Beth

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CAPÍTULO 15

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CAPÍTULO 15

La vida de Beth en Taigh Abhainn transcurría apacible y tranquila. Ya estaba plenamente integrada en el servicio de la casa. Había hecho amistad con la señora Ferguson, el ama de llaves, y con el resto del personal, con quienes solía compartir desayunos, comidas y cenas en la cocina.

Se pasaba gran parte del día junto a la señora Wallace, acompañándola mientras esta hacía diversas actividades como bordar, leer, visitar a sus vecinos y amigos, o recibirlos si era menester.              

Beth llevaba sólo una semana allí, y ya había entablado conversaciones profundas y muy interesantes con su señora

—Mi padre era maestro, aquí en Callander. Era un hombre muy respetado y querido por sus vecinos. Mi madre nos dejó muy pronto, a los pocos meses de nacer Bruce, mi hermano. Fue mi padre quien cuidó de nosotros, con mucho esfuerzo y dedicación. Murió cuando yo cumplí los veinte años, y ya trabajaba como su ayudante en la escuela. Fue entonces, cuando Bruce y yo nos quedamos solos. —La mujer tomó un sorbo de su té y continuó—. Estábamos muy unidos. Mi mayor alegría fue que se casara con el amor de su vida, Marian. Era una muchacha encantadora. Pensé en aquella época que la felicidad había decidido quedarse con nosotros para siempre.

Beth, dado el ambiente de confianza que había, se animó a preguntar:

—¿Y usted por qué no se casó entonces?

—Porque el único hombre con el que quería casarme estaba en el ejército, sirviendo lejos de Escocia, y preferí quedarme soltera, antes que casarme con alguien a quien no quería. Sin embargo, el destino tenía otros planes. —La señora Wallace hizo una pausa, respiró hondo y continuó—. Cuando mi hermano y su esposa murieron, yo me quedé sola con Cameron y Fiona. Justo en ese momento, John regresó a Callander, con muchas condecoraciones y una considerable fortuna. Recuperó las tierras que habían sido de su familia, y reconstruyó esta casa, que estaba en ruinas. Un buen día se presentó ante mi puerta y me propuso matrimonio. —La mujer sonrió—. Yo, al principio, le rechacé, pensando que lo hacía por pena. Sin embargo, él se presentaba en mi casa cada día, me traía un ramo de flores silvestres, y se dedicaba a jugar con los niños. Los dos cayeron rendidos a sus encantos, y lo adoraron desde el primer momento. Así que, al final, le dije que sí. Y no me arrepiento. Fueron los años más felices de mi vida—afirmó orgullosa.

Beth tuvo que contener la emoción ante tan preciosa historia de superación y amor.

Por fin llegó su primer día libre, y decidió aprovechar el buen tiempo que hacía para salir a dar un paseo, y buscar un agradable rincón donde poder sentarse a dibujar.

Eran las tres de la tarde, y Beth se dirigió a un páramo que había cerca de la casa. Los verdes prados resplandecían, y la hierba se balanceaba con la suave y fresca brisa. Desde allí, se podían ver perfectamente una serie de montañas que se levantaban al otro lado del río Teith. Una visión majestuosa, casi mística, pensó. Ahora más que nunca sentía que estaba en una tierra de hadas, magos y guerreros.

Se sentó a la sombra de un enorme y solitario árbol, puso su cuaderno sobre su regazo, y los lápices a un lado. Examinó el paisaje, y finalmente, escogió las montañas que tenía justo delante como modelo. A continuación, cogió un lápiz y comenzó a dibujar.

Estaba tan concentrada en su tarea, que no se dio cuenta de que había alguien más allí cerca. De repente, una voz que le era familiar dijo:

—Buenas tardes, señorita Arundel.

Beth alzó la vista, y vio al doctor MacGregor, que estaba de pie a su lado, sonriéndola.

—Buenas tardes, doctor—respondió con timidez, mientras dejaba lo que estaba haciendo.

—¿Puedo sentarme con usted? Si no es molestia, claro.

Beth negó con la cabeza, y a continuación, el doctor MacGregor se sentó a su lado, sobre la hierba. El hombre vestía un traje oscuro, camisa blanca y llevaba su maletín médico con él.

El doctor se mantuvo en silencio, observando lo que Beth hacía. Apenas habían hablado desde que ella llegó a la casa, porque él estaba prácticamente todo el día fuera visitando pacientes, o en su gabinete atendiendo a otros, y rara vez se encontraban.

Beth, a pesar de estar un poco nerviosa, siguió concentrada en su tarea.

—Debo decir que estoy asombrado. Dibuja usted muy bien—comentó el doctor con sinceridad.

—Gracias, doctor—respondió Beth sin dejar de dibujar.

—¿Desde cuándo dibuja?

—Desde que era una niña. Siempre me ha gustado.

—Pues, desde luego, tiene talento. ¿También hace retratos?

—Sí, de hecho, he realizado algunos, aunque no soy tan buena.

El doctor MacGregor sonrió.

—Estoy convencido de que lo es. Aunque, evidentemente, no está bien reconocerlo. Uno no debe pecar de vanidoso.

—No, doctor, claro que no.

—Espero que algún día me los enseñe. Me gustaría verlos, si no le importa.

Beth se detuvo, y lo miró.

—Por supuesto, doctor. Los tengo guardados en mi cuarto. Si quiere, cuando termine, puedo mostrárselos.

El doctor MacGregor sonrió de nuevo.

—Me parece una idea excelente.

Beth dibujó una tímida sonrisa, y siguió dibujando. Se mantuvieron en silencio hasta que ella terminó.

Después, mientras regresaban a Taigh Abhainn, reanudaron la conversación.

—¿Y cómo van las cosas con mi tía en esta primera semana?

—Bien, la verdad es que su tía es una mujer encantadora.

El doctor MacGregor asintió.

—Sí, aunque no crea, tiene su carácter.

—Bueno, a veces es necesario tener carácter, y, sobre todo, fortaleza.

—Imagino que ya conocerá su historia.

—Sí, y me ha hecho admirarla de corazón. Es una mujer muy valiente.

—Sin duda. —Hizo una breve pausa y dijo—: ¿Sabe? Me siento un poco culpable.

Beth lo miró con preocupación mientras seguían andando.

—¿Por qué, doctor?

—Porque hoy es su día libre; usted venía buscando la soledad, y yo le he estropeado los planes. Perdóneme, señorita Arundel, pero es que sentía mucha curiosidad por saber lo que estaba haciendo.

Beth negó con la cabeza.

—No, doctor, por favor, no se sienta culpable. De hecho, me agrada su compañía. Normalmente, nadie suele interesarse por mis dibujos, y que alaben el trabajo de una es algo realmente agradable. Así que, no me ha molestado en absoluto.

Él la miró, y sonrió en respuesta. De repente, Beth notó algo en su pecho. Su corazón dio un fuerte latido, y esto la inquietó. Sacudió su cabeza, y siguió andando tranquilamente junto al doctor.

Una vez entraron en la casa, el doctor MacGregor la esperó en la biblioteca, donde no había nadie.

Minutos después, Beth se reunió con él, trayendo consigo una carpeta de cartón atada con un cordel. La abrió, y empezó a mostrarle los dibujos que había hecho a lo largo de los años. Había paisajes de los lugares donde había estado y retratos de las personas que había conocido.

El doctor MacGregor examinaba con suma curiosidad cada retrato que Beth le mostraba.

—Este es el señor Harris, el mayordomo de los Gibson. Y esta es Olivia, mi alumna, a los diez años—explicó Beth.

—Ha conocido a mucha gente por lo que veo—comentó el doctor MacGregor sin dejar de mirar los dibujos.

—Así es, doctor.

—Reitero lo dicho, es usted muy buena. Tiene verdadero talento—afirmó el doctor MacGregor, convencido—. Debería estar exponiendo en la National Gallery.

Beth sonrió con timidez.

—Yo no hago esto buscando reconocimiento y fama. Lo hago porque me gusta.

Entonces, el doctor MacGregor reparó en una serie de retratos de un joven caballero, que estaban semi ocultos entre varias hojas.

Beth estaba distraída, ordenando los dibujos, y no se dio cuenta de lo que el doctor tenía entre sus manos. Este leyó una pequeña inscripción, escrita en la esquina de una de las hojas.

—Branwell, Brighton, 1841.

Al oír esto, Beth tragó saliva, y dirigió su mirada a los dibujos que el doctor estaba observando. Eran unos retratos que había hecho de Branwell antes de que se comprometieran, aquellos que este había visto en Brighton por accidente.

Se quedó quieta unos instantes, paralizada por la tensión. Entonces, el doctor la miró, y al ver que estaba muy pálida y no se movía, preguntó, alarmado:

—¿Se encuentra bien?

Beth sacudió la cabeza, y contestó:

—Perfectamente, doctor.

De repente, sonó el reloj de la biblioteca, indicando que eran las cinco. Beth empezó a recoger los dibujos, incluidos los de Branwell, que estaban depositados en el escritorio.

—Debo marcharme ya, doctor. Esta noche ceno con los Burns y debo prepararme. Si me disculpa—dicho esto, cogió la carpeta entre sus manos, y salió de la biblioteca apresuradamente.

El doctor MacGregor apenas tuvo tiempo de decir nada, y se quedó allí de pie, delante del escritorio, pensando en lo que acababa de suceder. El cambio de actitud de la señorita Arundel le había dejado intrigado.

Al ver los retratos de aquel joven, se mostró nerviosa y angustiada, como si hubiera visto un fantasma. Dedujo que ese hombre había sido alguien importante en su vida. ¿Un antiguo amor? ¿Un desengaño?

La señorita Arundel era todo un misterio para él. No sabía apenas nada de ella, y se sorprendió al darse cuenta de que le entusiasmaba verdaderamente la idea de conocerla mejor.

Durante la cena, compartió con su tía lo acontecido en la biblioteca aquella tarde.

—Bueno, es lógico. Es una mujer joven que habrá tenido pretendientes, sin duda. Aunque no sea una gran belleza—comentó la señora Wallace.

—Debió sufrir mucho. Parecía inquieta, incluso se puso pálida—dijo el doctor MacGregor, pensativo.

—Bueno, tú sabes bien lo que es eso ¿verdad? —respondió su tía, mirándole de reojo.

El doctor MacGregor suspiró con resignación.

—Sí, supongo que sí—dicho esto, tomó un sorbo de vino.

—Estaba pensando, ¿a qué viene este interés por la señorita Arundel y su vida amorosa?

—A nada en particular. Simplemente me gusta saber cosas de la gente que vive bajo el mismo techo que yo.

Su tía lo miró con suspicacia.

—Dudo que te sepas la vida y milagros de todo el servicio.

—Pues te diré que sí. Ya se encarga la señora Duvall de mantenerme informado de todo cada vez que la visito—aseveró, divertido.

La señora Wallace se rio.

—Es mejor que el periódico local. Debería pagarla a ella, en vez de comprar el periódico. Siempre se entera de todo antes que nadie.

Aunque el tema de conversación había cambiado ligeramente, la señora Wallace sentía verdadera curiosidad por saber lo que pasaba por la cabeza de su sobrino. Sospechaba que quizás, este, después de vivir múltiples romances, había encontrado algo interesante en la señorita Arundel, una mujer diferente, que no tenía nada que ver con las mujeres que él solía conquistar. Estaba deseando saber qué sucedería entre aquellos dos.

Beth, que portaba con ella el paquete que contenía el regalo de Anne, llegó a casa de los Burns a la hora acordada.

Angus abrió la puerta, y enseguida la estrechó entre sus brazos con emoción y alegría. Beth comprobó que su melena oscura conservaba su tonalidad, y que algunas arrugas surcaban su rostro. A pesar del paso del tiempo, Angus seguía siendo ese guerrero alto y fuerte que había conocido en Ascot Park.

—¡Mi pequeña Beth! ¡Cuánto tiempo! Estás preciosa—dijo Angus, mirándola con una sonrisa.

—Gracias, Angus. ¡Qué alegría me da volver a verte! —respondió Beth, emocionada.

—Me alegra que finalmente estés aquí con nosotros. ¿Cómo van las cosas con la señora Wallace?

—Muy bien, Angus.

Pasaron al pequeño salón, donde había un chico joven de pie, junto a la chimenea. Este se acercó a ella, y Beth adivinó de quién se trataba.

—Tú debes de ser Ben.

—Sí. Encantado de conocerte por fin, Beth—respondió Ben, sonriendo.

—Venga, siéntate. Le diré a Anne que has venido—dijo Angus, dejando a Ben y Beth solos.

Una vez sentados uno frente al otro, Beth observó bien al muchacho. Era muy parecido físicamente a Angus, pero tenía los ojos de Anne.

—Parecerá una tontería, pero he oído hablar tanto de ti durante estos años, que realmente siento que te conozco—comentó Ben.

—Sí, a mí me pasa lo mismo.

—¿Y qué te parece Callander?

—Es un lugar muy agradable, me gusta mucho.

—Sí, es bonito, aunque a veces pueda ser aburrido. No es como Edimburgo o Londres.

—Bueno, lo cierto es que no se puede comparar Callander con Edimburgo o Londres. Aunque no creo que Callander sea aburrido, al menos a mí no me lo parece—afirmó Beth.

La conversación se vio interrumpida cuando Anne entró en el salón, y saludó a Beth. Esta le entregó el regalo que había comprado en Londres, un pañuelo de seda de color blanco, con sus iniciales bordadas. Anne recibió el detalle con alegría, y guardó el pañuelo en su cómoda, ya que no quería que se ensuciara.

La cena estaba preparada, así que todos se sentaron alrededor de la mesa que había junto a la cocina, y se dispusieron a comer. Anne había preparado una deliciosa crema de champiñones, y haggis, plato que Beth nunca había probado.

—Me alegra saber que en casa de la señora Wallace las cosas te van bien—comentó Angus.

—¿Conocéis a la señora Wallace desde hace mucho tiempo? —preguntó Beth.

—Yo de toda la vida. Su padre, el señor MacGregor, fue maestro mío. Era un hombre muy amable. Todos le apreciaban. También fui amigo de su hermano, Bruce MacGregor—explicó Angus.

—La señora Wallace siempre abre la puerta a todo el mundo, y ayuda cuando puede a quien se lo pide, al igual que hacía el capitán Wallace. Todo Callander tiene en alta estima a esa familia—afirmó Anne.

—Me contó su historia hace poco—dijo Beth.

—Sí, una tragedia—respondió Anne.

—Su sobrina vive en Edimburgo ¿verdad?

—Sí, hace poco se casó con el señor Fawcett, un hombre de buena familia. Viven allí desde que se casaron. Es una buena mujer. Fiona, se llama—apuntó Anne.

—Supongo que la conoceré pronto—comentó Beth.

—Beth, ¿cómo es Londres? —preguntó Ben de repente.

Anne puso los ojos en blanco.

—Estás obsesionado con Londres, hijo—dijo Anne con aire cansado—. Se piensa que allí las calles están hechas de oro—comentó Anne, dirigiéndose a Beth.

Ben frunció el ceño.

—¡No pienso eso! Es sólo que, Ronald Kennedy estuvo allí el año pasado, y me dijo que era una ciudad muy excitante—respondió Ben, emocionado.

Beth sonrió al ver el entusiasmo del joven.

—Bueno, es un lugar grande, donde hay muchas cosas que hacer. Y sí, es excitante, pero también tiene sus partes malas.

—Tú has estado con los ricos ¿no? —inquirió Ben de nuevo.

—Sí, bueno, trabajé para una familia de la aristocracia.

—Vaya, entonces habrás vivido con toda clase de lujos—comentó Ben.

—He vivido cómodamente sin lujos, aunque estuviera rodeada de ellos. —Beth miró a Anne, que parecía preocupada por el interés de su hijo en visitar la gran metrópoli—.  En Londres eres una hormiga, alguien insignificante entre la multitud. Créeme, aquí estás en el paraíso, aunque tú no lo creas.

Ben torció el gesto.

—Sí, el paraíso con Gracie MacDonald todo el día detrás de mí.

Beth se quedó sin saber qué decir, y miró a Anne con gesto interrogante.

—Gracie es la hija del panadero. Son vecinos y amigos. Ella y Ben solían jugar juntos no hace mucho tiempo—explicó Anne.

—Sí, y cree que yo tengo que seguir igual que antes. ¡Ya somos mayores! Además, siempre se enfada cuando hablo de otras chicas—respondió Ben, indignado.

Beth entendió enseguida la situación, pero no dijo nada. Se limitó a intercambiar una mirada de complicidad con Angus.

En ese momento, cuando ya habían terminado de cenar, llamaron a la puerta. Ben fue a abrir, y al momento, regresó al salón, para hacerles saber que saldría con unos amigos a dar un paseo.

Angus quiso reprobar a su hijo, sin embargo, no le dio tiempo, porque el joven salió rápidamente de la casa.

—No sé qué voy a hacer con este muchacho—dijo Anne, exasperada.

—Anne, solo tiene diecisiete años. Estas cosas son normales—comentó Beth.

—¿Sabes por qué está obsesionado con Londres? Porque el verano pasado vino a Manor Hall lady Catherine Cardigan, la hija de lord Cardigan. Ben está obsesionado con ella, y como sabe que vive en Londres, no se quita la idea de la cabeza.

—¿Manor Hall? —preguntó Beth.

—Es una propiedad que está al pie de la montaña, bastante alejada de la ciudad. Fue la casa de un laird, pero se la compraron los ingleses cuando cayó en desgracia. Desde hace unos años, pertenece a los Cardigan—explicó Angus.

—Siempre diré que ese lugar solo trae desgracias. Seguramente esté maldito. Tu patrón lo sabe bien—aseveró Anne.

Al momento, Angus lanzó una mirada de reprobación a su esposa, ya que había hecho un comentario sobre algo que no debía. Anne abrió mucho los ojos al darse cuenta de ello.

—¿Qué has querido decir con eso? —inquirió Beth, mirando a Anne con suspicacia.

—Nada—respondió Anne, tajante y nerviosa.

Beth decidió no indagar más, pues estaba claro que se trataba de un asunto privado de su señor.

Sin embargo, Anne, con su actitud impulsiva, había hablado de más. Angus cambió el tema de conversación rápidamente. El resto de la velada hablaron sobre Bélgica, la vida de Beth allí, y los viejos y pocos recuerdos felices del pasado.

Esa noche, Beth regresó a Taigh Abhainn acompañada de Angus, que se despidió de ella en la puerta.

Ya en su habitación, y tras haberse puesto su camisón, se acercó a la ventana y fijó su vista en la oscuridad que reinaba fuera.

De repente, entre las sombras, e iluminada de forma tenue por la luz de la luna, divisó una solitaria mansión situada al pie de la montaña.

No podía verla con claridad, pero supuso que sería una gran casa señorial parecida a Ascot Park. En ese instante, un escalofrío le recorrió la espalda, y se alejó de la ventana apresuradamente.

Amargos recuerdos la visitaron en esa hora de soledad, como no lo habían hecho desde hacía tiempo. Probablemente, volver a ver el rostro de Branwell en aquellos retratos la había afectado más de lo que ella creía.

Sacudió la cabeza, y se tumbó en la cama. No iba a permitir que el dolor del pasado volviera a atormentarla.

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