Beth

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CAPÍTULO 8

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CAPÍTULO 8

El coche de caballos se detuvo delante de la escuela Graham cuando ya estaba anocheciendo. Nada más bajarse del carruaje, Beth se desmayó por el agotamiento y la tensión. La señorita Hart y una de sus ayudantes, que la habían visto llegar, acudieron a auxiliarla, y la llevaron a su habitación.

Despertó unas horas más tarde, y a pesar de no haber comido nada en todo ese tiempo, no probó bocado. La tristeza y el dolor le habían quitado el apetito.

En los días sucesivos, en los que no se movió de la cama, pensó muchas veces en abandonar este mundo. La tristeza le impedía pensar con claridad, y solo era capaz de ver un futuro incierto y oscuro.

Una tarde, la señorita Hart, viendo la grave situación en la que se encontraba su antigua alumna, decidió compartir con ella una experiencia dolorosa de su pasado.

—Hace muchos años, cuando tenía tu edad, sufrí un desengaño. Por aquel entonces, vivía con mis padres en la India, y allí conocí a un apuesto capitán del ejército de su Majestad; su nombre era Barnaby Jones. Nos presentaron en una velada, y yo me enamoré perdidamente de él al instante, con la inocencia de una muchacha joven, que apenas había visto el mundo. —Hizo una pausa, respiró hondo, y continuó—. Nunca he conocido a un hombre como él. Apuesto, elegante, gentil, todo un caballero. El sueño de cualquier mujer.

>>Él nunca correspondió mis sentimientos, aunque siempre se mostró amable conmigo. Quizás por eso, siempre albergué la esperanza de que algún día se enamoraría de mí como yo lo hice de él.

>>Pero un buen día, me enteré de que iba a casarse con una hermosa dama de la alta sociedad. Entonces caí en un abismo del que jamás creí que lograría salir. Dejé de comer, de reír, e incluso de llorar; apenas me quedaban lágrimas. Así que, tiempo después, siguiendo el consejo de mi madre, decidí viajar a Inglaterra, y trabajar como maestra.

>>Al principio fue difícil; pero al cabo de un tiempo, ya no recordaba su rostro, ni su voz. Me enteré por amigos comunes de que su matrimonio fue desgraciado, y que él acabó muriendo por culpa de unas fiebres. Lamenté su desgracia y lloré su muerte, pero ya no como una mujer enamorada, sino como otro ser humano que llora la perdida de una vida.

En ese momento, agarró la mano de Beth, que la escuchaba atentamente

—Beth, todo en la vida se supera menos la muerte. Eres joven, estás llena de vida, y hay un mundo muy grande ahí fuera. Todavía tienes muchas cosas que hacer, y no deberías estar aquí sufriendo por un hombre que ha demostrado con sus actos que no te merece. Debes mirar más allá del horizonte que se presenta ahora ante ti.

La historia de la señorita Hart surtió efecto, y Beth salió de su encierro. Cada día, salía a pasear en soledad, y por las noches apenas dormía, pensando qué sería de ella de ahora en adelante.              

El reverendo Colton le había informado de que su puesto ya estaba cubierto. Debido a que ella les había comunicado en su momento que dejaría su empleo para casarse, se habían hecho las gestiones pertinentes para encontrar una sustituta. Así que, debía encontrar pronto un trabajo y marcharse de la escuela.

Un buen día, se acercó al viejo almendro y se sentó delante de él. En un momento dado, cerró los ojos. Un hermoso recuerdo la hizo volver a un pasado no tan lejano.

Sintió cómo unas manos le tapaban los ojos, y escuchó con claridad la voz de Branwell pronunciando su nombre con ternura. Incluso llegó a sentir la calidez de su tacto.

De repente, abrió los ojos, ahora llenos de lágrimas. Respiró hondo, intentando serenarse. Necesitaba alejarse de aquellos dolorosos recuerdos.

Esa misma tarde, revisó el periódico en busca de anuncios donde solicitaran institutrices o maestras, y no tardó en encontrar lo que buscaba. Lord Gibson, un diplomático que pronto se trasladaría a Bélgica con su familia, solicitaba una institutriz británica, que cuidara de su hija de siete años, y que estuviera dispuesta a vivir fuera de Inglaterra.

Al día siguiente, Beth envió una carta, donde proporcionaba los detalles de su educación y su experiencia, acompañada de las excelentes referencias del reverendo Colton y de la señorita Hart.

Mientras esperaba la respuesta, llegaron noticias de Melinda.

<<Querida Beth,

Espero que estés bien cuando recibas esta carta. Quiero que sepas, que estoy totalmente indignada con la noticia de la próxima boda de Branwell. Desde que me enteré de lo sucedido, no he vuelto a dirigirle la palabra. Ni siquiera cuando se presentó en Londres con su prometida.

Me pareció una mujer vulgar y estúpida, además de cínica y egocéntrica. Estoy segura de que pronto Branwell se arrepentirá de su decisión. Y yo deseo que su matrimonio sea desgraciado, por todo el daño que te ha causado.

La desgracia es que no puedo evitar asistir al enlace, porque si me ausento, mis padres se enfadarían conmigo, y es lo último que querría. He tenido la oportunidad de conocer a tu padre y a su esposa. Al principio, parecían agradables, sin embargo, me han bastado unos minutos para comprobar que lo que se dice de ellos es cierto. No son buenas personas, y sé que Rose se casa con Branwell solo por el título y el dinero. Tengo la impresión de que los Arundel van a causar muchos problemas.

Iré a visitarte cuando pueda, porque entiendo perfectamente que no quieras pisar Londres. Yo tampoco lo haría.

Beth, quiero decirte que estaré aquí siempre que me necesites. Porque para mí, aunque no tengamos la misma sangre, eres mi hermana de corazón. Rezaré para que tu dolor desaparezca pronto.

Te mando todo el amor del mundo.

Con afecto,

Melinda.>>

Beth se sintió un poco mejor ante las afectuosas palabras de su amiga. Aun así, su dolor seguía latente. Solo deseaba no escuchar más el nombre de Branwell Dickinson, ni de los Arundel. A partir de ahora, ella era Beth Arundel, una joven maestra huérfana.

Anne conoció la noticia en cuanto Beth tuvo fuerzas para escribir y contarle todo. Anne había entrado en cólera al saber lo que había ocurrido, y maldijo a lord Robert Arundel y a toda su familia. También, deseó que el matrimonio de Branwell fracasara, aunque de eso estaba completamente segura. Según ella, pronto se daría cuenta de la clase de arpía con la que se había casado, el pobre infeliz.

Un mes después, llegó la respuesta de lord Gibson. Había aceptado su solicitud, y la instaba a viajar a Dover lo antes posible, ya que estaba previsto que en dos semanas partieran hacia Bélgica. Cuando terminó de leer la carta, Beth sonrió, aliviada, y se dispuso a preparar su equipaje inmediatamente.

Al día siguiente, ya estaba lista para partir. La señorita Hart y todo el personal de la escuela salieron a despedirla. Antes de subir al carruaje, abrazó a su antigua maestra, y dijo:

—Señorita Hart, gracias por su ayuda. No sé cómo podré agradecérselo.

—No te preocupes. Me conformo con que llegues a tu destino sana y salva, y me escribas de vez en cuando para saber que todo va bien.

—Así lo haré.

La incertidumbre y la emoción se mezclaban en su corazón, mientras dejaba atrás la escuela Graham. No sintió nostalgia ni tristeza en ese momento. Solo pensaba en el futuro. A partir de ahora, empezaba una nueva vida.

◆◆◆

Dover

Reinaba la oscuridad cuando el carruaje se adentró en las calles de la ciudad. Una agradable brisa marina envolvía el ambiente nocturno, y algunos transeúntes salían de las numerosas tabernas que había cerca del puerto.

Finalmente, el carruaje se detuvo delante de una casa con la fachada de ladrillo rojo, cuya entrada era una enorme y elegante puerta de madera oscura. Beth tocó la campana, y enseguida un caballero con el pelo canoso abrió la puerta.

—Es usted la señorita Arundel, supongo—dijo el hombre con tono solemne.

—Sí, señor—respondió Beth.

—Por favor, entre, la estábamos esperando—le indicó el caballero, cediéndole el paso.

Beth entró, y el hombre cerró la puerta tras de sí.

—Sígame, por favor.

El hombre la condujo hasta el elegante salón de la casa, donde los señores la estaban esperando.

—Milord, milady, la señorita Arundel acaba de llegar—anunció el hombre.

Lady Gibson inclinó la cabeza, y dijo amablemente:

—Señorita Arundel, por favor, acérquese.

Beth obedeció e hizo una reverencia. Lady Gibson estaba sentada en uno de los sillones de la estancia, y lord Gibson estaba de pie junto a la chimenea.

—Buenas noches, milord, milady—dijo Beth, serena, aunque estaba un poco nerviosa.

—Le doy la bienvenida, señorita Arundel—comentó Lord Gibson con gesto amable.

—Gracias, milord.

—Debe estar agotada después del viaje. Señor Harris, por favor, acompañe a la señorita Arundel a su habitación para que pueda cambiarse. —El señor Harris asintió, y lady Gibson se dirigió a Beth de nuevo—. Cámbiese y baje después, así podremos hablar tranquilamente.

La habitación que le habían asignado no era muy grande, pero era espaciosa. Suficiente para ella. Dejó su equipaje a un lado, y se cambió de ropa. Se puso un sencillo vestido de color marrón oscuro, y bajó a reunirse con los señores.

Mientras caminaba por el pasillo que conducía al salón, notó una presencia a su espalda. Miró hacia atrás, pero no vio a nadie. Decidió no hacer más averiguaciones, aunque estaba segura de que alguien la observaba. Entró en el salón, y lord Gibson la invitó a sentarse.

—Cuando leímos sus referencias, quedamos gratamente impresionados. No deja de sorprenderme que, a pesar de su juventud, ya tenga tanta experiencia. Además, me alegra haber encontrado a alguien que ha sido educada y ha trabajado en un colegio tan prestigioso como Graham. ¿Qué me puede decir del lugar? —preguntó lady Gibson.

—Es una escuela excelente; la disciplina y la buena educación son sus valores más importantes. Allí tuve buenos maestros que me enseñaron todo lo necesario para poder desenvolverme bien en cualquier situación.

—Eso es lo que quiero para Olivia: Disciplina y buena educación—dijo lady Gibson.

—La niña tiene siete años, ¿cierto?

—Así es. No es la primera vez que tiene una institutriz. El año pasado estuvo bajo la supervisión de la señorita Blake, que le enseñó lo elemental. Pero hace unos meses, cuando le hicimos saber que debíamos marcharnos a Bélgica, nos dijo que no quería dejar Inglaterra. Por ese motivo, pusimos el anuncio—explicó lord Gibson.

—Bueno, ya es hora de que conozca a su alumna. —Lady Gibson se levantó y tiró de la campana. Acudió al momento el señor Harris—. Señor Harris, dígale a la señorita Olivia que venga, por favor.

El mayordomo asintió, y salió de la estancia, en busca de la señorita de la casa. Al cabo de unos minutos, entró la pequeña, que se dirigió al lugar donde su madre estaba sentada, y se quedó de pie a su lado. Olivia tenía el pelo rubio con tirabuzones y unos inquietos ojos azules. Beth dedujo que era una niña tímida, aunque curiosa. Estaba segura de que era ella quien la había estado observando antes a escondidas.

—Olivia, esta es la señorita Arundel. A partir de ahora, será tu nueva institutriz—anunció lady Gibson.

—Buenas noches, señorita Arundel—dijo Olivia con timidez.

Beth sonrió a la niña.

—Encantada de conocerla, señorita Olivia.

Olivia dibujó una sonrisa en su rostro. Le dio la impresión de que la señorita Arundel era una mujer amable y dulce, y no se equivocaba.

A partir de ese día, Beth y Olivia se volvieron inseparables.

En los días que estuvieron en Dover, pasaban prácticamente todo el día juntas. Al principio, Beth examinó los deberes y preguntó a la niña por las enseñanzas de su anterior institutriz.

Una vez se pusieron al día, comenzaron las lecciones, aunque no de forma constante, ya que debían preparar todo para el viaje. Por las noches, Beth le contaba las historias que su madre le había enseñado, algo que a Olivia le entusiasmaba.

Como pronto partirían, Beth escribió a Anne y a Melinda, para contarles sus planes. Explicó a cada una, en sus respectivas cartas, que a partir de entonces viviría en Bélgica y que no sabía cuándo regresaría a Inglaterra.

Melinda se sintió feliz por ella, ya que entendía que era algo bueno para Beth. Sin embargo, le entristeció el hecho de pensar que no tendrían ocasión de despedirse.

Anne, por su parte, montó en cólera, y desesperada, habló con Angus, que no entendía el alboroto.

—¡Angus, tienes que detenerla! ¡Es una locura! ¿Por qué tiene que marcharse? ¿Es que no hay trabajo en esta maldita isla?

—¡Anne, cálmate, por el amor de Dios! Es una buena oportunidad para la muchacha. Trabajará para una familia de aristócratas, tendrá techo y comida, y será independiente—dijo Angus, intentando calmarla.

—¡Está huyendo! Huye de ese mal nacido que la ha abandonado. ¡Esto es un disparate! Ahora mismo quiero que vayas a Dover y le hagas cambiar de opinión. Vendrá aquí a vivir con nosotros—respondió Anne con rotundidad.

Angus suspiró exasperado ante la terquedad de Anne. Como no quería más problemas, preparó su equipaje, y partió a Dover al día siguiente. Aunque para cuando llegara, seguramente Beth ya estaría en el barco, pensó.

Varios días después, llegó a la entrada de la casa de los Gibson a primera hora de la mañana, pero no había nadie. Un vecino que pasaba por allí le informó que estaban ya en el puerto.

No tardó en llegar, y buscó el barco que salía con destino a Bélgica. Beth estaba delante de la pasarela, a punto de subir al barco. Giró la cabeza, y al instante, frunció el ceño al ver un rostro conocido entre la multitud. Al darse cuenta de quién era, porque a pesar de los años transcurridos, apenas había cambiado, sonrió.

—¿Angus?

Angus siguió el sonido de la voz que le había llamado. Reconoció aquella mirada de ojos castaños y esa dulce sonrisa.

—¿Beth? —inquirió él, sonriendo. Entonces, se acercó hasta ella—. ¿Eres tú, pequeña?

Beth asintió sin perder la sonrisa.

—Sí, soy yo, Angus. ¿Qué haces aquí?

—Recibimos tu carta. Anne quiere que te lleve a Escocia conmigo.

Beth suspiró, apesadumbrada.

—No va a poder ser; estamos a punto de partir.

—Beth, ¿por qué te marchas tan lejos? ¿no hay trabajos aquí? Además, no sabes si vas a volver. Ya sabes que tienes una casa en Escocia—dijo, intentando hacerla cambiar de opinión.

—Lo sé, Angus. Pero no puedo quedarme. —Respiró hondo, intentando contener la emoción—. Tengo el corazón herido, y si me quedo, sé que nunca conseguiré sanarlo. Tengo muchos recuerdos que me persiguen, y necesito ver otros lugares, conocer a otras personas. No puedo estar dependiendo de vosotros, porque, sino, nunca podré salir adelante sola. Y ahora mismo necesito encontrar mi propio camino.

Angus entendió a la perfección lo que quería decir. Entonces, la agarró por los hombros, y la miró a los ojos.

—Vive tu vida, Beth. Encuentra tu camino. Debes caerte y aprender a levantarte sin ayuda. Sé que cualquier cosa que hagas, la harás bien. Y que, si te equivocas, sabrás enmendar el error. —En ese momento, un marinero llamó a los pasajeros. Beth miró hacia el barco—. Es la hora—dijo Angus, apartándose de ella.

Beth no pudo contener la emoción ante la inminente despedida, y unas lágrimas se deslizaron por sus mejillas.

—Gracias, Angus. Gracias por venir. Espero que Anne lo comprenda y no se enfade.

Angus acarició su rostro.

—Le explicaré todo y se enfadará un poco, pero sé que lo entenderá. Ahora vete—la instó con ternura.

Beth se despidió de Angus con un sentido abrazo, y a continuación, subió al barco, que zarpó enseguida.

Mientras la veía alejarse, Angus recordó a aquella niña tímida y dulce, que siempre fue capaz de sonreír a pesar de su sufrimiento. Solo esperaba que el día que volvieran a verse, Beth le sonriera sin un ápice de tristeza en la mirada.

El barco se alejó poco a poco de la costa, y Beth observó el horizonte desde la cubierta, acompañada de Olivia y lady Gibson. La niña decía adiós a Inglaterra entusiasmada.

Mientras, Beth pensaba en todo lo que dejaba atrás. Amor, dolor, sufrimiento, odio. No sabía si algún día regresaría. La visita de Angus le había recordado que había gente que siempre la esperaría y que la quería de verdad. Y deseaba que Anne entendiera sus razones. No pensó en Branwell, ni en Melinda. Ahora no tenía tiempo, porque a partir de entonces, Olivia Gibson se convertiría en el centro de su existencia.

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