Beth

Beth


CAPÍTULO 18

Página 20 de 34

CAPÍTULO 18

La espesa bruma que les había recibido el día anterior había desaparecido por completo, dando paso a un sol espléndido y poco habitual en aquellos días.

La señora Wallace y Fiona decidieron que sería un buen día para hacer unas compras, y el doctor MacGregor y Beth las acompañaron. Visitaron todos los comercios de la Royal Mile. Compraron zapatos, algunas telas para vestidos, y visitaron una joyería, donde Fiona se probó un collar de perlas que había visto en el escaparate.

Como la señora Wallace quería tener un detalle con su adorada sobrina, decidió regalárselo. La mujer no compró nada para ella, y no precisamente porque el dependiente no pusiera interés. Este le mostró anillos de oro, pendientes, colgantes, collares y pulseras, intentando que la señora Wallace comprara algo. Sin embargo, la fuerza de voluntad de la dama era considerable, y no cayó en la tentación.

El doctor MacGregor y Beth preferían observar el entorno mientras las damas se distraían comprando. Un edificio, un grabado en una fachada, el escaparate de una curiosa tienda de antigüedades, o los close, empinados y oscuros callejones situados a ambos lados de la Royal Mile, envueltos en un halo de misterio sumamente atrayente.

El doctor MacGregor se percató enseguida de que Beth estaba poco interesada en visitar tiendas, y de repente, tuvo una idea.

—Tía, Fiona, ¿os importa que nosotros demos un paseo? La señorita Arundel no conoce la ciudad, y esta sería una buena oportunidad para mostrársela, aunque sólo sea durante un par de horas.

Beth quiso protestar, ya que estaba en sus horas de trabajo, y su obligación era acompañar a su señora, sin embargo, ésta se lo impidió.

—¡Claro! No hay problema. ¿Qué os parece si nos encontramos en el Grassmarket dentro de dos horas?

—¡Estupendo! Nos vemos entonces—respondió el doctor MacGregor, dándose media vuelta y caminando en dirección al castillo.

Beth le siguió inmediatamente, después de hacer una reverencia a su señora. Estaba algo aturdida, pero en el fondo, contenta. Tenía ganas de conocer la ciudad.

Consiguió alcanzar al doctor MacGregor, que caminaba dando grandes zancadas por la empinada Royal Mile. Ese era el único defecto que le encontraba a Edimburgo, sus elevadas calles.

Los transeúntes andaban por la calle a paso ligero. Todo era ruido y griterío. Beth miraba tanto hacia arriba, para observar la hermosa arquitectura de Edimburgo, con aquellos altos edificios que casi tocaban el cielo, como hacia abajo, para evitar las grietas del suelo y así procurar no caerse.

Después de un buen rato caminando, llegaron a las puertas del majestuoso castillo, que se erguía ante sus ojos con orgullo y gallardía.

—¿Sabe que el castillo está construido sobre la cima de un volcán? —comentó el doctor MacGregor, como si fuera un maestro enseñando a una alumna.

—No tenía ni idea. ¡Es fascinante! —respondió Beth sin apartar su mirada del castillo.

El doctor MacGregor la miró de reojo. Estaba totalmente absorta, y sus ojos brillaban con ilusión.

—No pensé que la sorprendería tanto, dada su experiencia como viajera.

—La curiosidad nunca desaparece. Cada nuevo lugar que descubro me fascina y emociona como si fuera el primero. Una nunca deja de aprender, de adquirir sabiduría. Eso es lo que más me gusta: Aprender y descubrir cosas nuevas.

—¿Incluso las cosas malas?

—Incluso las malas. De todo se aprende—sentenció Beth, mirándole con determinación.

El doctor MacGregor sonrió.

—Vamos, aún queda mucho por ver—la instó.

Se dirigieron entonces a los Princes Street Gardens, un parque situado entre la Old Town y la New Town. Allí se quedaron de pie, contemplando el lugar a través de la verja que lo rodeaba, ya que no estaba permitida la entrada a todo aquel que no residiera en la zona. Sin embargo, esto no les impidió disfrutar de la belleza de sus jardines.

—Todo esto que ve, hace unos años, era el lugar donde estaba el Nor Loch. Era un lago adonde iban a parar todos los desperdicios de la ciudad, y donde se realizaron algunas ejecuciones. La gente dice que llegó un momento en que la pestilencia era insoportable—explicó el doctor MacGregor.

—Es increíble el hecho de pensar que todo esto, que es verdaderamente hermoso, fuera en algún momento un lugar lleno de desperdicios—comentó, pensativa.

—Sí, pero al final mire. De algo tan asqueroso y horrible, ha surgido algo bonito—aseveró, divertido.

—Desde luego—respondió Beth, riéndose.

Ya que estaban cerca, visitaron la New Town, cuya distribución en forma de cuadrícula contrastaba con todo lo que había al otro lado de los Princes Street Gardens.

Allí las construcciones eran bastante nuevas, y era mucho más cómodo pasear por sus calles, al haber menos transeúntes. En Edimburgo, lo nuevo y lo viejo convivían en perfecta armonía, según pudo comprobar Beth. Era una ciudad en expansión, que cada día crecía y mejoraba.

Después de un largo paseo, regresaron a la Old Town, y se dirigieron al Grassmarket, uno de los puntos más importantes de la ciudad. En la plaza había tabernas y comercios, y el lugar bullía de actividad.

Cuando llegaron ya era casi la hora de reencontrarse con la señora Wallace y Fiona. Decidieron esperarlas en una de las esquinas de la plaza, aunque el doctor MacGregor sabía con certeza que no serían puntuales. Cuando ambas salían de compras, solían olvidarse de mirar el reloj. Estaban allí observando el trasiego de gente, cuando ante ellos se detuvo una dama.

—¡Hombre! Pero si es Cameron MacGregor en persona—dijo la mujer, con gesto indignado.

El doctor MacGregor tragó saliva, y se revolvió incómodo. Parece ser que conocía a la dama, pero no por un buen motivo.

—¡Janine! ¡Cuánto tiempo! ¿Cómo te va todo? —respondió él, forzando una sonrisa y mirando a Beth de reojo.

—Bien, y no gracias a ti, precisamente—respondió la mujer, malhumorada.

—Vamos, el pasado es el pasado—comentó él un poco avergonzado, mirando a Beth de forma inocente.

Beth alzó una ceja. Estaba claro que se trataba de alguno de los líos amorosos de su señor, pensó. Según le contó la señora Wallace, el doctor MacGregor conquistaba a cuanta mujer hermosa se cruzaba en su camino. Beth no se sorprendió cuando se lo dijo, ya que había sido testigo de ello aquella noche en casa de lord Houston.

—Veo, por otro lado, que otra pobre muchacha ha caído en tus redes—dijo la dama mirándola de arriba abajo.

Beth abrió mucho los ojos y con verdadero apuro, intentó aclarar la situación.

—Disculpe, pero no es lo que piensa… Yo solo…

Entonces, el doctor MacGregor intervino.

—Querida, no te molestes. Está celosa porque tú sí que has conquistado mi corazón. Además, si no recuerdo mal, ¿tú no estabas casada, Janine?

La mujer empezó a balbucear, para sorpresa de Beth. En ese instante, el doctor miró detrás de ella, y dijo:

—Oye, creo que tu marido te anda buscando. Deberías ir, a ver si va a pensar que le escondes algo.

La dama apretó la mandíbula, y con gesto indignado y mirada furiosa, se alejó de allí, dando grandes y exageradas zancadas. Beth miró al doctor, mientras este se reía a carcajadas.

—Doctor, eso no ha estado bien—le regañó Beth cruzando los brazos sobre su pecho con gesto severo.

—Vamos, señorita Arundel, ella fue la que vino buscando pelea.

—¡Eso no es excusa! Además, le ha mentido descaradamente. Usted y yo no estamos juntos.

—Pero lo aparentamos. Venga, sólo era una broma, una mentira piadosa para que nos dejara tranquilos. Le aseguro que esa dama es una fiera.

—Ya, pero usted no es un ángel precisamente—respondió Beth, sin perder su gesto serio.

Él le dedicó una mirada pícara.

—Bueno, algo de diablillo tengo, pero usted sabe que en el fondo no soy tan malo.

—Reitero lo dicho: No ha estado bien. No se debe mentir—aseveró Beth.

—¿Y a ella no le dice nada, señorita Arundel? Estuvimos juntos solo unos meses, y ella ya estaba casada. Me usó sin ningún tipo de reparo. Se aprovechó de mi debilidad por las mujeres bonitas. ¡Yo soy el ofendido! —respondió, fingiendo indignación.

Beth se rio.

—Sí, muy ofendido le veo.

Él no se rio, aunque dibujo una sonrisa. Entonces, la miró con ojos de cordero degollado.

—Bueno, ya que está en su papel de institutriz, ¿me va a imponer algún castigo por mi mala conducta?

Beth puso su mano en el mentón, y simuló estar pensando en una buena reprimenda.

—Tal vez le mande copiar cien veces la frase “No debo mentir”. Pero ya veremos si se me ocurre alguna otra cosa—contestó ella, divertida.

Los dos se rieron, y justo en ese momento llegaron la señora Wallace y Fiona. Tía y sobrina se miraron algo extrañadas al ver aquella escena. El doctor y Beth se mostraban relajados y sonrientes en su mutua compañía. La complicidad que había entre ellos era evidente. A la señora Wallace le encantó verlos así, y le fastidió un poco tener que interrumpirlos, sin embargo, no quedaba más remedio. Debían regresar a casa.

Al día siguiente, el doctor MacGregor se ausentó durante todo el día, ya que fue a visitar a viejas amistades de la época en la que la ciudad era su hogar.

Mientras, Beth, la señora Wallace y Fiona se quedaron en casa, debido al mal tiempo que hacía aquel día, con una lluvia constante que no dio tregua.

La señora Wallace no se encontraba particularmente bien. Estaba algo cansada después de la incesante actividad del día anterior, así que se fue a descansar nada más terminar de comer. Fue en ese momento, cuando Fiona y Beth se quedaron a solas.

—Me ha dicho mi tía que se ha adaptado perfectamente a Callander.

—Sí. Es un lugar maravilloso.

—Es pequeño, pero hay una comunidad muy unida.

—Habrá sido un cambio considerable para usted vivir en una ciudad tan grande como Edimburgo.

—Sí, aunque visité Edimburgo muchas veces antes de casarme. Es una ciudad que conozco bien, y no está lejos de Callander, así que puedo visitar a mi familia cuando quiera. Por cierto, me contó mi tía que usted es de Oxfordshire ¿verdad?

—Sí, señora.

—¿Conoce usted Didcot?

—Sí, no está lejos de donde yo nací, aunque no he estado nunca.

—Mi marido tiene un conocido allí. Lionel Hudson, es el administrador de lord Hightower, duque de Didcot.

Al escuchar ese nombre, Beth sintió un escalofrío. Sabía perfectamente quién era lord Hightower. El caballero era uno de los amigos íntimos de su padre. De repente, Fiona observó que Beth se estaba poniendo pálida.

—¿Se encuentra bien? —inquirió, poniendo una mano en su hombro.

Beth asintió, mientras intentaba serenarse.

—Sí, señora. Estoy bien.

Fiona pareció convencida con esa respuesta, y siguió preguntando.

—¿Y de qué parte de Oxfordshire es usted?

—De Faringdon—mintió.

A Beth le preocupaba el nivel de cercanía que los Fawcett tenían con el administrador de lord Hightower. Podían atar cabos y era mejor no arriesgarse.

—¿A qué se dedicaba su familia? Si no le importa contestar—comentó Fiona, algo apurada.

—Mi padre era abogado y mi madre era ama de casa.

Lo cierto es que, a pesar de estar haciéndolo con sorprendente facilidad, odiaba tener que mentir sobre su pasado.

—¿Eran? —preguntó Fiona, desconcertada.

—Murieron siendo yo muy joven.

Fiona asintió.

—Entiendo. Una pena. Comprendo la situación perfectamente, señorita Arundel. Yo ni siquiera conocí a mis padres; murieron siendo yo un bebé. ¿Y a qué escuela fue?

—A la escuela Graham.

—¡Vaya! Es una de las mejores, según tengo entendido.

—Sí, así es—respondió Beth, ya más tranquila.

—Yo me eduqué en Callander, con tutores. Mi tío nos ofreció la mejor educación que pudo. De hecho, insistió mucho en que yo tuviera la misma formación que mi hermano. Ya sabe que no es lo habitual. Si por él hubiera sido, yo también habría asistido a la universidad.

—Eso es poco común—comentó Beth, impresionada.

—Lo sé. Por eso siempre digo que fui afortunada.

—Su hermano y usted están muy unidos ¿cierto?

Fiona sonrió.

—Sí, le adoro. Aunque a veces me preocupa. Me gustaría que dejara las aventuras amorosas, y encontrara una esposa. Pero desde aquella vez, no ha sido posible—se lamentó.

Beth la observó con gesto interrogante. Fiona respiró hondo, y decidió sincerarse.

—Todo esto es culpa de un desengaño amoroso. Suele ocurrir. Nos enamoramos de alguien con quien no podemos estar. Esa mujer lo abandonó y se casó con otro que era de su misma clase. Desde entonces, mi hermano no ha sido capaz de entregar su corazón. Y esto me entristece y me indigna, señorita Arundel. Debería superarlo y enamorarse de verdad. Estoy convencida que su alma gemela está ahí fuera, pero él se niega a encontrarla—aseveró Fiona.

Beth entendió muchas cosas en ese momento, y decidió compartir con Fiona su perspectiva.

—Yo pienso que en la vida todo sucede por alguna razón. Tal vez no ahora, pero en un futuro, estoy segura de que ocurrirá lo que usted desea. A veces no es cuestión de buscar, sino de que nos crucemos por el camino con la persona adecuada. —Beth agachó la mirada—. Créame, entiendo bien a su hermano, y a todos los que son como él.

>>A veces un amor queda tan marcado en nuestro corazón, que llegamos a pensar que la vida es un lugar sombrío donde solo cabe el sufrimiento, y que jamás volveremos a ser felices. Hasta que un día, recuperamos la esperanza, volvemos a creer en nosotros mismos y abrimos nuestro corazón de nuevo.

Fiona la miró con fascinación. Beth Arundel era una mujer verdaderamente sabia, pensó.

—Entonces, esperaré y rezaré porque así sea. Y también porque usted encuentre un buen mozo escocés—dijo, riéndose.

Beth se rio con ella. Se sorprendió al darse cuenta de la sabiduría que había adquirido después de tantos años respecto a estos asuntos.               Era capaz de entender ese complicado sentimiento llamado amor, y cómo podía afectar a otros a la perfección. Ella había asumido su suerte, sin embargo, deseaba de corazón que la del doctor cambiara. Gracias al poco tiempo que habían pasado juntos, le tenía en alta estima. Y cuando uno aprecia a otra persona, desea su felicidad de corazón.

El doctor MacGregor regresó a la hora de cenar, y se reunió con la señora Wallace y los Fawcett en el comedor. Beth comió junto a los sirvientes, mientras charlaba distendidamente con ellos.

Eran casi las once, cuando la señora Wallace y los Fawcett decidieron que era hora de irse a dormir.

Beth, tras ayudar a la señora Wallace a cambiarse, se dirigió al salón, buscando algo de soledad. Sin embargo, se encontró con el doctor MacGregor, que estaba mirando la luna a través de una de las ventanas de la estancia.

—Venga aquí, señorita Arundel—le ordenó, sin mirarla.

Beth, sorprendida al comprobar que había adivinado que era ella, se acercó a él.

—¿Sí, doctor?

Él, sin apartar su vista de la luna, dijo:

—Observe esta maravilla. Luna llena. Es difícil verla en días así. ¿Había visto alguna vez algo tan bonito?

Beth observó la luna, que se mostraba enorme y majestuosa.

—Alguna vez, doctor—respondió ella, sin dejar de mirar. Entonces, Beth comentó para sí misma, aunque en voz alta—. Tan hermosa y tan solitaria.

El doctor la miró, pensativo.

—¡Vaya! Nunca lo había visto de esa manera—comentó, volviendo a centrar su vista en la luna—. Sí, tiene razón. Está muy sola. —Entonces, suspiró con pesar—. Como muchos, supongo.

Beth, al notar su serio tono de voz, intentó animar la conversación.

—¿Y cómo le ha ido el día?

El doctor se alejó de la ventana, pero se mantuvo de pie, junto a la chimenea.

—Bien, he visitado a viejos amigos. Todos casados y con hijos. Yo soy el único que no ha cambiado—contestó él con aire cansado—. Todos me preguntan siempre cuándo voy a casarme, y yo me canso de darles la misma respuesta: Que eso no va a suceder.

Beth entendió perfectamente a qué se refería después de la conversación con Fiona.

—Bueno, es algo normal. Eso demuestra que sus amigos se preocupan por usted.

El doctor MacGregor la miró.

—¿Sus amigos se preocupan mucho por usted, señorita Arundel? —preguntó con interés.

—Sí, desde luego que sí. Sé que puedo contar con ellos si algo me ocurre. Anne y Angus Burns son un ejemplo.

—¿Y hay alguien más que se preocupe por usted aparte de los Burns? —inquirió, sin dejar de mirarla.

—Lady Melinda Avery. Ella es de las pocas amigas que tengo en Inglaterra.

—¿Avery? Conozco a un Avery.

—Mi amiga está casada con lord Avery, marqués de Woodford.

El doctor MacGregor reconoció al caballero del que hablaba.

—Sí. Lo conozco. Aunque no fue demasiado amable en nuestro primer y único encuentro—comentó él, torciendo el gesto.

—Sí, tengo entendido que es alguien un poco peculiar.

—Deduzco entonces que el matrimonio de su amiga fue de conveniencia.

—Sí, doctor, así es. Ya sabe que eso es lo normal en la alta sociedad.

—Sí, por desgracia sí—respondió él, serio.

En ese momento, el doctor MacGregor se sentó en uno de los sillones de la estancia, y fijó su vista en el fuego. Se mostraba pensativo y parecía triste. De repente, un amargo recuerdo regresó a su mente.

—Fue en una noche como esta, hace dieciséis años—dijo, mientras apartaba su vista del fuego. Beth estaba de pie, observándole, esperando a que continuara—. Esta noche, señorita Arundel, necesito hablar con alguien que no me juzgue. ¿Podría compartir con usted mi historia y mi pesar? —preguntó, mirándola.

Beth vio en sus ojos un atisbo de súplica que indicaba que aquel hombre buscaba comprensión, alguien que lo escuchara. Por este motivo, se acomodó en uno de los sillones, frente a él, y respondió:

—Le escucho.

Ir a la siguiente página

Report Page