Betty

Betty


6

Página 8 de 11

6

—Pase, doctor.

Vestido de azul marino, con el maletín negro en la mano, parecía uno de esos franceses que desfilan tras la bandera en los Campos Elíseos; llevaba delgadas cintas de varios colores en el ojal. Se notaba que para él la vida era una cosa seria, y nada, ni siquiera la manera de comportarse en el cuarto de un enfermo, debía dejarse a la improvisación.

—Así que no se encuentra usted bien —carraspeó, como si afinara un instrumento. Estaba aún de pie y miraba a Betty, que estaba echada y que no movió ni los párpados para recibirlo—. ¿Me permite que vaya a lavarme las manos?

Conocía el camino del cuarto de baño. Debía de conocer todas las habitaciones del hotel. Regresó frotándose suavemente las manos y acercó una silla a la cabecera de la cama.

—¿Se encuentra muy mal? —preguntó cogiendo la muñeca de Betty y tomándole el pulso. Por gestos, Betty le contestó que no.

—¿No le duele nada? ¿Quizá la cabeza? ¿No tiene contracciones en el pecho y en el abdomen?

Betty volvió a contestar por gestos; el médico, al ver que Laure se disponía a abandonar el cuarto, se volvió hacia ella.

—Por favor, no se vaya. Si su amiga no tiene inconveniente, es mejor que se quede. El pulso está ahora a sesenta.

No estaba sorprendido por la actitud de la paciente y casi se hubiera dicho que cada día se le presentaban casos como aquel. Tras depositar el maletín sobre la cama, sacó el aparato de medir la tensión, con el que parecía tener dificultades.

—Extienda su brazo derecho… No haga fuerza, muy bien… Solo estoy tomándole la tensión.

Betty notó cómo la sangre le latía en la arteria, y contempló la expresión grave del médico mientras este observaba la pequeña aguja del cuadrante. El médico repitió la misma operación dos, tres veces.

—Nueve y medio. ¿Suele usted tener la tensión baja? —Y dirigiéndose a Laure, como si ya no contara con que Betty le contestara, preguntó—: ¿Qué ha tomado esta mañana? ¿Ha comido?

—No, no ha querido tomar nada.

—¿Ni una taza de café?

—No.

Parecía que podía vérsele pensar, seguir su razonamiento, al que estaba habituado como un caballo de circo que, al llegar a determinado lugar de la pista, cambia automáticamente el paso. Con gestos precisos, meticulosos, guardó el aparato de medir la tensión, sacó el estetoscopio y se lo colocó en los oídos.

—Respire por la boca… Bien… Otra vez… Ahora, tosa.

Mientras obedecía, Betty observó que tenía matas de pelos en la nariz y en las orejas.

—Respire otra vez… No tan fuerte… Ya basta… Siéntese, por favor.

Se incorporó; sabía que le costaría. Se sentía cansada, sin fuerzas.

—Enseguida termino. —Aplicó el disco de metal en dos o tres sitios de la espalda e insistió en uno de esos puntos, el más alto, como si notara algo anormal—. Aguante la respiración… Bien… Aspire aire… Bien, ya puede echarse. —Al auscultarle el pecho, volvió al punto que debía de corresponderse con el que le había interesado en la espalda. Cuando escuchaba, su mirada se quedaba fija, sin expresión, como la de un pollo—. ¿Va a menudo al médico?

—No mucho.

Lo dijo sin darse cuenta, de mala gana, pues se había prometido mantener una actitud pasiva durante toda la visita.

—¿Ha padecido alguna enfermedad grave?

—La escarlatina, a los tres años.

Llevaba el estetoscopio como un collar y con una mano le palpó la parte alta del torso, hundiendo sus dedos entre las costillas.

—¿Le hago daño?

—No.

—¿Y aquí?

—Un poco.

—¿Igual que aquí?

—No, ahí me duele más.

—¿Le duele a veces aquí?

—No, ahí precisamente no. En todo el pecho.

Apartó la sábana y le palpó por encima del camisón.

—¿Ha hecho usted de vientre esta mañana?

—No.

—¿Y ayer?

—No lo sé… No, ayer tampoco.

Siempre serio, eligió otro instrumento, un pequeño martillo de níquel.

—No tenga miedo.

Betty sabía lo que el médico se disponía a hacer. No era la primera vez que la examinaban.

Luego le rascó la planta de los pies con un objeto puntiagudo, un punzón de metal que se había sacado del bolsillo del chaleco y que a Betty le recordó a Bernard y a sus conejos.

—¿Nota algo?

—Sí.

—¿Y aquí?

—También.

El médico cambió una mirada con Laure, a la que trataba un poco como la madre, la hermana mayor o una enfermera. Antes de guardar los instrumentos, le alzó los párpados.

—¿Tiene a veces vértigos?

—Estos últimos días, sí.

—¿Tan fuertes como para perder el equilibrio?

—No.

—¿Ha tenido hace poco un shock afectivo?

Betty no contestó, y fue Laure quien asintió con la cabeza.

—Además —añadió Laure—, hemos bebido mucho las dos. Anoche le di dos comprimidos de fenobarbital de un gramo. Ha dormido bien. La despertó el teléfono, y desde entonces está como usted la ve.

El médico se volvió hacia Betty y le dio unos golpecitos en el antebrazo.

—En primer lugar, sepa usted que no padece ninguna enfermedad y que sus problemas funcionales desaparecerán con un poco de tranquilidad y reposo total. —Antes de continuar, miró a Laure como pidiéndole consejo.

—Mi amiga está sola, doctor. Está pasando por un mal momento.

—Comprendo, comprendo. Lo mejor, claro está, sería que pasara una temporada en una clínica. ¿Existe alguna razón en contra?

Sin mirarlo, Betty dejó caer:

—No quiero.

—De acuerdo, no insistiré. Si tiene valor para cuidarse sola, y sobre todo para ser exigente consigo misma, se recuperará tan bien aquí como en cualquier otro sitio. ¿Recibe usted visitas?

—Ninguna —respondió Laure por ella.

—Eso me gusta más. No salga al menos durante cuatro o cinco días, y después le recomiendo que dé solo cortos paseos por el jardín del hotel. Hasta mañana por la mañana no tome nada, o como mucho, esta noche, un caldo ligero de verduras.

Se había sacado una libreta del bolsillo y anotaba concienzudamente todo lo que iba diciendo. Nada de visitas. Nada de salidas durante cinco días. Dieta líquida hasta… Reflexionó para recordar qué día era… Hasta el sábado.

—¿Le dan miedo las inyecciones?

La trataban como a una niña o una idiota.

—Le pondré una antes de irme y esta noche se tomará uno de los comprimidos que le voy a recetar. Siga tomándolos durante tres días. Además, dos veces al día, con la comida y con la cena, una pequeña dosis de reserpina. —De una caja de metal cerrada con esparadrapo, sacó una jeringa y limó el cuello de una ampolla; sus gestos y su voz hacían pensar en un ritual, en una ceremonia religiosa—. Vuélvase un poco… Así está bien. —Asió el camisón con dos dedos para levantarlo, evitando descubrir el bajo vientre—. ¿Le he hecho daño? —Ya había terminado. Guardó todo en el maletín—. Si de aquí a mañana me necesita, que Laure me telefonee. Si no, pasaré mañana después de mi consulta, entre las seis y las siete.

Buscó con los ojos su sombrero, que había dejado en el cuarto de Laure. De repente, mientras el médico conversaba con Laure en el pasillo, Betty lamentó que se marchara. El hombre se había limitado a hacer los gestos habituales en un médico, a pronunciar frases que ella conocía tan bien que preveía las siguientes; sin embargo, por un momento, la había sumido de nuevo en un mundo tranquilizador. Durante un cuarto de hora, alguien se había ocupado de ella como si mereciera que le prestaran atención, como si su vida tuviera importancia.

¿Qué estaría diciéndole el médico a Laure? Laure había estado casada con un médico, y seguramente, durante la visita, había intuido las hipótesis que el hombre había ido barajando y descartando. ¿Le estaba contando lo que le había ocurrido a Betty, o, al menos, lo que sabía? Porque no lo sabía todo. No conocía lo más importante. Además, Laure había pertenecido al mismo ambiente que «ellos»; sí, por más que hiciera Laure, estaba un poco de su parte, igual que el médico. De nada hubiera servido hablar, porque no la hubieran comprendido.

—¿Quiere descansar?

Betty volvió a fruncir el ceño.

—Puedo tranquilizarla sin reservas. El médico me ha hablado en el pasillo. En un momento dado, cuando la auscultaba, le vi inquieto. En efecto, al principio pensó que podía tratarse de una astenia neurocirculatoria, cosa que en realidad no es grave, solo molesta. Ahora, después de examinarla, ya sabe a qué atenerse. Sufre usted las consecuencias de las emociones de estos últimos días. Voy a atenderla yo y le advierto que seré severa. —Su buen humor se había esfumado, y Betty no reaccionaba—. Ahora se sentirá soñolienta durante dos o tres horas; es el efecto de la inyección. Pediré que le preparen un caldo vegetal. La dejo por el momento. Hasta luego, Betty.

¿Se había equivocado al no haber querido ir a una clínica? La hubieran enviado a una de esas casas de reposo de los alrededores de París donde, según dicen los diarios periódicamente, tal o cual artista se somete a una cura. Eso se le antojaba triste y deprimente. El quedarse en el hotel también sería deprimente, pero siempre tendría la posibilidad de marcharse sin pedir permiso a nadie. Cuando se encontrara más descansada, se iría.

Oyó sonar el teléfono, en la habitación de al lado, y la voz amortiguada de Laure.

—Sí… Sí… No… Está bien… Acostada, sí… Ha venido el médico… Ya te explicaré… Ahora no… ¿Cómo?… Digamos dos… Eso es. Hasta luego.

Seguro que hablaba con Mario. Él quería venir dentro de una hora y Laure le había pedido que esperase dos para estar segura de que Betty estaría dormida.

Pero Betty sabía que no iba a poder dormir. El medicamento que le habían inyectado la dejaba aletargada y le producía pesadez en los párpados, que notaba calientes, pero no le daba sueño. Así pues, siguió pensando. Sobre todo le venían a la mente imágenes, todas del mismo tono gris, aunque más desdibujadas que por la mañana, menos dramáticas. Las veía desfilar con hastío, como quien pasa las páginas de un libro que está obligado a hojear hasta el final. Le pareció que tenía el deber de enfrentarse a esas imágenes. Tal vez estas palabras no tenían ahora el sentido de todos los días, pero para ella estaban claras, y eso era lo principal. Sí, debía enfrentarse y no tratar de huir, como siempre había hecho. Porque beber para envalentonarse, luego hablarle a Laure con voz temblorosa y terminar hundiéndose, eso no era enfrentarse a las cosas.

Siempre, incluso antes de conocer a Guy, había presentido que acabaría sobreviniendo una catástrofe. De pequeña observaba a las demás niñas como si poseyeran algo que ella no tenía. Cierto que en otros momentos se sentía contenta e incluso orgullosa de ser como era, pues le parecía que era la más completa.

Ahora ya no le daba vueltas a lo sucedido. Simplemente, había ocurrido. Cuando los cuatro, de pie en el salón, vieron alejarse a Betty hacia la puerta, ella no les había dicho nada. ¿Había sentido vergüenza? Una vez pasado todo, quería pensar que no; el haber sentido vergüenza hubiera significado que ellos tenían razón, y no Betty.

No recordaba bien si había bajado la cabeza o si los había mirado a la cara. Debió de haberlos mirado, ya que ahora volvía a ver nítidamente la expresión de cada uno.

¿Por qué había firmado sin protestar? ¿Por orgullo? ¿Por indiferencia? Sin embargo, una vez en la calle, bajo la lluvia, se puso a correr pegada a los edificios y entró jadeando, como para refugiarse, en un bar muy iluminado, situado en la esquina de la Avenue de Wagram con la Place des Ternes. Había mucha gente, un mostrador de cobre rojizo, bandejas cargadas de cervezas que pasaban a la altura de su cara y, sentados a las mesas, hombres y mujeres que comían.

«Un whisky».

«¿Con hielo?».

«Sí. Póngalo doble».

«¿Agua con gas?».

«Me da igual».

Casi se lo arrancó de las manos al camarero y bebió con avidez; algunos de los que la rodeaban la miraron con reprobación.

«Póngame otro».

Al buscar el dinero en su bolso, el cheque estuvo a punto de caer sobre el serrín. Lo agarró al vuelo. ¿Se habría agachado para recogerlo si se le hubiera caído al suelo? Quizá no. Apuró el whisky y salió. Apretó el paso, las gotas de lluvia le caían sobre el rostro. Sorteando los coches, llegó, con el corazón latiéndole a toda prisa, a la Rue de Montenotte y se precipitó hacia el ascensor. La portera abrió la puerta acristalada de su garito.

«No está, señora».

«¿No ha vuelto?».

«Bueno, sí ha vuelto, hace una media hora, pero al cabo de diez minutos ha bajado otra vez con su maleta y su saxofón. Me ha pedido que llamara un taxi. Parecía tener tanta prisa que he pensado que tenía que coger un tren. Entonces le he preguntado si su hermana se había puesto enferma, porque sé, por las cartas que ella le escribe, que tiene una hermana en Rouen».

«¿Y qué le ha contestado él?».

«No ha dicho nada, parecía tener miedo de algo. Cuando le he preguntado si estaría mucho tiempo fuera, se ha encogido de hombros y ha comentado: “Puede usted disponer del estudio”. En fin, supongo que no tiene intención de volver. Como el alquiler de este mes ya está pagado, yo no podía retenerlo; además, el taxi ha llegado enseguida y él me ha dado una buena propina».

Betty ignoraba a qué hora se había alejado de casa de Philippe. Y a partir de ese instante, durante tres días y tres noches, perdió la noción del tiempo, de las comidas, del sueño. Lloró mientras caminaba por las oscuras aceras, sin preocuparse de hacia adónde iba, y a veces hablaba sola. «No es justo. Debería habérselo dicho». Pasó por la Avenue MacMahon y luego, escogiendo siempre las calles menos iluminadas, llegó a la Porte Maillot.

Había entrado en un bar, el más pequeño, el más oscuro. Había pedido un whisky. No tenían. Había bebido aguardiente con agua, y una mujer muy maquillada, de gruesas nalgas y haciendo equilibrios sobre sus tacones de aguja, la miraba tratando de comprender. Betty debía de estar ya un poco borracha, pero no se daba cuenta. Solo pensaba en encontrar a Philippe. Sin embargo, había tomado una dirección equivocada. Tenía que rehacer lo andado. No se le ocurrió parar un taxi; además, Philippe no empezaba a trabajar hasta la medianoche.

No debía de ser muy tarde. Sin duda Philippe se había visto obligado a dejar su maleta en cualquier sitio antes de ir al cabaret. Tenía miedo de Guy, era lógico. Y a Betty le urgía tranquilizarlo. Ahora era libre de hacer lo que quisiera. No le impondría nada. Philippe era demasiado joven para cargar con una mujer. Pero podría verla tanto como quisiera.

Caminó tratando de no perder de vista el Arco de Triunfo. Ignoraba cuánto dinero llevaba en el bolso. Si Philippe necesitaba dinero, tenía el cheque, y estaba dispuesta a dárselo.

Había hecho mal parándose ahí. Un hombre la agarró del brazo diciéndole palabras groseras, y a Betty le entró pánico.

El club nocturno donde Philippe trabajaba se llamaba Taxi. Betty no había estado nunca allí. Y no lo encontraba. Miró los letreros de neón, uno tras otro, hasta que el portero de un cabaret le señaló un letrero menos luminoso, con letras pequeñas de color rojo oscuro, al final de la calle.

El local era agobiante, más pequeño que el bar de la Avenue de Wagram, lleno de humo y de música ruidosa. Había grupos de hombres pegados a la barra y, a un metro de ellos, una mujer se desnudaba bajo la luz de los focos. Los músicos iban vestidos de esmoquin azul claro. Betty buscó a Philippe con los ojos, pero no lo vio. Poniéndose de puntillas, preguntó al barman:

«¿No está Philippe?».

«¿Qué Philippe, el saxo?».

«Sí».

«No sé. No lo veo por aquí. Habrá pedido a alguien que lo sustituya».

Un hombre quiso invitarle a una copa; tenía ya la mano sobre sus muslos.

Pero Betty decidió que todavía no, y tampoco en ese local. Philippe había dejado su estudio y no había ido a trabajar. Eso significaba que había hecho como Schwartz. Había desaparecido. Se había esfumado en París. Si quería encontrarlo, tendría que ir varios días de cabaret en cabaret, desde l’Étoile a Montmartre y a Montparnasse, y buscar en todos los locales que ofrecieran música en vivo.

«Cuando me comuniques tu dirección…», le había dicho Guy.

La solución lógica era entrar en una pensión y alquilar un cuarto antes de pedir que le mandaran sus cosas. Pero se sentía incapaz de encerrarse sola entre cuatro paredes, de meterse en una cama y dormir.

Otro bar. En Taxi no había bebido nada. Necesitaba emborracharse lo antes posible. En su periplo, se sucedieron luces diferentes, casi siempre un espejo detrás de los vasos y de las botellas; a menudo, las mujeres que tenía al lado la observaban como si las molestara.

«Un whisky… Doble…».

La palabra «sucia» acudió a su mente al ver que tenía los zapatos manchados de barro y los pies mojados. Empezaba a estar sucia. Los deseos de llegar hasta el final fueron dominándola poco a poco. Ya que no había logrado ser la más limpia, ¿por qué no convertirse en la más sucia?

No tenía ganas de dormir. Solo quería no estar sola. Y pronto dejó de estarlo. Un hombre le pagó la consumición y, tomándola del brazo, la llevó hacia la acera, a una calle tranquila donde se distinguía la luz de un hotel. Abrieron una puerta acristalada. Una pelirroja, sentada ante un mostrador, los vio entrar y, levantando la cabeza, gritó en dirección a la escalera:

«¿Está libre la 3, Maria?».

«Enseguida, señora».

«Pueden subir».

Un pasillo estrecho. Una alfombra gastada. Un olor desconocido. Una habitación y una cama con las sábanas usadas, aunque la empleada cambió rápidamente las toallas.

—Son mil francos, servicio no incluido.

Betty estaba tan borracha que, al marcharse la empleada, se echó vestida sobre la cama y a punto estuvo de dormirse. Apenas recordaba la cara del hombre. Era bastante gordo, tenía los ojos azules y llevaba una gran alianza de oro rojizo en el dedo.

«Desnúdate».

Betty trató de desnudarse, pero, una y otra vez, la vencía la somnolencia. El hombre no se quedó mucho tiempo. Incómodo, dejó un billete sobre el bolso de Betty.

Por fin se hundió en el sueño, y velozmente, como un ascensor al que se le ha roto el cable. Notó que le sacudían el hombro.

«Levántate, chica».

No comprendía qué querían de ella ni por qué la trataban de ese modo.

«¡Vamos! No te hagas la inocente. Ya ha pasado la media hora».

«Quiero dormir…».

«Vete a dormir a otra parte. Si no te largas ahora mismo, llamaré a Charles». Y el tal Charles apareció, en mangas de camisa y zapatillas.

«¿Qué me dice Maria, que no quieres irte de la habitación?». La puso en pie. Betty se tambaleaba y tenía la mirada turbia.

«Ya veo lo que ocurre. Y no me gusta nada. Encima, apuesto a que ni siquiera tienes los papeles en regla. No quiero problemas y necesito la habitación».

Al pisar la calle, dudó. Tenía grandes vacíos de memoria. Entró en un bar y comió unos huevos duros; se tomó un café que sabía fatal y vomitó en unos servicios inmundos.

Un hombre casi tan borracho como ella y con acento extranjero. No sabía si eso había ocurrido la primera noche o la segunda. Si era la segunda, era incapaz de decir cómo había terminado la primera.

Los dos bebieron en un local donde los clientes se apretujaban los unos contra los otros y, delante de todo el mundo, él le paseó la mano por sus nalgas y sus pechos, dándose aires de propietario satisfecho. Alguien se metió con él, y poco faltó para que se organizase una pelea.

Fuera llovía aún, y caminaron cogidos del brazo. Ella le habló de Philippe; le contó que todo había sido un malentendido, que Philippe se había asustado por nada, porque era muy joven y sobre todo muy dulce.

«Una pobre criatura, ¿entiendes? Tengo que encontrarlo. Es muy importante, porque no se atreverá a venir. Cree que Guy se la tiene jurada. Pero Guy ni siquiera lo miró, y sería incapaz de reconocerlo en la calle. Si quieres que te diga la verdad, Guy ya lo sabía todo, ¿comprendes? ¡Guy no es nada tonto!».

Aunque estaba borracha, sabía que no andaba equivocada. Ya había pensado antes en eso. Guy había dejado muy pronto de preguntarle qué hacía por las tardes. Es más, quién sabe si no prefería esta solución. Tal vez las cosas se habrían desarrollado de otro modo si, cuando Guy entró y la sorprendió con Philippe en el sofá del salón, su madre no hubiera estado presente.

Bah, no valía la pena darle vueltas. A Guy nunca le había importado el pasado de Betty. La había amado a su manera, sin complicaciones, de una manera cómoda. Nunca quiso saber lo que a ella le pasaba por la cabeza. Como mucho, y aunque conocía la respuesta, le preguntaba: «¿Todo va bien? ¿Eres feliz?». Y bastaba que ella respondiese que sí para que él pasara a otra cosa.

Recordó ahora que había caminado junto al extranjero por la calzada de una avenida; los coches les pasaban por ambos lados, los conductores les insultaban; de pronto, el hombre le preguntó con desconfianza:

«¿Dónde me llevas?».

«No lo sé. Me llevas tú».

«¿Yo? ¿Dónde podría llevarte?». Fue una discusión enrevesada.

«¿Sabes dónde podemos ir?».

«No».

«Al menos no serás una ladrona, ¿no?». La miró a los ojos, como si quisiera hipnotizarla.

«Entonces vamos a probar en mi hotel. No estoy seguro de que te dejen entrar».

Habían subido a un taxi y se bajaron ante un bar para tomar la última copa. El hotel estaba al lado de las Galeries Lafayette; tenía una escalera de mármol y una alfombra roja.

El hombre había bebido demasiado y la cosa no funcionó. Pero se obstinó y exigió a Betty que le ayudara. Esta, con agujetas por todo el cuerpo y presa de vértigos, se quedaba dormida cada cinco minutos, y también él terminó por dormirse.

Betty hubiera sido capaz de dormir todo el día y quizá toda la noche siguiente. Se sentía enferma. Le parecía que apenas había amanecido cuando él la obligó a vestirse de nuevo porque debía coger un avión.

Era más tarde de lo que creía. Las aceras estaban atestadas de gente y, a cierta altura, planeaba un mar de paraguas. Erró, etérea, entre la multitud de carne y hueso, y a veces se detenía al borde de la acera para mirar pasar los coches. Ya no pensaba en Philippe ni en Guy; solamente, a veces, pensaba en el documento, y se avergonzaba de haber firmado un papel por el cual acababa de vender a sus dos hijas. Esas ideas empezaban a obsesionarla, y se puso a hablar a media voz. Empujó la puerta de un bar.

—Entra. No hagas ruido. Creo que duerme.

Mario había llamado tan discretamente a la puerta que Betty no había oído nada. Pero sí oyó el cuchicheo de Laure. Sabía que se besaban.

—Voy a asegurarme.

Betty cerró los ojos y notó a alguien muy cerca de ella, alguien que se inclinó, se alejó, evitando hacer crujir el parquet, y entornó la puerta.

Ya no podía distinguir las palabras, solo un murmullo, como el que se oye junto a los confesonarios. Descorchaban una botella. Llenaban vasos. La conversación discurría en tono tranquilo, uniforme, y a lo lejos se oyó la risa ahogada de Mario. Este no se había sentado, sino que iba y venía por la habitación; luego la cama rechinó ligeramente, como si Laure se hubiera tumbado en ella.

El día declinaba. Laure debía de hablarle a Mario sobre Betty. Ella tuvo la impresión de que, en cierto momento, Mario se acercaba a la puerta para mirar por la rendija.

En ese instante, en miles de cuartos, miles de parejas charlaban en la penumbra como ellos dos, fumando un cigarrillo y tomándose una copa. ¿Por qué para Betty, echada en su cama, aquello era extraordinario? Mario solía reunirse con Laure en el hotel; era su amante; cada noche se veían en el Trou, donde Laure acostumbraba a cenar. Conversaban a media voz, tranquilamente, ella acostada, él sentado en un sillón, y si en cierto momento les apetecía hacer el amor, nada se lo impedía. No era algo seguro, aunque tampoco imprescindible.

Se sentían felices así, confiados, alegres. En la mente de Betty empezó a abrirse paso, de manera insidiosa, la envidia. El destino no era justo. No trató de precisar qué clase de injusticia se había cometido, pero se sentía frustrada, como si le hubieran robado algo, como si precisamente Laure le hubiera robado algo.

Porque, a fin de cuentas, fue Laure la que, entre toda la gente rara y todos los pirados que llenaban el Trou, había escogido a Betty. Había ido a sentarse a su mesa con una copa en la mano apenas desapareció el médico de los bichos. Betty no la había llamado; hasta ese momento, ignoraba incluso su existencia.

Laure, que había estado casada con un médico, ¿no había comprendido que Betty no debía probar una gota más de alcohol? ¿No había visto que ya había bebido demasiado, que física y moralmente se encontraba en las últimas? ¿Y qué había hecho? Le había llenado el vaso, al menos dos veces, quizá más, y se la había llevado a su hotel sin pedirle su opinión. Cierto que la había cuidado, pero le dio otra vez de beber a la mañana siguiente, para sondearla, para sonsacarle confidencias, para añadir una historia a su colección.

Betty seguía inmóvil en la penumbra, sin fuerzas, sin energía, atontada por una sustancia que desconocía y que el médico le había inyectado, y mientras tanto, en la habitación de al lado, aquellos dos charlaban como quienes se entienden con medias palabras.

¿Qué méritos había hecho Laure para ser feliz? Porque se vanagloriaba de que lo había sido ya antes, en su matrimonio, durante veintiocho años. No estuvo mucho tiempo sola, un año, dijo, y encontró a Mario casi enseguida. ¿Por qué Laure, cuando Betty lo había buscado tanto? Nada turbaba a Laure; iba y venía, serena, mirando a los demás con indulgencia. También miraba a Betty con indulgencia, y justamente era la indulgencia, esa clase particular de indulgencia, lo que Betty no deseaba. Lo que de verdad quería era eso que ya se había ganado con su esfuerzo.

Era injusto. En unos días, o en unas horas, la habitación 53 estaría desocupada, Betty se hallaría lejos, en cualquier otro lugar. Y en el cuarto de al lado, Laure y Mario continuarían viéndose cada día al caer la tarde.

—¿Qué más te ha dicho?

—Me ha contado tantas cosas que ya no me acuerdo. Es una desgraciada, ¿sabes? Se pasará la vida corriendo detrás de algo, sin saber nunca el qué.

—Tiene ojos de animal perdido.

—Quién sabe, a lo mejor algún día encuentra un alma caritativa que la adopte como a un perro perdido.

No tenían por qué ser esas las palabras que pronunciaban, pero Betty tenía la impresión de que no se las inventaba. Estaba segura de que, en lo esencial, eran ciertas. Tenían razón, así sucedería. Y Laure debía de mirar a Mario con aire satisfecho, seguro, porque una vez partida Betty, ya no habría posibilidades de que Mario se enterneciera.

Ahora callaban, y Betty pronto comprendió el porqué. ¿Sería Betty todavía capaz de hacer el amor, después de todo lo que había ocurrido durante esos tres días y esas tres noches?

Eran dos, carne con carne, salivas mezcladas, gozando en silencio, inmóviles, y Betty, con las uñas clavadas en su piel, miraba el cielo gris y los árboles negros reflejados en el espejo. Le entraron ganas de gritar para que se detuviesen, para que dejasen de ser felices.

Tuvo tentaciones de vestirse y marcharse, para que, cuando los dos acabaran, se sintieran apenados y avergonzados al ver el cuarto vacío.

No tenía fuerzas. Además, ¿acaso el conserje no se apresuraría a llamar a Laure en cuanto la viera aparecer en el vestíbulo? ¿No le había dado Laure instrucciones al respecto? Y con ella había hablado el médico en el pasillo, delegando de alguna manera su autoridad. Y el médico había permitido que Betty no ingresase en una clínica con la condición de que no abandonara el cuarto, de que nada la turbara y de que no recibiera visitas.

La rendija de la puerta se iluminó. En la habitación de al lado acababan de encender la lámpara de la mesilla, y Mario dijo:

—¿Crees que sigue dormida?

—Si estás inquieto, ve a ver —respondió Laure, todavía acostada—. Dame fuego otra vez.

—Qué extraño.

—¿El qué?

—Que pase tanto tiempo durmiendo.

Los pasos de Mario se acercaron y se alejaron. Luego Mario se dirigió de nuevo a la puerta; se decidió a abrirla un poco más.

El hombre caminó sin hacer ruido, como cuando uno entra por la noche en la habitación de un niño, y trató de distinguir en la penumbra la cara de Betty. Para verla mejor, dio un paso más, se inclinó y descubrió que Betty tenía los ojos abiertos y un dedo sobre los labios.

Betty le sonrió, cómplice, como diciéndole que confiaba en él. Mario le sonrió a su vez y movió los párpados en señal de que había entendido. Luego regresó tan silenciosamente como había venido y entornó otra vez la puerta.

—¿Qué, duerme?

—Eso parece.

No mentía del todo, se limitaba a hacer trampa.

—¿Qué te había dicho? Sírveme un vaso, ¿quieres?

Betty había cerrado por fin los ojos y respiraba con calma.

Ir a la siguiente página

Report Page