Betty

Betty


4

Página 6 de 11

4

—Han llegado sus maletas, Madame Etamble. He dicho que se las suban a su habitación.

—¿No hay ningún mensaje?

—El empleado no me ha dicho nada. Solo me ha dado esto para usted.

Al ver de lejos un sobre, por un momento sintió cierta emoción, como si esperara algo, cuando en realidad no esperaba nada, no deseaba nada que procediera de ellos. Se sintió humillada por cómo había reaccionado, sobre todo ante el conserje que, la noche anterior, la había llevado completamente borracha a su habitación y que, quizá para burlarse, le hablaba hoy con un respeto exagerado.

En el sobre, como hubiera debido suponer, solo estaban las llaves de las maletas. No había ninguna nota. ¿Por qué tenían que haberle escrito una nota? Reconoció la letra de Elda en la dirección.

Cuando, un poco más tarde, Betty abrió la puerta de la 53 y las dos mujeres vieron tres voluminosas maletas y unos paquetes en medio de la habitación, Laure se volvió hacia el cuarto contiguo murmurando:

—La dejo. Hasta ahora.

—¿Le apetece irse a su cuarto?

—Al contrario, pero no quiero molestarla. Nunca me mudé cuando vivía mi marido y solo viajaba para acompañarlo a algún que otro congreso, pero me encanta hacer y deshacer maletas.

Al pie de la cama había un paquete voluminoso y blando, y Betty se apresuró a romper el papel azul.

—¡Mi visón!

No pudo reprimir su alegría, porque no estaba segura de que le mandaran el visón. Su cuñada Marcelle, aunque era mayor que ella, aún no tenía ninguno y llevaba un abrigo de astracán. Cuando, dos años atrás, Guy le habló de comprar un abrigo de visón, le explicó: «Es más una inversión que un regalo. En nuestra situación, de todas maneras, cualquier día necesitarás un visón. Cuanto más tarde en comprártelo, más caro será. Como dura toda la vida…».

Por consiguiente, Guy habría podido considerarlo más un capital, un bien familiar, que una prenda personal. En cualquier caso, se lo había enviado y, de no ser por la presencia de Laure, Betty se lo hubiera puesto sin esperar un segundo, solo por el mero placer de sentirse envuelta en él, por la tranquilizadora sensación de lujo que le producía.

—¿Es de visón salvaje?

—Tenemos la garantía.

—Yo cometí la estupidez de comprar un visón de criadero, y a los pocos años parecía conejo. ¿Le pongo una copa?

Betty se lo agradeció.

—Siempre me invita usted.

—Le prometo que le dejaré comprar la próxima botella, las dos siguientes si quiere. Además, le diré la tienda donde las compro.

Betty fue probando las llaves, abrió las maletas, luego el armario y los cajones de los muebles. En el instante en que abría la última maleta, la más pequeña, la de cuero azul, que solía utilizar como neceser, Laure regresó con dos vasos.

Encima de todo, bien a la vista, había dos fotos: la que le habían tomado a Charlotte el día en que cumplió cuatro años, y la de Anne-Marie, ante la cama de matrimonio de sus padres, el domingo en que dio los primeros pasos.

Fue Guy quien, aún en pijama, se había precipitado a sacar la máquina fotográfica. En un ángulo, se vislumbraba un trozo del delantal a rayas de la niñera, preparada para sujetar a la niña por si esta se caía.

—Mis hijas… —murmuró, invitando con un ademán a Laure a que mirase las fotografías.

—La mayor se le parece. Tiene sus ojos. De mayor será muy atractiva.

Laure la vigilaba con el rabillo del ojo, pues se la imaginaba emocionada, quizás a punto de romper a llorar. Pero Betty estaba tranquila, más fría que cuando, abajo, le entregaron el sobre, o que cuando, desde el umbral, vio las maletas. Se advertía que no había cogido el vaso para infundirse valor.

—A su salud, por todo lo que ha hecho por mí.

Hubiera podido decirse que, una vez recuperados sus enseres, tendía a comportarse de manera convencional. No obstante, su voz denotaba ironía, una ironía dirigida a sí misma y no a Laure. Tomó de nuevo las fotos y, arrojándolas sobre la cama, dijo:

—A fin de cuentas, ya no son mis hijas, y me pregunto si, salvo los meses en que las llevé en mi vientre, han sido mías en algún momento.

Acaso por hacer algo, cogía pilas de ropa y las colocaba en los cajones, volvía a las maletas, regresaba a la cómoda o al armario mientras hablaba, con voz clara y cara tensa, sin molestarse en espiar las reacciones de Laure.

—¿Cree usted en el amor materno?

Hubo un silencio por toda respuesta. En realidad, Betty ya se lo esperaba.

—Olvidaba que no tiene usted hijos. No puede saber lo que es eso. Yo hablo del amor materno como lo presentan en los libros, como se habla de él en la escuela, en las canciones. Cuando me casé, pensaba que un día tendría hijos, y la idea me agradaba, formaba parte de un todo: la familia, el hogar, las vacaciones en la playa. Luego, cuando me dijeron que estaba embarazada, me desconcertó que llegara tan pronto, porque hacía poco que había dejado de ser una niña.

»Llevaba casada solo dos años y a partir de ese momento ya no se habló más de mí, sino del niño que iba a nacer. O, si se hablaba de mí, era en función del niño, que era lo que más importaba. Ya era madre incluso antes de dar a luz.

»Pensará usted que estaba celosa. Casi es cierto, pero no del todo. Apenas empezaba a vivir. ¡Creía que sería tan feliz cuando tuviera por fin un hombre para mí sola! Siempre pensé que el matrimonio era cosa de dos, y resultó que en poco tiempo seríamos tres.

»Yo no pensaba en todo eso cada día, claro está. A veces me emocionaba, sobre todo cuando notaba moverse al niño. Poco después empezaron a inquietarse por mi salud; pero en realidad no era por mí, sino por el bebé que iba a nacer, y me prescribieron un régimen muy estricto. Me pasaba casi todo el día en la cama.

»Por la noche mi marido se sentaba a mi lado media hora, tres cuartos, y, luego, como no aguantaba más y ya no sabía qué decirme, volvía a su despacho o se quedaba con Antoine y su mujer en el salón. Me traía flores. Todos me traían flores y eran amables conmigo, incluso Olga, la criada, que ya estaba en casa de Guy antes de que yo llegara y que siempre me consideró una intrusa.

»Mi suegra también estaba contenta conmigo. “¡Muy bien, querida! Sobre todo piensa en el bebé y en tu responsabilidad, y haz lo que te diga el médico”. Me vigilaban a escondidas para asegurarse de que no me saltaba el régimen. ¡Estaba tan delicada de salud!, ¿sabe usted? ¿No era natural que se preocuparan por el futuro Etamble? Antoine, el mayor, había tenido dos hijos, y nadie dudaba que Guy tendría también chicos.

Betty iba y venía por la habitación mientras Laure, para ayudarla, colgaba los vestidos en las perchas. Como no había bastantes en el armario, fue a buscar a su cuarto.

—Me llevaron antes de tiempo a la clínica y me tuvieron allí esperando cuarenta y ocho horas. Pasé miedo. Estaba convencida de que iba a «pagar». Incluso ahora no sabría explicar lo que entendía por eso. Era como una noción confusa de justicia, de una justicia que, por otra parte, no conocía. Al dar a luz, de una manera u otra «pagaría» con mis sufrimientos, con mi propia vida, o incluso quedándome inválida para el resto de mis días.

—Comprendo.

El comentario sorprendió a Betty, que arqueó las cejas.

—No creía que otros pudieran comprenderlo y, la verdad, nunca se lo he contado a nadie por miedo de que se rieran de mí. El bebé nació; era una niña. La familia fingió sentirse feliz, sobre todo mi marido, que nunca me miró con tanta ternura como aquel día. En ese momento me sentí encantada; luego comprendí que esa ternura no iba dirigida a mí, sino a la madre de su hija. Porque era su hija. Cualquier mujer hubiera podido desempeñar mi papel y haberle dado una hija, con más facilidad que yo, sin todos los problemas y las inquietudes de los últimos meses; y, ¿quién sabe?, quizá le hubiera dado el hijo que tanto deseaba.

»La niñera, a la que habían contratado en una escuela suiza, llegó a la clínica el mismo día que yo, preparada para dedicarse en cuerpo y alma al bebé. “Descansa, cariño. Elda está aquí para ocuparse de la niña”.

»Con mis pechos, pequeños como manzanas, no podía darle de mamar. Los médicos, las enfermeras, la familia, todo el mundo entraba y salía de puntillas de mi habitación, y apenas se quedaban unos instantes. “¡Descansa!”. Y yo los oía murmurar y reír en el cuarto de al lado.

»No pretendo disculparme. Solo intento comprender. Es posible que el resultado hubiera sido el mismo aunque las cosas hubieran ocurrido de otro modo. A lo mejor soy un monstruo. Pero, si es así, juraría que lo mismo les pasa a miles de mujeres. Nunca he oído la voz de la sangre, la voz de la carne. Me traían un instante al bebé; yo no sabía ni cómo cogerlo, y la niñera se lo llevaba enseguida, como para protegerlo.

»Al volver a la casa de la Avenue de Wagram, iba varias veces al día, llena de buena voluntad, a la habitación de los niños. O bien la niña dormía y Elda se llevaba un dedo a los labios, o bien estaba tomando el biberón y me hacían señales de que no la distrajera; apenas me dejaban mirar cómo le cambiaban los pañales. Lo tenían todo en orden, limpísimo. La cocina y el piso también, gracias a Olga, que tampoco me necesitaba para las cosas de la casa.

»De eso hace ya cuatro años. Charlotte dio sus primeros pasos, empezó a hablar, creció. Sigue sin ser mi hija. Supongo que le han dicho que me he muerto o que me he ido para un viaje muy largo.

—¿No volverá a verla?

Sacudió la cabeza con tal ímpetu que los cabellos le cubrieron la cara.

—No quieren —dijo Betty en voz baja. Luego, inclinada sobre una maleta, añadió—: Lo he prometido. —Se incorporó, con un sobre grande y amarillo en la mano—. En fin, qué más da. ¿Dónde está mi vaso?

—Aquí.

—Gracias. Si sigo contándole estas cosas, acabaré deprimiéndola. Ya veo que ha sido Elda la que ha empaquetado mis cosas, reconozco su estilo. Me ha metido las fotos de las niñas creyendo que me harían ilusión, y quizá no se haya equivocado. Al fin y al cabo, forman parte de mi pasado, como este sobre lleno de viejas fotografías. Ya no me acordaba de ellas. No sé dónde las habrá encontrado. —Hablaba sin parar, y, aunque habían encendido todas las luces, le daba la impresión de que el cuarto estaba oscuro. Oscuro y húmedo—. Cuando tenía unos veinte años, me compré un álbum muy bonito para pegar estas fotos con la idea de hacer una especie de historia de mi vida… ¡Mire!, ahí está, debajo del neceser. Nunca llegué a pegar nada en él. Se quedó tal como vino de la papelería y, sin embargo, no fue por falta de tiempo. Si hubiera tenido menos tiempo… —Sacudió otra vez la cabeza y prosiguió, cambiando de tono—: ¿Quiere ver una foto de mi padre? Solo estuve con él hasta los ocho años, porque estalló la guerra, los alemanes invadieron Francia y, cuando empezaron a escasear los víveres, me mandaron a casa de una tía que vivía en la Vendée. Ya por entonces decían que yo estaba delicada y que en la Vendée había toda la comida que se quisiera: mantequilla, huevos, carne y hasta pan blanco.

»Mire, este es mi padre, tal como lo conocí. Estaba tan orgulloso de su bata mugrienta que nunca aceptaba que lo fotografiaran con el traje de los domingos. Siempre iba despeinado.

»“Por lo menos péinate un poco”, suspiraba mi madre, avergonzada. Y él respondía: “¿Por qué? ¿Quieres que dé una imagen falsa de mí?”. Le gustaban las bromas, se burlaba de los clientes. En la mesa, para hacerme reír, los imitaba y era capaz de simular la voz de cada uno.

»No sé exactamente qué hizo durante la ocupación. Mi madre me juró que ella tampoco lo sabía. Mucho más tarde, cuando le enviaron una medalla póstuma y empezó a cobrar una pensión, mi madre empezó a hablar de sus misteriosas actividades. No creo que perteneciera a la resistencia, porque era una especie de anarquista que no creía en nada y se reía lo mismo de Pétain como de De Gaulle, de los alemanes como de los americanos y los rusos. Sin embargo, la Gestapo lo arrestó unas semanas antes de que liberaran París. No supimos más de él hasta que a mi madre, dos años más tarde, le notificaron que lo habían fusilado. No sabemos dónde exactamente. No fue en un campo de concentración ni en una cárcel, sino, según algunos testigos, en una estación donde habían hecho bajar de un tren a un grupo de prisioneros que llevaban a Alemania.

Adoptando una actitud más fría, tendió a Laure una foto que había sido tomada ante la cortina gris perla de un fotógrafo.

—Mi madre —dijo.

—¿No se ven nunca?

—De vez en cuando. En realidad, nos vemos poco. Después de marcharse mi padre, ella llevó la tienda sola durante unos meses; luego contrató a un químico. Al final, acabó dejándole la tienda al químico, y ella se quedó una parte del piso, en la primera planta.

—¿No se volvió a casar?

Betty pareció sorprendida. Siempre había pensado que su madre era una mujer vieja, pero de repente cayó en la cuenta de que, en realidad, se había quedado viuda a los cuarenta años, mucho antes que Laure.

—Esta soy yo cuando tenía diez o doce semanas. —Le mostró la tradicional foto de un bebé panza arriba sobre una piel de oso—. ¡La única época de mi vida en que he sido regordeta!

—Usted no es delgada.

Claro, ¿acaso Laure no la había visto desnuda?

—No, no demasiado delgada. No tanto como lo parece cuando estoy vestida. —Aun así, esbozó una leve sonrisa—. Esta también soy yo, a los cuatro años, cuando iba a párvulos. Y a los ocho, antes de partir hacia La Pommeraye. Me llevó mi madre y, con los trenes de entonces, fue casi una expedición. —Iba pasando, sin comentarlas, fotos de tías y de tíos, viejas fotos satinadas y montadas en cartón—. ¿Conoce usted la Vendée?

—Mal. Solamente Luçon, Les Sables-d’Olonne, y también la Roche-sur-Yon; pasé allí una noche en un hotel que da a una plaza muy grande.

—Yo nunca he estado allí. La Pommeraye queda al otro lado del departamento, en la Bocage, en el límite con Deux-Sèvres. El Sèvre niortés atraviesa el pueblo; La Pommeraye es tan pequeño y tan apartado que en toda la guerra solo vieron pasar a unos pocos alemanes.

»Mi tío François, que se casó con Rachèle, la hermana de mi madre, es todo un personaje en el pueblo, pues además de que es dueño de la única fonda, comercia con grano, abonos y animales. No tengo fotos suyas. Imagínese a un gigantón con bigotes de foca, pequeños ojos brillantes, traviesos, un poco torvos, y vestido con pantalones cortos de pana durante todo el año y con polainas de cuero.

»Recuerdo su olor, y el del comedor de la fonda, el agradable olor a moho de las habitaciones, de los colchones de plumas en los que te hundías… —Sostenía en la mano una foto que parecía sorprenderla y que la distrajo de sus pensamientos—. No recordaba que tuviera una foto de Thérèse. —Le mostró la foto a Laure, sin soltarla y sin dejar de mirarla con cierta emoción—. La más pequeña, a la izquierda, soy yo a los once años. Mire qué piernas tan delgadas, y qué trenzas tan tiesas; mi tía me hacía siempre daño cuando me las cogía…

En la foto, un poco borrosa, se veía a dos chiquillas, muy tiesas, ante los peldaños de piedra de una iglesia rural.

—¿Quién es Thérèse?

—La criada de la fonda, una chica de la inclusa. Por entonces no debía de tener más de quince años, y llevaba siempre la misma ropa negra, la única que tenía y que, curiosamente, le marcaba mucho sus pechitos en punta. A mis diez años, ya me impresionaban, y hubiera dado lo que fuera por tenerlos como ella.

»Thérèse servía en la fonda cuando mi tía estaba ocupada. También hacía las habitaciones, pelaba las verduras y a menudo iba a buscar a las dos vacas al campo. Nunca se quejaba; tampoco se reía. Mi tía, que la llamaba hipócrita, no la dejaba descansar un segundo, y continuamente le chillaba:

»“¡Thérèse! ¡Thérèse!”.

»“Sí, señora”, murmuraba Thérèse, que aparecía de pronto junto a mi tía cuando ella la creía lejos.

»Me hubiera gustado hacerme amiga suya, pero era demasiado mayor para mí y me contentaba con andar tras ella. Había oído decir que sus padres la habían abandonado, y ese hecho, que me parecía mágico, convertía a Thérèse en un ser distinto a los demás; y yo, a pesar de que quería a mi padre, la envidiaba. —Agarró su vaso, fue hacia un sillón y allí se dejó caer, con el sobre amarillo sobre el regazo y, encima, la pequeña fotografía, que miraba de vez en cuando—. ¡Cuánto llegó a agobiarme Schwartz por culpa de ella! Schwartz es el estudiante de medicina del que le he hablado. Lavaba platos por las noches en una cervecería para pagarse los estudios, y se alojaba en una buhardilla cerca de la Place des Ternes. Así lo conocí, porque vivía en el barrio. —Y con tono desafiante, precisó—: Por entonces yo ya estaba casada, claro. Fue incluso después de nacer Charlotte. Un año después. Bueno, casi. Tumbada en su cama, veía por la ventana cientos de tejados y de chimeneas humeantes.

Laure no se movió.

—A fuerza de hacerme preguntas sobre los temas que usted ya se imagina, yo acabé hablándole de Thérèse, y me dijo que aquel incidente me había marcado más que el resto de mi infancia. Me pidió que le contara la historia tantas veces que terminó por obsesionarme.

—¿Qué pasó con Thérèse?

—Como podrá usted imaginar, a los once años yo sabía tanto como cualquier niña de mi edad, e incluso más, porque vivía en el campo. Había visto cómo lo hacían los animales. Cerca de la fonda tenían un toro al que le llevaban las vacas de los alrededores y solíamos pasar por allí al volver de la escuela. También había visto a los muchachos; pero, al revés que muchas de mis amigas, siempre me negué a tocarlos.

»Cada sábado, mi tía iba en carro al mercado de Saint-Mesmin, el pueblo de al lado, para vender sus pollos, sus patos y sus quesos; mi tía hacía queso blanco con la leche sin nata. Allí, como ocurre siempre en el campo, supongo, los hombres se encargan del ganado, y las mujeres, del gallinero, la mantequilla y el queso.

»Creo que era época de vacaciones, o quizá yo no había ido a la escuela por alguna razón que ya no recuerdo. Me veo ahora sola en el patio, en el jardín, luego sola también en la plaza del pueblo, ante la iglesia. Todo parecía vacío, seguramente debido al mercado de Saint-Mesmin. Pasó el cura y me saludó con la mano. Era verano. Hacía calor. Se veían los guijarros en el lecho del río, y corrían hilillos de agua.

»En un momento dado entré en el bar de la fonda y tampoco había nadie. Vi la puerta de la bodega entreabierta; me fui hacia allí para cerrarla. Eché primero un vistazo a la penumbra, que siempre me intrigaba, y, justo detrás de la puerta, vi a mi tío de pie, montando a Thérèse. Thérèse estaba curvada hacia delante y apoyaba la cabeza contra la pared encalada.

»Digo “montar” porque era la única palabra que conocía entonces, la que todo el mundo usa allí.

»Me quedé quieta. No se me ocurrió irme. Miraba como hipnotizada los muslos blancos y delgados de Thérèse. Mi tío la penetraba con sacudidas brutales.

»Mi tío me había visto, y sabía que yo estaba allí, pero no se detuvo. Jadeando muy fuerte, me gritó: “¡Como se lo digas a tu tía, te lo hago a ti!”. No me fui. Retrocedí lentamente, dejando abierta la puerta de la bodega; aquello me tenía fascinada.

»Quería quedarme hasta el final, ver la cara de Thérèse después de aquello, oír su voz. Me parecía, más que nunca, un ser extraordinario. No lloraba, no forcejeaba. Su pelo y su brazo doblado me impedían verle la cara, pero aún recuerdo sus medias negras, que le llegaban más arriba de las rodillas, y su vestido negro arremangado hasta los hombros, y las bragas, caídas en los pies.

»No me atreví a esperar hasta el final por miedo a que mi tío cambiara de opinión y llevara a cabo su amenaza; en fin, por miedo a que me hiciera daño.

»Evité encontrarme con él hasta la noche y, como puede usted suponer, no le conté nada a mi tía. Luego me di cuenta de que ella sospechaba la verdad, aunque fingía no saber nada.

»Yo le rondaba cada vez más a Thérése, pero no me decidía a hacerle preguntas. Lo que más me atormentaba, creo yo, es que ella no era una niña, como yo, ni tampoco una adulta. Nunca la había considerado una persona mayor, porque varias veces me había pedido permiso para jugar con la muñeca que mi madre me había enviado de París.

»Schwartz me dijo muchas cosas sobre mis sentimientos hacia Thérèse; algunas son ciertas; otras, creo que exageradas. Schwartz sostenía que yo la envidiaba, y es verdad. Entonces no me lo confesé, pero ahora me doy cuenta de que, en efecto, le tenía envidia.

»En fin, a fuerza de seguirle los pasos a Thérèse, me di cuenta de que aquello no le pasaba solamente con mi tío, sino que aceptaba hacerlo con otros hombres, y descubrí también que mi tío estaba celoso. La vigilaba y, por ejemplo, cuando ella estaba sola en la fonda con los clientes, mi tío salía de pronto del cobertizo o de las cuadras y se apostaba junto a la barra de la fonda mirándola con recelo.

»La sorprendí al menos en dos ocasiones. Una en invierno, antes de la cena, una vez que ya había anochecido. Ella estaba tumbada en la hierba del borde del camino, entre la fonda y la tienda de ultramarinos, donde la habían enviado a comprar algo. Él era un mozo de los alrededores que reconocí por sus botas de goma roja, porque era el único que las tenía de ese color.

»La otra vez, yo pasaba por delante de la habitación que ocupaba un viajante de comercio. La puerta estaba cerrada. No vi nada, pero oí a Thérèse que decía: “Dése prisa. Si me quedo mucho tiempo, él subirá”. Por los ruidos, supe que estaban acostados o en el borde de la cama.

»Como ve, a los quince años, Thérèse ya no era una niña, como mis amigas y yo, sino una mujer. Porque, para mí, convertirse en una mujer era eso. Yo no creía que a ella le gustara, y eso es precisamente lo que, según Schwartz, me marcó. Ser mujer, en definitiva, significaba sufrir, ser una víctima, cosa que a mí me parecía, en cierto modo, patético… ¿No le parezco ridícula? ¿La aburro?

—En absoluto.

A Betty le dio la impresión de que Laure tenía los rasgos como desvaídos; la dejó llenar los vasos y sentarse en su sillón antes de continuar.

—Y eso es todo. Mi tío no me tocó nunca, a pesar de su amenaza, y eso que yo no me fui de La Pommeraye hasta los catorce años. Al acabar la guerra, en París aún era difícil conseguir comida; además, como mi padre no estaba, mi madre tenía mucho trabajo y decidió dejarme más tiempo en casa de mis tíos.

»¿Cómo hubiera reaccionado yo si mi tío me hubiese arrastrado también detrás de la puerta de la bodega? Hubiera pasado miedo, estoy segura. No sé si habría gritado y, para ser franca, creo que no hubiese forcejeado. Lo que ahora voy a decirle tal vez le parezca un poco exagerado, e incluso puede que la escandalice, si es usted católica.

—No lo soy.

—Yo tampoco. Mis padres no lo eran, mi padre menos que nadie. Solo mi tía iba a misa y fue ella la que me obligó a hacer la primera comunión sin que se enterara mi madre. Yo tenía doce años. Fue después del incidente de Thérèse y de la bodega. Cuando tuve que confesarme, al cura no le conté nada de lo de mi tío ni de lo que había visto, pero le dije, temblando, que había tenido con frecuencia malos pensamientos.

»Por un lado, sentía que eso que había visto estaba mal y, al mismo tiempo, tenía la impresión de que lo que le había sucedido a Thérèse era un poco como recibir un sacramento. También lo veía como un castigo, como cuando di a luz y tuve la vaga sensación de pagar por algo. Creía que las mujeres estaban hechas para eso, para que el hombre las humillara y les hiciera daño. Yo estaba ansiosa por sentir dolor en mi cuerpo, por recibir esa especie de consagración, y, desesperada, me palpaba los pechos, que no crecían; me miraba en el espejo las piernas delgadas, tiesas como palos, y mi barriga de niña, escurrida y redonda.

Al decir eso, sin darse cuenta, aquella sonrisa yerta que mostraba en la foto de La Pommeraye afloró de nuevo a sus labios. Laure conservaba una expresión grave. Los radiadores estaban encendidos y, sin embargo, a ambas les parecía que entraba frío en la habitación.

—Todo lo que hice después, lo hice porque quise. En definitiva, esto es lo que quería decirle, con toda honestidad, porque siempre he intentado ser honesta. No soy una víctima. No quiero que nadie me compadezca. Nadie me ha hecho daño; más bien, si alguien ha hecho daño a otros, he sido yo.

»Seguramente por eso me dejó Schwartz y se marchó sin decir palabra, limitándose a dejar la habitación y el barrio de un día para otro. Supongo que sentía que yo le arrastraba Dios sabe dónde.

»En cuanto a Guy, ahí está, con treinta y cinco años, sin mujer y con dos niñas que crecerán y que, a menos que vuelva a casarse, tarde o temprano le crearán dificultades.

»¡Mire! Ahora recuerdo unas palabras que definen más o menos lo que trato de explicar. Aquel día, mientras me alejaba lentamente, a mi pesar, de la puerta de la bodega, ¿sabe usted por qué deseaba tanto esperar a Thérèse y hablar con ella? Para decirle: “Enséñame tu herida”… Hace tantos años que no recordaba esas palabras… Yo también quería tener una herida. Me he pasado la vida… —Miró a Laure a los ojos, con expresión torva, y concluyó con voz dura—: Me he pasado la vida buscando mi herida. —Se había prometido no llorar, pero ya no podía controlarse. Brotaron densos lagrimones de sus párpados calientes, le resbalaron a lo largo de la nariz, y Betty notó su gusto salado en la boca. Al mismo tiempo, se reía—. Soy una idiota, ¿verdad? ¡Diga que soy una idiota! Lo he echado todo a perder, he fracasado en todo, lo he ensuciado todo. He dedicado toda mi vida a ensuciarme y ahora estoy contándole estas cosas para que me compadezca. Toda mi vida, desde los quince años, sí, los quince años, traté de imitar a Thérèse y no he sido más que una puta. Una puta, ¿me oye?

Se levantó de golpe, incapaz de permanecer quieta, y empezó a pasearse por la habitación. Laure no se movió de su sillón.

—No, no me emborraché porque mi marido me hubiera echado, ni porque los Etamble me hubieran excluido del clan, de la familia. No lo hice por haber vendido a mis hijas. Mire, puedo recitarle el texto de memoria: «La abajo firmante, Elisabeth Etamble, de soltera Fayet…». Sí, tuve que escribir mi verdadero nombre. Era un documento oficial. «Elisabeth Etamble, de soltera Fayet», reconoce que es una puta, que siempre, antes y después de su matrimonio, ha tenido amantes, que iba a buscarlos a los bares como una profesional, que los introducía en el domicilio conyugal y que fue sorprendida mientras hacía el amor a dos pasos del dormitorio de sus hijas…

»Y yo, con cara de pena, ¡le cuento mis recuerdos, mis recuerdos de niña! He vendido a mis hijas. Mire, para que vea que no le miento… —Agarró su bolso, buscó febrilmente en él y le arrojó a Laure un cheque en las rodillas—. Un millón de francos, a cuenta del resto, claro, porque si no, sería demasiado barato. “No quiero que te encuentres en la calle”, me dijo Guy, ¿comprende? El honesto de Guy, el bueno de Guy, el hijo del general Etamble, que tuvo la desgracia de enamoriscarse de una cualquiera y de casarse con ella sin informarse, como le aconsejaba su madre.

»Aquella noche, era Guy quien daba las órdenes, los demás escuchaban, atentos, para asegurarse de que Guy no olvidaba nada; estaban Antoine y Marcelle (ella en bata, porque los habían sacado de la cama), y la generala, que se agarraba el costado izquierdo con las dos manos mientras esperaba que llegara el médico. A lo mejor ha muerto.

»“Cuando me comuniques tu dirección, mi abogado se pondrá en contacto contigo. Y, pase lo que pase, me ocuparé de que no te falte de nada”.

»Y en esto se ha convertido mi herida, todas mis heridas, mis cientos de heridas, las heridas infligidas por todos los hombres tras los que he corrido para castigarme. —Asió la botella con un gesto rápido, como si temiera que Laure fuese a impedírselo, y, con un ademán expresamente canalla, se la llevó a los labios para beber del gollete—. Hace años que bebo a escondidas, y bebo porque ya no podría vivir sin eso, porque soy incapaz de ser como ellos y porque, en el fondo, no me gustaría serlo. Mientras estuve embarazada de Charlotte, y luego de Anne-Marie, dejé de beber, porque el médico me aseguró que eso podría hacerles daño. Yo quería traer al mundo unos buenos hijos de puta: ¡mi marido lo deseaba tanto! Me quedaba el suficiente orgullo como para no dar a luz niños enfermos o deformes por mi culpa. ¡Pues bien!, cada vez, antes de salir hacia la clínica cogí una botella, una botella plana, y la escondí bajo mis cosas; pocas horas después del parto ya estaba tomando un trago. ¡Una borracha y una puta, eso es lo que soy!

Se llevó de nuevo la botella a los labios y Laure, que se había levantado de su sillón, trató de quitársela de las manos. Betty forcejeó, de repente llena de rabia, y trató de arañarla, de lastimarla. Con expresión torva, murmuró entre dientes, jadeando:

—Usted también, sí, usted es como ellos, y yo le voy a enseñar…

No terminó la frase. Soltó la botella de golpe y se quedó en medio de la habitación, justo bajo la lámpara, con los brazos colgando, estupefacta y sin expresión en la cara.

Laure acababa de abofetearla, tranquilamente, sin ira, pero tan fuerte que la mejilla se le quedó marcada.

—Y ahora, pequeña, a la cama. Desnúdese.

Extrañamente, Betty obedeció y comenzó a quitarse la ropa con movimientos y ojos de sonámbula. Minutos más tarde, cuando Betty ya estaba en la cama, Laure dijo con su voz cascada:

—Está usted helada. Voy a prepararle una bolsa de agua caliente.

Al dirigirse a su habitación, Laure no olvidó llevarse la botella de whisky.

Ir a la siguiente página

Report Page