Beth

Beth


CAPÍTULO 4

Página 6 de 34

CAPÍTULO 4

Escuela Graham para niñas, a las afueras de Londres.

Eran alrededor de las cinco de la tarde, y la oscuridad reinaba en el lugar cuando el carruaje se detuvo en la entrada de la escuela. Beth se bajó del carruaje con la ayuda de uno de los sirvientes que la acompañaban.

Una mujer esperaba en la puerta de entrada con un candil, y le cedió el paso para que entrara. A continuación, la mujer le pidió que la siguiera, y ambas se adentraron en un pasillo situado al lado izquierdo del enorme vestíbulo de la escuela.

De repente, se detuvieron delante de una enorme puerta de madera, y la mujer golpeó la misma con los nudillos. Al instante, una voz que venía del otro lado las instó a entrar.

Una vez dentro, Beth observó la estancia. En ella, había un escritorio de madera de caoba, una ventana, una chimenea donde había un fuego encendido, y numerosas estanterías llenas de libros que cubrían las paredes. Sentado delante del escritorio, había un caballero.

—Reverendo Colton, acaba de llegar una nueva alumna. Aquí tiene la nota con todo lo que necesita saber—explicó la mujer, entregándole el papel que el sirviente que acompañaba a Beth le había dado.

El reverendo Colton se levantó y se colocó delante de Beth, que se mantenía erguida con la mirada al frente. A continuación, el hombre leyó el contenido de la nota en voz alta:

—Beth Arundel, hija de lord Robert Arundel, barón de Ascot. Proviene de Ascot Park, Oxfordshire. Edad: Siete años. —El reverendo entonces miró a Beth, examinándola con detenimiento—. Así que tenemos una nueva alumna. Me gustaría escuchar como saluda, señorita Arundel—dijo en tono severo.

—Buenas tardes, señor—respondió Beth.

El reverendo asintió, satisfecho.

—Parece que tiene buenos modales. Señorita Arundel, le doy la bienvenida a la escuela Graham. Soy el reverendo Colton, director de la escuela—explicó, paseándose delante de ella, con las manos cruzadas en la espalda—. Aquí aprenderá lo elemental y necesario para defenderse en la vida. Lo más importante es que recuerde que aquí valoramos el saber estar, la disciplina y la buena educación. No se tolerarán malos comportamientos, gritos o travesuras. ¿Entendido? —le advirtió, deteniéndose y mirándola con severidad.

—Sí, señor—contestó Beth, asintiendo.

—Bien, me alegra que lo entienda, porque no me gusta repetir las cosas. Ahora la señorita Sutton la acompañará a las habitaciones. Allí debe prepararse para la cena, que será a las seis en punto. Todas las comidas tienen lugar en el comedor de la escuela, que está en la planta baja, como verá usted hoy. El desayuno es a las siete de la mañana, y el almuerzo a las doce. Es importante que lo recuerde, porque en esta escuela la impuntualidad se castiga de forma severa; no lo olvide, señorita Arundel. Y ahora puede retirarse—le ordenó el reverendo, dándole la espalda.

Beth asintió en respuesta. A continuación, siguió a la señorita Sutton hasta las habitaciones que estaban en el piso de arriba. Apenas podía ver nada, pero dedujo que el lugar era bastante grande.

Llegaron al segundo piso, y la señorita Sutton abrió otra puerta que conducía a una enorme estancia llena de camas, colocadas a ambos lados de la sala, formando un gran pasillo. Allí estaban las niñas de la escuela, que serían a partir de ahora sus compañeras. Todas la observaron con suma curiosidad.

Beth mantuvo la vista fijada en el suelo. Prefería pasar desapercibida, aunque no lo consiguió. Justo en ese momento, se detuvieron delante de una de las camas.

—Esta será tu cama. Ahí tienes una mesilla y aquí un baúl para guardar tu ropa. Ahora debes prepararte para la cena—dicho esto, se alejó de allí, y salió de la estancia.

Beth empezó a colocar su equipaje, mientras escuchaba murmullos a su alrededor. Entonces, la niña que estaba justo en la cama de al lado, se acercó a ella.

—Hola, me llamo Melinda Dickinson. ¿Tú cómo te llamas? —preguntó la hija del duque de Lewes, con actitud alegre y risueña.

Beth se quedó un poco sorprendida ante el repentino saludo.

—Me llamo Beth Arundel—respondió con timidez.

—¡Oh, qué nombre tan bonito! ¿De dónde eres?

—Soy de Ascot, Oxfordshire. ¿Y tú?

—De Londres. Bienvenida a la escuela Graham, Beth. Yo seré tu compañera de al lado. No te asustes, aquí estarás bien. Aunque a veces las lecciones son aburridas, lo demás está muy bien—explicó Melinda, contenta, intentando que Beth se sintiera cómoda.

Beth sonrió, y se sintió más tranquila. Al momento, más compañeras se acercaron e hicieron las presentaciones pertinentes.

A las seis ya estaba preparada para acudir al salón, y bajó las escaleras rodeada de nuevas amigas que le contaban cosas agradables del colegio.              

Durante la cena no hablaron, ya que el reverendo Colton prefería comer en silencio. Sin embargo, antes de dormir, tuvieron tiempo de seguir conversando.

Aquella primera noche, Beth durmió plácidamente como hacía mucho tiempo que no sucedía. Muchas niñas sufrían por estar lejos de su casa, sin su familia y conocidos. No obstante, Beth estaba contenta, porque se había sentido bienvenida en un lugar lleno de desconocidos. Sus días en el colegio prometían ser maravillosos.

La escuela Graham era más grande de lo que parecía a simple vista. Constaba de un inmenso edificio de cuatro plantas, rodeado de un enorme recinto ajardinado. Las habitaciones de las alumnas estaban ubicadas en la segunda, tercera y cuarta planta, y las de las profesoras en la primera. Las aulas, el comedor, la capilla y las cocinas estaban en la planta baja.

Melinda y sus compañeras se encargaron de guiarla los primeros días. Gracias a esto, Beth pronto conoció la escuela como la palma de su mano.

Siempre había alguna tarea que hacer. Clases de francés, latín, música, costura o álgebra. De vez en cuando, las alumnas jugaban en el recinto ajardinado de los alrededores, lo que suponía un descanso considerable después de tantas tareas. Y por supuesto, los domingos acudían a la misa que oficiaba el reverendo Colton en la capilla.

En esos primeros días, Beth conoció el temperamento de sus maestras. La señorita Easton era una mujer de mediana edad, autoritaria y con un sentido del decoro muy estricto, que no toleraba fallos ni defectos. Más de una alumna, por el simple hecho de susurrar o hablar a destiempo, se había llevado un severo castigo de los suyos, que consistía en golpear las palmas de las manos de la alumna en cuestión con su temible vara.

En el lado opuesto estaba la señorita Hart. Era igualmente autoritaria, pero mucho más dulce y paciente. No le gustaba usar la vara con nadie, una simple reprimenda verbal bastaba. Beth admiraba a la señorita Hart, y debido a esto, decidió que algún día sería maestra como ella.

Beth pronto empezó a destacar notablemente en todas las materias, aunque el dibujo seguía siendo su pasión. Por aquella época realizó sus primeros retratos. Melinda y algunas de sus compañeras fueron sus primeros modelos, y cuando consiguió perfeccionar su técnica, dibujó los rostros de sus seres más queridos. No necesitaba tenerlos delante, porque sus caras estaban grabadas al detalle en su memoria.

Cada dos semanas, recibía carta de Anne desde Escocia. Angus y ella eran felices juntos, y esto alegraba el corazón de Beth. A pesar de que echaba de menos a Anne y a su madre todos los días, estaba tan ocupada, que apenas tenía tiempo de sentirse triste.

Los meses transcurrieron, y pronto llegaron las vacaciones de verano, que Beth pasó en el colegio junto a otras niñas que no esperaban visita, y que tampoco se marcharían a casa. Se dio cuenta entonces de que su tragedia personal no era única. Su padre jamás la escribía, aunque ella tampoco lo echaba en falta. Era feliz en la escuela y no quería regresar a Ascot Park.

Le dio pena saber que Anne no podría visitarla, porque no tenía suficiente dinero para el viaje. Sin embargo, Beth se mostró comprensiva. Sabía que Angus acababa de abrir su propio negocio, una carpintería ubicada en su ciudad natal. Beth aprendió que los principios siempre son duros, sobre todo para los que empiezan una nueva vida sin tener nada.

Llegó el último día de las vacaciones de verano, y Beth salió al jardín con su cuaderno para dedicarse todo lo que restaba de tarde a dibujar. Se sentó delante de un hermoso almendro que aún conservaba algunas de sus flores, abrió su cuaderno, cogió un lápiz y empezó a dibujar. No había nadie por allí cerca, aunque se podían escuchar las voces de sus compañeras a lo lejos.

A Beth le encantaba aquel rincón del colegio, porque le parecía un remanso de paz, un lugar alejado del mundo donde olvidarse de todo.               Dibujaba las ramas trazando líneas precisas, mientras alzaba la vista de vez en cuando para comprobar si lo estaba haciendo bien. Era un ritual que exigía máxima concentración, y, por lo tanto, no se daba cuenta de lo que sucedía a su alrededor.

De repente, oyó un crujido a su espalda. Beth, asustada, se dio la vuelta y dejó a un lado su cuaderno y su lápiz. Se puso de pie, y entonces, vio al causante del ruido. Era un muchacho rubio, de ojos azules, elegantemente vestido, y que parecía tener una edad similar a la suya. El joven se ruborizó, al igual que ella, que notó cómo su corazón latía desbocado.

—Perdona, no quería molestarte—dijo el joven con timidez.

Beth enseguida se dio cuenta de que el muchacho no parecía peligroso.

—No te preocupes. No me has molestado—respondió Beth.

Él se acercó a ella despacio.

—¿Qué estás dibujando? —preguntó, mirando el cuaderno.

Al verle más de cerca, Beth se dio cuenta de que era más alto que ella, y que, seguramente, era un poco más mayor.

—Ese árbol de ahí—contestó Beth, señalando el almendro.

Él miró al silencioso modelo, y sonrió.

—¡Vaya! Es muy bonito. ¿Puedo? —dijo, señalando el cuaderno.

Beth se agachó y cogió el cuaderno. Se lo entregó, y el muchacho examinó el dibujo. Quedó maravillado con el trabajo.

—Es precioso.

Beth sonrió ante el halago.

—¿En serio? —preguntó con timidez.

—De verdad. No te miento. ¿Cómo te llamas? —inquirió él, sonriente.

—Beth Arundel.

Al oír ese nombre, el muchacho pareció recordar algo.

—Sí, tú eres amiga de mi prima Melinda. Soy Branwell Dickinson. Melinda no ha dejado de hablar de ti durante las vacaciones.

Beth se ruborizó, aunque no sabía si por la cercanía de Branwell, o por el hecho de que su amiga no dejara de hablar de ella.

—Lo que no mencionó es que eras una artista. Y buena, además. Yo soy pésimo para el dibujo. Sólo soy bueno en álgebra. ¿A ti qué tal se te da?

—Bueno, bien, aunque no es mi asignatura favorita.

—La mía tampoco. Prefiero la música.

Branwell la invitó a sentarse en la hierba junto a él.

—Tienes la edad de mi prima ¿verdad?

—Sí, tengo ocho años, aunque pronto cumpliré nueve.

—Yo acabo de cumplir doce.

—¿A qué escuela vas? —preguntó Beth, ya con más confianza.

—A Eton, dentro de una semana estaré allí de nuevo. ¿Y qué te parece Graham?

—Me gusta, aquí estoy contenta—respondió Beth, sonriente.

Branwell puso una mueca de asombro.

—¡Vaya! No he conocido a nadie que diga que le gusta la escuela. Todo el mundo prefiere estar en su casa.

—Pues yo no. Si por mí fuera, nunca volvería a casa—afirmó Beth, tajante.

Branwell la miró con cierta lástima.

—¿No eres feliz en tu casa?

—No, nunca lo he sido. Mi padre no me quiere, y mi madrastra tampoco—contestó Beth con tristeza.

—¿No tienes madre?

—No, murió hace un tiempo.

—Lo lamento—dijo él, apenado.

Beth lo miró, y volvió a ruborizarse ante esos ojos azules que la observaban con ternura.

—Y tú tienes padres ¿no?

—Pues no. Mi madre murió al nacer yo, y mi padre murió hace un par de años; vivo con mis tíos desde entonces. Pero al contrario que tú, sí soy feliz en casa. En eso he tenido suerte.

Beth se alegró de saber que, al menos, a pesar de la pérdida, Branwell era feliz. El muchacho notó la tristeza en el rostro de la pequeña, y decidió que era el momento de cambiar de tema.

—Oye, ¿qué te parece si terminas el dibujo y me lo regalas? Me encantaría ponerlo en mi cuarto en Eton. Así puedo presumir de que conozco a una artista—dijo Branwell, decidido y sonriente.

Beth sonrió dulcemente, y se puso a terminar el dibujo bajo la atenta mirada de Branwell. Una vez lo terminó, se lo entregó. El muchacho sonrió, enrolló el dibujo, y lo guardó.

A continuación, agarró la mano de Beth y le dio un beso en el dorso. La niña se tensó ante el gesto, ya que no estaba acostumbrada, y Branwell sonrió al ver sus mejillas sonrosadas.

—No se asuste, señorita Arundel. Es solo una muestra de gratitud—dijo él, guiñando un ojo.

En ese momento, oyeron que alguien se acercaba. Era Melinda, que venía con el pelo recogido en un moño trenzado, con su vestido color malva y una enorme sonrisa. Se dirigió directamente a Beth y le dio un fuerte abrazo.

—¡Beth, te he echado de menos! —Al separarse, se dio cuenta de que su primo estaba allí de pie—. ¡Branwell! Mis padres te están buscando, ya están preparados para irse. Me han dicho que, si te veo, te lo diga.

—Bueno, pues ya es la hora—dijo Branwell. Entonces, miró a Beth—. Encantado de conocerte, Beth, y espero que nos veamos otro día. —Después miró a su prima—. Melinda, sé buena—le advirtió con sorna. Su prima le sacó la lengua en respuesta.

Branwell se alejó de allí, dejando a Beth con el corazón latiendo desbocado. Todavía podía notar el calor de los labios del joven en el dorso de su mano. Se sentía como una princesa que acababa de encontrar a su caballero de la brillante armadura.

Durante la cena y el resto de la tarde, Melinda no dejó de hablar de lo que había hecho en sus vacaciones. Un viaje a Francia, visitas a familiares en el campo, y paseos a caballo, entre otras muchas cosas. Beth parecía que la escuchaba, pero no era así. Todavía seguía pensando en Branwell, en sus hermosos ojos azules, y en su dulce sonrisa.               Sentía que había encontrado a alguien que entendía perfectamente lo que era estar solo en el mundo, alguien que valoraba sus dibujos como algo más que simples garabatos.

En los días posteriores, Beth acudió a la biblioteca de la escuela en busca de libros cuya temática se alejaba de sus lecturas habituales, ya que solo había leído cuentos y novelas de carácter costumbrista, además de la Biblia. Pronto encontró, en un rincón oculto, una serie de libros de poesía, donde los sentimientos amorosos se expresaban empleando apasionadas y hermosas palabras.

Gracias a eso, pudo entender en parte lo que su corazón estaba sintiendo. Amor, añoranza, anhelo. Sentía amor al recordar a su madre, pero era un afecto distinto, que no se podía comparar con aquel.

Se pasaba los días pensando en Branwell, y notaba mariposas en el estómago cada vez que Melinda mencionaba algo sobre él. Esto demuestra claramente que el amor no tiene edad, y que puede llegar en cualquier momento.

Decidió no mencionar este asunto a Anne, porque seguramente no aprobaría que, siendo aún una niña, pensara en esas cosas de adultos.

Pasado un tiempo, llegaron buenas noticias de Escocia, aunque no se trataba de una pronta visita a la escuela Graham. Anne y Angus iban a ser padres, y a Beth le emocionó enormemente esta noticia. Como no tenía dinero ni medios para hacerles un regalo, les envió uno de sus dibujos. En él se veía una hermosa vista de un castillo y unas montañas. Era la imagen que Beth tenía en su cabeza de la mágica y misteriosa Escocia.

El matrimonio recibió el regalo con alegría y colocaron el dibujo en una de las paredes del salón de su casa. A pesar de sentirse feliz, Anne no pudo evitar derramar unas lágrimas al darse cuenta de que, de nuevo, no podría visitar a Beth.

◆◆◆

Finalmente, llegaron las vacaciones de Navidad. Ese año había nevado bastante, y los alrededores de la escuela lucían un hermoso manto blanco. Las alumnas disfrutaban jugando en la nieve en los ratos libres, y se respiraba un ambiente de alegría ante la inminente vuelta a casa. Como siempre, Beth se quedaría en la escuela, junto con la señorita Hart y otras alumnas.

Melinda se despidió de Beth con tristeza, pues quería pasar las vacaciones con ella. Como recompensa por su ausencia, prometió traerle algún regalo.

Toda la escuela estaba decorada con motivos navideños hechos por las alumnas, y se celebró una cena de Navidad, donde todos rieron y conversaron como algo excepcional, aprovechando la ausencia del reverendo Colton, que estaba celebrando la Navidad en su casa con su familia.

Beth se sentó al lado de la señorita Hart durante la cena. Gracias al carácter más permisivo de la maestra, las alumnas se sentían más confiadas a la hora de expresarse.

—¿Tiene usted familia, señorita Hart? —preguntó Beth.

—Sí, pero no viven en Inglaterra.

—¿Y dónde viven?

—En Bombay, donde yo nací.

—¿Bombay? ¿Eso dónde está? —preguntó otra de las niñas.

—En la India—contestó la señorita Hart.

Las niñas abrieron la boca y los ojos, sorprendidas. Nunca habían conocido a alguien que viniera de tan lejos.

—¿Es verdad que allí hay tigres? —inquirió una.

—Sí. Y otros animales muy peligrosos.

—¿Usted ha visto alguno? —preguntó Beth con curiosidad.

—Una vez, en la selva, cuando era niña.

Todas la miraron, asombradas. De repente, la señorita Hart se había convertido en un personaje exótico.

—¿Y ha visto monos? —preguntó otra.

La señorita Hart se rio.

—Sí, de hecho, tuve uno de mascota cuando era pequeña. Uno de nuestros sirvientes lo amaestró.

Beth miró a su maestra con devoción. Observaba sus movimientos, su forma de comer, su actitud calmada. Allí estaba esa mujer, venida del lejano Oriente, donde estaba lo desconocido, hablando de animales salvajes sin inmutarse, como si fuera la cosa más natural del mundo.

—Algún día me encantaría viajar a esos lugares que usted conoce, señorita Hart—comentó Beth casi con vergüenza.

La señorita Hart la miró con ternura.

—Por supuesto que irás a lugares maravillosos, Beth. Todas vosotras, algún día, saldréis ahí fuera, y viviréis miles de aventuras, conoceréis lugares maravillosos y cada una viviréis una vida diferente. Yo, cuando era niña, jamás me imaginé que viviría en Inglaterra. En aquel entonces, era un lugar lejano y extraño para mí. Sin embargo, un buen día, conseguí lo que me propuse con tesón y esfuerzo. Y, sobre todo, creyendo en mí y en mi fuerza de voluntad. Nada es imposible, aunque creamos que sea así. Y lo más importante, lo que nunca debéis olvidar. Los golpes que la vida os dé hoy son lecciones que os servirán mañana—dijo esto último mirando a Beth.

Esa noche, Beth se fue a dormir con la certeza de que algún día su vida cambiaría. Si una mujer como la señorita Hart había cruzado medio mundo para alcanzar su sueño, ella encontraría su camino.

Ya había decidido que sería maestra o institutriz. Le gustaba la escuela, y le encantaba ayudar a Melinda con sus deberes, pues su amiga no era buena en los estudios. Ayudando a sus compañeras se sentía realizada y útil. Al menos, ya tenía un objetivo, una meta. Eso era un buen comienzo.

Una vez terminaron las vacaciones de Navidad, Melinda regresó a la escuela Graham y trajo un regalo para Beth. Se trataba de un pañuelo de seda de color lavanda. Beth, agradecida, le dio un abrazo a su amiga. Entonces, Melinda sacó otro paquete y se lo entregó. Este era más grande.

—Esto es de parte de Branwell.

Beth se ruborizó y se apresuró a abrirlo. Era un estuche de pinturas, con distintos pinceles, lápices y acuarelas. Casi lloró de la emoción al verlo. Dentro había una nota. La abrió y la leyó:

<<Para mi artista favorita, espero que te guste y que hagas hermosos dibujos. Si puedes, haz alguno para mí. Con afecto, Branwell.>>

Beth abrazó la nota, gesto que Melinda no entendió. A continuación, la guardó entre las hojas de su cuaderno y metió el estuche en un cajón.

—Branwell estuvo todo el tiempo preguntándome por ti. Y me ha dicho que tiene puesto tu dibujo en su cuarto, y que sus compañeros se quedaron impresionados. ¿Por qué tiene él un dibujo tuyo y yo no? —preguntó Melinda, indignada, cruzándose de brazos.

Beth se rio.

—Porque me lo pidió. Además, tú has sido mi modelo. Pero haré uno especial para ti, te lo prometo—respondió, emocionada.

Melinda pareció conforme, y enseguida se llevó a Beth afuera a jugar con la nieve. En todo ese tiempo, no había tenido noticias de su padre, que ni siquiera le había mandado una postal navideña. En cambio, Anne le envió una caja con un regalo. Era una preciosa bufanda de color rojo, que la niña llevó el resto del invierno. Ahora allí, jugando en la nieve, sonreía y reía con libertad. Se sentía libre por no tener miedo a que la regañaran solo por ser ella, Beth Arundel. A partir de aquellas vacaciones, su vida continuó feliz.

Ir a la siguiente página

Report Page