Beth

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CAPÍTULO 17

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CAPÍTULO 17

Eran las ocho y media de la mañana, y la señora Wallace estaba ya sentada a la mesa, desayunando junto a su sobrino. Beth entró en el comedor, y trajo las cartas que acababan de llegar para sus señores. La señora Wallace observó que una de ellas venía de Edimburgo. Era una carta de su sobrina Fiona. La abrió y la leyó atentamente. Cuando terminó, sonrió, contenta.

—Fiona nos invita a ir a visitarla a su nueva casa en Edimburgo. Dice que tiene muchas ganas de vernos. ¿Qué te parece si vamos la semana que viene? —preguntó a su sobrino.

—Bueno, tendría que hablar con el doctor Cunningham para que me sustituyera durante esos días. ¿Cuánto tiempo habías pensado pasar allí?

—Unos días, menos de una semana, tal vez.

—Creo que puedo conseguir cuatro días como mucho.

—Eso sería estupendo.

—Entonces, hoy mismo iré a Kilmahog para ver al doctor Cunningham y decírselo. De momento, no envíes tu respuesta a Fiona.

Por la tarde, después de comer, aprovechando que hacía un sol espléndido, y que las temperaturas habían subido un poco, la señora Wallace y Beth se dirigieron a Callander en el carruaje para realizar algunas visitas que su señora tenía pendientes.

Primero fueron a casa de los Stewart, y después de compartir una amena conversación con ellos, visitaron a los Taylor. Todos eran viejos conocidos y amigos de la señora Wallace.

—Casi todos somos parte del mismo clan, y a pesar de que muchos se han ido, los que nos quedamos aquí nos hemos mantenido unidos. Conservamos ese sentimiento de comunidad, de echarnos una mano unos a otros. Por supuesto, también acogemos y ayudamos a los que vienen de fuera. Aquí todos somos iguales—le explicó la señora Wallace tiempo atrás.

Cierto era que había rencillas y viejas rivalidades, pero apenas se notaban. Si alguien podía ayudar a otro, lo hacía sin excusa.

Iban subiendo por una de las calles de Callander, después de realizar las correspondientes visitas, cuando se cruzaron con la señora Drummond.

La dama, esposa de uno de los amigos de la infancia del doctor MacGregor, estaba embarazada de nueve meses, y en unos días saldría de cuentas. Rondaba la edad de Beth, y ya era madre de dos preciosas niñas, según le explicó la señora Wallace. Al verlas, la mujer se acercó a saludarlas, y empezaron a conversar.

—¿Y qué le trae por aquí, señora Wallace? —preguntó la señora Drummond con un marcado acento escocés.

—Visitas a viejos amigos, que los tenía un poco abandonados. ¿Cómo vas con el retoño?

—Bueno, tengo ganas ya de que nazca. Estoy un poco cansada—contestó la mujer acariciándose el vientre.

En ese momento, la señora Wallace se dio cuenta de que no había hecho las presentaciones.

—Oh, Rachel, esta es mi doncella, la señorita Beth Arundel. Beth, te presento a Rachel Drummond.

Ambas mujeres se estrecharon la mano.

—Encantada, señora Drummond.

—Ya había oído su nombre, señorita Arundel. Anne Burns me habló de usted. Bienvenida a Callander, espero que se sienta a gusto aquí—respondió la mujer con sinceridad.

—Muchas gracias. La verdad es que Callander me parece un lugar maravilloso—comentó Beth, sonriente.

—Bueno, no se crea, que tenemos nuestros defectos, pero son los menos—dijo la mujer, riéndose.

De repente, su gesto cambió y se tornó serio. Se aferró a su vientre y el dolor se vio reflejado en su rostro. Algo no iba bien. Beth y la señora Wallace se miraron, alarmadas, y enseguida agarraron entre las dos a la señora Drummond, que parecía no poder mantenerse en pie.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Beth, preocupada.

La señora Drummond la miró, angustiada.

—Creo que ya viene.

La señora Wallace se llevó la única mano que tenía libre a la cabeza.

—¡Ay, dios mío! Tenemos que llevarte a casa enseguida. Beth, sostenla un momento.

La señora Wallace se acercó a hablar con un hombre que pasaba por allí, y este salió corriendo para ir en busca del doctor MacGregor. Beth, mientras esperaba, sostenía a la señora Drummond como podía. La pobre mujer estaba sufriendo tremendos dolores.

La señora Wallace enseguida trajo refuerzos, porque justo pasaban Angus y Ben por allí, y ambos liberaron a Beth de su carga, llevando entre los dos a la señora Drummond a su casa.

Los cuatro entraron en la casa de la parturienta, y la ayudaron a subir las escaleras que conducían a su cuarto. Por suerte, la casa no era demasiado grande, así que no tardaron en llegar.               Beth y la señora Wallace se quedaron con la señora Drummond, que ya estaba tumbada en la cama, y parecía más calmada. Mientras, Ben y Angus fueron en busca del padre, que estaba trabajando en ese momento. Las hijas del matrimonio estaban oportunamente con su abuela paterna en su casa según explicó la señora Drummond.

Pasó casi media hora hasta que el doctor MacGregor entró por la puerta, acompañado del señor Drummond. Ethan Drummond era un hombre moreno, alto, con barba, corpulento, y con los ojos azules. En un primer momento, a Beth le pareció una especie de gigante temible, pero su cara de preocupación al ver a su esposa delataba un carácter sensible. El hombre se acercó a su mujer, y le agarró la mano.

—Rachel, cariño, ¿cómo te encuentras? —preguntó el hombre, preocupado.

—Estoy bien, Ethan. Hay que tener paciencia—respondió ella, intentando tranquilizarle.

El doctor MacGregor carraspeó, llamando la atención de los presentes y dijo:

—Bueno, hay demasiada gente aquí. Sólo necesito a una persona. Señorita Arundel, ¿le enferma la visión de la sangre?

—No, doctor—aseveró Beth.

—Bien, entonces usted me ayudará. Los demás, salid de la habitación.

El padre de la criatura y la señora Wallace obedecieron, aunque el doctor no pudo evitar la expectación que se generó fuera de la habitación. Familiares y amigos esperaban sentados en el salón, mientras las horas transcurrían.

En un momento dado, empezaron a escucharse los gritos de dolor de la señora Drummond. El señor Drummond dio un respingo, y su rostro se desencajó por la angustia. La señora Wallace no se separó de su lado, intentando tranquilizarle, dándole palabras de ánimo, y recordándole la fortaleza de su esposa, que no era nueva en esto de traer niños al mundo.

Mientras, en la habitación, Beth sostenía la mano de la señora Drummond y le daba palabras de aliento. El doctor MacGregor estaba tranquilo y concentrado. Era el segundo alumbramiento en el que intervenía, y este prometía ser otro éxito. Todo estaba yendo bien. La madre era fuerte, y aguantaba las sacudidas de dolor con enorme entereza.

Por fin, el doctor pudo ver la cabeza del bebé, y animó a la madre a hacer un último esfuerzo. Minutos más tarde, ya tenía a la criatura entre sus manos, llorando a pleno pulmón.

—Rachel, es una preciosa niña—anunció el doctor, sonriendo y envolviendo a la recién nacida en una manta.

Beth y la madre se miraron, emocionadas. El doctor colocó a la recién nacida en el regazo de la señora Drummond. La pequeña, que estaba llorando, se calmó al entrar en contacto con su progenitora.

—Es preciosa—afirmó la señora Drummond, feliz, mirando a su pequeña.

Beth estaba absorta observando la escena, cuando el doctor MacGregor se dirigió a ella.

—Es hora de que conozca al padre. Señorita Arundel, ¿querría cogerla y llevarla abajo?

Beth se quedó sorprendida ante aquella petición. No obstante, la atendió con gusto. La señora Drummond le entregó a la pequeña, y Beth la cogió con sumo cuidado.

La niña era diminuta y frágil. Parecía sentirse tranquila y segura entre sus brazos, ya que no lloró mientras la sostenía. Beth la miró, fascinada, y sintió una enorme alegría en su corazón.

Bajó las escaleras, y cuando llegó abajo se encontró al señor Drummond de pie, esperando. Beth sonrió, y le entregó a la niña:

—Le presento a su hija, señor Drummond.

El hombre la cogió en brazos, emocionado. A Beth le invadió la ternura al ver aquella escena. Un hombre grande y fuerte, sujetando a esa pequeña criatura entre sus brazos de acero. Unas lágrimas de alegría se deslizaron por el rostro de Ethan Drummond al ver a su hija. Entonces, la señora Wallace le dio una palmadita en el hombro.

—Es muy bonita.

—Sí que lo es—respondió él, sonriendo y sin dejar de mirarla.

Todos aplaudieron y vitorearon a la recién nacida, felicitando al padre con entusiasmo. A continuación, Beth y él subieron, y entraron en el cuarto. El señor Drummond se dirigió a su esposa, que estaba agotada pero feliz, y le dio un apasionado beso en los labios, sin dejar de sostener a la pequeña.

—Siento que no haya sido un niño—dijo ella.

—No importa en absoluto. Es perfecta, Rachel. ¿Qué nombre quieres ponerle?

—Julie. Me gusta ese nombre.

—Entonces Julie se llamará—sentenció él, triunfal, y volvieron a besarse.

Beth, que estaba mirando la escena desde el marco de la puerta, no pudo evitar sentir un poco de envidia por la pareja, que se mostraba enamorada y pletórica con su pequeña.

—Oye, que aún sigo aquí. Al menos podríais esperar a que me vaya antes de haceros carantoñas—dijo el doctor MacGregor con una sonrisa burlona, mientras guardaba el instrumental.

—Perdone, doctor—respondió el señor Drummond sonriendo.

—Anda que me dais las gracias—comentó en broma.

—Te prometo que al próximo le pondremos tu nombre—bromeó la señora Drummond.

—Bueno, pero esperad a que esa pequeñaja crezca un poco—respondió el doctor, divertido.

Beth se rio discretamente. Le divertía ver ese intercambio dialéctico tan jovial entre viejos amigos de la infancia.

Minutos después, los tres regresaron a Taigh Abhainn.

—Dios mío, ya es muy tarde. La hora de cenar ya ha pasado—comentó la señora Wallace.

—Es lo que tienen los partos. Se sabe cuándo empiezan, pero no cuando acaban—apuntó el doctor MacGregor.

—Ha sido muy bonito. Y menos mal que Beth no es aprensiva—dijo la señora Wallace—. Ha debido ser una experiencia emocionante ¿verdad?

—Sí, la verdad es que sí, señora. Lo que más me ha gustado ha sido ver el rostro de felicidad de la señora Drummond. Nunca había visto algo así. Era la felicidad personificada.

—Sí, dicen que ese es un momento de felicidad único—respondió la señora Wallace—. Pero no a todas nos toca vivirlo.

Beth sintió una punzada de dolor en el corazón al escuchar ese comentario. Aunque hacía tiempo que había asumido que nunca se casaría ni tendría hijos, no podía evitar sentirse desdichada en cierta manera por ello.

Recordó en ese instante las conversaciones que mantuvo con Branwell al respecto, cuando eran una pareja enamorada que soñaba con formar una familia, un hogar feliz. Sueños frustrados que quedaron en el pasado.

Sacudió la cabeza y respiró hondo, consiguiendo regresar al presente.

—Por cierto, tengo buenas noticias. El doctor Cunningham me sustituirá durante cuatro días. Así que podemos ir a Edimburgo la semana que viene—dijo el doctor, cambiando de tema.

La señora Wallace sonrió ampliamente.

—¡Maravilloso! —exclamó la mujer con alegría.

Esa noche, la imagen del señor Drummond y la señora Drummond junto a la pequeña Julie apareció en la mente de Beth más de una vez. ¿Se sintió su madre así cuando ella nació? ¿Y Anne?               Recordó el olor y el suave tacto de la recién nacida. Un cúmulo de emociones se agolparon en su corazón cuando la sostuvo en brazos: Alegría, amor, ternura. Había sido una de las mejores experiencias de su vida, y se sentía dichosa por haber podido ayudar a que todo saliera bien.

Puede que no fuera a tener su propia familia, pero había más cosas en la vida. Ayudar a los demás, hacerlos sentir felices. Ella tenía ese don e iba a aprovecharlo. Su vida en Callander estaba resultando ser más excitante de lo que pensaba.

◆◆◆

Edimburgo, unos días más tarde…

Edimburgo estaba envuelta en una espesa y densa niebla, que impedía ver la ciudad en todo su esplendor. El carruaje tuvo que ir despacio atravesando las empinadas calles, debido a la poca visibilidad. La casa de Fiona estaba situada cerca de la Royal Mile, una de las avenidas más transitadas de la urbe.

Llegaron finalmente, y al entrar en la casa, Fiona les recibió con entusiasmo.

—¡Tía! ¡Cameron! —exclamó, abrazando a ambos.

Ellos respondieron con la misma efusividad.

—¿Cómo está mi hermana favorita? —preguntó el doctor MacGregor.

—Bien, aunque, si no recuerdo mal, soy tu única hermana—respondió ella, riéndose.

A su lado estaba su esposo, el señor Alan Fawcett. Beth, al mantenerse a una distancia prudencial, se fijó mejor en los anfitriones. El señor Fawcett llevaba unas gafas de metal, tenía los ojos azules, era alto, rubio, y lucía un bigote bien recortado y peinado. Fiona era alta, esbelta, con el cabello pelirrojo y los ojos azules, igual que el doctor MacGregor.

En un momento dado, la dueña de la casa se fijó en ella, y se presentó.

—Usted debe ser la señorita Arundel. Es un placer tenerla aquí. Mi tía me ha hablado mucho de usted en sus cartas.

—Mucho gusto, señora Fawcett. Es un placer conocerla.

—Espero que disfrute de su estancia en Edimburgo—comentó Fiona, sonriente.

Una sirvienta la acompañó hasta una de las habitaciones de invitados. El hogar de los Fawcett era bastante grande: Una casa de tres plantas, con numerosas habitaciones y amplias estancias. El cuarto en el que se alojaría Beth daba a una tranquila calle apenas transitada.

Según le comentó la señora Wallace, el señor Fawcett era un importante administrador, que trabajaba para numerosas familias adineradas del reino. La fortuna sonreía a la pareja, aunque no solían presumir de su suerte. No habían perdido un ápice de humildad, a pesar de estar en una posición social privilegiada, y ambos vivían una vida sencilla y apacible sin grandes lujos.

Durante la cena, Beth se quedó junto al resto de sirvientes, y tuvo la oportunidad de conversar con ellos animadamente. Ella preguntaba por la vida en la ciudad, y ellos le contaban las cosas que podía ver y hacer.

Beth llegó a la conclusión de que Edimburgo se parecía a Londres en algunos aspectos. Era una ciudad bulliciosa y grande, que, sin embargo, parecía más enigmática y misteriosa que Londres. Estaba deseando conocerla en profundidad.

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