Betty

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Sus pestañas se movieron, pero los párpados no se entreabrieron lo bastante como para dejar penetrar las imágenes. Al mismo tiempo, se borró de sus labios la expresión desvaída, y su mano, con gesto perezoso, impreciso, apartó los cabellos que le cubrían casi todo el rostro produciéndole un cosquilleo en las mejillas.

No quería despertarse, y se replegó en sí misma buscando el consuelo de su propio calor, de su olor, del movimiento de la sangre en sus venas, del paso rítmico del aire por las aletas de la nariz, que se contraían cada vez que inspiraba.

Sin advertirlo, en un intento por sentirse menos frágil, por formar un todo sin resquicios, bien unido, invulnerable, había adoptado la misma postura que adopta un niño en el vientre materno.

Sabía ya muchas cosas que todavía no deseaba saber, y decidió dejarlas como en suspenso, relegadas a eso que en otros tiempos llamaba ella el limbo. De niña, era ese un juego que le resultaba agradable, en ocasiones voluptuoso, y se entregaba a él cuando la gripe la obligaba a guardar cama y una ligera fiebre la ayudaba a conseguir ese desajuste.

Hoy le parecía que permanecer en ese estado de casi total inocencia era una necesidad, un imperativo vital.

Le dolía la cabeza, no mucho, menos de lo que hubiera podido esperar; era un dolor sordo, cuya intensidad y naturaleza podía Betty variar hundiendo más o menos, de tal o de cual manera, la cabeza en la almohada.

Tenía sed. Quizás había agua sobre la mesilla de noche, pero para beberla necesitaba salir primero de su sopor, abrir los ojos, afrontar la realidad.

Prefería aguantarse la sed. Además de sed, notaba en la boca un regusto que le recordaba a su primer parto: se había asustado tanto que tuvieron que ponerle inyecciones para sedarla. Como entonces, también ahora se notaba las mucosas más sensibles, como doloridas, y, por momentos, le daba la impresión de que se hinchaba, de que todo su cuerpo se hinchaba y se volvía ligero, casi a punto de flotar en el espacio. La noche anterior le habían puesto una inyección, se acordaba muy bien.

«Puede dejarnos, Lucien».

«¿Está usted segura de que no necesita nada? ¿No quiere que le mande a la doncella?».

El cuarto donde la habían llevado no había sido ventilado durante varios días y olía a cerrado.

No era el insulso olor a cerrado de la ciudad, sino el del campo, que recuerda al heno húmedo. Cuando, poco antes de ese diálogo, el conserje y el portero habían querido encender la luz, la mujer morena les había dicho:

«¡No! Mejor que haya poca luz. Déjenme sola con ella. Abran solamente la puerta que comunica con mi cuarto».

Los hombres se habían alejado. Betty estaba echada sobre una cama de la que aún no habían retirado la colcha. La mujer se había ido a la habitación contigua, donde, según dedujo Betty por los ruidos, se cambió de ropa. ¿Tenía miedo de que Betty vomitara sobre el vestido o se lo rasgase al agarrarse a ella?

Betty había sentido la tentación de hacer trampa, de abrir los ojos un instante. No lo había hecho y quizá, después de todo, no hubiera sido capaz. La mujer morena había regresado, y la desvistió con manos expertas; le quitó todo, la combinación, el sostén, las medias, y, tras una duda, las pequeñas bragas de nailon transparente.

La mujer entró luego en el baño, dejó correr el agua y, con la habilidad de una enfermera, le pasó a Betty una manopla jabonosa por la cara y por el cuerpo; después la enjuagó con agua tibia, a la que había añadido unas gotas de colonia.

No había dicho nada, ni había hablado para sí misma; tarareaba de vez en cuando, sin darse cuenta, fragmentos de una conocida canción difundida por el tocadiscos durante buena parte de la noche.

«¡Bueno, pequeña!», suspiró por fin. «Ahora vamos a tratar de descansar sin pensar en nada».

Sin desplazarla, la mujer logró retirar la colcha y meterla entre las sábanas frescas y ligeramente almidonadas.

¿Sabía que Betty se daba cuenta de todo y que más tarde se acordaría? ¿Qué expresión tenía Betty mientras la otra la estuvo contemplando, largo rato, a la luz de una solitaria lamparita situada al otro lado del cuarto?

No, Betty no había soñado todo eso. Tampoco había soñado las palabras que ahora le volvían a la memoria, con la entonación precisa, los sonidos y los olores que las habían acompañado:

«¿Tú qué crees?».

«Me la llevo».

«¿Tú?».

«¿Por qué no?».

Quienes así habían hablado, tuteándose, eran Mario, el dueño del Trou, y la mujer morena, y su familiaridad, su manera de comprenderse con medias palabras, habían sorprendido a Betty.

«¿Puedes conducir?».

Mario tenía cierto aspecto pueblerino; era recio, un poco insolente. Exhalaba una fuerza tranquila y, cuando se sentaba a la mesa de los clientes, parecía acogerlos bajo su protección. ¿Acaso no había surgido en el preciso momento en que el médico de los bichos había empezado a ponerse desagradable y quizá peligroso? Mario no se había enfadado ni había alzado la voz. Sin brusquedad, con firmeza, había librado a la joven de su compañía. Incluso lo había llevado a su casa.

«¿Has podido acostarlo?».

«Me ha ayudado su mujer». Su voz traslucía apenas una divertida ironía al añadir: «Ya está contando los conejos que han invadido su cuarto».

En el momento en que tuvo lugar esa conversación, Betty, pese a que parecía al borde del colapso y creía haber tocado fondo en su desesperación, se había preguntado si Mario era el amante de la mujer morena o solo un amigo.

Le vinieron a la mente otras imágenes, más nítidas, más detalladas que cuando las había visto en la realidad: la rubia de la barra, por ejemplo, la del pecho provocativo, que tenía una enorme peca en la mejilla y que se pasaba sin cesar las manos por las caderas, como si se le subiera la faja. Debía de tener una de esas pieles lechosas y sensibles en las que, al desvestirse, se quedan marcados los elásticos y los corchetes.

En un momento preciso, habían apagado la luz. Quedó un débil resplandor en la habitación, porque la puerta que comunicaba ambos cuartos estaba abierta y la mujer morena aún no había apagado la luz del suyo. Iba y venía, fumando. El olor del cigarrillo era limpio, distinto del olor habitual. El agua corría en la bañera.

Betty se encontraba realmente mal. El corazón le latía con fuerza, a ritmo irregular, a veces le parecía que nunca lograría volver a latir a su ritmo normal. ¿Qué sucedería entonces? ¿Moriría? ¿Así, de un segundo para otro, sin darse cuenta? No llamó. Estaba decidida a no llamar, a morir sola si era necesario, y se alegraba de saber que por fin su cuerpo estaba limpio. No del todo. Casi. Le habían pasado la toalla mojada incluso entre los dedos de los pies.

¿Había durado mucho eso? Había gemido, tenía conciencia de haber gemido, sin querer, esperando que su gemido fuera lo bastante tenue como para que no la oyeran.

Porque la otra mujer dormía. Estaba oscuro. Betty ya no se fiaba de sus sentidos. ¿Había oído de verdad deslizarse unas zapatillas sobre el suelo, la respiración de alguien que se acercaba? ¿Acaso una mano cálida le había agarrado la muñeca? ¿Y una voz, la suya, había dicho: «Tengo miedo»?

«¡Chist!… No se mueva, pequeña…».

Le habían tomado el pulso; sí, se había dado cuenta de eso. Y no solo una vez, sino dos al menos, quizá tres, con intervalos de inmovilidad y de silencio, como en las habitaciones de los enfermos graves.

No había ningún ruido en el hotel, ningún ruido fuera, salvo el crepitar de la lluvia en los postigos, sacudidos de vez en cuando por ráfagas de viento. No se atrevió a pedir que encendieran la luz.

Poco después ya había luz, no en su cuarto, sino en el de al lado, donde por una razón misteriosa habían encendido una lámpara de alcohol. Había reconocido el olor. Su padre vendía alcohol de quemar. Era droguero. Y pelirrojo. Era una persona llena de vida y solía burlarse de los clientes, a los que imitaba a sus espaldas. Inventaba productos de limpieza. Fue una pena que los alemanes lo fusilaran al final de la guerra; nunca se supo por qué.

Una mano había levantado las sábanas y Betty había notado cómo una aguja penetraba en lo alto de la nalga y un líquido entraba lentamente en ella.

Como en su primer parto. Para el segundo, lo había rechazado. Quizá se tratara de la misma sustancia. Había sentido casi al instante un bienestar, un adormecimiento que dejaba aún zonas despiertas en su mente.

La habían cogido de la mano. Le tomaron el pulso una vez más. Debía de estar sudando, ya que oyó correr el grifo y, poco después, le pasaron una toalla fría por la frente y los ojos. Le hubiera gustado dar las gracias, pero si sus labios se habían movido, cosa de la que no estaba segura, no habían dejado escapar ningún sonido.

Después no había sucedido nada más. Luego, mucho más tarde, había ocurrido algo que quizá fuera verdadero o quizá falso. Era imposible saberlo, porque había soñado mucho. ¿Por qué, si no era verdad, se acordaba ella solo de ese sueño, y no conservaba de los demás sino una impresión desagradable, sin ninguna imagen?

Había sido por la mañana; por fuerza, debió de ser por la mañana, porque oyó en el pasillo al camarero que llevaba los desayunos a los cuartos. Hubiera jurado que el olor a café llegaba hasta ella y, al abrir los ojos —si es que los había abierto—, había visto franjas de claridad entre las cortinas. Amanecía o hacía rato que había amanecido. Había tratado de identificar un sonido que le llegaba de la habitación contigua, cuya puerta seguía entornada: una respiración entrecortada, dramática. Se había levantado para ir a ver, había dado unos pasos, con la cabeza dolorida de repente, y vio, sobre una cama, dos cuerpos desnudos que hacían el amor.

¿Era posible que no la hubiesen oído, que ella hubiera podido volver a acostarse sin ruido y que, casi al instante, se hubiese dormido de nuevo?

La escena no se le iba de la cabeza. En su recuerdo, el hombre era Mario y tenía el cuerpo muy velludo. ¿Hacía mucho de eso? ¿Había sucedido bien entrada la mañana?

No quería más preocupaciones, y se había esforzado por sumirse de nuevo en su sopor y en su inconsciencia. Por dos o tres veces le vino a la mente la imagen de su padre, con su bata blanca, siempre con manchas de colores, en su trastienda de la Avenue de Versailles, atestada de barriles y bombonas, que olía a petróleo y a ácidos.

Había pasado su infancia envuelta en ese olor, que subía hasta el piso en que vivían, en la primera planta, ese olor que su padre llevaba impregnado tanto en los pliegues de su ropa como en sus cabellos rojizos. En la escuela, cuando Betty estaba en primer año, su vecina de pupitre, que ceceaba, había pedido que la cambiaran de sitio diciendo: «Esta huele muy mal».

Su respiración se había vuelto más lenta, más regular. Al entreabrir los labios, dejó ver unos dientes pequeños, sus «dientes de ratón», como decía su madre. Su mano había resbalado poco a poco por su vientre y, al igual que cuando era niña, casi sin darse cuenta, se había acariciado, quizá para aislarse aún más del mundo exterior, para que se desvaneciera todo salvo el universo de su carne cálida y de sus sensaciones.

Hacía tiempo que había vuelto a dormirse cuando un crujido le hizo abrir los ojos, y esta vez no se preguntó si debía abrirlos o no. De pie, entre la puerta y la cama, vio a la mujer morena; iba en bata y se le antojó mucho más alta que la noche anterior. ¿Acaso la víspera Betty la había visto de pie? Se había sentado enseguida a su mesa y, más tarde, Betty, con los ojos cerrados, había sido incapaz de…

—¿La he despertado yo?

—No lo sé.

—Venía a ver si necesitaba algo. ¿Cómo se encuentra?

—Bien.

Era verdad. Ya no le dolía la cabeza. Estaba cansada, sin embargo se trataba de un cansancio agradable; tan solo se notaba como un vacío en el pecho.

—Me parece que tengo hambre.

—¿Qué le gustaría comer?

Le apetecían huevos con beicon, quizá porque cada vez que se alojaba en un hotel tomaba huevos con beicon para desayunar. En su casa no se le hubiera ocurrido. Y, de hecho, su marido… Pero aún no era hora de pensar en eso

—¿Cree que puedo?

—¿Por qué no? Voy a llamar al camarero del piso.

—¿Ha comido usted?

—Hace rato.

—¿Es tarde?

—Son las cuatro.

—¿De la tarde?

La pregunta era ridícula.

—¿Cómo le gustan los huevos? ¿Bien fritos?

—Sí.

—¿Té? ¿Café?

—Café.

—¿Con leche?

—Solo.

La mujer se dirigió hacia la puerta y le hizo el pedido al camarero.

—¿Quiere que abra los postigos?

Descorrió las cortinas y se inclinó para apartar los postigos; la lluvia caía sobre las hojas de los árboles.

—Me ha puesto una inyección, ¿verdad?

—¿Se dio usted cuenta? No tenga miedo. Mi marido era médico y, durante los veintiocho años que pasé con él, le ayudé a menudo con sus pacientes.

—Esta noche he creído que estaba a punto de morir.

No lo dijo para que la otra se compadeciera de ella, sino porque, de pronto, así lo creía. Era verdad.

Hubiera podido morir. De haber sido así, en este momento ya no existiría. Se hubieran visto obligados a buscar su carnet de identidad en su bolso para saber su nombre y su dirección. Hubieran telefoneado a Guy. ¿Se habría ocupado él, a pesar de todo, del entierro, o le habría pedido a su hermano que se encargara de eso? ¿Qué le hubieran dicho a Charlotte?

En vez de eso, estaba acostada en una confortable habitación de paredes color azul claro, con un busto de María Antonieta sobre la chimenea de mármol blanco.

—¿Le gustaría tomar un baño antes de comer? Conozco a Jules, y tardará veinte minutos en traer lo que le hemos pedido. No se levante enseguida. Voy a abrir el grifo de la bañera.

La mujer fumaba un cigarrillo con una boquilla bastante larga que Betty no le había visto la noche anterior. La bata era de terciopelo rojo, al igual que las chinelas, y ella iba peinada y maquillada.

Mientras la bañera se llenaba, la mujer desapareció un instante en su habitación y regresó con un vaso en la mano.

—¿Me permite? ¿Le molesta que beba delante de usted?

—En absoluto.

—A esta hora empiezo a necesitarlo. Soy como el pobre Bernard con sus jeringuillas. Llega un momento en que no puedo hacer otra cosa.

Betty se preguntó si hablaba así para tranquilizarla, para que no se avergonzara de lo que había sucedido la noche anterior. Se preguntó también si había soñado la escena de la cama, y estaba cada vez más convencida de que no.

—El baño está listo. Si le molesta que…

—No…

¿Acaso no la había desnudado y lavado? Sin embargo, en el momento en que salió de la cama, sintió cierta vergüenza, pues le pareció que su cuerpo olía a hombre.

La otra, de pie junto a la ventana, no la miró y tampoco entró luego en el cuarto de baño; le hablaba desde lejos, como los actores en el escenario cuando hablan para el foro.

—¿Está el agua demasiado caliente?

—No, está perfecta.

—¿No le da vueltas la cabeza?

—Un poquito.

Estaba peor de lo que había creído. Mientras se hallaba acostada no le había dolido nada, pero al ponerse de pie había sentido vértigo, al tiempo que un dolor agudo en un punto concreto de la cabeza.

—¿No necesita nada?

—No, gracias. Me da vergüenza causarle tantas molestias.

—Nada de eso. Estoy tan… —Había estado a punto de decir: «Estoy tan acostumbrada…». Prefirió dejar la frase en suspenso. Hasta al cabo de unos instantes no prosiguió—: ¡He vivido tantas cosas! ¡Y con mi marido he visto tantas cosas! No se quede dormida en la bañera, ¿eh?

—No, no.

—Le he dejado en el estante un cepillo de dientes nuevo y pasta dentífrica. Tengo siempre en mi casa…, porque aunque sea un hotel, aquí estoy un poco como en mi casa. Hace tres años que vivo en el Carlton. No se preocupe por su ropa. Se la di a Louisette, la doncella, para que la lavara y se la traerá en un momento.

Llamaron a la puerta.

—Ponga la mesa allá, Jules. Y ya que está usted aquí, súbame una botella grande de Perrier.

Betty se envolvió en el mullido albornoz, se pasó los dedos por el cabello y entró descalza en la habitación.

—Espere, le traeré unas zapatillas.

Le daba vueltas la cabeza, y ahora, al ver ante ella los huevos con beicon, se preguntó si sería capaz de comérselos.

—Tenga, póngase estas zapatillas. Son demasiado grandes, pero no importa.

—Gracias. Me incomoda no saber cómo llamarla. Además, tengo la impresión de que la conozco desde hace mucho tiempo. ¿Cómo se llama?

—Laure, me llamo Laure Lavancher. Mi marido era profesor en la Facultad de Medicina de Lyon. Cuando murió, hace cuatro años, intenté vivir sola en nuestro piso y me di cuenta de que no tardaría en volverme loca. Al final, vine aquí con la idea de descansar dos o tres semanas. Y aquí sigo todavía.

—Me llamo Betty.

—Que aproveche, Betty.

Trató de sonreír.

—No estoy muy segura de tener apetito —confesó, tratando de sonreír—. Creí que tenía hambre, pero ahora…

—Coma a pesar de todo. Mi marido no la hubiera dejado comer hoy, pero sé por experiencia que la medicina…

Betty dominó su repugnancia, pero incluso el café le supo peor de lo que esperaba.

—Estuve muy borracha, ¿no?

—Sobre todo, estuvo enferma.

—¡No! Sé que me emborraché como una cuba y que organicé un escándalo.

—Se ve que no conoce todavía el Trou. ¡Allí no se dan ni cuenta de incidentes como ese!

El camarero regresó con una botella de agua con gas y Laure fue a buscar una de whisky a su habitación.

—Dentro de un momento también usted podrá beber… con la condición de que no se le vuelva a acelerar el pulso.

—¿Iba rápido?

—A ciento cuarenta y tres.

Lo dijo sonriendo, como si, en su opinión, eso no tuviera la menor importancia. Se había presentado con sencillez, sin vanidad, más bien por cortesía y para que la joven se sintiera cómoda. Le había dicho por qué estaba en el hotel y le había explicado con la mayor discreción posible su necesidad de beber. Sin embargo, no le había preguntado a Betty su apellido ni ningún detalle personal.

Betty tuvo una extraña intuición. Hubiera jurado que Laure actuaba de ese modo no por falta de curiosidad, sino porque ya estaba al corriente. No de los detalles, es cierto, pues no podía conocer su situación concreta. Pero había comprendido lo básico. Y evitaba tratarla con demasiado mimo, compadecerla, hablarle con voz animosa.

—Si le molesta que fume…

—No, no me molesta en absoluto —contestó Betty.

—¿Ya no come más?

—Me siento llena.

—¿Quiere que la deje sola un momento, para telefonear, por ejemplo, o para escribir?

—No.

—¿No tiene usted que recoger sus cosas en algún sitio?

¿Cómo se le había ocurrido pensar en eso? Y no había dicho «maletas», sino «cosas», como si hubiese adivinado que era definitivo.

—La dejo sola.

—¡No! —le contestó Betty, casi gritando. Y al instante creyó que iba a vomitar.

—¿No se encuentra bien?

—No muy bien.

—¿Tiene náuseas?

—Sí.

—Si le pasa como a mí, un trago de alcohol la entonará. ¿Lo ha intentado alguna vez?

Asintió con la cabeza.

—¿Quiere?

Laure le sirvió un poco, ella lo apuró de un trago y sintió que le levantaba un poco el ánimo. Se quedó inmóvil, echada, dispuesta a precipitarse hacia el cuarto de baño, mientras una sensación de calor que se extendía poco a poco por su pecho la relajaba.

—¿Se encuentra mejor? Lanzó un largo suspiro.

—¡Uf! Pensé que no me daría tiempo a correr hasta ahí al lado.

—¿Sabe dónde estamos?

—En Versalles. En el Carlton.

Laure no le preguntó cómo lo había averiguado; tampoco le preguntó qué más sabía.

—¿Quiere quedarse aquí a descansar unos días?

—No, no me apetece nada.

Era verdad. Betty no se planteaba el futuro. No veía ante ella más que un vacío, y no tenía más razones para estar ahí que en otro sitio.

—Escuche, Betty… ¿Me permite que la llame así en vez de llamarle señora? Instintivamente, Betty lanzó una mirada a su alianza, que no había pensado en quitarse.

—A mí llámeme Laure, como todo el mundo. En el Trou, de hecho, la gente se conoce por el nombre y, a partir de cierto momento, todos se tutean.

¿Le decía eso para explicarle por qué Mario y ella se habían tuteado mientras llevaban a Betty en el coche? ¿Trataba de dar a entender que no había nada entre ellos?

Betty se sonrojó por haber pensado así, por haber evocado una vez más la escena de la cama, real o irreal, tan vívida en su memoria.

—Seré franca con usted, como lo soy con todo el mundo. Anoche me di cuenta de que ya no sabía a qué santo encomendarse y la traje aquí porque necesitaba usted una cama. No diga nada, déjeme terminar. Durante veintiocho años fui una mujer feliz, una buena burguesa de Lyon para la que su marido y su casa constituían todo su universo. Si, por suerte, hubiera tenido hijos, no estaría aquí.

Betty no sabía cuántos whiskies se había bebido Laure. Hablaba sin exaltación, sin complacencia, con una convicción quizás un poquito exagerada, como a la propia Betty le ocurría después de dos o tres whiskies.

—En este momento considero que mi vida se ha terminado y que ya no existo. Si no me equivoco sobre usted, creo que me comprenderá… Hubiera podido encerrarme dignamente en mi piso y esperar a que todo terminase. Lo intenté. Bebía incluso más que aquí y, en cierta época, estuve a punto de perder el juicio.

»Lo que hago ahora, lo que vivo, lo que me sucede, no tiene importancia. Los turistas van y vienen por el hotel, las parejas se refugian aquí durante unos días, mientras que los ancianos y los convalecientes prefieren salir un poco y se imponen cada día un paseo por el jardín… Yo ya no me fijo en ellos. Algunos, al verme aquí de nuevo al cabo de varios meses, me saludan como si me conocieran o porque se figuran que formo parte del personal. Bajo pocas veces al comedor, y si me tomo una copa en el bar, para charlar con Henri, es casi siempre cuando no hay nadie.

»He pedido que le den a usted la habitación contigua a la mía pensando que quizá necesite a alguien que la cuide.

—Lo necesitaba —la interrumpió Betty con voz tímida. Estaba tan impresionada como una alumna frente una maestra nueva.

—No pretendo influir en usted. Si tiene que ir a algún sitio, vaya. Si desea quedarse una noche más, o unos días, o más tiempo, quédese, sin pensárselo más, y si prefiere otra habitación…

—No.

—Esta noche, como ayer, como todas las noches, iré al Trou.

Betty tenía una sospecha: ¿le hablaba así Laure para impedirle que pensara en sus propios problemas? Desde que le puso la inyección, se había convertido a sus ojos en una especie de médico, y los médicos emplean a veces trucos de esa clase.

—¿Era la primera vez que entraba en el Trou?

—Sí.

—¿No le extrañó nada?

—En el estado en que me encontraba, sabe usted…

A pesar de que tenía sed, Betty aún no se atrevía a pedir más whisky. Se le había pasado el efecto del trago de alcohol y necesitaba un nuevo latigazo.

—Cuando Mario habla de sus clientes los llama «pirados» y, la verdad, no anda muy equivocado. ¿Quiere que le cuente la historia de Mario y del Trou?

Dijo que sí, sin dejar de pensar en el vaso que creía merecer, y Laure cayó en la cuenta.

—¿Necesita un whisky?

—Creo que sí.

—¿Enseguida?

—¿Cree que me hará daño?

Laure se lo sirvió.

—Sin duda se habrá dado cuenta de que Mario se las da de hombre duro, y muchos clientes se imaginan que ha estado varias veces en prisión. Esa idea los excita, sobre todo a las mujeres. La verdad es que fue camarero, luego taxista en Toulon. No se lo diga, porque se enfadaría conmigo. Prefiere decir que era navegante, como todos los pillos de la costa. Parece un bruto, pero en realidad es muy tierno, e incluso, por extraño que pueda parecer, tímido.

»Un día, en Toulon, hace años, llevaba a una sudamericana en su taxi. El marido de la clienta, que acababa de morir de una embolia en Montecarlo, poseía grandes plantaciones de cacao en Colombia. No sé si era una pirada, como dice Mario. Lo cierto es que lo contrató de chófer y de factótum y, durante más de un año, se arrastraron en Rolls-Royce de Cannes a Deauville, de París a Biarritz, Venecia y Mégève…

¿La aburro?

—Al contrario.

Betty recordó de nuevo los dos cuerpos sobre la cama; ahora estaba segura de que no había sido un sueño. Pero ¿acaso no era un sueño esta habitación con enmaderados pintados de azul claro, con el busto de María Antonieta sobre la repisa de la chimenea y, fuera, esa lluvia monótona sobre el follaje cada vez más oscuro?

Declinaba el día. Las bombillas, en las pequeñas pantallas de seda plisada, aumentaron su brillo, y Betty encogió su cuerpo desnudo bajo el albornoz húmedo.

La mujer morena, alta incluso sentada, se sabía poco agraciada, pero no jugaba a parecerlo. Fumaba un cigarrillo tras otro, mojaba a veces los labios en su vaso y, con la punta del pie, jugaba con una de sus chinelas.

Si había otros clientes en el hotel, o personal que iba y venía por los pasillos, no llegaba ningún eco de ellos a la habitación.

—En lo que al final se refiere, en la historia se mezclan fantasía y realidad, y yo nunca pretendí saber qué era cierto y qué no. La dama colombiana se llamaba María Urruti y al parecer pertenecía a una de las más rancias familias de su país. Desde la muerte del marido, la familia le metía prisas para que volviese: la acosaban con cartas y telegramas, la amenazaban con dejar de enviarle dinero; hasta que un buen día, al quedarse sin fondos, la mujer se vio obligada a viajar hacia allá.

»“¡Van a matarme!”, le decía a Mario. “Me detestan. Quieren que vuelva allí para matarme”, María pronunciaba esta palabra con un fuerte acento, “o para encerrarme en un manicomio. Mario, tú que eres fuerte, tienes que venir conmigo para impedir que me hagan daño”. Y se fueron los dos, en barco, pues a ella le daba miedo el avión. La familia vivía en una ciudad que se llama Cali, al pie de la cordillera de los Andes, en la vertiente del Pacífico, y para llegar allí hay que hacer transbordo y desembarcar en Buenaventura.

Betty contemplaba la copa de los árboles, que la niebla envolvía poco a poco, y se fijó, entre las ramas, en una luz lejana que parecía una estrella. No pensaba. No escuchaba. Las palabras penetraban en su mente con la fluidez del agua.

—Mario no tuvo ocasión de emplear la fuerza. Apenas arribó el barco a puerto, unos negros velludos, parientes de María Urruti, subieron a bordo acompañados de policías, y María permaneció retenida mientras los demás pasajeros empezaban a rellenar los formularios del desembarco.

»Mario, por su parte, se encontró poco después, sin un céntimo, en un muelle para él desconocido. Cuenta que ejerció toda clase de oficios, y da a entender que algunos eran ilegales. Ya le enseñará la cicatriz que tiene en el canto del ojo, quizá no se haya fijado usted en ella.

»Más vale fingir que una lo cree. Por mi parte, no me sorprendería nada que la familia le hubiera pagado una suma importante para desembarazarse de él. Durante cierto tiempo, dio tumbos por Venezuela, por Panamá, por Cuba. Cuando regresó a Francia, se le ocurrió abrir un bar cerca del cuartel general de la OTAN pensando que acudirían los oficiales estadounidenses.

»Es el Trou, el local que conoció usted ayer. Ahora bien, salvo raras excepciones, los estadounidenses no lo frecuentaron; tal vez lo encontraban demasiado cercano a su base o preferían París. En cambio, para sorpresa de Mario, acudieron clientes cuya existencia Mario no había ni sospechado hasta entonces, gente como la que vio usted anoche, “pirados”, como suele llamarlos, extranjeros o franceses que viven entre Versalles y Saint-Germain, pasando por Marly, Louveciennes y Bougival. Algunos vienen de más lejos todavía, y poseen mansiones o grandes propiedades, a menudo tienen mujer e hijos, y… —Se interrumpió y agarró su whisky como invitando a Betty a que la imitara—. ¡Pirados, eso es! ¡Como yo! Gente que ya no tiene…

Se puso a beber sin terminar la frase, y Betty sintió un escalofrío, no solo a causa del albornoz húmedo.

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