Betty

Betty


3

Página 5 de 11

3

—¿Qué le parecen los canelones, Betty?

La voz de Mario sonaba alegre, familiar, reconfortante.

—Están muy buenos —respondió, al tiempo que le dirigía una mirada de agradecimiento.

—Confiese que no se está mal aquí, ¿eh?

—Se está tan bien que tengo la impresión de ser clienta de toda la vida.

Al llegar estaba aún intimidada, porque se sentía como «la nueva» y creía que todo el mundo, al mirarla, se acordaba del incidente de la noche anterior. Ese malestar se había disipado muy pronto, sobre todo cuando se dio cuenta de que, gracias a la compañía de Laure, que en cierto modo le prestaba apoyo, la habían «adoptado».

Un detalle bastaba para probarlo. Cuando algún cliente asiduo se acercaba a Laure para decirle unas palabras, cosa que sucedía de vez en cuando, no bajaba la voz.

Sobre la mesa, entre ellas, había una gran fuente de canelones y una garrafa de chianti. El vino tinto era oscuro, casi negro en las copas redondas, con un punto rosado y más luminoso en el centro. Fuera, un viento frío lanzaba la lluvia contra los rostros y la ropa de quienes bajaban del coche, y, al marcharse, los clientes tenían dificultad para sacar su automóvil del barro.

La camarera de pecho opulento estaba en su sitio y había más clientes que la víspera, quizá porque no era tan tarde.

Todo, incluso las paredes rojas, adornadas con grabados ingleses que representaban escenas de montería, era tal como lo recordaba. La víspera, a pesar de su estado, se había fijado en todo, ahora lo veía claro y se maravillaba de ello.

Cualquiera hubiera dicho que la noche anterior estaba totalmente absorta en sí misma, en su drama, en su hastío. Por añadidura, había bebido lo bastante como para caerse redonda. Todo, en su vida y a su alrededor, se tambaleaba y, sin embargo, se había interesado por detalles fútiles como, por ejemplo, esas tarjetas postales sujetas en el marco del espejo, tras las botellas del bar. Estaba segura de que una de ellas representaba la bahía de Nápoles, otra el templo de Angkor.

El local le pareció ahora un poco mayor que la víspera. Vio que, en realidad, había dos piezas y que la segunda, que también se utilizaba para comer, estaba menos iluminada que la primera y en sus mesas había velas plantadas en botellas.

¿Estaría reservada esa zona a los iniciados, a los clientes muy antiguos y a las parejas de enamorados? ¿Frecuentaban el Trou los verdaderos enamorados?

—¿Cómo va ese estómago? —le preguntó Laure.

—Por el momento muy bien.

Comía con apetito. Se notaba los ojos brillantes, la tez sonrosada y, a la menor cosa, sus labios se entreabrían esbozando una sonrisa apenas vacilante.

Se sentía como convaleciente, y eso le resultaba agradable. No ignoraba que ese bienestar era pasajero, superficial, que nada había cambiado, que en realidad continuaba siendo la misma, con todos esos problemas que se le habían acumulado y que no tenían solución.

¿Sabía Laure hasta qué punto el estado de ánimo de Betty era frágil, ficticio? ¿Sabía que, de un momento a otro, todo empezaría de nuevo, como la víspera? Se sostenía gracias al poco de alcohol que había bebido, y porque cenaba en compañía de alguien que se ocupaba de ella. Pero también la noche anterior, sentada frente al médico, se había sentido casi igual de relajada. Y eso lo lograba con solo una copa o dos.

No valía la pena preocuparse antes de que ocurriera. Estaba como de viaje: cuando uno se halla en un clima nuevo y en una ciudad desconocida, pierde las preocupaciones y la personalidad.

Laure sabía ahora su apellido. Cuando bajaron juntas al vestíbulo del hotel, el recepcionista le había pedido a Betty:

«¿Sería tan amable de rellenar su ficha?». Y al leerla, el empleado comentó:

«¿Etamble, como el general?».

«Soy su nuera», había contestado, y añadió: «¿Podrían recoger unos equipajes en París?».

«No tiene más que pedírselo al conserje».

Laure, muy discreta, se mantenía al margen. Betty le había dicho al hombre de uniforme que era preciso recoger cierto número de maletas, quizás un baúl, en el número 22 bis de la Avenue de Wagram.

«¿Sabe cuántos bultos son?».

«No».

«¿Cree que cabrán en un solo coche?».

«Es probable. Sí, estoy casi segura».

«Quizá sea mejor que me escriba una nota, por si se negaran a entregarlos».

Garabateó en la página de una libreta: «Se ruega entregar mis cosas al portador. Gracias». Esta vez puso Betty. No era un papel oficial. No añadió nada. No había nada que añadir.

«¿Podemos ir ya, a partir de esta tarde?».

«Creo que sí».

«¿Habrá alguien?».

«No se preocupe, siempre hay alguien».

¿Cómo podría no haber nadie en el piso? Estaría al menos la niñera, pues Anne-Marie tenía solo diecinueve meses.

Al entrar en el coche de Laure, había reconocido su olor, la textura rasposa de los asientos. El general Etamble había muerto en Lyon el año anterior. Había vivido muchos años. Su mujer era de Lyon y pertenecía a la misma clase social que Laure, de manera que había muchas probabilidades de que las dos mujeres se conociesen.

Laure no hablaba, seguía siendo la misma, capaz de permanecer largo tiempo callada sin que resultase molesto para luego, de golpe, sin motivo aparente, lanzarse a contar una larga historia.

—¿Ha reconocido usted a John? —le preguntó mientras cenaban, quizá para impedir que Betty se enfrascara en sus pensamientos. Al ver que Betty no la entendía, siguió—: El Lord inglés del que le hablé ayer. Está sentado cerca de la barra, a la izquierda, en compañía de una jovencita de cabellos claros que lleva un abrigo de leopardo.

Se refería al calvo, un hombre alto y fuerte, un poco entrado en carnes, con bigote de cepillo. Se mantenía muy derecho en su banqueta, a la manera de un oficial, y miraba frente a él sin prestar atención a su acompañante, que tenía el vago aspecto de una starlet. El hombre, de tez subida, las mejillas surcadas de venillas rojas, tenía buena presencia.

—Estará así, sin pronunciar una palabra, durante dos o tres horas. No bebe whisky, sino coñac. Nadie sabe lo que piensa durante todo ese tiempo en que el alcohol lo impregna poco a poco, y es posible que ni él mismo lo sepa. En un momento dado, lo verá usted levantarse y dirigirse hacia la puerta a pasos apenas vacilantes. Sabe de inmediato cuándo ha llegado al límite, y no se le ha visto nunca tambalearse. La mujer lo seguirá, hoy la rubia, mañana o la semana próxima otra, porque no le duran mucho. Su chófer lo espera en su Bentley. En unos minutos estará en su propiedad de Louveciennes, donde cría perros daneses.

»Sé lo que pasa cuando llegan a la casa; me lo contó Jeanine, la camarera que tiene una peca en la mejilla, pues ella fue allí una noche en que él no tenía acompañante o, para ser más exactos, una noche en que su acompañante se encontró mal y tuvimos… —No se mordió los labios. Era un caso idéntico.

—Como yo ayer —dijo Betty, alegre.

—Estaba mucho peor y hubo que llevarla al hospital. Jeanine, por decirlo de alguna manera, la reemplazó, y tengo razones para creer que, una vez en la casa, las cosas suceden siempre del mismo modo.

»Nada más entrar, en el vestíbulo, le ofreció una copa, como buen hombre de mundo que sabe ser hospitalario. La condujo enseguida a su habitación, donde le dio una bata; él se instaló en un sillón. No le dijo una sola palabra a Jeanine, que terminó por desvestirse mientras él, al parecer satisfecho, permanecía sentado mirándola, como si se hallara en el teatro. Le señaló la cama y Jeanine se acostó, esperando que sucediera algo, cualquier cosa.

»Al cabo de un rato, en medio del silencio de la habitación y de la casa, Jeanine empezó a tener miedo. Sin moverse del sillón, él la observaba, como observa ahora la cara que se encuentra frente a él. Tenía a su alcance, sobre un velador, una botella de cristal con aguardiente. Sus únicos gestos consistían en llenar la copa, mantenerla en el hueco de su mano para caldearla y, de vez en cuando, tomar un sorbo.

»Jeanine creyó necesario iniciar una conversación; pero cuando vio que él se entristecía y adoptaba un aire descontento, se calló. Así estuvieron mucho rato, más de una hora, hasta que al final Jeanine se dio cuenta de que John se había dormido con la copa vacía en la mano.

Laure no reía. Betty tampoco.

—Dicen que se casó con una de las mujeres más bellas de Inglaterra. Ella vive todavía en la casa que tienen en Londres y en la propiedad de Sussex. No están divorciados ni peleados. Siguen siendo buenos amigos y se ven de cuando en cuando. Sencillamente, el día en que una herida de guerra lo dejó impotente, John se esfumó y devolvió la libertad a su mujer. Eso ocurrió hace ya veinte años, y, desde hace veinte años, cada noche se sienta en su sillón con una copa en la mano frente a una mujer desnuda.

Betty no se atrevía ya a volverse hacia el rincón del inglés.

—Un pirado, como diría nuestro amigo Mario —concluyó Laure.

En la barra, dos mujeres de entre treinta y cuarenta años, vestidas con pantalón y jersey, picaban un pepinillo tras otro de un enorme bote; Louis, el negro, salía a intervalos casi regulares para mostrar su rostro risueño, como si se tratara de un número del programa, y Betty empezaba a preguntarse si todo aquello no estaba planeado, si no se trataba de una obra de teatro, si los personajes eran auténticos.

—¿Qué le pasó a María? —preguntó de repente. Esta vez era Laure la que no comprendía.

—¿María?

Betty tenía la costumbre de hacer preguntas de ese estilo. Cuando era pequeña, en su casa solían reírse de ellas. Una de esas preguntas se convirtió en una coletilla en la casa de la Avenue de Versalles. Era antes de la guerra, cuando su padre aún vivía.

«¿Qué pasó con la rana?».

Acababan de leerle un libro ilustrado que contaba la historia de una rana y de otros animales. Terminada la historia, su vocecita se había alzado en medio del silencio: «¿Qué pasó con la rana?».

Su padre y su madre se miraron sin saber qué contestar. En el libro, la historia se había acabado. No había razón para interesarse por la rana. A partir de entonces, cada vez que abría la boca para hacer una pregunta, su padre la interrumpía riéndose: «¿Qué pasó con la rana?».

¿No ocurría un poco así con la sudamericana? ¿Se refiere a María Urruti?

—Sí. Me pregunto si la encerraron en un manicomio.

—Mario no supo más de ella.

—¿Qué edad tenía?

—Unos treinta años. Cuando me habló de ella, al principio creí que se trataba de una mujer madura, sobre todo porque su marido rondaba los setenta años cuando murió, en Montecarlo.

También de Betty podía decirse, grosso modo, que tenía unos treinta años. Ahora callaba y comía queso, un brie, pero sin apetito. Tenía que hacer un esfuerzo para no volverse hacia el rincón del inglés y, al ver a Jeanine, que reía con las dos mujeres que llevaban pantalones, se la imaginó sobre la cama, que en su mente era de columnas, inmóvil y silenciosa bajo la mirada impávida del hombre que sostenía su copa en la mano.

En Buenaventura, los parientes de María Urruti habían subido a bordo del barco; sin duda eran sus hermanos, sus cuñados, sus primos. Los veía como un bloque compacto, sólido. Tenían a las autoridades de su parte.

—¿Cómo va eso, chicas?

—Bien, Mario. Estamos cenando.

—Estupendo… No hay muchos pirados esta noche, ¿os habéis fijado? Yo diría que han tenido miedo de mojarse.

Lanzó una breve ojeada hacia Betty, como para ver en qué estado se hallaba, y luego, antes de alejarse, apoyó por un instante la mano sobre el hombro de Laure con un gesto casi conyugal.

—En el fondo, adora a sus clientes, y, cuando no los ve por aquí, no se siente feliz.

Desde hacía unos instantes Betty sabía que ella, «la nueva», era para Mario algo más que una clienta y que, tarde o temprano, habría otra cosa. ¿Lo sospechaba Laure? ¿Estaba celosa? ¿Se contentaba con lo que él le daba?

Betty buscó de nuevo un punto de apoyo; volvía a flotar. No había bebido mucho. Estaba decidida a detenerse a tiempo, pues no quería ponerse mala otra vez y dar un espectáculo. Sin embargo, echaba un poco de menos el estado de la noche anterior, ese estado en que ella, ya casi inconsciente, no tenía que preocuparse de sí misma y todo carecía de importancia.

¿Qué tenía importancia ahora? Le traerían sus cosas. El conserje del Carlton había enviado a un empleado, quizás acompañado por un transportista. Guy estaría en el salón con su madre, con su hermano, sin duda, y también con su cuñada.

Los dos hermanos, con sus respectivas mujeres, vivían en el mismo edificio, Guy en la tercera planta, Antoine en la cuarta. Antoine era el mayor. Tenía treinta y ocho años y era militar, como su padre. Iba para general. Era comandante de artillería, estaba destinado en el Ministerio de Defensa y tenía su despacho en la Rue Saint-Dominique. La mujer de Antoine, Marcelle, era hija de un oficial, hermana de oficiales. La pareja tenía dos hijos, Paul y Henri, que iban al instituto.

¿Por qué, si Antoine era el mayor, se reunían en casa de Guy por las noches? Nadie lo había decidido, nadie se lo había planteado. Era algo que se hacía con toda naturalidad.

Unas veces Antoine bajaba solo, en bata, e iba a ver a Guy a su pequeño despacho. Otras, Marcelle bajaba con él, y Betty tenía que hacerle compañía. En invierno chisporroteaba el fuego de la chimenea y encendían una gran lámpara de pie con una pantalla de arrugado pergamino. A esas horas los niños dormían —los dos muchachos en el cuarto piso, las niñas en el tercero— y, hacia las diez, Elda, la niñera, una suiza del Valais, aparecía en el vano de la puerta para preguntar: «¿Puedo acostarme, señora?».

Porque a Betty la llamaban señora. Tenía una familia: dos hijas, un marido, un cuñado, una cuñada y, en Lyon, una suegra que escribía cada semana a sus hijos y que, más o menos cada dos meses, iba a pasar unos días a París.

Cuando vivía el general, la suegra de Betty se alojaba con su marido en un hotel de la Rive Gauche, donde llevaban una vida independiente. Desde la muerte del general, Madame Etamble dormía en la Avenue de Wagram, en la cuarta planta, en casa del hijo mayor. No quería a Betty, pero tampoco se mostraba desagradable con ella, más bien se limitaba a mirarla como tratando de comprender. «¿Por qué precisamente ella?», parecía preguntarse, y lanzaba enseguida una mirada a su hijo.

Betty se hacía la misma pregunta. La generala no se llamaba a engaño. En el fondo, nadie se llamaba a engaño; tampoco Guy, y Betty estaba convencida de que él la había querido, de que aún la quería y de que, probablemente, sufría mucho.

Ella no encontraba nada que reprocharle. A sus treinta y cinco años, Guy tenía muchas responsabilidades, preocupaciones serias, ya que, tras licenciarse con uno de los mejores expedientes académicos en el Politécnico, ocupaba un puesto clave en la Union des Mines, en el Boulevard Malesherbes, un edificio impresionante como una fortaleza donde se barajaban intereses de alcance nacional.

Era guapo, más guapo que su hermano Antoine, más fino, como decía su madre, rubio y de rasgos regulares; vestía muy bien, no de oscuro, como esos hombres de negocios que temen no ser tomados en serio, sino, al contrario, a menudo de claro, escogiendo tonos suaves, tejidos delicados y blandos. Jugaba al tenis. Tenía un coche deportivo. Poseía un carácter más bien alegre, y lograba hacer reír a Charlotte durante una hora sin que ninguno de los dos se cansase. Era él quien, cuando Charlotte era pequeñita, la llevaba cada noche a su cama, y ahora hacía lo mismo con Anne-Marie.

¿Conocería Laure a la familia Etamble?

Betty se los imaginó a todos en el salón, esa noche, en el momento en que el empleado o el transportista mostrase su nota.

¿Dónde habrían metido sus cosas? ¿Quién se habría encargado de abrir sus armarios y descolgar sus vestidos, de reunir su ropa, sus zapatos, sus pequeños objetos personales, de vaciar los cajones del tocador y de su pequeño escritorio Luis XV? ¿Olga, la criada, que siempre la había mirado aún con más severidad que su suegra y que tenía las manos fuertes como un hombre? ¿Elda?

¿Qué maletas habrían utilizado? No había maletas de ella y maletas de él. Las cosas eran comunes. ¿Habrían resuelto el asunto bajando el gran baúl de la buhardilla?

Hacía tres días, ahora ya cuatro, que Betty se había marchado, y sin duda ellos creyeron que ella enviaría a alguien a recoger sus cosas enseguida, a la mañana siguiente como muy tarde, ya que se había ido con lo puesto. ¿Se habrían asustado al no recibir noticias de ella? ¿Se habrían imaginado que se había tirado al Sena o que se había tomado un tubo entero de somníferos?

Si telefoneara ahora al Carlton, Betty sabría si el empleado había vuelto, si le habían entregado las maletas, a quién había visto, lo que le habían dicho.

¿Quién sabe?, quizá la crisis de su suegra había sido más grave que las precedentes. Padecía del corazón, eso era incuestionable. Estaba enferma desde hacía tiempo. Si bien a veces exageraba para que la compadecieran, lo cierto es que estaba enferma, y aquella noche, cuando Antoine había bajado, se asustó mucho al ver a su madre con los labios morados.

—¿Puedo preguntarle en qué piensa? ¿Le parezco indiscreta?

—En mi suegra. Seguro que usted la conoce.

—Vive a tres casas de la mía, en el Quai de Tilsitt. Todavía conservo mi piso de Lyon, y voy allí de vez en cuando para no perder el contacto.

El contacto, ¿con qué? ¿Con su antigua vida, con su mundo? ¿Con el recuerdo de su marido? Aunque Laure no lo había precisado, Betty estaba casi segura de que así era.

—En otros tiempos, los veía a menudo a los dos, a ella y al general, en ceremonias y cenas oficiales a las que nos veíamos obligados a asistir. Fuera de esos compromisos, mi marido y yo nos movíamos en un pequeño círculo compuesto por varios médicos, dos abogados, un músico que nadie conoce…

¿Habría también en Lyon, en un salón tapizado de fieltro, una lámpara de pie con pantalla de pergamino, un piano y un canapé donde las damas se sentaban unas junto a otras? ¿Habría un reloj que marcara los minutos más largos que en ningún otro lugar? ¿Y en el exterior, de día y de noche, como un recuerdo de otra vida, se oiría el estrépito de los coches?

—Está en París —dijo Betty.

No le apetecía hablar de eso y, sin embargo, no podía callarse. Se decía que dejaría de hablar cuando quisiera, que no iría más allá de lo que decidiera.

—Llegó hace tres días —añadió—. ¡Cuatro ya! Tiene gracia. Siempre cuento un día de menos. — Aquello solo tenía sentido para ella. ¿No era como un jeroglífico para Laure?—. Me casé con uno de sus hijos, el más joven, Guy.

Laure continuó por ella:

—El que no quiso hacer carrera militar, para desesperación del general.

—Su hermano Antoine trabaja en el Ministerio de Defensa.

—Y está casado con una Fleury. Yo conocí a su hermana mayor. Aunque los Fleury no son de Lyon, tienen familia allí, y son parientes lejanos de la mía. La generala es una Gouvieux. Su padre tenía una fábrica de productos químicos que heredaron los hijos, salvo uno, Hector, que es médico y dirige el servicio de oftalmología del hospital Broussais, donde mi marido dirigía también un servicio. —Sonrió con una pizca de sarcasmo—. ¿Ve usted? Estoy hablando como en un salón de Lyon. Sé también que los Etamble tienen una propiedad en el bosque de Chassagne, cerca de Chalamont, no lejos de donde va mi cuñado a cazar patos.

—He estado allí.

—¿A menudo?

—Cada verano, desde que me casé, y de eso hace seis años. Toda la familia pasa allí el mes de agosto: la generala, el general cuando aún vivía, los dos hermanos, las mujeres, sus hijos…

No sabía por qué las lágrimas le acudían a los ojos. No era nostalgia. Siempre había odiado ese mes de agosto que pasaban en los Etangs, la inmensa casa con torrecillas inútiles, las habitaciones con parquet que crujía, las camas de hierro que montaban para los niños, los colchones húmedos, el jardín mullido.

Ella había soñado siempre con el mar, con una playa soleada, con lanzarse agua salada a la cara, con un traje de baño en el que una se siente a gusto. Había soñado siempre con música en las terrazas, marisco y vino blanco, una lancha avanzando a toda velocidad y saltando sobre las olas.

Guy jugaba al tenis durante horas con su hermano, a veces con los vecinos. Algunos días, invitaban a las dos mujeres a jugar un doble, y Betty, por mucho que se esmerara, fallaba todos sus servicios.

—Nos hemos equivocado —concluyó Betty, atajando de un modo que no despistó a Laure.

—Sí, eso creo.

Laure se volvió hacia Joseph y le hizo una seña. Betty se dio cuenta. Hubiera podido decir que no. Pero no lo hizo; era la única solución.

No podía seguir hablando así, en frío, como cuando los parientes se encuentran al cabo de un tiempo y evocan recuerdos de familia. No. La imagen que acababa de dar era falsa y Laure tenía que saberlo. No se trataba de un asunto de familia. Los otros no contaban. Los otros no habían hecho nada.

—Tengo dos hijas —dijo Betty, con la mirada perdida.

Laure esperó la continuación en silencio.

—Charlotte sopló el mes pasado las cuatro velas de su pastel de cumpleaños. Anne-Marie tiene diecinueve meses y empieza a hablar como una personita mayor.

Joseph les llevó whisky y agua con gas. ¿Por qué Laure no la detenía, por qué no le impedía que bebiese? Ella, que tantas cosas sabía, ¿no veía que todo podría comenzar de nuevo, que iba fatalmente a comenzar de nuevo? Tal vez lo hacía adrede, para que Betty se confiara, y porque necesitaba conocer el secreto de cada persona. Recordó haberle oído comentar: «Mario los llama Airados. ¡Ya verá!». ¿Acaso no le había contado la historia de María Urruti con cierta delectación?

Hacía un instante, mientras Laure revelaba lo que padecía John, Betty había tenido la impresión de que estaba desnudándolo en público, de que desnudaba también a la camarera de pecho opulento, e incluso a la starlet de cabellos claros, y a todas las mujeres que habían acompañado al inglés hasta su casa de Louveciennes, y ahora a Betty le avergonzaba mirarle.

¿Haría Laure lo mismo con ella? ¿No contaría algún día, de un modo impasible e impersonal, como cuando su marido describía un caso clínico, la historia de la pequeña Etamble?

¿Qué habían dicho de ella la noche anterior, o al amanecer, cuando Mario fue a verla a su habitación?

«¿Duerme?».

«La he sedado con una inyección».

«¿Qué le pasaba? ¿Le has quitado la ropa?».

¿Le había descrito Laure a Mario cómo era ella? ¿Había añadido que estaba sucia? ¿No se habían acercado los dos a mirarla mientras dormía?

«¿De dónde crees que sale?».

«Bernard se la encontró en un bar».

Quizá Laure le había comentado que su traje de chaqueta procedía de una de las mejores tiendas de París, que su ropa interior era de la Rue SaintHonoré. Quién sabe si no habían abierto su bolso. Aunque no hubieran tenido malas intenciones ni una curiosidad malsana, era natural que lo hubiesen abierto. La habían levantado de las baldosas del Trou como a un animal enfermo. Nadie sabía de dónde venía, ni siquiera el médico que, a esas horas, perseguía conejos imaginarios por su habitación. El pulso le latía a ciento cuarenta y tres por minuto. Podía sufrir un colapso, y ni Laure ni Mario sabrían a quién llamar, salvo a la policía. ¿Habían encontrado el cheque? Por un momento se preguntó si el hecho de que llevara un cheque de un millón de francos…

¡No quería, no! No se sentía extenuada, como la noche anterior. Había dormido. La habían cuidado. Había tomado un baño. Había vuelto a ser una persona casi normal, como esos cuatro que acababan de entrar en el local y que provocaron sonrisas en todos los clientes.

Betty, a su pesar, sonrió también y, sin embargo, eran personas normales; si su padre, por ejemplo, hubiese entrado aquí con su familia, se hubiera comportado de la misma manera.

De los cuatro que acababan de entrar, el hombre podía ser cualquier cosa: un industrial, un abogado, un funcionario, un médico de cabecera; era, en fin, un hombre de edad mediana, relajado, seguro de sí mismo, no necesariamente ingenuo. Él no tenía la culpa de que su mujer hubiera engordado y tuviese la cara coloradota. En otro lugar, como madre de familia, tampoco ella hubiera parecido ridícula. Claro que también estaban las gemelas, dos muchachas de diecisiete o dieciocho años, tan gordas y sonrosadas como su madre, vestidas de verde por añadidura, igualitas de la cabeza a los pies.

Los cuatro tenían hambre. Regresaban de algún lugar, lejos, y estaban contentos por haber encontrado un restaurante en el campo.

Nada más entrar, sin embargo, el padre había fruncido las cejas al ver a Jeanine en la barra, y se había visto obligado a deslizarse en oblicuo tras las dos mujeres con pantalones para no rozarlas demasiado. Un instante después descubrió la cara risueña del negro, que aparecía y desaparecía como un muñeco de guiñol.

Indicó a su mujer y sus hijas que se sentaran, se instaló a su vez y llamó dando unas palmadas:

—¡Camarero!

Joseph se acercó sin prisas.

—¿Whisky?

—No, gracias. —Sin embargo, se volvió hacia su mujer y sus hijas para preguntarles—: ¿Os apetece un aperitivo?

Ellas contestaron que no, como era de prever.

—Déme la carta.

—No tenemos carta, señor.

Intrigado, echó una ojeada en dirección a las mesas donde había clientes que comían.

—¿Es esto un restaurante?

—Por supuesto.

Intervino Mario:

—Buenas noches, señor; buenas noches, señoras. Supongo que comerán canelones, ¿verdad?

—¿Qué otra cosa tiene?

—Queso, es un brie magnífico, y también hay ensalada y arroz a la emperatriz.

—Quiero decir de plato fuerte.

—Canelones.

El pie de Laure, bajo la mesa, rozaba el de Betty, que se veía forzada a sonreír. El hombre miraba a su alrededor con una pizca de inquietud, primero las paredes, la barra, a Jeanine, una vez más, y, por fin, sus ojos se toparon con la mirada fija de John.

—¿Qué me decís? ¿Comemos canelones?

—¿Por qué no?

El médico, al entrar, desvió la atención de Betty. Vestía con la misma pulcritud de la víspera, siempre de gris, y caminaba con cierta rigidez. Había reconocido a Betty desde el umbral y, por un instante, dudó. Decidió acercarse a ellas.

—Buenas noches, Laure. —Se inclinó ante Betty y le besó la mano—. Espero que me haya perdonado por fallarle ayer noche; le fallé, sí. Supongo que Laure le habrá explicado…

Tras inclinarse de nuevo, fue a instalarse en un taburete de la barra.

Los cuatro recién llegados se habían resignado ya a los canelones y al chianti que acababan de ponerles de manera imperativa sobre su mesa. Aún un poco incómodos, trataron de tranquilizarse iniciando una conversación en voz alta.

—Y vuestra tía, ¿no se ha sorprendido al veros llegar de improviso a las dos?

—Figúrate, papá —respondió una de las muchachas con tono de actor aficionado—, la tía estaba limpiando a fondo el desván. ¿Te acuerdas del desván, lleno de muebles y objetos raros? —Hablaba para la galería, y la mirada de John, puesta sobre ella, parecía excitarla—. Subimos sin hacer ruido y, de repente, Laurence lanzó su célebre mugido. Parecía mismamente que una vaca hubiera subido hasta el desván, y la tía soltó el montón de libros de cantos dorados que tenía en los brazos…

¿No se sentiría a disgusto Guy si entrara aquí sin que nadie le advirtiera previamente? Antoine, seguro que sí. ¿Y Marcelle? ¡Antoine y Marcelle no hubieran dudado en dar media vuelta! ¿No había terminado la propia Betty por gritar, la noche anterior?

No gritaría más. Ya no tenía miedo. Sin embargo, al contemplar las caras de los que la rodeaban, sintió una vaga angustia. Sospechaba que Laure tenía otras historias que contarle; que en unos días, en unas horas, los personajes todavía anónimos pasarían a ser tan patéticos como el médico, el inglés o María Urruti, esa mujer que Betty no lograba quitarse de la cabeza. «¿Qué pasó con la rana?».

Un día, también alguien preguntaría, quizá con una mezcla de compasión y curiosidad: «¿Qué fue de la pequeña Betty?». Porque, al final, Betty acababa siempre pensando en sí misma. En el fondo, en la base de todo, había una pequeña Betty que trataba de comprenderse y que deseaba que alguien hiciera un pequeño esfuerzo para comprenderla. Cuando se llamaba a sí misma «pequeña», no lo hacía por enternecerse. Era realmente pequeña, menuda, delicada, y nunca había pesado más de cuarenta y tres kilos. Solamente aumentó de peso cuando estuvo embarazada, pero tan poco que los médicos, inquietos, sobre todo la segunda vez, decidieron provocar el parto a los siete meses.

¿Influía en su comportamiento el hecho de sentirse más menuda que las otras, menos fuerte? Alguien le había dicho que sí, un estudiante de medicina que, durante cierto tiempo, se entretuvo psicoanalizándola. En aquella época, ella le creyó. También creyó que le quería e hizo todo lo posible por contestar a sus preguntas con sinceridad. Hasta que se dio cuenta de que esas preguntas giraban en torno a un único tema y apuntaban todas a lo mismo. No rompió enseguida. Continuó el juego, porque él también la excitaba. En realidad, fue él el primero en cansarse, tal vez porque llegó a la conclusión de que a Betty le faltaba imaginación y sus respuestas eran siempre similares. No se despidió. Se limitó a desaparecer.

Los cuatro recién llegados estaban comiendo. La chica de cabellos claros esperaba. El negro asomaba de vez en cuando por la puerta entreabierta.

Bernard se dirigió, muy digno, a los lavabos, y Mario lo siguió con los ojos. Laure bebía a pequeños sorbos espiando a su compañera de mesa por encima de la copa.

—No tienen la culpa —suspiró Betty, desanimada.

No se refería a los de la mesa de las gemelas, sino a los Etamble: a la madre, a los dos hijos, a la cuñada, a los hijos de uno y a sus hijas. ¡Sus dos hijas, que ya no eran suyas!

Sentía deseos de volver a hablar de todo eso. No podía evitarlo. Tenía que hablar de ello, y para hablar como necesitaba hacerlo, tenía que beber. Pero no allí. No quería organizar más escándalos, ver las caras vueltas hacia ella al igual que ahora lo estaban hacia los cuatro, con los ojos fijos en su persona como lo estuvieron la noche anterior.

Apuró el whisky de un trago y dijo, nerviosa:

—¿Le importa que nos vayamos?

—¿Se encuentra mal?

No se encontraba mal, pero no quería confesar por qué deseaba irse.

—No lo sé. Preferiría volver.

Dijo «volver», como si la habitación con aquellas maderas azules y el busto de María Antonieta fuera ya su hogar.

Ir a la siguiente página

Report Page