplio y detallado, aunque, eso sí, sin concesiones a la poesía. Finalmente, si nuestro texto contenía al inicio el epigrama que leyó Focio, en realidad sería casi una contradicción. Nuestro autor no pretende sustituir a Homero ni a los dramaturgos ni la obra de los poetas cíclicos. Los utiliza abundantemente, a veces para contrastar sus opiniones, a veces para señalar sus divergencias. En cierta manera, a mi modo de ver, su espíritu y su talante es el de ser un complemento de los mismos en determinados puntos controvertidos en la transmisión de las leyendas.

Probablemente, como se ha indicado, esta inadecuación entre el resumen de Focio y el texto existente que comentamos no sea otra cosa que consecuencia del tipo de resumen que Focio quiso hacer: sumario, impreciso, que sólo da una visión muy general del contenido. Es decir, la clase IIc de la clasificación de Treadgold. No importa, por tanto, que no hallemos en su descripción lo que sería lógico esperar. Y en este caso estaríamos ante una información fundamental para comprender nuestro texto: sabríamos por Focio no sólo su autor —Apolodoro el gramático—; su título —la Biblioteca—; y, lo que es más, sus intenciones reales: sustituir mediante un rápido resumen de cómoda y fácil utilización para el interesado las largas —y ya olvidadas— obras de los antiguos mitógrafos griegos o del propio Homero. Pero cabe, al menos como hipótesis de trabajo, una alternativa distinta: esta inadecuación puede hacernos sospechar que la obra que nos describe el patriarca de Constantinopla no es la misma que estamos comentando aquí, sino algo diferente. Se podría decir: Focio leyó una Biblioteca de Apolodoro el gramático, pero ésta no es exactamente la que conocemos hoy como tal, es decir, nuestro texto. Esto nos lleva a considerar por un momento el problema del título.

Existen muy pocas obras en la Antigüedad que lleven por título Biblioteca. De hecho, sólo tres: la Biblioteca Histórica de Diodoro Sículo; la Biblioteca de Focio y la de Apolodoro. El título de la primera parece que fue expresamente buscado y elegido por su autor, a juzgar por la opinión de Plinio: apud graecos desiit nugare Diodorus et bibliothéke historiam suam inscripsit[5]. La conocida como Biblioteca de Focio no se llamó originariamente así, sino Inventario y enumeración de los libros que hemos leído…, etc Conocida como Myriobiblion en la época tardía bizantina, se estabiliza con el título de Biblioteca en el s. XVII. Después, la Biblioteca de Apolodoro. Insisto en que creo que el manuscrito que leyó Focio pudo llevar este título. Pero es posible que no fuera el de la obra que comentamos aquí, que ha pasado a ser identificada como la Biblioteca precisamente por consecuencia de la indicación de Focio.

¿A qué daban los antiguos el título de Biblioteca? En suma, ¿qué es una Biblioteca? Hemos visto que no tenemos muchos elementos de juicio, porque casi no existe como título de obras concretas. En todo caso bibliothéke es «una compilación de varias fuentes[6]»; una obra que se caracteriza por hacer un resumen de otras dentro de un tema unitario o amplio, o, como ocurre con la del mismo Focio, «una obra que puede ser (o podía ser) utilizada como una especie de biblioteca[7]». En fin, puede tratarse de una bibliothéke… mýthon historion. No es éste, me atrevo a sugerir, el carácter del texto aquí presentado. Sí lo era, seguramente, el de la obra leída y descrita por Focio. Nuestro autor, como veremos, resume sus fuentes del mismo modo que las resumen tantos otros autores de la Antigüedad Clásica; pero las cita para hechos puntuales, concretos o controvertidos. En este sentido Biblioteca es un título que valdría para muchos tratados antiguos: la obra de Estrabón podría ser una Biblioteca, o la de Aulo Gelio o la de Ateneo. Pero nuestro autor es ante todo un mitógrafo que ha escrito una obra que tiene un carácter o pertenece a un género —en el cual se modela él mismo— muy concreto que nunca ha llevado el título de Biblioteca. En la serie de Mitographi graeci no existe ninguno, cualquiera que sea su cronología o intención, que lleve por título Biblioteca (el caso de las Narraciones de Conón podría ser un ejemplo). En toda la serie de mitógrafos o cíclicos no existe ninguno —tampoco— que lo lleve.

Es un hecho conocido que los títulos de estas obras —muchas veces inexistentes en la tradición que llegó a Alejandría en los siglos III-II à. C.— fueron dados por los eruditos de acuerdo con su temática. Pero podríamos preguntarnos, como hace West en su edición de la Theogonia de Hesíodo, cuál sería el título que un antiguo daría a nuestra obra. Evidentemente no es ni una Heraclea (que trataría predominantemente de los trabajos de Hércules y sus hazañas) ni una Corintiaca (porque no trata de un problema de historia local) ni una Titanomaquia (porque la lucha de Gigantes y Titanes contra los dioses no constituye una parte esencial en la obra). En sentido estricto sólo I.1-44 podría ser calificado de Teogonia en el texto que nos ocupa; el resto (I.45-147; II.1-180; III.1-20; III.21-95, etc.) son «genealogías»: las de Deucalión, Ínaco, Agenor y Cadmo; la pelásgica, la de Atlantis, la de Asopo, y por fin la de los reyes de Atenas.

Acusilao de Argos, en el siglo VI a. C., escribió tres libros de Geneelogíai. La obra de Acusilao está bien presente (vid. infra) en la redacción de nuestro texto. Las «genealogías» constituyen un género bastante frecuente entre los escritores mitógrafos. Se puede sugerir, pues, que nuestro texto llevaba o pudo llevar el título de Geneelogíai, lo cual correspondería plenamente a su contenido, estructura y finalidad. Puede ser que, recurriendo a una perífrasis —como por otra parte era frecuente— tal vez se titulase perì theôn kaì eroon. Pero el primero —Geneelogíai— parecería el más adecuado.

Quedan, pues, hasta ahora abiertas dos posibilidades derivadas de la aparente inadecuación del resumen de Focio y la obra que comentamos: a) que la Biblioteca de Apolodoro que leyó el patriarca no sea el texto que aquí se estudia; y b) que el texto aquí presentado se titulara originariamente Geneelogíai.

Pero a su vez se abren nuevos interrogantes: 1) ¿quién fue el autor de nuestro texto?; 2) ¿por qué nuestro texto se ha atribuido a Apolodoro con el título de Biblioteca?; 3) ¿qué ocurre con la Biblioteca de Apolodoro leída por Focio y, si se ha conservado, cuál es? Todos estos problemas nos llevan a hablar en primer lugar de los manuscritos de nuestro texto.

El primero, el Parisinus Graecus 2722, del siglo XIV, contiene en su encabezamiento: Apollodórou toũ Athenaíou Grammatikoũ bibliothéke. Otros, posteriores, repiten lo mismo: el Oxoniense, del s. XV; el Parisinus Graecus 2967. Pero esta atribución es errónea. Se trata de una confusión que yo creo debida a dos hechos: por un lado a la existencia y fama del gramático y tratadista Apolodoro de Atenas (vivió ca. el 140 a. C.), que fue autor de un Perì theôn, de una Crónica y otras obras bastante famosas y difundidas en la antigüedad; y al hecho de que el patriarca Focio diga en cod. 1862 que ha leído una Biblioteca de Apolodoro gramático cuyo tema es —entre otras cosas— mitológico. La existencia de estos componentes: un texto mitológico sin encabezamiento o título y sin autor; un Apolodoro de Atenas gramático que escribió obras de diverso tipo, entre ellas algunas de carácter mitológico (Perì theôn); y una Biblioteca de Apolodoro gramático (Focio), dieron pie al copista del manuscrito a la atribución, lógica dentro de lo que cabe, de nuestro texto a Apolodoro de Atenas como autor de una Biblioteca que sería nuestro texto.

Es mérito de Carl Robert el haber demostrado que nuestro texto no puede ser obra del gramático ateniense Apolodoro. En efecto; en II. 1.3. se habla del analista Castor (de Rodas), que sabemos escribió una Crónica —continuación precisamente de la de Apolodoro de Atenas— cuya extensión cronológica iba desde el rey asirio Ninos hasta Pompeyo (el Grande), esto es, hasta el año 61/60 a. C. Apolodoro de Atenas no pudo citar a Castor que vivió después de él. El autor de nuestro texto debe ser forzosamente posterior al 61/60 a. C. El copista del Parisinus Graecus 2722 evidentemente se confundió. Autor —y posiblemente título— referidos a nuestro caso pueden ser inadecuados. A pesar de ello hay autores que han pensado otra alternativa: Apolodoro de Atenas escribió una Biblioteca mitológica, pero lo que hoy conservamos (el texto aquí traducido) es una compilación a la que un autor del siglo I o II d. C. añadió, entre otras, la mención del analista Castor. La Biblioteca compilada siguió llevando el título y nombre de Apolodoro. Y Focio habría leído esta compilación. Resulta difícil aceptar esta teoría por varias razones. En primer lugar porque el compilador debió de dar su nombre a la compilación. Pompeyo Trogo fue resumido por Justino en su Epítome. Pero éste no se llama Historiae Philippicarum (como la obra de Trogo), sino Epítome de Justino. En segundo lugar la compilación del siglo I o II d. C. debió de eliminar de tal forma el original de Apolodoro que lo dejó prácticamente limpio de toda opinión del propio autor, porque un escritor como Apolodoro de Atenas no pudo escribir una obra como el Perìtheôn —crítica y racionalista— y un tratado como el que nos ocupa. Finalmente el modo de utilizar sus fuentes, demostrado ampliamente por Van Valk, es tan evidentemente propio de un autor que las toma directamente y no de un manual, que esta duda queda eliminada. La mención de Castor entra dentro de la lógica de la labor de investigación de fuentes del autor de nuestro texto, y no hay necesidad de recurrir a un interpolador. De esta forma podemos dar por sentado que nuestro texto no fue obra de Apolodoro de Atenas y que es posterior al menos al año 61/60 a. C.

Ocurre que una serie de escoliastas —de Homero, Sófocles, Eurípides, Platón— y el bizantino Juan Tzetzes citan (a propósito de términos o episodios mitológicos) a un Apolodoro (en general la fórmula es simplemente: «Apolodoro lo narra en el libro segundo»; «según Apolodoro en el libro primero»; «Apolodoro cuenta»; «esto lo narra Apolodoro en la Biblioteca»). El problema consiste en saber de cuándo son estos escoliastas y si sus referencias se pueden contrastar adecuadamente con nuestro texto. En general la fecha de los escoliastas no está perfectamente establecida y todos ellos pertenecen genéricamente a época bizantina (siglos IX al XII). Como ya señaló Frazer[8], estos escoliastas no nos sirven para nada en orden a fijar unos términos cronológicos a nuestro texto. El problema para mí reside en averiguar si cuando estos escoliastas hablan de Apolodoro y/o la Biblioteca se refieren a la mencionada por Focio o a la nuestra ya confundida como la obra de Apolodoro de Atenas titulada Biblioteca. Este problema subsistiría aun en el caso de que fuera cierta la sugerencia de Van Valk de que el escoliasta D de Homero no contiene material bizantino —y por tanto está más cercano a nuestro autor— o que el escoliasta de Sófocles no puede ser situado más allá del siglo II d. C.

El problema por tanto queda establecido así hasta el momento:

A) El texto que comentamos, incompleto, se llamó Biblioteca y su autor fue un tal Apolodoro gramático. Este texto es el descrito por Focio en el cod 1862 aunque de manera insatisfactoria. Los escoliastas citan este mismo texto. El copista del manuscrito Parisinus Graecus 2722 erró al atribuir a Apolodoro de Atenas la obra que copiaba: se trataba simplemente de la Biblioteca de un tal Apolodoro.

B) El texto que comentamos, incompleto, se tituló Geneelogíai. La Biblioteca de Apolodoro que describe Focio es otra obra. Es a esta obra a la que se refieren los escoliastas. Por tanto de la nuestra no sabemos ni el título ni el autor. De la mencionada por Focio no sabemos si se conserva. En todo caso se podría identificar con lo que llamamos Epitoma Vaticana, representada igualmente en los Fragmenta Sabbaitica.

«Epitoma Vaticana» y «Fragmenta Sabbaitica»

Fue R. Wagner quien en 1885, trabajando en la edición de los mitographi graeci en las bibliotecas de Roma, encontró un códice («satis obsoletum et male habitum») en el que reconoció excerpta de lo que falta de la «Biblioteca de Apolodoro» —es decir, de lo que él considera nuestro texto. Se trata de un códice del siglo XIV (Vat. 950). Contiene fragmentos que corresponden a la historia de Teseo y su estirpe (justamente donde acaba nuestro texto); a la estirpe de Pélope y, hasta el final, fragmentos referidos a la guerra de Troya, caída de Troya, ciclo de los Nostoi.

Casi al mismo tiempo —dos años más tarde— e independientemente, en 1887, Papadopoulos-Kerameus descubrió en Jerusalén los Fragmenta Sabbaitica, que corresponden a un manuscrito griego en el que se encuentra un epítome de extensión, tema y texto casi igual al Vat. 950 y que perteneció, originariamente, al monasterio de San Sabbas (Codex Sabbaiticus). Este texto, también abreviado, completa la historia llegando hasta Ulises, sus aventuras y su muerte.

Wagner adelantó la hipótesis de que los fragmentos del Vaticano (Epitoma Vaticana) eran obra de Juan Tzetzes, que conocía bien a Apolodoro y que había hecho un resumen de su libro de mitología para sus alumnos, porque a veces el epítome coincide con el texto de Apolodoro citado por Tzetzes.

Esta propuesta es plausible, pero podrá igualmente no ser cierta (los Fragmenta Sabbaitica no coinciden exactamente con el Apolodoro citado por Tzetzes). Y es posible que sea esta obra la que leyó Focio.

Llegados a este punto creo que es conveniente recapitular lo dicho resumiendo todas las hipótesis propuestas. Así resulta el siguiente esquema:

No es imposible que la última de estas hipótesis sea la más cercana a la realidad, salvando la inadecuación de la descripción de Focio por su propio modo de trabajar haciendo resúmenes. De ser esto así estaríamos ante el texto de la Biblioteca de Apolodoro. Pero no quiero dejar de constatar que la duda sobre el particular es amplia y por tanto que mi especulación está justificada. El propio Müller, en su edición de los Fragmenta Historicorum Graecorum I, p. XXXVIII, dudaba o presentía la duda sobre el título: «Qui titulus (Bibliotheca) quamquam dubitare licet num ab ipso Apollodoro profectus sit…». Este mismo autor, citando a Welcker, señala (p. XLI) que éste no sólo dudó de que la obra se denominase Biblioteca, sino que ya observó la inadecuación entre la descripción de Focio y el texto aquí reproducido: «sed hoc ipsum suspicatur non epitomae, quam Photius legit, sed majori nostri operi mythologico propositum, ex eoque Bibliothecae titulum effictum esse».

James Frazer, en su edición de Loeb Classical Library, indica que «whether the author’s name was really Apollodorus or whether that name was foisted on him by the error or fraud of the scribes, who mistook him or desired to palm him off on public for the famous Athenian grammarian, we have no means of deciding[9]».

C. Robert, quizás quien más conspicuamente estudió el problema de la Biblioteca, la atribuyó a un desconocido Apolodoro; pero H. Diels —seguido por Wagner— señaló en contra, que este nombre era o encubría un anónimo que quiso utilizar el nombre de Apolodoro para llamar la atención sobre su obra[10].

Diversos autores modernamente, cuando se refieren a nuestro autor, prefieren denominarlo el Pseudo-Apolodoro; y Treadgold —en su estudio sobre la Biblioteca de Focio— lo considera como incorrectamente transmitido por el patriarca; y se pregunta si la Biblioteca que dice haber leído Focio se ha conservado y si no será igual al Epítome Vaticano[11].

En esta introducción seguiré utilizando la denominación de la Biblioteca de Apolodoro por comodidad, aunque ciertamente yo no estoy convencido de que éste fuera su título original ni Apolodoro su autor.

Las fuentes de la «Biblioteca»

Nuestro autor se caracteriza por no dar prácticamente nunca referencias personales. Pero, al menos, con cierta frecuencia nos da una idea de cómo ha trabajado en la elaboración de su libro. Como tantos otros autores antiguos sigue una o varias fuentes originales, mas ante puntos concretos o discutidos recurre a la opinión de varios autores que han tratado el tema. Él no deja traslucir su opinión; permanece imparcial y se limita a constatar: «Pero Ferecides dice… pero Hesíodo opina… otros dicen… algunos dicen…». Creo que se puede afirmar que el autor tuvo delante las obras más importantes sobre los problemas que trata. Pasaré, en primer lugar, a individuarlas para luego hacer algunas consideraciones sobre su significado y valor.

Hacer el estudio de las fuentes de la Biblioteca no es empresa sencilla. Se puede realizar principalmente de dos formas: 1) analizando el texto de la Biblioteca y contrastándolo con otras versiones que traten sobre lo mismo se puede llegar a saber a quién sigue nuestro autor en cada caso, relato o pasaje. Este análisis, además de largo y complejo y que no es el objeto de una introducción como ésta, ha sido ya hecho extensamente por Van Valk recientemente. Yo he optado aquí, de forma mucho más sencilla y fácil, 2) por individuar los autores que menciona indicando de qué obra se trata o de cuál se pudo servir en cada caso.

Nuestro autor cita nominalmente a los siguientes autores: Homero, Hesíodo, Ferecides, Acusilao, Paniasis, Herodoro, Demarato, Dionisio, Cástor, Asclepíades, Cércope, Píndaro, Apolonio, Telesila, Eurípides, Eumelos, Asio, Estesícoro, Meleságoras (o Ameleságoras) y Filócrates. Sin decir su nombre menciona: al autor de las Naupactias, al autor de la Tebaida, al autor de la Alcmeónida, al autor de los Nóstoi, a los órficos, a los trágicos genéricamente. Finalmente utiliza, en multitud de ocasiones, fórmulas anónimas —que denotan utilización de fuentes— como «algunos dicen», «dicen», y «según unos», etc.

Los autores más citados son, por este orden: 12 veces Ferecides; 12 Hesíodo; 8 Acusilao; 5 Homero; 4 Eumelo; 4 Eurípides; 3 Paniasis; 2 Cércope; 2 Herodoro; 1 Demarato; 1 Dionisio; 1 Cástor; 1 Asclepiades; 1 Píndaro; 1 Apolonio; 1 Telesila; 1 Asio; 1 Estesícoro; 1 Meleságoras (Ameleságoras); 3 veces a los trágicos en general; 1 al autor de la Alcmeónida; 1 al autor de los Nóstoi («Regresos») y, al menos, 34 veces menciona fuentes sin citarlas expresamente.

Podemos primero considerar, aunque sea de forma rápida, quiénes son estos autores, y luego trataré de la forma de trabajar de nuestro autor.

No considero necesario aquí dan un comentario de Homero, Hesíodo, Píndaro, Eurípides, porque son autores suficientemente conocidos por todos[12]. De los otros sí merece la pena hacer un pequeño comentario.

Acusilao de Argos, el más antiguo de los citados, después de Homero, Hesíodo y el autor de los Nóstoi, es el representante de la épica en prosa que se ocupa de las genealogías de los dioses y los héroes. De hecho sabemos que escribió tres libros de genealogías hacia el 500 a. C. Su obra se caracteriza por ser fundamentalmente expositivo-narrativa, sin ningún tipo de crítica racional[13]. Ferecides es el continuador de Acusilao. Escribió en jónico, poco antes de la Guerra del Peloponeso, una Teogonia en diez libros. En esta obra incluía genealogías de los Eácidas, de Heracles, etc. Su influencia, así como la de Acusilao, fueron importantes para nuestro autor[14]. La misma existencia de Ferecides fue negada por algunos autores —entre ellos Willamowitz—; pero Jacoby demostró brillantemente la falsedad de este aserto. Herodoro de Heraclea escribió ca. el 400 a. C. una Heraclea, una Argonáutica y una Pelopea cuyos fragmentos ha recogido Jacoby[15]. Hasta aquí los mitógrafos prosistas.

Entre los poetas, el autor de las Naupácticas, citado en la Biblioteca, es quizás el más antiguo, y puede ser identificado con Carcino de Naupacto, que escribió sobre los argonautas inmediatamente después de Hesíodo[16]; el autor de la Tebaida, posterior a Homero, escribió ca. el s. VII a. C. 7000 versos sobre las leyendas del ciclo tebano dentro del ciclo de las Ciprias[17]. Lo mismo ocurre con el autor de la Alcmeónida que es una continuación del ciclo homérico[18]. Eumelo de Corinto, lírico del s. VIII-VIII a. C., escribió unas Corintíacas sobre el origen de la ciudad, además de una Europia y una Bugonía. Es, pues, casi contemporáneo de Hesíodo y no sabemos nada más de él[19]. Asio escribió sobre Heracles y sus hazañas hacia el siglo VII-VI a. C. Fue uno de los que desarrolló ampliamente el género genealógico. Lo cita Ateneo verbatim en varias ocasiones[20]. Del 460 a. C. es Paniasis de Halicarnaso, que escribió 14 libros de Heraclea en verso (3000 dísticos)[21]. La poetisa Telesila de Argos es casi contemporánea (ca. 520-493 a. C.), y además de inventar un tipo de verso, escribió un himno coral a Apolo y Ártemis[22].

Entre los autores del siglo IV a. C. Apolodoro menciona a Asclepiades de Tragilo, discípulo de Isócrates, polemista con Filocoro; escribió una Tragodoúmena en seis libros muy utilizada por los escoliastas. En ella pretendía mostrar cómo la mitología se refleja en la tragedia griega. Es un autor de tendencia racionalista que no se conforma con las tradiciones o leyendas tal y como le han llegado[23]. Del siglo II a. C. son, Demarato, que escribió unas Argonáuticas[24], y Dioniso Escitobraquión, alejandrino, evemerista, que trató en sus libros sobre Dioniso, sobre las amazonas, sobre Troya y los argonautas. Su vida y actividad literaria se comprenden entre el 150 y el 90 a. C.[25]. De la misma segunda mitad del II a. C. es Dionisio de Samos —también citado por Apolodoro—, que escribe un Ciclo, en 7 libros, en el que describe la historia de los dioses, la guerra de Troya y el consabido viaje de los argonautas[26]. Meleságoras, o Ameleságoras, es un atidógrafo que escribe historias sobre el Ática en el siglo II. No sabemos mucho más de él[27]. Y por fin, Cástor de Rodas, que escribió una Crónica —continuación de la de Apolodoro de Atenas—, según la forma eratosténica, pero mucho menos precisa. Perteneciente a la escuela retórica de Rodas —citado por Cicerón— su Crónica abarcaba desde el rey asirio Nino hasta Pompeyo Magno (61/60 a. C.), lo cual da un terminus post quem seguro a nuestro autor[28]. Finalmente los órficos; constituyen una serie de escritos pertenecientes al siglo II a. C., que resumen las opiniones religioso-filosóficas de esta secta sobre la mitología y la religión antigua[29].

Apolodoro cita en muy pocas ocasiones los títulos de las obras que ha tenido en cuenta para elaborar su texto. Pero a veces lo hace. Menciona, por ejemplo, expresamente El Escudo de Hesíodo[30], las Argonáuticas de Apolonio de Rodas; la Enfila de Estesícoro (obra conservada hoy sólo en breves fragmentos); y, aunque de forma indirecta, la Crónica de Cástor.

Evidentemente Apolodoro utilizó otras fuentes que las mencionadas hasta ahora. Muestra de ello son las treinta y cuatro menciones de opiniones anónimas dispersas en su texto, pero que no nos permiten saber a quién se refieren exactamente. Por otro lado, aunque Apolonio de Rodas y sus Argonáuticas sólo se menciona en una ocasión, ello no significa que no lo haya utilizado y seguido —como ha demostrado Van der Valk— estrecha y ampliamente.

Un primer problema que se puede plantear es si Apolodoro leyó todas las obras de todos los autores que menciona. No parece probable, sobre todo si se tiene en cuenta el modo de trabajar de los autores clásicos. Pero ello no quiere decir que Apolodoro no haya hecho una labor de investigación. Siguiendo de modo amplio a un autor para la exposición general del tema que le interesa, Apolodoro fue a consultar a los diversos autores que habían escrito sobre lo mismo en casos concretos y discutibles. No necesitaba así leer toda la obra, sino exclusivamente el pasaje o el tema en cuestión debatido, limitándose, sin tomar partido, a exponer la versión diferente que le ofecía otro autor distinto del que él, como norma, seguía. Esto significa un cierto trabajo de investigación, si se quiere llamar así, y no hay por qué pensar que Apolodoro se limitó a citar a los autores ya citados en su fuente. Este método da a su obra, al mismo tiempo, un carácter de seriedad y pedantería, que puede ser importante a la hora de considerar el público al que fue destinada. Es evidente que cualquiera que sea la fecha en la que situemos la Biblioteca —siempre desde luego después del 60 a. C.— Apolodoro trató de revivir unos episodios y unos autores que debían estar ya olvidados, y que su obra estaba destinada no sólo al entretenimiento sino también a un cierto círculo culto o escolar, al que parece querer ilustrar con sus citas eruditas. Pero Apolodoro no pretende racionalizar ni interpretar la leyenda mitológica que transmite. En este sentido sus fuentes son significativas por su carácter prácticamente uniforme. Su pretensión es ilustrar, recordar y, en cierta medida, rememorar puntualmente.

Destinatario y significado de «La Biblioteca»

Con toda probabilidad Apolodoro escribe para círculos cultos romanos. Pero es evidente que él no es romano, es decir, latino. Es un griego, probablemente de Asia Menor. En su obra no hace nunca una referencia a Roma, al origen de Roma, a la leyenda romana en su vertiente relacionada con la mitología griega: historia de Heracles transportando los bueyes de Gerión a su paso por Italia; Eneas, Troya o Afrodita como base de la descendencia pretendida de los Julio-Claudios y de los mismos romanos. Se trataba, una vez más, de servir de punto de referencia a un público que por un lado estaba interesado eventualmente en las historias antiguas y las leyendas y, por otro, las había olvidado o tenía de ellas solamente una idea vaga y nebulosa.

El autor de la Biblioteca no es un caso aislado en la literatura, tanto griega como latina, de la época romana. C. Julio Teopompo de Cnido, Alejandro de Mindo (época augusteo-tiberiana), Dionisio de Samos, Higinio y Antonino Liberal (del s. II d. C.), autores todos ellos de «manuales mitográficos», serán sus correspondientes. En este sentido Apolodoro se puede encuadrar en ambos momentos históricos por igual —siglo I o siglo II d. C.—. Todos los esfuerzoss que hagamos para justificar su encuadramiento en uno de estos momentos (augusteo o adrianeo) que, por el ambiente literario propicio o por la coincidencia con otros autores que se dedicaron al mismo género, podrían movernos a situar a Apolodoro en cualquiera de ellos, serían o son inútiles. Se pueden dar razones por igual para uno o para el otro. Los pocos, pero serios, intentos que se han hecho para analizar el lenguaje o el estilo de la Biblioteca a fin de poder encontrar una fecha para la misma, han resultado infructuosos[31]. En todo caso el siglo I o el II d. C., como he dicho, parecen una cronología amplia aceptable.

Sin embargo, me atrevería a decir que estas dificultades, estas ignorancias y vacíos que tenemos a propósito de la obra que tenemos delante, son lo de menos. Quienes están algo familiarizados con el mundo de la Antigüedad Clásica saben que se trabaja, desgraciadamente, con la desesperada ausencia de todos los datos que nuestra curiosidad y exigencia científica nos requiere. Al final lo que importa es el contenido. Y el contenido está aquí delante, en las páginas que siguen. Por ello renuncio a resumirlo ahora, aunque diré algo sobre el posible destinatario de la Biblioteca.

Para un romano o greco-romano de Asia Menor, la obra de Apolodoro podría servirle para entretenerse leyendo las aventuras de Heracles, más como una novela que como un tratado de mitología o de religión. Naturalmente su lectura no podía por menos que provocar el escepticismo en lo que se refería a las creencias. Pero la Biblioteca podía ser al mismo tiempo un instrumento de trabajo indispensable para rétores, historiadores o tratadistas. En ella encontraban siempre la explicación culta adecuada para ilustrar un panegírico de campanillas dirigido al Emperador o la variante de un mito. En la escuela filosófica la Biblioteca pudo ser un libro indispensable. Ofrecía el mito; ya se encargarían de interpretarlo los filósofos.

En la escuela cotidiana la Biblioteca debió de ser un libro obligado que servía de ilustración tanto al estudio de Homero como de manual de historia.

El viajero que veía los relieves de los templos o los sarcófagos de las necrópolis llenos de escenas con variedad de personajes, o los teatros inundados de alusiones a Dioniso (basta recordar los estupendos relieves del teatro de Perge, en Asia Menor, que ilustran la infancia del dios del vino), necesitaba de una información que el paso del tiempo había hecho casi olvidar en su forma literaria o ideológica, pero que seguía alimentando el arte y los repertorios de los artistas. A éstos, finalmente, la Biblioteca podía servir como inagotable fuente de información.

Por todo esto la Biblioteca no está lejana del mundo, origen y finalidad de obras como la Descripción de Grecia de Pausanias (s. II d. C.) o como las Imágenes de Filóstrato (también del siglo II d. C.).

A los cristianos la obra de Apolodoro no pudo por menos que interesarles. No por su categoría literaria ni por su estilo. Sino porque Apolodoro encerraba la prueba palpable de «los errores» del pensamiento pagano, el motivo para su refutación. Para destruir al enemigo hay que conocerlo primero. Y no dudo de que hubiera también en su interés —y precisamente por ello se nos ha conservado— una cierta morbosidad recóndita y no confesada por un libro que está a caballo entre la historia, la leyenda, el romance y un tratado religioso que explica el origen del mundo y de los hombres.

Pero la Biblioteca de Apolodoro no es un libro de Religión. No es la «Biblia» de la religión griega en la que se conforman las acciones de los hombres. La religión griega —y lo mismo la romana— se caracterizan precisamente (y afortunadamente) por no ser religiones «del libro» o que se basan en «un libro», llámese el Corán, la Biblia o el Evangelio. Pero necesita una explicación de las cosas, que se reúne en un corpus de leyendas y mitos que no posee carácter canónico o moralizante.

Finalmente, ¿para qué nos sirve hoy Apolodoro? Su lectura puede continuar deleitándonos o divirtiéndonos per se. Nos puede permitir, sobre todo, penetrar en la esfera del pensamiento mítico. Su lectura sigue siendo, por otro lado, fundamental para los iconografistas o historiadores del arte antiguo. Es difícil dar un paso en el intrincado y a veces oscuro y ambiguo mundo del análisis iconográfico, sin el apoyo literario de las explicaciones de la Biblioteca.

Pero cada uno puede tomar a Apolodoro según sus intereses. Frazer se dedicó entusiásticamente a su traducción y edición precisamente por su interés en la historia comparada de las religiones, de la etnografía y de la antropología. Y así en sus notas y en sus extensos y numerosos apéndices vemos que los mitos griegos no son una invención literaria simplemente, sino que pertenecen a la estructura del pensamiento religioso humano, sin distinción de localización geográfica o mitológica o cultural. Frazer demuestra igualmente que la Biblioteca es un instrumento fundamental para quienes pretendan estudiar el origen, la estructura y el mecanismo de los cuentos o de la literatura popular.

Por estas y varias otras razones la traducción de la Biblioteca de Apolodoro era necesaria. Y sobre todo porque, al límite, yo diría (y hablo por experiencia) que la mitología es quizás el primer paso para amar la Antigüedad Clásica. Y ello ya es bastante.

Las ediciones

La primera edición en griego de Apolodoro con traducción latina se remonta al año 1555 y fue publicada por Benedictus Aegius en Roma. Le siguen las ediciones de Hieronimus Cornelius (Heildelberg, 1599) y Tanaquil Faber (Salmurii, 1661). El filólogo inglés Thomas Gale publica el texto de nuevo en París en 1675 dentro de la serie Historiae Poeticae Scriptores Antiqui, y en 1803 aparece la gran edición de C. G. Heyne en Göttingen. Siguen a éstas, dos mediocres ediciones francesas: la de E. Clavier (París, 1805) y la de Chr. L. Sommer (Rudolfstadt, 1822). En 1841 C. Müller incluye a nuestro autor en sus Fragmenta Historicorum Graecorum, I, con comentarios y notas además de traducción latina, y presenta la novedad de colacionar por primera vez el P. Graecus 2722. Esta edición es seguida poco después por la escasamente crítica de A. Westerman en Scriptores Poeticae Historiae Graeci (Brunswick, 1843). Teubner publica por vez primera a Apolodoro —de modo igualmente poco satisfactorio— de la mano de I. Bekker en 1854, y, tras la edición de R. Hercher (Berlín, 1874), aparece la definitiva edición de Richard Wagner (Teubner, 1894; segunda ed. 1926; tercera 1965) que presenta la novedad y ventaja sobre todas las demás de incluir los Fragmenta Vaticana y los Fragmenta Sabbaitica. Culmina la serie de ediciones la de Sir James G. Frazer (Loeb Class. Library, 2 vols., primera edición Harvard, 1921; segunda, 1939; y tercera, 1954), que incluye igualmente Fragmenta Vat. y Sabbaitica. El mérito de la edición de Frazer no está tanto en la propia edición y colación de lecturas textuales, cuanto, especialmente, en el amplísimo —como era de esperar por otro lado del autor de The Golden Bough— comentario en forma de apéndices y notas de carácter antropológico, etnográfico y de mitología comparada de que hace gala el segundo volumen. Es el mejor homenaje a un autor considerado como de segunda fila, pero de enorme importancia para reconstruir el pensamiento mítico griego.

La única traducción castellana existente hasta la fecha era la de Sara Isabel de Mundo, Apolodoro. «Biblioteca», Buenos Aires, 1950.

Bibliografía

Ir a la siguiente página

Report Page