Beth

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CAPÍTULO 2

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CAPÍTULO 2

Oxfordshire, un año después…

Aquella fría mañana de invierno, la lluvia acompañaba a la comitiva que salía de la iglesia de St Mary. Allegados y familiares caminaban detrás del féretro de lady Emily Arundel, que había fallecido días antes de unas fiebres que la habían tenido recluida en su cama durante semanas.

Lord Robert Arundel, vestido de luto, caminaba junto a su hija. Este mantenía un semblante serio y sereno. En cambio, Beth no pudo evitar que las lágrimas inundaran sus ojos. Anne iba justo detrás de ella, sin poder tampoco reprimir su tristeza.

Robert Arundel parecía estar ausente. Ni siquiera agarraba la mano de su hija, que necesitaba en esos momentos el afecto de su padre. Beth, de riguroso luto, caminaba sola y apenada.

Unos hombres colocaron el féretro delante de una lápida en la que podía leerse:

<<Emily Mary Arundel, esposa y madre. 1806—1831>>

Después del entierro, todos los asistentes marcharon a Ascot Park para celebrar una pequeña reunión en honor a la difunta.

Beth miraba a su alrededor, preguntándose quién era toda esa gente a la que nunca había visto en Ascot Park. Todos comían, conversaban e incluso reían. No podía entender que en un día tan lóbrego y triste alguien pudiera siquiera sonreír.

Decidió entonces alejarse del mundanal ruido, y subió al piso superior, donde estaban las habitaciones.

Se dirigió a un lugar que conocía bien: El cuarto de su madre. Abrió la puerta, y al hacerlo, esta rechinó un poco. Todo estaba igual que la última vez que estuvo allí.

Durante el tiempo que su madre estuvo enferma, le impidieron entrar en esa estancia por miedo a un posible contagio, así que no pudo darle el último adiós.

Estaba cansada después de haber pasado mucho tiempo llorando, y decidió tumbarse en la cama de su madre. Al hacerlo, un dulce aroma la envolvió de repente. Era el olor del perfume de su madre, que aún seguía impregnado en las sábanas, a pesar de que estás habían sido cambiadas tras su muerte. Era dulce y embriagador. Una mezcla de fragancias. Rosas y gardenias. Sintió una agradable sensación de paz y calidez, como si su madre la estuviera abrazando. Se agarró a la almohada y cayó en un profundo sueño.

Mientras, abajo en el salón principal, la actividad no cesaba. Anne estaba atendiendo las demandas de los invitados, pero en un momento dado, se dio cuenta de que Beth no estaba donde debía. Decidió dejar lo que estaba haciendo y buscar a la niña para traerla de vuelta al salón. Anne temía la reacción de lord Arundel si se percataba de que Beth no estaba allí. Cualquier excusa era buena para desatar su furia, y era mejor no darle motivos.

Subió a la segunda planta y empezó a buscarla por todas las habitaciones, hasta que llegó a la de su difunta señora. Abrió la puerta y vio ante sus ojos una escena que hizo que se le encogiera el corazón. Beth estaba plácidamente dormida sobre la cama de su madre.

A Anne le pareció estar volviendo atrás en el tiempo, cuando Beth era un bebé y dormía en el regazo de su señora. De repente, un sentimiento de culpa la invadió. No quiso escuchar las advertencias de lady Emily. Ahora la niña quedaba a merced de un ser despreciable, que era su padre solo en el nombre. Anne respiró hondo e intentó serenarse. No pensaba dejar a Beth sola, la protegería lo mejor que pudiera. Entonces, se acercó a la pequeña, y la despertó.

—Señorita Beth, despierte.

Beth abrió los ojos, se desperezó y miró a Anne con tristeza.

—Anne, ¿no puedo quedarme un poco más?

—No, señorita Beth. Su padre podría enfadarse si no la encuentra. Y no queremos eso ¿verdad?

La niña negó con la cabeza y se incorporó.

—Anne, ¿por qué Dios se ha llevado a mamá? —preguntó Beth, angustiada.

Anne notó un nudo en la garganta, y respiró hondo, intentando retener las lágrimas que luchaban por salir de sus ojos.

—No lo sé, señorita. Los designios del Señor son un misterio. Pero puedo asegurarle, que donde quiera que esté, estará bien.

—Yo quiero ir con ella, Anne. Quiero verla otra vez—dijo Beth casi desesperada, con lágrimas en los ojos.

Anne negó con la cabeza, mientras acariciaba las mejillas de Beth.

—No, señorita Beth, todavía tiene que vivir mucho. Además, ¿sabe lo que ocurriría si usted se fuera? Que yo sufriría un dolor tan grande, que el corazón se me rompería en mil pedazos. ¿Querría que eso me sucediera?

—No, Anne, eso nunca—respondió Beth, alarmada.

—Entonces no piense en esas cosas. Los que se van al cielo nunca nos abandonan, señorita. Nunca desaparecen, porque siempre les recordamos; de esa forma, siempre nos acompañan. Y estoy segura de que su madre la estará mirando ahora; y sé bien que ella querría que usted fuera fuerte y valiente, y se quedara conmigo.

—¿Tú crees, Anne?

—No lo creo, es que lo sé. Y aunque no lo parezca ahora, estoy segura de que todo saldrá bien.

—¿De verdad?

—De verdad—respondió Anne, convencida.

Ambas se abrazaron, y Anne empezó a llorar, liberando así su tristeza. Entonces, se separaron, y Anne, sonriendo, dijo:

—Pero ¿qué estamos haciendo? ¡Mire que caras tan feas tenemos ahora! Así no encontraremos marido nunca, señorita Beth. Vamos a secarnos estas lágrimas, y a comportarnos como dos damas que somos.

Las dos se rieron, y se secaron las lágrimas. A partir de entonces, Beth y Anne formaron un fuerte vínculo que nunca se rompería. Ya no eran la señorita de la casa y la doncella, eran una familia.

◆◆◆

Las semanas transcurrieron en Ascot Park sin incidentes. Lord Robert Arundel se reunía cada semana con abogados y administradores para hablar del estado de sus cuentas y hacer gestiones, y el resto del tiempo permanecía en sus aposentos o en la biblioteca.

Mientras, Beth se pasaba los días paseando por los alrededores de la propiedad, observando la flora y la fauna del lugar.

En aquella época, había empezado a dibujar, una actividad que le servía de bálsamo para su maltrecho corazón. Cogía un cuaderno y unos lapiceros, y se marchaba a algún lugar apartado en los días soleados para dibujar las cosas que veía. Pájaros, flores, árboles o paisajes. Esta actividad la distraía, pues no había mucho más que hacer.

Con su padre ausente, y Anne atareada más que nunca, Beth pasaba los días en la más absoluta soledad. No obstante, pronto las cosas cambiarían.

Un buen día, un carruaje llegó a Ascot Park. Beth estaba en uno de los salones y al escuchar ruido fuera, se asomó a la ventana. Vio que su padre estaba en la entrada, con una sonrisa en su rostro que ella nunca había visto.

En cuanto el carruaje se detuvo delante de él, vio bajar del mismo a una mujer y a una niña. Su padre se abalanzó sobre la pequeña, la cogió en brazos y la abrazó. Beth no podía creerse lo que estaba viendo. Su padre se mostraba afectuoso y sonreía.

La mujer era alta, de figura esbelta, tenía el cabello rubio, al igual que la niña, y la piel blanca. Sonreía y miraba la casa como si hubiera encontrado un tesoro.

Al percatarse de la presencia de Beth, la mujer desvió la mirada hacia donde ella estaba, y a Beth le entró un escalofrío. Aquella dama la miraba de una manera extraña que la hacía estremecer.

Beth se apartó de la ventana, y justo en ese momento, entró un sirviente indicándole que su padre requería su presencia en el vestíbulo. La niña se levantó, respiró hondo, se irguió y se dirigió al lugar. Allí se encontró con una escena cálida y familiar. Robert Arundel estaba sonriente, y no dejaba de mostrarse afectuoso con sus invitadas.

De repente, se percató de la presencia de Beth, y su semblante se tornó serio. Dirigió a su hija una mirada autoritaria, mientras las invitadas la observaban con altivez.

—Beth, te presento a la señorita Maxwell y a su hija Rose.

—Encantada de conocerlas—respondió Beth, haciendo una reverencia.

—Te informo que a partir de hoy vivirán en esta casa, y que, en unos días, la señorita Maxwell me hará el honor de convertirse en mi esposa. Por lo tanto, Rose será tu hermana. Espero que a partir de ahora te comportes como es debido—le advirtió.

Beth se quedó sorprendida ante la noticia. Solo habían pasado dos meses desde la muerte de su madre, pero a su padre poco le importaba.

A Beth le inquietaba la presencia de las Maxwell en la casa. Tenía la impresión de que las cosas iban a ser muy complicadas a partir de ese día.

Ninguna de las dos damas le dirigió la palabra, y Robert Arundel las acompañó al piso de arriba. En un momento dado, mientras Beth miraba como se marchaban, la pequeña Rose se giró y le sacó la lengua con malicia. Ante esto, Beth frunció el ceño. No entendía esa reacción si ella no había hecho nada.

Esperó a que subieran, y a continuación, decidió irse a su cuarto y alejarse del mundo. Cuando ya estaba dentro, de repente, abrieron la puerta.

—Papi, me gusta esta habitación. ¡Quiero esta! —comentó Rose mirando a Beth, desafiante.

Beth puso cara de preocupación.

—Pero este es mi cuarto...

—Beth, ¿qué te he dicho? —dijo su padre, enfadado. Entonces, miró ensimismado a Rose—. ¿Quieres quedarte en esta? — Rose asintió, sonriente, y Robert Arundel miró a su hija de nuevo—. A partir de hoy, tu habitación será la que hay en la torre. Daré orden al servicio para que traslade tus cosas allí—sentenció.

El cuarto al que se refería lord Arundel estaba muy alejado del resto de la casa, en lo alto de una fría y oscura torre. A Beth le aterrorizó la idea, pero no fue capaz de replicar. Tenía miedo a las represalias de su padre, y dedujo que tenía todas las de perder ante Rose Maxwell.

Unas horas más tarde, Anne le estaba ayudando a prepararse para dormir.

—¡Maldito hombre! Ponerla a dormir en este cuarto tan frío. Le pondré más mantas por si acaso. No quiero que se enfríe, señorita Beth—dijo Anne, indignada, mientras sacaba unas mantas de un baúl.

Beth miraba su nuevo cuarto. Pequeño, sin apenas luz, pues sólo tenía una ventana, y frío. Suspiró con tristeza. Sabía que esto solo era el principio de algo terrible. No dejaba de pensar en las Maxwell y en su altanero comportamiento.

Y, sobre todo, no se quitaba de la cabeza la actitud de su padre. Era tan distinto con ellas. Parecía un padre y un esposo de verdad, rebosante de amor. Ella nunca lo había visto así.

En ese instante, sintió una punzada de dolor en su corazón. Anhelaba un gesto de afecto por parte de su padre, aunque fuera una simple sonrisa.

—No se preocupe, señorita Beth. Yo cuidaré de usted, aunque no podré estar todo el día pendiente; el señor me manda muchas tareas últimamente para mantenerme lejos. Pero haré lo que pueda.

—Gracias, Anne—respondió Beth, agradecida.

De repente, se acordó de que esa mañana había hecho un dibujo para Anne. Era un hermoso petirrojo que había visto en uno de los árboles de Ascot Park. Rebuscó en su cuaderno y extrajo la hoja. A continuación, se la entregó a Anne, que se quedó sin palabras.

—Es para ti, Anne. Lo hice yo misma. Espero que te guste.

—¡Oh, señorita Beth, es precioso! —respondió Anne, emocionada—. Lo pondré junto a mi cama. Quedará muy bonito.

Beth se metió en la cama, y Anne le dio un beso en la frente. A continuación, se marchó, dejando a la niña sola en su nuevo cuarto.

Beth se acurrucó bajo el edredón y consiguió entrar en calor. De repente, sintió el peso de la soledad. Cerró los ojos con fuerza, intentando imaginar un lugar hermoso y tranquilo, donde nadie pudiera hacerle daño.

Aquella noche soñó que era un hermoso petirrojo sobrevolando Ascot Park. En un momento del sueño, aparecía Rose Maxwell lanzándole piedras. Entonces, Beth cambiaba el rumbo de su vuelo y se alejaba de Ascot Park, sintiéndose libre y segura. Un hermoso sueño que acabó cuando al día siguiente despertó y contempló su horrible realidad.

En los días sucesivos, Beth y el servicio pudieron comprobar de primera mano la naturaleza perversa de Vivian Maxwell y su hija Rose. La señora se dedicaba a hablar con altivez a todos los miembros del servicio, dando órdenes a diestro y siniestro.

Mientras tanto, Rose Maxwell hacía diabólicas travesuras. Quemó el pelo a una sirvienta, llenó de hollín uno de los salones, entre otras muchas cosas. Sobre todo, le gustaba molestar a Beth. La tiraba del pelo, le cortó con unas tijeras parte de su vestido, y la seguía a todas partes, evitando que Beth encontrara un momento de paz. Todo con tal de fastidiarla. Y para colmo, siempre le echaba la culpa de sus travesuras.

Lord Arundel y la señora Maxwell, en vez de regañar a Rose, la defendían a ultranza, complaciendo además todos sus caprichos.

Por suerte, la mayoría de los días, Beth conseguía alejarse de aquel demonio rubio. Siempre que tenía ocasión, se escapaba y paseaba por los alrededores de Ascot Park, que conocía como la palma de su mano.

Una de aquellas mañanas, vio a un hombre en el bosque, a la orilla del arroyo, lanzando piedras al agua y haciéndolas rebotar. Se escondió detrás de unos arbustos, y se dedicó a observarlo. Era un caballero alto, moreno, con el cabello a la altura de los hombros, y de complexión fuerte. Se fijó en que no llevaba pantalones, sino una falda.

De repente, recordó las historias sobre Escocia que le había contado su madre. En una ocasión le explicó que los miembros de los clanes llevaban una prenda llamada kilt, que era una especie de falda. A Beth se le iluminaron los ojos. Pensó que ese hombre era como el guerrero Callum.

Debido al entusiasmo, se movió sin querer, y una rama crujió bajo su pie. El hombre se giró, mirando hacia donde ella estaba, y preguntó:

—¿Quién anda ahí?

Beth se mordió el labio inferior, nerviosa, y salió de su escondite. El hombre sonrió al verla.

—Vaya, había un ratoncito y no me había dado cuenta—dijo el hombre, divertido—. ¿Cómo te llamas, pequeña?

Beth se irguió.

—Me llamo Beth Arundel. ¿Y usted?

—Angus Burns. Encantado—respondió, sonriente—. ¿Qué hacías ahí escondida?

Beth se encogió de hombros.

—Mirar lo que estaba haciendo.

El hombre asintió.

—Eres honesta, eso es bueno. ¿Quieres probar? —inquirió, ofreciéndole una de las piedras que tenía en la mano.

Beth asintió, y se acercó a él. Tomó una de las piedras, pero no la lanzó, ya que tenía ciertas dudas.

—¿Cómo lo hace usted?

Angus sonrió.

—Te enseñaré. —Se agachó un poco y se puso a su altura—. Coges la piedra, pones el brazo y la mano así—dijo poniendo el brazo en la posición de lanzamiento—. Y entonces, la lanzas. Vamos, prueba.

Beth, siguiendo sus instrucciones, lanzó la piedra, y consiguió que esta rebotara dos veces. La niña, al ver su hazaña, sonrió, entusiasmada.

—¡Bien hecho! No está mal para ser la primera vez.

—Gracias—respondió Beth con timidez. Miró a Angus con curiosidad, y se animó a preguntar—. Oiga, ¿es usted escocés?

Angus, que estaba concentrado en lanzar otra piedra, la miró, sorprendido.

—Sí, soy escocés. ¿Cómo lo has sabido?

—Por su kilt—contestó Beth, orgullosa.

—¡Vaya! Eres una niña muy lista. ¿Dónde has aprendido eso?

—Mi madre me contaba historias sobre Escocia. ¿Es verdad que allí hay hadas y duendes?

Angus se rio.

—Eso dicen, pero yo aún no los he visto.

Beth puso una mueca de decepción.

—¿Y tú donde vives, Beth?

—Vivo en Ascot Park. ¿Y usted qué hace en Inglaterra?

—Acabo de llegar de América, después de un tiempo trabajando allí. Voy de camino a casa.

—Así que es un viajero—comentó Beth, pensativa.

—Sí, así es.

—A mí me gustaría viajar. Aunque ahora no puedo hacerlo. Pero algún día viajaré alrededor del mundo, con Anne, por supuesto.

Angus frunció el ceño.

—¿Quién es Anne?

—Trabaja en Ascot Park, y es mi mejor amiga—contestó.

—Debes quererla mucho, entonces.

—Sí, señor. La quiero muchísimo.

—¿Y no preferirías viajar con tus padres?

Beth se entristeció, algo que inquietó a Angus.

—Mi padre nunca querría viajar conmigo, y mi madre está en el cielo.

Angus sintió una punzada de dolor en el corazón. <<Pobre criatura>>, pensó.

—El primer viaje será a Escocia. A Anne seguro que le gustará—apuntó Beth, mostrando un semblante alegre.

—Oye, ya tengo ganas de conocer a esa Anne de la que tanto hablas—comentó él.

Justo en ese momento, se oyó una voz a lo lejos. Beth miró hacia el lugar de donde provenía, y reconoció la voz de Anne enseguida. La mujer llegó a la zona donde estaban y puso sus brazos en jarras.

—¡Señorita Beth! Llevo buscándola un buen rato. Parece usted una exploradora, todo el día perdida. Ya es casi la hora de comer. Si llega tarde, su padre se enfadará—la advirtió.

De repente, Anne se dio cuenta de que Beth no estaba sola. Al ver al hombre que estaba junto a la niña se asustó, pero al instante, sintió cómo su corazón latía desbocado. Entonces, Beth decidió hacer las presentaciones.

—Anne, este es Angus, mi nuevo amigo.

Angus le dedicó una dulce sonrisa que la dejó sin aliento.

—Mucho gusto, caballero. Vamos, señorita Beth, tenemos que marcharnos. Despídase—ordenó, nerviosa, agarrando la mano de la niña.

—Adiós, Angus—dijo Beth.

Angus dejó de mirar a Anne, y centró su atención en la niña.

—Hasta pronto, Beth. Espero verte otro día—respondió, sonriente.

Beth sonrió en respuesta y Anne hizo una rápida reverencia. Mientras caminaban en dirección a Ascot Park, Beth se fijó en la actitud y el aspecto de Anne. Tenía las mejillas sonrosadas y parecía nerviosa.

—Anne ¿estás bien?

—Sí, claro que sí. ¿Por qué iba a estar mal? —contestó, apurada.

Beth decidió no seguir preguntando, aunque seguía convencida de que a Anne le pasaba algo raro. Desde luego, los adultos podían ser enormemente complicados, pensó Beth aquella noche, mientras intentaba conciliar el sueño.

Se durmió pensando en Angus Burns, su nuevo amigo, que se parecía mucho a Callum, el guerrero de las historias que le contaba su madre. ¿Habría ido allí a buscar a la doncella?

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