Betty

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Alguien giró el pomo de la puerta que comunicaba las dos habitaciones, intentando abrir. Betty esperaba que Mario no lo oyera, pues aún no las tenía todas consigo.

Laure, al otro lado, no insistió, y de pronto sonó el timbre en el fondo del pasillo. Laure estaba llamando al camarero o a la doncella. Se oyeron pasos, un murmullo.

—¿Tienes miedo? —le preguntó Mario, sus ojos pegados a los Betty. Esta dudaba, consciente de que se jugaba el todo por el todo.

—No —contestó, tratando de sonreír.

Mario la abrazó con fuerza y los dos dejaron de prestar atención. Mucho más tarde, él murmuró:

—Tengo que ir al Trou.

—Voy contigo.

—No puedes. El médico ha dicho…

El médico no sabe cómo somos las mujeres. —Se precipitó hacia la cómoda, hacia el armario—. ¿Quieres que me ponga un vestido en vez de mi traje de chaqueta, para cambiar? Aún no me has visto con vestido.

Nada más llegar al Trou, Betty necesitaría una copa, pues la cabeza le daba vueltas. Aun así, se vistió con rapidez y arrastró a Mario fuera de la habitación.

No cogieron el ascensor y bajaron los peldaños cogidos de la mano, como si fuese la escalera del ayuntamiento o de la iglesia.

—En la vida he estado tan contenta. ¿Y tú?

—Soy feliz.

Aún no era del todo verdad. Mario debía de pensar en la habitación 55, allá arriba, y en la mujer de cuarenta y ocho años, sola.

—¿Dónde vives? —le preguntó Betty.

—Encima del local. El edificio es una antigua granja. El primer piso está abuhardillado.

El portero de noche la vio pasar estupefacto. ¡Estaba viva! ¡Se había salvado! ¡Había encontrado una salida!

Enseguida tomó posesión del coche, y husmeó su olor.

—Esta noche no quiero whisky, quiero champán. Pero no temas, que no beberé mucho.

El coche arrancó. El conserje y el portero de noche intercambiaron una mirada. Sonó un timbre en recepción.

—Sí, Madame Lavancher. Acaban de salir, sí… No, no me han dicho nada… ¿Qué dice?… ¿Cómo? ¿A estas horas?… Pero eso es imposible… Por supuesto, si usted lo desea… Enseguida, Madame Lavancher.

—Se volvió hacia el portero, cabizbajo—. Súbete conmigo, hay que recoger las maletas de la 55.

—¿Se va?

—Eso parece. Creo que ya entiendo lo que pasa. Esa zorra que nos trajo la otra noche… —Poco había que añadir. El portero también los había visto bajar—. Anda, antes acerca el coche.

Un empleado de la recepción salió, somnoliento, del cuartito donde se echaba durante las horas muertas.

—¿Qué pasa?

—Se va un cliente; la de la 55.

—¿Madame Lavancher?

—Sí.

—¿Le preparo la factura?

—No me ha dicho nada.

El de la recepción, azorado, observó cómo los dos hombres entraban en el ascensor, y se puso maquinalmente a buscar la ficha de la 55.

Hubo que hacer dos viajes; fuera se oyó abrir y cerrar el maletero, luego las portezuelas.

—¿Tienes un trozo de cuerda?

—Hay en la camioneta del jefe. Ya se apañarían luego con el jefe.

Algunas maletas estaban atadas en la baca del coche. Laure bajó por las escaleras; se la veía tensa.

—Dígale a Raymond —se refería al director del hotel— que me envíe la factura a Lyon.

—Sí, Madame Lavancher. Espero volver a verla por aquí. Ella lo miró sin responder y le estrechó la mano.

—Adiós, François.

Los conocía a todos y los llamaba por sus nombres. El largo vestíbulo estaba vacío, solo había algunas luces encendidas y, al fondo, tras una puerta acristalada, se extendía, oscuro, el comedor.

—Adiós, Charles. Adiós, Joseph.

No sabían qué decirle.

Laure se acomodó en el asiento del coche, encendió un cigarrillo y puso el motor en marcha; el portero dudaba en cerrar la portezuela.

—¿Va a coger la Nacional-7?

Le pareció que, en la oscuridad, ella le sonreía. La portezuela chirrió. La grava rechinó bajo los neumáticos, y el automóvil, tras franquear la cancela, se perdió en medio de la noche.

Apenas una semana después, hojeando Le Progrès de Lyon, la generala supo que una vecina suya había aparecido muerta en su piso. Sin dar muestras de la menor emoción, le dijo a la amiga que tomaba el té con ella:

—¿Sabe que ha fallecido Madame Lavancher?

—¿La viuda del doctor Lavancher?

—Sí, esta mañana su sirvienta la ha encontrado muerta en su cama.

—Creía que se había ido de Lyon hace tiempo. ¿No vivía en París?

—No, en Versalles, pero conservaba su piso de Lyon y venía de vez en cuando.

—¿Qué le ha pasado?

—El periódico no lo dice.

—Pues no era mayor.

—Cuarenta y nueve años.

Madame Etamble recordó algo. Precisamente Guy había ido a ver a su mujer a Versalles. Si Betty hubiera estado en sus cabales, hubiera aprovechado la oportunidad que le ofrecía la familia. Sin embargo, había sido mejor así para todos, en especial para Guy, que aún era joven; también para Antoine y su mujer, que por las noches, al bajar al tercer piso, se hubieran sentido incómodos por la presencia de Betty.

—En otros tiempos, la veía de vez en cuando. Era una mujer alta, siempre pálida, pero no sabía que estuviera enferma.

¿Cómo podía adivinar la generala que Laure Lavancher había muerto, en definitiva, en lugar de Betty? Era una u otra.

Betty había ganado.

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