Betty

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Laure no le habló de la visita de Mario. Claro que tampoco tenía por qué contarle nada. Pero el hecho era significativo, y a Betty no dejaba de agradarle tener una queja, por muy pequeña que fuese, contra Laure. A Betty no le gustaban las personas demasiado perfectas. Desconfiaba por sistema de ellas.

Laure se había dedicado a Betty por entero, y empezaba a acusar cierto cansancio. Se la veía ansiosa por reanudar su ritmo de vida, sobre todo desde que Betty estaba en cama y el médico le prohibía salir y beber.

—¿Ha dormido bien?

—Sí —respondió Betty, haciendo también ella trampa.

—¿Tiene hambre?

—No lo sé.

—Pediré que le suban el caldo de verduras. ¿Prefiere poca o mucha luz?

Le daba igual. Permanecía inmóvil, lo que le procuraba una especie de placer secreto. Laure encendió las luces; iba y venía de una habitación a la otra. El camarero del piso trajo el caldo y Betty se sentó en la cama.

Todo se les hacía eterno. Esa noche, el tiempo transcurría lentamente. Daba la impresión de que las dos, cada una por su lado, tramaran algo.

Laure se cambió de ropa en su habitación y se entretuvo con varias cosas.

—¿Estaba bueno el caldo? —Su voz no era la misma de antes—. Espere, déjeme que le arregle la almohada. ¿Quiere que venga la doncella para hacerle la cama? ¿No le apetece lavarse un poco y refrescarse? —Todas esas palabras, todas esas frases, para acabar preguntándole—: ¿Le molestaría mucho que la dejara durante dos o tres horas para ir a cenar fuera? Quizá no sea muy caritativo por mi parte, teniendo usted que guardar cama, pero es que necesito moverme, salir a tomar un poco el aire. Si quiere algo, llame al timbre. Le daré instrucciones a Louisette. Si es necesario, ella me telefoneará y estaré de vuelta en unos minutos. ¿No le molesta? ¿Seguro que no tiene la impresión de que la abandono?

Betty, al contrario, se alegró de que se fuera. Estaba ansiosa por quedarse sola y, después de haber dejado pasar diez minutos, para estar segura de que Laure no había olvidado nada y no iba a regresar, se levantó. Lo primero que hizo, sin una razón precisa, quizá de manera simbólica, fue cerrar la puerta que comunicaba las dos habitaciones. Luego se dirigió al cuarto de baño. Como se sentía un poco débil, tardó largo rato en lavarse, peinarse y maquillarse discretamente.

Mientras elegía uno de los camisones del cajón, encontró un despertador de viaje y empezó a darle cuerda.

—Señorita, ¿podría decirme qué hora es, por favor?

—¿Está usted mejor? Son las ocho y media, exactamente las ocho y treinta y dos. ¿Necesita algo?

—No, gracias.

Puso el despertador en hora. Por primera vez, desde que había dejado la Avenida de Wagram, se preocupaba por la hora, tenía conciencia de ella, lo que significaba un retorno a cierta clase de vida.

A pesar de lo que le había dicho el médico, se sentía capaz de vestirse y de salir, de llamar un taxi y pedir que la llevaran al Trou. Al mirarse en el espejo, tuvo muchas ganas de ir allí, y trató de imaginarse la reacción de Laure al verla entrar, y también la reacción de Mario.

No debía hacer eso. No serviría de nada; al contrario. Apagó las luces, salvo la lámpara de la mesilla, y se metió entre las sábanas.

No tenía intención de dormir. Tampoco quería empezar a recordar cosas deprimentes. Algo se estaba incubando; algo aún muy vago, que era imprudente precisar. Una posible salida.

El día anterior, o esa misma mañana, incluso por la tarde, estaba convencida de que no había ninguna salida. Esta noche, en cambio, esperaba algo, y luchó contra el sueño, que, a su pesar, empezaba a aletargarla. De repente, a las nueve menos diez, buscó con la mano el botón del servicio.

Necesitaba un café. Unos minutos más y se hubiera dormido. Jules llamó a la puerta, inquieto, y murmuró:

—Enseguida llamo a la doncella.

—No, no quiero a la doncella.

—Madame Lavancher me ha dicho…

—No importa lo que le haya dicho. Quiero una taza de café solo.

—Ah, eso ya es otra cosa. —Sin embargo, dudó—. Supongo que puedo traérselo yo mismo. ¿Está usted segura de que no le sentará mal?

Poco después le llevó un filtro con café, y Betty se sentó en la cama. El teléfono sonó mientras esperaba que pasara el agua. Alargó el brazo, sorprendida de que sucediera tan pronto.

—¿Madame Etamble? —preguntó una voz de hombre—. ¿La he despertado? Discúlpeme si la molesto. Un tal Monsieur Etamble insiste en hablar con usted.

—¿Le ha dicho su nombre? —preguntó, pensando que tal vez fuese Antoine.

—No. Ahora mismo se lo pregunto.

—No merece la pena. Páseme la llamada.

—Es que está aquí abajo. —Con un murmullo, como si temiera que alguien cerca de él pudiese oírle, añadió—: Me ha hecho muchas preguntas y ha insistido en saber si estaba usted sola, si ha recibido visitas…

En ningún momento se le había ocurrido que Guy pudiera tener ganas de verla, ni tampoco, si era Antoine el que esperaba, que hubiese enviado a su hermano. ¿Acaso Florent, su abogado, no se había puesto ya en contacto con ella?

—Dígale que suba.

Tomó un sorbo de café y se deslizó entre las sábanas hasta quedarse en la misma posición en que había permanecido toda la tarde.

Jules, huraño, precedió al hombre por el pasillo y le abrió la puerta. Era Guy; con el sombrero en la mano, azorado, trató de adaptar sus ojos a la luz mortecina.

—¿Te molesto?

Con gesto cansino, Betty le señaló una silla, la misma que el médico había ocupado, a la cabecera de la cama.

—Siéntate.

—Al hablar contigo por teléfono, Florent ha tenido la impresión de que no te encontrabas bien. Me ha dicho que apenas te había reconocido la voz. Tenía miedo de que estuvieras enferma y de que te hubiera ocurrido algo.

—Solo estoy cansada, muy cansada. Ya se me pasará.

Betty lo observó a hurtadillas. Era el mismo de siempre, solo que un poco más atento, una pizca torpe. Expresamente, por pudor, escogía frases banales.

—¿Te ha visto un médico?

—Sí, esta tarde.

—¿Qué te ha dicho?

—Que estaré bien dentro de cuatro o cinco días.

—¿Tienes a alguien que te cuide?

Betty miró maquinalmente la puerta que comunicaba con la otra habitación.

—Una amiga. Ha salido a cenar y no tardará en volver.

No sentía ninguna emoción al verlo; incluso le sorprendió comprobar hasta qué punto le resultaba extraño. Le costaba creer que ella fuera su mujer, que durante seis años hubiera vivido con él, durmiendo cada noche en su cama, que hubieran tenido dos hijas.

¿Sentía lo mismo Guy? También él la miraba de reojo y parecía no saber qué decir.

—Y las niñas, ¿están bien?

—Muy bien, aunque Charlotte tiene un resfriado y está enfadada porque no puede salir a la calle.

—¿Ha vuelto ya tu madre a Lyon?

—Todavía no. Está en casa de Antoine. Se encuentra mejor, pero de momento es preferible que no viaje sola. La amiga con la que vino ha tenido que regresar. Probablemente Marcelle la llevará a Lyon dentro de dos o tres días.

Era increíble. Hablaban como siempre, como si nada hubiera sucedido; sin embargo, ya nada los unía. Betty no acababa de comprender para qué había venido Guy; le costaba creer que solo quisiera interesarse por su salud. Podía haber enviado a Florent o, como mucho, a Antoine. También hubiera podido preguntar por ella en la recepción del hotel. Por otro lado, ya lo había hecho. Entonces, ¿para qué había subido?

Tras dejar su sombrero sobre la alfombra, Guy se levantó; no aguantaba mucho tiempo sentado, menos aún durante una entrevista importante, y tuvo que contenerse para no empezar a pasearse a grandes zancadas por el cuarto, como solía hacer en su despacho.

—He de decirte una cosa sobre el papel que firmaste. Quiero que sepas que por el momento no pretendo utilizarlo.

«… reconozco que he sido sorprendida por mi marido y por mi suegra, señora viuda de Etamble, en el domicilio conyugal, situado en el número 22 bis de la avenida de Wagram, el…».

Todo estaba escrito: la fecha, la hora, incluso el nombre de su amante, que por un segundo Betty había dudado en revelar. También se mencionaba la presencia de las dos niñas en el piso, así como el hecho de que ella estaba totalmente desnuda.

Betty aceptaba el divorcio, del que era responsable, y renunciaba a sus derechos sobre sus hijas.

—He reflexionado mucho. Y me ha inquietado no saber nada de ti durante varios días.

—Sí, Florent me lo ha dicho.

—Por eso, para estar seguro de que no te había pasado nada, le pedí que te telefoneara esta mañana y quedara contigo. Según me ha dicho, no has querido recibirle.

—Prefiero verle cuando me encuentre mejor.

—¿Has tenido una depresión?

—No lo sé. En cualquier caso, no es nada grave. Guy caminaba con las manos en la espalda, como cuando dictaba cartas.

—¿Sabes?, creo que, tal como están las cosas, no debemos precipitarnos. Nadie puede predecir el futuro, y nosotros no somos los únicos implicados. Mamá y yo hemos hablado mucho sobre esto.

La frente de Betty se arrugó; sus pupilas se contrajeron. Se la veía cada vez más interesada en lo que Guy le decía.

—No sé qué pensarás. Y yo no digo que sea la mejor solución. En fin, supongo que comprendes que, por el momento, no puedes volver a casa…

Betty no daba crédito a sus oídos.

—Por otro lado, no es bueno que estés sola. Porque imagino que estarás sola…

—¿No te lo ha dicho el conserje?

—Sí. En realidad, estaba seguro. Lo he hablado con mi madre, y hemos pensado que podríamos hacer una prueba. Tú la acompañarías a Lyon. No hay nada que le impida esperar en París a que estés bien. No serán solo dos o tres días. Vivirías algún tiempo allí con ella, y si luego…

No terminó la frase. Se le notaba forzado, pero lleno de buena voluntad.

—¿Se te ha ocurrido a ti esa solución?

La propuesta la conmovía, pero le parecía a la vez indignante. Mientras daba zancadas por la habitación, Guy, ese niño grande, le dejaba entrever que podía recuperar su lugar en la casa, junto a sus hijas; era un poco como si empezara a perdonarla, como si prometiera olvidar lo sucedido.

En realidad, todo era idea de la generala; ella había sugerido ese periodo de prueba, esa especie de noviciado. La acogería bajo su techo, bajo su tutela. En el piso del Quai de Tilsitt, atestado de recuerdos del general, la vigilaría día y noche, tomaría nota de sus progresos; probablemente, también esperaba influir en ella.

Betty no se rio ni se enfadó. Al contrario, casi se le humedecieron los ojos.

—¿Esperabas que aceptara?

—No lo sé.

—¿Tú lo quieres?

—Pienso en las niñas, en ti.

Guy la compadecía. Le tendía una mano caritativa, quería ayudarla.

—Te lo agradezco, Guy. Tu gesto me conmueve mucho. El de tu madre también, díselo de mi parte.

—¿Eso significa que no quieres volver?

—Creo que es lo más sensato. No tanto para mí como para todos vosotros. Ya te lo advertí, recuérdalo. Pero tú no quisiste escucharme.

Con una frase, había invertido las posiciones. Era ella la que se volvía magnánima, dispuesta al sacrificio, y, mientras hablaba, espiaba el reloj, pensando en lo que estaría sucediendo en el restaurante de Mario. Temía que su marido tardara en irse y lo estropease todo.

—Has hecho bien en venir —continuó—. Más vale que nos separemos con un recuerdo diferente. Si Schwartz hubiese estado allí, hubiera exclamado, sarcástico: «¡Vaya, otra vez fantaseando!».

En verdad, Betty no se esperaba ese golpe de suerte, ese papel que le ofrecían interpretar, esta oportunidad que de pronto le brindaban.

—Telefonearé a Florent dentro de unos días —dijo Betty—. Vete. No te olvides de darle las gracias a tu madre. Y si te he hecho daño, créeme, no ha sido por mi culpa, pero te pido perdón.

Ella misma se lo creía y, de hecho, en parte, era sincera. No estaba interpretando una comedia cínica. Sentía que ya nada le ataba a Guy, pero pensaba que, si la vida hubiera sido distinta, probablemente habrían sido felices. En todo caso, Guy hubiera sido feliz. Y cualquier otra mujer que hubiese ocupado el lugar de Betty, pero no ella.

No sentía remordimientos, lo que no le impedía compadecerle.

—¡Vete!

—¿Estás segura?

—¡Sí, vete!

Le aterraba la idea de que pudiese aparecer Mario. Guy no se daba cuenta de que representaba un mundo caduco que Betty ya había dejado atrás. Vivía en otro sitio. Sabía que estaba a punto de comenzar una nueva vida, que en realidad ya había comenzado, o casi, aunque era una vida frágil, aún sin definir.

Guy recogió su sombrero murmurando:

—¿Necesitas algo?

—No, nada.

—Buena suerte, Betty.

—Gracias, igualmente, Guy.

Guy dudó en darle la mano. Betty no se atrevía a tenderle la suya. Al ver que él se dirigía lentamente hacia la puerta, repitió:

—Gracias.

Guy no se dio la vuelta. Betty oyó cómo sus pasos se alejaban por el largo corredor, y se pasó la mano por la frente, húmeda de sudor.

Aunque ya no había peligro de que se durmiera, se tomó el resto del café, ya frío. La visita de Guy la había despabilado. La atmósfera del Trou, donde ya se encontraba con el pensamiento, estaba más presente que nunca.

Para ambientarse mejor, quiso levantarse de la cama, entrar en el cuarto de Laure, buscar la botella que habían abierto antes los dos y tomar un largo trago. Pero no debía oler a alcohol. Era importante que todo ocurriese exactamente como por la tarde, cuando Mario avanzó de puntillas hasta su cama.

Tocó el timbre. Todo sobraba, incluso el filtro y la taza que estaban sobre la mesa.

—Llévese eso, Jules.

—¿Va usted a dormir?

—Creo que sí.

Trató de calmarse, pero fue en vano. Estaba impaciente, tenía los nervios de punta y le costaba quedarse en la cama.

Las diez…, las diez y media. Allá, los clientes estarían cenando entre las paredes rojas, adornadas con grabados ingleses. Sin duda, Jeanine, en la barra, al reír hacía estremecer su opulento pecho y se pasaba las manos por las caderas para bajarse la faja. El negro asomaba el rostro por una puerta, luego por otra, como el genio protector de la casa. Laure había terminado de cenar y bebía a pequeños sorbos, observando las caras en torno a ella e intentando retener fragmentos de conversación…

Y el médico de los bichos, ¿se escurría, avergonzado, hacia los lavabos para inyectarse? ¿Tendría John una nueva acompañante que esperaba el momento de acostarse en su cama, mientras él la miraba con ojos saltones y una copa en la mano, sentado en su sillón, donde acabaría durmiéndose?

Betty tenía miedo de perder su oportunidad, de perder su puesto, pues para ella aquel era ya su puesto. Mario era fuerte, un poco brusco, una pizca ingenuo. Desde que sus miradas se cruzaron por primera vez, Betty la había intrigado.

Mario había acompañado a María Urruti a Buenaventura para defenderla de su familia, y se la habían arrebatado en sus narices. Acudía cada día a una apacible habitación del Carlton para charlar con la viuda de un profesor lionés y darle, antes de marcharse, el placer que ella necesitaba, al igual que Bernard necesitaba su droga. Había conocido a otras mujeres, y sin duda de todas las clases, pero aún no había conocido a ninguna como Betty.

Betty sabía que ella era todas las mujeres a la vez. Mario ya lo sospechaba. Había recibido su mensaje mudo y había respondido.

¿Por qué tardaba tanto? ¿Lo retenía Laure? ¿Sospechaba esta que se habían citado casi delante de ella?

Las otras noches, él iba de mesa en mesa, y a veces tenía que llevar en su coche a algún cliente, a algún pirado que se encontraba mal, como el médico.

Ya encontraría alguna excusa. Aunque tampoco la necesitaba. No era propiedad de Laure.

Betty no tenía la menor duda de que, por Mario, acababa de rechazar el regreso a la Avenue de Wagram, pasando antes por Lyon, claro, a modo de prueba. ¡Y encima le había pedido a Guy que le diera las gracias a la generala! Sin embargo, su suegra no lo había hecho por bondad. Betty podía reconstruir su razonamiento, y ahora que ya no pertenecía a ese ambiente, no sentía la tentación de conmoverse, sino de rebelarse. ¡Tampoco! ¡No! En el Trou ya no era cosa de rebelarse. Esa etapa estaba superada. Tampoco existía posibilidad de retorno. Era el final del recorrido. ¡El recorrido de los pirados! ¡Ultima parada antes del manicomio o del depósito de cadáveres!

Se había equivocado al creer que ya le había llegado la hora del manicomio o del depósito de cadáveres. Porque ignoraba que le quedaba el Trou, que le quedaba Mario. Tenía ganas de vivir. Estaba ansiosa.

Miró la hora con angustia, sabía que sería esta noche o nunca. No quería desperdiciar la oportunidad. Solo se le ocurrió ponerse a rezar: «¡Dios mío, haz que venga!», y prosiguió, con tanta impaciencia que le dolía todo el cuerpo: «¡Haz que venga pronto!».

Pero no añadió: «Y haz que todo salga bien». Porque estaba segura de que, si Mario acudía, saldría bien. Tenía demasiadas ganas. Tenía demasiada hambre… Era desgarrador permanecer en la incertidumbre, no poder hacer nada.

De pronto pensó que sería mejor no tener que levantarse de la cama para ir a abrir. Así, Mario entraría directamente, creyendo que le daba una sorpresa, una alegría, y encontraría a Betty echada en la penumbra.

Descalza, se apresuró a abrir la puerta del corredor, esperando que el camarero de noche o la doncella no la cerrasen al pasar. Apagó la lámpara de la mesilla, que daba demasiada luz, y encendió la del tocador, débil y lejana.

Las once y media… Se retorcía los brazos, inquieta. «¡Dios mío!, te lo suplico, haz que…».

Le daban ganas de hacer una promesa, un voto. No sabía qué ofrecer y le daba miedo que la promesa se volviese contra ella.

Que le dieran esa única oportunidad, la última. ¿Pedía demasiado, a cambio de todos sus esfuerzos? Cerró los ojos. Sus pensamientos le retumbaban en la cabeza. De pronto, con una voz que salía de lo más profundo de su garganta, gritó:

—¡Mario!

Allí estaba él, entre la puerta y la cama, andando de puntillas, como antes. Maliciosamente, le puso a Betty un dedo sobre los labios.

Había comprendido el mensaje. Había venido. Se sentó en el borde de la cama y le sujetó los hombros con los brazos extendidos; la miró largamente antes de inclinarse para pegar su mejilla contra la de ella.

—¡Has venido! —dijo Betty, riendo y llorando a la vez. Y frotando su mejilla contra la de él, como un animal se frota contra otro, repetía—: ¡Estás aquí!

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