Betty

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Dormía. Su sueño era uniforme, grisáceo, agotador como una caminata por el desierto. No soñaba. No había nada, ni sombras ni luces, ninguna acción, nadie, solo el ritmo pesado y monótono de su corazón, que de vez en cuando latía en falso.

Luego oyó un timbre; puede que sonara en la realidad o que estuviera soñándolo, pero se sentía tan cansada que no se lo planteaba. El sonido, vibrante, le taladraba el cerebro, y Betty creyó que acabaría desapareciendo, que sería un poco como cuando se alejan los trenes o los barcos, pero se tornaba cada vez más agresivo, y al final comprendió que se trataba del teléfono que estaba junto a su cama.

No le apetecía oír hablar a nadie, ni tampoco hablar ella. Lo descolgó simplemente para acabar con el estruendo, y dejó caer el auricular sobre la almohada.

Entonces oyó una voz lejana y deformada que parecía salir de un viejo gramófono estropeado:

—¡Madame Etamble! ¡Madame Etamble! ¿Está ahí?… ¿Me oye?… ¡Madame Etamble! ¡Madame Etamble!

—¿Quién es? —acabó balbuciendo.

—Soy la telefonista del hotel, Madame Etamble. Me ha asustado usted. Hace cinco minutos que la estoy llamando. Ya iba a enviar a alguien a la habitación.

—¿Por qué?

La noche anterior, Laure le había dado dos somníferos, pero el dolor que sentía no se debía a eso. En un momento dado, sin que Betty se diese cuenta, se había roto algún mecanismo, y ahora algo fallaba en alguna zona de su cuerpo.

—La llaman de París.

No reaccionaba; no se le ocurrió pensar que su marido o cualquier otro pudieran llamarla por teléfono. La habitación estaba a oscuras y solo se colaba un poco de luz, muy débil, entre las ranuras de los postigos.

—Le paso la comunicación.

Le hubiera gustado volverse a dormir.

—¿Eres tú, Betty?

No reconoció la voz. Había cerrado los ojos y respiraba más lentamente.

—Soy Florent.

—Sí —balbució Betty.

—¿Me oyes?

—Sí.

—Yo te oigo muy mal. ¿Te encuentras bien?

—Sí.

Florent se hallaba en un mundo límpido, estaba ya despierto, lavado, afeitado, vestido, en plena actividad.

—He visto a Guy a primera hora de la mañana. Está muy asustado porque no sabe nada de ti. Hasta ayer por la noche no supo dónde estabas, gracias al empleado del hotel. —Se llamaba Florent Montaigne. Era un amigo de Guy, un amigo del matrimonio. Tenía mucho éxito como abogado, lo que le daba una gran seguridad en sí mismo—. ¿Todo va bien?

—Sí.

—¿Te encuentras mal? Te oigo como si me hablaras desde muy lejos. ¿Todavía estás acostada?

—Sí.

—¿Te importa que hablemos un momento? —preguntó. Y añadió—: ¿Estás sola?

—Sí.

—Guy me ha puesto al corriente de todo y me ha pedido que me ponga en contacto contigo. En mi opinión, cuanto antes lo hagamos todo, mejor, ¿me comprendes? Si te parece bien, esta tarde, a última hora, me acercaré a Versalles; podríamos cenar juntos.

—Hoy no.

—¿Mañana por la mañana, entonces? Mañana por la tarde no puedo, tengo un juicio.

—Mañana no.

—¿Cuándo?

—No lo sé. Ya te llamaré.

—¿Estás segura de que estás bien? ¿No necesitas que te eche una mano?

—No, muchas gracias. Adiós, Florent.

Hizo el esfuerzo mínimo para alargar el brazo y colgar. La puerta que comunicaba las dos habitaciones estaba entreabierta y en el cuarto contiguo habían descorrido las cortinas; entraba luz, la vida ya había comenzado. Le pareció que, por primera vez desde hacía muchos días, hacía sol.

Laure debía de haberlo oído todo. Y ahora entraría para preguntarle si necesitaba algo, pero Betty no quería verla ni hablar con ella. No era a causa de la bofetada, de la que se acordaba bien, al igual que se acordaba de todo lo que había dicho la noche anterior. Al contrario, la bofetada le había sentado bien; de haber podido, se la habría dado ella misma para cortar por lo sano la exaltación.

Se había pasado la vida huyendo. Sabía lo que eso significaba. Se conocía bien. La bofetada, que hubiera debido recibir tiempo atrás, le había devuelto de golpe a la realidad. Había desaparecido ese equívoco desajuste que Betty, llegado cierto punto, daba a sus palabras y a sus pensamientos, esa efervescencia, ese calor artificial, esa confusión. La euforia había dado paso a la realidad, con su crudeza en blanco y negro, sus perfiles nítidos y crueles.

Y eso resultaba difícil de transmitir. Incluso pensar en ello era excesivo. Y peligroso.

Había hecho trampa una vez más, y de manera instintiva, porque formaba parte de su manera de ser. ¿Lo hacía por una necesidad innata de protegerse? Después, siempre se las arreglaba para que fuera soportable, para que no resultase demasiado feo, demasiado desesperante.

No hablaría más con Laure ni con nadie. Ya no tenía fuerzas para eso. Se sentía inerte y vacía. Lo único que le apetecía era quedarse inmóvil en la cama, con los ojos abiertos, mirando fijamente una esquina del espejo donde se reflejaba un fragmento de cielo y una flor de la cortina.

No se le había ocurrido preguntarle a Florent por Guy ni por sus hijas. Por su parte, Florent no había parecido sorprendido de la situación y solo se había preocupado al no reconocer su voz. Era lógico: la Betty de ahora era muy distinta a la Betty que Florent conocía.

Florent estaba casado con Odette, una mujer vivaracha y bulliciosa que siempre había excitado a Guy. Las dos parejas salían juntas de vez en cuando. El invierno anterior habían ido al teatro y, a la salida, decidieron cenar en una cervecería de la Place Blanche. En el momento de subir a los coches, Florent dijo: «¿Llevas a mi mujer? Yo llevaré a la tuya». Apenas arrancó el coche, el abogado apartó una mano del volante y empezó a acariciar a Betty. Hasta ese momento, nunca había habido nada entre los dos. Florent jamás se le había insinuado. Nunca le había dicho nada, y seguía sin decir nada; solo miraba la calzada y los automóviles. A Betty no se le ocurrió que pudiera negarse y, dócilmente, como él parecía esperar, alargó también su mano.

La víspera, Betty le había dicho a Laure que a los once años, a diferencia de sus amigas de La Pommeraye, no dejaba que los chicos la tocaran. Y era verdad, como todo lo que le había contado. Sin embargo, no le había dicho toda la verdad, solo la que puede contarse.

Lo que le impedía dar ese paso, a pesar de la curiosidad que sentía, era el miedo a ensuciarse, a ensuciarse físicamente. Mucho más tarde, la palabra «sucio» empezó a tomar otro sentido, y llegó incluso a convertirse en una obsesión, quizá porque se la había oído decir a su madre demasiadas veces: «No toques eso, Betty. ¡Está sucio!», o «¿Qué haces metiéndote el dedo en la nariz? ¡Eres una sucia!». Y si a Betty se le caía un vaso de leche, se quejaba: «¡Otra vez lo has ensuciado todo!». Era una niña sucia. Su padre también era sucio, y su madre no cesaba de repetírselo. «Deberías cambiarte la bata, Robert. Esa está tan sucia que se tiene sola en pie».

Había clientes sucios y clientes limpios. Madame Rochet, por ejemplo, era muy sucia, mientras que en casa de Madame Van Horn estaba todo tan limpio que se podía comer en el suelo.

Betty quería ser sucia para parecerse a su padre. Sentía rencor hacia su madre por la manera en que lo hostigaba y le hablaba, como si tuviera derechos sobre él, cuando él era el cabeza de familia. «¿Bajas? No irás a pasar otra vez la noche con tus sucios experimentos, ¿no?». Al oírla, su padre se reía. No se enfadaba. ¿Quién sabe?, quizá cuando estaba solo en la trastienda, donde había instalado un laboratorio, se ponía a imitar a su mujer, al igual que, en la mesa, imitaba a los clientes para divertir a Betty. Ella soñaba con ser mayor y con convertirse en la mujer de su padre; entonces lo trataría como él se merecía.

Trató de dormirse, de no pensar en nada; sin embargo, aunque dejara de pensar, esa extraña sensación persistía.

Había postergado el plazo tanto como había podido. Ahora todo estaba confuso por culpa de Bernard, el médico de los estiletes que la había recogido en la Rue de Ponthieu y la había llevado al Trou en vez de conducirla al hotel más cercano, como ella esperaba; también había influido su encuentro con Laure, a quien se le había metido en la cabeza echarle una mano. En dos o tres ocasiones, desde que estaba en el Carlton, había vislumbrado una esperanza imprecisa. Con la borrachera, había expulsado lo que tenía dentro; había dado vueltas alrededor de la verdad, aunque siempre procurando no tocar lo esencial.

Era verdad y, a la vez, falso que ella quiso ser sucia por una especie de protesta mística. También le hubiera gustado ser limpia. Durante toda su vida había añorado el orden, la limpieza, y por eso se casó con Guy.

En aquella época, ella trabajaba en una oficina del Boulevard Haussmann, a dos pasos del Boulevard Malesherbes y de la Union des Mines. Se habían conocido en un snack-bar donde Guy solía tomar un bocado cuando no le daba tiempo de ir a almorzar a su casa. Al principio, a Betty no se le había ocurrido que aquello pudiese ir en serio. Se sentía molesta porque Guy, a diferencia de los demás, no le pedía que se acostara con él, y al final ella, precisamente por honradez, casi se lo había exigido.

Cuando Betty se dio cuenta de que él la amaba, cuando Guy habló de casarse con ella, le entró tal pánico que decidió no volver a verlo.

«Guy, tengo que decirte que…».

«¿Decirme, el qué? ¿No me quieres lo suficiente?».

«Tú sabes que eso no es verdad».

«Entonces, ¿qué ocurre?».

«Creo que será mejor que no te cases conmigo, de verdad».

«Pero ¿por qué, si puede saberse?».

«Por todo. Por mí. Por mi vida». Quería contárselo todo, todo lo que había hecho y lo que había estado a punto de hacer.

«Mira, Betty, no soy ningún pusilánime. No me importa lo que hayas hecho antes, y a ti tampoco debería importarte. Lo pasado, pasado está, ¿de acuerdo? ¿Me quieres?».

«Sí».

Eso creía Betty. Estaba segura. Probablemente todavía lo quería. Sí, aún lo quería; de no ser así, no seguiría haciéndose daño.

«Entonces hazte a la idea de que empieza una nueva vida para los dos, para ti y para mí; y el sábado te llevaré a Lyon para presentarte a mi madre».

Guy se figuraba que todo eso iba a ser muy fácil. Al menos, para él, era fácil. Nunca miraba hacia atrás. Había decidido qué lugar ocuparía ella, y allí la situó. Por lo tanto, no tenía por qué haber problemas.

«Ni siquiera soy capaz de llevar una casa».

«Para esto está Olga, y estoy seguro de que se despediría si yo me casara con una mujer que se entrometiera en su trabajo».

Betty había terminado por creérselo, y llena de buena voluntad, de entusiasmo, se metió en la piel de su nuevo personaje.

Todo aquello fue un error, y no solo a causa de su pasado. Fue un error porque Guy y ella no buscaban lo mismo. Guy, orgulloso y protector, le decía: «¡Eres mi mujer!». ¿Acaso no era suficiente? ¡Su mujer! ¡La madre de sus hijos! Aquella junto a la que él regresaba cada noche para confiarle sus problemas y sus esperanzas.

«Hoy se te ve un poco paliducha».

«Es que no he salido».

«No es bueno que pases tanto tiempo en casa. Debería llevarte a que te viera Menière».

Menière era el médico de cabecera. Cuando algo no iba bien, Guy creía que había que acudir a Menière. Y si ella le hubiera gritado, como a menudo tenía ganas de hacerlo: «¡Ocúpate un poco de mí!», Guy, cándidamente, le hubiera contestado: «¡Si no hago más que ocuparme de ti!». Era verdad que se preocupaba por su salud, que le compraba vestidos y regalitos, que le enviaba flores a menudo. «De mi parte. ¿No comprendes lo que eso significa?».

Pero Betty quería que se ocupara de ella, de su ser auténtico, de la persona que ella era en realidad. No quería que se ocupara en función de sí mismo, sino en función de ella.

Por cobardía, en suma, por su bienestar personal, y por su tranquilidad de espíritu, él nunca la dejó sincerarse. Betty trató de hacerlo varias veces; pero, cada vez, Guy, sonriendo, le ponía un dedo sobre la boca: «¿Qué habíamos decidido?».

Era demasiado fácil. Quería de ella solo la parte agradable, la cómoda, la que a él le convenía, y se limitaba a borrar con un gesto, a modo de bendición, lo que hubiera podido complicar sus relaciones. Si algo no existía para él, ese algo tampoco debía existir para ella.

«¿No eres feliz conmigo?».

«Sí lo soy».

«¿Por qué no sales más a menudo con Marcelle? Es un poco maruja, pero es buena chica, ya verás, y mejora cuando la conoces».

Solo una persona se había ocupado de Betty por ella misma: su padre. Ya de pequeñita, su extravagante padre comprendió que había en ella un embrión de mujer, y la trataba como tal. Debido a la guerra, que los separó cuando ella era muy pequeña, no habían podido mantener largas conversaciones. La mayoría de las veces, con una simple presión de la mano, Betty notaba que él la comprendía y que la consideraba un ser humano. ¿Es posible, se preguntaba Betty ahora, que llegara a conocerla lo suficiente como para inquietarse por su futuro?

Años después, Schwartz había estado a punto de convertirse en el segundo hombre de su vida. Eso creyó Betty, hasta que se dio cuenta de que para él no era más que una especie de cobaya. También Schwartz, como su padre, llegó a conocerla bien. La desmontó como a un mecanismo, la obligó a mirar de frente las cosas que siempre se había negado a ver. En ocasiones la interrumpía riendo: «Cuidado, pequeña. ¡Otra vez estás sublimando!». Era su coletilla. Sin embargo, a pesar de su cinismo, a veces se conmovía.

«¡Pobre Betty! ¡Te gustaría tanto ser una heroína! He llegado a la conclusión de que eso es lo que te pierde. Te has puesto el listón tan alto, te haces tal idea de lo que podrías ser, de lo que deberías ser, que cada vez caes más bajo. Mientes más que hablas. En vez de enfrentarte a la realidad, utilizas tu vida para engañarte a ti misma. Cuando te aburres o te sientes mal, en vez de ir al cine, o de salir a comprarte zapatos o vestidos, como hacen los demás, empiezas a contarte mentiras a ti misma».

En cierta ocasión en que, sobreexcitada, como solía estar con Schwartz, habló mucho, él había mascullado medio en serio, medio en broma: «Terminarás en el depósito de cadáveres o en un hospital psiquiátrico». ¿Le había él hecho daño? ¿La había ayudado? Sin embargo, su diagnóstico había sido correcto, porque ahora se encontraba, como le había dicho, en el umbral del depósito de cadáveres o del manicomio.

Oyó pasos apagados. Por delicadeza, Laure no había ido a verla inmediatamente después de que sonara el teléfono. Al ver que todo estaba en silencio, quiso asegurarse de que Betty había vuelto a dormirse. Betty hubiera podido cerrar los ojos y fingir que dormía, pero estaba demasiado cansada para fingir.

—Creí que dormía.

Betty no movió la cabeza ni trató de sonreír. Esa mañana no tenía ganas de hablar ni de estar con nadie. Había dejado atrás esa fase. Lo había intentado: había bebido, había hablado hasta quedarse sin aliento, había falseado más o menos todas las verdades, para ella misma más que para los demás, y no obstante ahí seguían esas verdades. ¡No merecía la pena empezar de nuevo!

—Espero que no le hayan dado malas noticias.

Por caridad, más que por cortesía, Betty negó con la cabeza.

—¿No tiene hambre? ¿Quiere que le pida el desayuno?

Por un segundo, la idea de los huevos con beicon la tentó, pero sabía que, si cedía, todo volvería a empezar otra vez. Luego vendría el whisky, la exaltación, la necesidad de hablar… ¿Para qué, si no había salida?

—¿Ni siquiera una taza de café?

Frunciendo las cejas, Laure le tomó la muñeca con la mirada puesta en su reloj de pulsera. Sus labios se movían. Betty la observó como si la viera por primera vez, y se dijo que nunca debió de ser guapa. Tenía rasgos de hombre. Solo unos ojos oscuros, muy dulces, muy cálidos, desmentían la masculinidad de su aspecto.

Betty leyó las cifras en sus labios.

—Cuarenta y nueve… Cincuenta… Cincuenta y uno… Cincuenta y dos… —Laure se detuvo, sorprendida—. ¿Tiene a menudo estas caídas bruscas del pulso?

¿Para qué contestar? Además, ¿qué podía contestar?

—¿Prefiere seguir a oscuras?

Entreabrió por fin los labios para murmurar:

—Me da igual.

La atmósfera de la habitación debía de ser deprimente y Laure descorrió las cortinas y abrió los postigos. En vez de las flores de la cortina, Betty vio reflejados en el espejo un trozo de cielo y las copas de los árboles.

—Sin embargo, no parece haber pasado una mala noche. No la he oído moverse. ¿Le duele algo? Betty contestó que no.

—¿La cabeza?

Tampoco. Tenía ganas de que todo eso terminara, de que la dejasen sola.

—¿Le importaría que llamara a un médico? El médico que me trata a mí vive aquí, en Versalles, y es muy serio. Le prometo que no le hará preguntas indiscretas.

Molesta, como si todo eso fuera inútil, dijo:

—Me da igual.

—¿Quiere que le pase un poco de agua por la cara?

Debía de tener la piel reluciente. Sudaba. Olía su propio sudor, pero contestó a todo que no, siempre que no, y Laure, inquieta, comprendiendo que sobraba en la habitación, se fue a la suya y descolgó el teléfono.

—Hola, Blanche, póngame con el 537… Sí. Espero.

Betty escuchaba, aunque tenía la impresión de que todo aquello no le concernía.

—Hola… ¿Mademoiselle Francine?… ¿Está el doctor? ¿Podría hablar con él, si no está ocupado?…

»¡Hola! ¿Es usted, doctor?… Soy Laure Lavancher… No, no, yo estoy bien. No le llamo por mí, sino por una amiga que está aquí conmigo; quisiera que viniese usted a verla… Es difícil de contar. Ayer por la noche le di dos comprimidos de fenobarbital y esta mañana tiene el pulso a cincuenta y tres… ¡No! No creo que se trate de ninguna intolerancia… Veintiocho años… Gracias, doctor. Le esperaré. Suba directamente a mi cuarto.

Al colgar, dudó en volver a la habitación de Betty y se la oyó encender un cigarrillo, dar algunos pasos y abrir la ventana. Antes de franquear la puerta que comunicaba las dos habitaciones, se terminó el cigarrillo mientras respiraba el aire fresco del exterior.

—Es la una. El médico pasará hacia las dos menos cuarto, antes de la consulta. ¿No quiere arreglarse un poco? ¿Está segura de que no quiere tomar nada?

Betty se limitó a parpadear.

—Voy a pedir que me suban algo de comer. Si necesita algo, no dude en llamarme.

Pulsó un botón y se oyó un timbre al fondo del pasillo. Mientras esperaba al camarero del piso, se sirvió de beber; Betty sintió náuseas solo de pensar en el whisky amarillo transparentándose en el vaso. Le parecía ya olerlo, y se preguntó cómo había podido ser capaz de beber alguna vez.

Si en el bar de la Rue de Ponthieu no le hubiera dirigido la palabra Bernard, sino cualquier otro hombre, probablemente ahora estaría en la cama de un hospital, entre enfermos dispuestos en fila, enfermeras y un médico interno que pasaría visita a horas fijas. ¿No era eso lo que había buscado oscuramente durante tres días y tres noches? Para ser franca, hasta ahora no había caído en la cuenta. Había tenido tan pocos momentos de verdadera lucidez que apenas pensó en eso.

Lo único que sabía era que se estaba hundiendo, que ponía en ello una especie de frenesí y que eso la tranquilizaba. Era un desafío, en definitiva; una venganza. También un desenlace. Un final. Estaba ensuciándose a fondo, al máximo, sin posibilidad de retorno. Era algo que tenía que llegar. Llevaba meses incubándolo silenciosamente en su interior, meses desafiando a la suerte para que se produjera la catástrofe.

Sin embargo, lo de Schwartz, y también lo de Florent, en el coche, que no tuvo continuación porque a Florent le daba miedo, había ocurrido mucho antes. Hubo también otros hombres, y a veces, por las tardes, iba a bares discretos, no lejos de su casa, en la Rue de l’Étoile por ejemplo, o en la Rue Brey, donde no había más que parejas sentadas en la penumbra y hombres que hacían tiempo charlando con el barman.

Precisamente en uno de esos bares había conocido a Philippe, un muchacho desgalichado e introvertido que tocaba el saxofón en un cabaret de la Rue Marbeuf. Philippe no la acribillaba a preguntas, como Schwartz. Hablaba poco y las más de las veces se limitaba a mirarla con expresión soñadora.

«¿En qué piensas?», le preguntaba ella.

«En ti».

«¿Y qué piensas de mí?».

«Es muy complicado», contestaba Philippe, con un gesto vago.

Después de hacer el amor, ella se quedaba tumbada en la cama y él agarraba su saxofón para improvisar melodías a la vez irónicas y tiernas. Betty lo ignoraba todo de él, salvo que era de madre rusa y que tenía una hermana. Ocupaba un estudio amueblado en la Rue de Montenotte, y a veces Betty, como jugando, le había zurcido los calcetines. Philippe sabía que Betty estaba casada y que tenía hijas, pues ella se lo había dicho, pero nunca le hacía preguntas. Al final, verle se convirtió en una necesidad. Las horas que Betty pasaba en la Avenue de Wagram eran un tiempo neutro, indiferente, como el que se pierde en una sala de espera. Durante todo el día ansiaba que llegara la tarde para ir a reunirse con Philippe. La portera la saludaba al pasar, la llamaba «la preciosa señora». Betty llevaba botellas de vino compradas en la tienda de la Place des Ternes, y también pasteles y golosinas.

Philippe aún no tenía veinticuatro años y todavía era un ser torpe, indefenso frente a la vida, indiferente al porvenir. Cuando ella trataba de inspirarle ambiciones, él se limitaba a esbozar una sonrisa un poco velada. «Hablas como mi hermana».

Parecía ignorar que, a su alrededor, millones de personas vivían empujándose, dándose codazos, y en la calle lo rodeaba un halo de soledad.

«¿Qué harías si yo no viniera a verte?».

«No lo sé, porque sí vienes. A lo mejor, iría yo a verte».

«¿Adónde?».

«A tu casa».

«¿Y mi marido?».

No respondía. Tampoco se hacía preguntas a sí mismo.

«¿Nos vemos mañana por la tarde?».

«Mañana por la tarde, sí».

La última tarde, Betty no había podido ir a la Rue de Montenotte. La generala había llegado a París sin avisar, aprovechando que, a última hora, una amiga que tenía chófer le había propuesto que fueran juntas. Marcelle tenía hora en el dentista y no podía posponer la cita. A Betty le tocó quedarse a hacer compañía a su suegra. Era el día en que libraba Elda, y esta se había ido a casa de una amiga, situada en las afueras; regresaría en el último tren, poco antes de medianoche.

Después del almuerzo, justo antes de irse al despacho, Guy le dijo a Betty: «Cuida de mi madre; esta noche la llevaré al teatro». Porque había ido a París principalmente para ver una obra nueva. La tarde se le hacía interminable y, cuando Marcelle regresó del dentista, Betty se las arregló para quedarse sola un instante y telefonear a Philippe.

«Te lo explicaré en dos palabras. Hay gente al otro lado de la puerta. No puedo escaparme esta tarde. Esta noche, hacia las nueve, te llamaré por teléfono».

En ausencia de Elda, la criada se ocupaba de las niñas, pero al estar allí la generala, Betty se vio obligada a cuidar de ellas. Cenaron temprano, en casa de Antoine. Guy y su madre se marcharon al teatro. Cuando Betty regresó a su piso, oyó que Olga todavía trajinaba.

«Puede usted subir. No voy a moverme de aquí».

Le pareció que Olga sospechaba algo, porque no se decidió sino de mala gana a irse a su habitación, en la séptima planta.

«¡Hola! ¿Eres tú?».

Philippe le respondió irónicamente con unas notas de saxofón.

«¿Estás triste?».

Un glissando de payaso músico.

«Respóndeme, Philippe. Tengo los nervios de punta. ¡Si supieras la tarde que he pasado!».

«¡Yo también lo he pasado muy mal!».

«¿Me has echado de menos?… Escucha. Ya sabes dónde vivo. Las niñas duermen. La niñera libra hoy. La criada acaba de subir a acostarse y mi marido está en el teatro».

«¿Entonces?».

«¿No lo entiendes?».

«Sí».

«Pues no pareces muy entusiasmado». Philippe dudaba.

«Tengo muchas ganas de verte, Philippe. Cuando estés aquí lo comprenderás mejor».

Le esperó en bata, detrás de la puerta de entrada, nerviosa, preguntándose por qué tardaba tanto. Cuando lo vio por fin junto a ella, le dio la impresión de que había estado a punto de perderlo y permaneció largo rato pegada a la puerta, sin separar sus labios de los de él.

«Ven». Lo condujo al salón, haciéndole señas para que caminara de puntillas y no levantara la voz.

«¿Tienes miedo?».

«No».

«¿No te alegras de ver dónde vivo?». Le mostró el piano, las colgaduras de terciopelo, los marcos dorados. «Ven, acércate».

Betty estaba febril; brillaba en sus ojos un extraño fulgor. Quería ver a Philippe en el sofá de la familia, donde pasaba tantas noches sentada junto a Marcelle y donde aquella tarde se había instalado la generala. Pretendía vengarse. Había tenido que insistir para que Philippe se decidiera a ir, y, si no hubiese ido, se habría sentido profundamente decepcionada. Por el momento, la palabra «ensuciar» no le había venido a la mente, pero era eso lo que tenía intención de hacer.

«Parece que dudas, Philippe. Se te ve como intimidado».

Levantándose de un salto, Betty se arrancó la bata, bajo la que no llevaba nada, e hizo como si bailara, desnuda por primera vez en medio del salón de los Etamble.

«¿Y las niñas?», objetó él.

«Están ahí, detrás de esa puerta. Su habitación tiene otra puerta que da al pasillo. Ahora duermen. ¡Espera!», dijo, y entreabrió la hoja. «Así, si Charlotte se levantase, la oiríamos».

Philippe, que no compartía su entusiasmo, seguía sintiéndose incómodo; pensaba que cualquier otro hombre, en esa casa, esa noche, hubiera podido excitar a Betty igual que él. Y es que de repente Betty quería ajustar una vieja cuenta, no tanto con su marido como con la familia, con un mundo, un modo de vida, una manera de pensar.

Exagerando su impudor, tomó la iniciativa y le forzó a hacerle el amor. Philippe tenía muy cerca sus ojos brillantes de triunfo, sus pequeños dientes apretados.

«Entra, mamá. Ahora telefonearé a Antoine para que baje. Echate sobre…».

Ni Betty ni Philippe habían oído abrirse la puerta del piso ni los pasos sobre la moqueta de la entrada. La puerta acristalada del salón se abrió también, y los amantes se quedaron inmóviles por un momento, demasiado sorprendidos para pensar en separarse.

Philippe, que no se había desvestido, fue el primero en ponerse en pie y, con la cabeza baja, esperaba que el marido decidiera. Guy, por su parte, con la mirada yerta, y mientras sujetaba aún a su madre, que se había sentido mal en el teatro, le indicó al joven con un gesto que se marchara. Betty, que todavía estaba desnuda, fue a recoger su albornoz en medio del salón, mientras su suegra protestaba porque no quería sentarse en el sofá.

«Ahí no pienso sentarme».

Su hijo la instaló en un sillón.

«Rápido, mis gotas. El frasco está en mi bolso… Veinte gotas…».

Guy corrió a la cocina y regresó con un vaso de agua; en el pasillo casi se tropezó con Betty, que se dirigía hacia el dormitorio. Ella sabía que todo había acabado, y no se sentía triste. Ahora solo deseaba que las cosas fueran deprisa y se vistió con ademanes bruscos, eligiendo un traje de chaqueta oscuro y una boina negra. Decidió salir por la escalera de servicio para no tener que dar explicaciones. Pero alguien debió de pensar en eso, porque Marcelle fue a llamar a la puerta del dormitorio.

«Guy te llama al salón».

También había bajado Antoine. El pecho de la generala seguía subiendo y bajando, agitado.

Guy se había convertido en un extraño, en un hombre frío y metódico, como la imagen que uno tiene de los grandes banqueros. Hablaba por teléfono desde su despacho y la puerta estaba abierta.

«… Muchas gracias, señor notario. Está claro. Veo que ha entendido lo que deseo, Monsieur Aubernois…».

Se levantó y se dirigió hacia su mujer; su cara no traslucía curiosidad, ni ira aparente, ni emoción alguna.

«Ven».

«¿Dónde?».

«Aquí. Siéntate y escribe».

«… renuncio a mis derechos sobre mis hijas y me comprometo a firmar más adelante todos los documentos que…».

Aquello no ocurría en un mundo real, en una gran ciudad, en un edificio donde la gente dormía plácidamente, sino en un mundo de pesadilla donde los gestos, realizados en cámara lenta, duraban una eternidad y las voces sin timbre resonaban como un eco.

«Aquí tienes un cheque para tus primeras necesidades. Cuando me comuniques tu dirección, te enviaré tus cosas y luego mi abogado se pondrá en contacto contigo».

Incluso la generala se había levantado, como cuando se halla uno en la iglesia o asiste a un momento solemne. Tenía las manos juntas sobre el pecho. Los labios le temblaban como si tuviera intención de hablar, pero no pronunció una sola palabra.

Los cuatro, muy erguidos, la vieron pasar entre ellos y dirigirse hacia la puerta.

No pidió que la dejaran besar por última vez a las niñas. No dijo nada. Olvidó cerrar la puerta y uno de los cuatro, Betty no supo cuál, rompió su inmovilidad para cerrarla tras ella. Desdeñó el ascensor y, al llegar a la acera, echó a andar muy deprisa, bajo la lluvia, rozando las paredes de las casas.

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