Beth

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CAPÍTULO 23

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CAPÍTULO 23

Anne estaba intentando calmarse tras lo acontecido. Apenas podía entender lo que acababa de ocurrir. La desesperación y la angustia se habían apoderado de ella. Beth permaneció a su lado en todo momento, mientras el doctor le preparaba una tila.

Ben miraba con preocupación a su madre desde el umbral de la puerta. Se habían cumplido sus peores temores. A pesar de eso, creía que estaba luchando por algo justo.

Según le había dicho Catherine, ella no quería casarse con lord Francis Worthfield, y este, como no podía tenerla, lo había desafiado.

Ben estaba dispuesto a defender su amor por lady Catherine, aunque le costara la vida.

Enseguida corrió la voz por la ciudad, y la noticia llegó a oídos de Angus, que se personó en su casa de inmediato.

Habló con su hijo a solas, mostrándose enormemente enfadado y disgustado.

—¿Y si mueres, Ben? ¿Qué haremos entonces? ¡Maldito egoísta! Nunca pensaste en nosotros, tus padres, que hemos luchado siempre por ti—dijo Angus totalmente fuera de sí.

El doctor y Beth ayudaron a Anne a bajar al salón, donde estaba teniendo lugar la discusión. La mujer no tenía fuerzas para recriminarle nada. Solo pensaba en el hecho de que quizás esa fuera la última noche que lo vería con vida, así que se limitó a abrazar a su hijo.

Angus se derrumbó sobre una silla, frente a la chimenea. Beth se acercó a él y le acarició la espalda, intentando transmitirle la fuerza necesaria para hacer frente a esa terrible situación.              

Entonces, el doctor decidió marcharse de allí, y se dirigió a Manor Hall, con la intención de intentar detener aquella locura.

—Es una cuestión de honor, doctor MacGregor. Ese andrajoso debe recibir su merecido. No puedo permitir que me insulte e intente arrebatarme a mi prometida—explicó lord Francis, altivo y desafiante.

Al doctor le exasperaba el comportamiento del muchacho, y estaba empezando a desesperarse.

—Lord Francis, uno de los dos puede morir. ¿Entiende lo que eso significa?

Lord Francis le miró, ofendido.

—Por supuesto, doctor. Entiendo su idioma.

El doctor miró a lady Catherine, que permanecía impasible ante lo que estaba sucediendo.

—¿Y usted no tiene nada que decir, lady Catherine? —inquirió el doctor, molesto.

—¿Yo? Yo no puedo hacer nada. Si ellos quieren pelearse por mí, que lo hagan. A mí me parece algo muy valiente, y eso demuestra que me quieren—aseveró con absoluta naturalidad.

El doctor MacGregor no daba crédito a lo que estaba oyendo, y sacudió la cabeza, incrédulo.              

Justo en ese momento, entró lady Horsham, que había oído lo que acababa de decirles tanto a lady Catherine como a lord Francis. Esta, en vez de actuar con sensatez, decidió defender a su sobrina.

—Catherine no tiene la culpa. Ellos han decidido batirse en duelo. Sí, es algo estúpido, pero ella no tiene nada que ver—afirmó con cierta altivez.

El doctor MacGregor se quedó atónito ante su defensa, y respondió, indignado:

—¿Qué no tiene la culpa? Ella fue la que empezó todo esto. Le hizo a Ben falsas promesas de amor, y luego vinieron los problemas. Lady Catherine sabe perfectamente que ha actuado con vileza.

Tía y sobrina abrieron la boca, ofendidas.

—Pero ¿quién te crees que eres para decir eso? Vienes aquí a insultarla, cuando ella no ha hecho nada —espetó lady Horsham, furiosa—. Estoy completamente decepcionada contigo, Cameron. Pensé que serías más coherente, y no defenderías a ese muchacho pobre y andrajoso, sin título ni dinero, que ha tenido el atrevimiento de pretender a mi sobrina—afirmó de forma despiadada—. Cada uno debe conocer su lugar en esta vida.

En ese instante, el doctor MacGregor sintió cómo un sentimiento de rabia y furia le invadía por dentro, destruyendo a su paso cualquier atisbo de comprensión, empatía o afecto hacia lady Evelyn Horsham. Había insultado a Ben, pero también a él. Recordó las palabras de su tía, y vio por fin la verdad. Se le había caído la venda de los ojos después de muchos años. Nada tenía que hacer allí.

—Sí, cada uno debe saber dónde está su lugar. Y desde luego, el mío no es este—afirmó, mirándola con desprecio, mientras apretaba los puños y la mandíbula, enfadado.

A continuación, dio media vuelta y se marchó hacia el vestíbulo para salir cuanto antes de Manor Hall.

Lady Horsham se dio cuenta de lo que acababa de provocar, y fue corriendo tras él.

—¡Cameron, por favor, no te vayas! ¡No quise decir eso! Es que… Estaba enfadada—dijo ella, suplicante, abrazándole por detrás.

Él se deshizo de su abrazo, se giró y la miró.

—¿Por qué no acudiste esa noche? —preguntó, desafiante.

A pesar de la sorpresa que le provocó la inesperada pregunta, contestó de forma clara y franca:

—Ya sabes por qué. Debía casarme, era mi obligación.

—¿Y si no hubieras estado comprometida? —inquirió él.

Ella se quedó callada. Estaba desconcertada y no sabía qué contestar. No obstante, a él le bastó ese breve silencio para conocer la respuesta.

—Entiendo—respondió él, asintiendo.

—¡Tú no lo entiendes! ¡No podía casarme contigo! ¡No podía vivir como tú! Yo no soy así. No hubiera podido vivir en Callander, o en cualquier otro sitio, sin dinero, sin lujos y trabajando. Hubiera sido horrible para mí—afirmó ella, desesperada.

Después de escuchar esto, el doctor no necesitó más explicaciones. Había llegado el momento de despedirse.

—Adiós, Evelyn—dijo con gesto serio.

A continuación, se marchó de Manor Hall para no volver jamás.

Lejos de allí, en casa de los Burns, Ben estaba en el jardín, a solas con sus pensamientos. En su mente, consideraba los posibles resultados que podrían darse al día siguiente.

Lo bueno, si es que había algo, era que Ben sabía disparar. Iba con su padre a cazar conejos de vez en cuando, y no tenía mala puntería. Eso sería una ventaja. Sin embargo, estaba asustado.

De repente, oyó un ruido en la oscuridad. Alguien estaba saltando el pequeño muro de piedra que separaba la casa de los Burns de la de sus vecinos. Entonces, Ben fijó su vista en la penumbra. Instantes después, pudo ver la figura de una muchacha. Era Gracie.

Ben sintió cómo su corazón daba un vuelco. No solo por la inesperada visita, sino porque no era otra que su amiga de la infancia, con la que llevaba semanas sin apenas hablar.

Gracie estaba preciosa esa noche. Llevaba el pelo suelto, que le caía en cascada sobre los hombros y la espalda, y un bonito y sencillo vestido gris. La joven se acercó a él despacio, hasta ponerse justo delante de él.

—Hola, Ben—dijo la muchacha con timidez.

La luz de la luna llena iluminaba su rostro, y hacía que resplandeciera de una forma casi sobrenatural. Parecía un ángel, pensó Ben. Su corazón se sentía contrariado ante aquella enigmática presencia.

—Hola—respondió él.

Gracie agachó la mirada, y se frotó las manos, nerviosa.

—Ya me he enterado de lo del duelo. —Ben resopló, pensando que iba a darle otro sermón de los suyos. No obstante, ella alzó una de sus manos, deteniendo así una posible protesta—. Sé que no puedes rechazarlo, es una cuestión de honor. Me lo ha explicado mi padre. —Gracie alzó la vista, y lo miró con resolución—. He venido a decirte que rezaré por ti, para que todo salga bien y nadie tenga que morir.

La joven tragó saliva, intentando deshacer el nudo que tenía en la garganta, y que apenas le permitía hablar con calma. Al mismo tiempo, trataba de contener las lágrimas que asomaban por sus ojos.

—Pero, además de eso, también he venido a hacerte una confesión. —La joven respiró hondo, y finalmente dijo—: Siempre te he querido, Ben. He estado esperando a que me correspondieras, pero no ha podido ser. No es culpa tuya, el amor es así. Quiero que sepas que hace tiempo renuncié a ti, al saber que amabas a Catherine. Por eso, esto es en parte una despedida. Sin embargo, quiero que sepas que puedes contar conmigo, porque seremos amigos para siempre.

En ese momento, Gracie dibujó una triste sonrisa, tratando de no mostrar el inmenso dolor que sentía al pensar que tal vez no volvería a verle.

Ben se quedó en silencio, intentando asimilar su confesión. Gracie le quería. Aquella muchacha pelirroja, llena de pecas, compañera de juegos de la infancia. Esa chica que se ponía celosa cuando hablaba de otras, y que siempre trataba de llamar su atención.

Ben la examinó bien. Estaba allí de pie, frente a él, sin moverse. Consideró en ese instante que su honestidad y su valentía eran verdaderamente admirables.

—¿Por qué me dices esto ahora, Gracie? Pensaba que estabas enfadada conmigo—preguntó Ben, todavía incrédulo.

—¡Oh, Ben! Nunca estuve enfadada. Es que me era difícil permanecer a tu lado, cuando no dejabas de hablar de Catherine. Comprende que era complicado soportarlo. Pero no quiero que, si ocurre algo, nos hayamos despedido de malas formas. Quiero que estemos en paz los dos, pase lo que pase.

Ben sonrió tímidamente y decidió abrazar a Gracie, como siempre solían hacer cuando eran niños.

Gracie le recibió con los brazos abiertos, y no pudo evitar que algunas lágrimas se deslizaran por sus mejillas.

Ben la estrechó con fuerza. En ese momento, se sintió dichoso y seguro entre los pequeños y delgados brazos de Gracie. Y fue entonces cuando decidió desahogarse, y lloró desconsoladamente.

Gracie se mantuvo en silencio y siguió abrazándole, convirtiéndose en una especie de refugio para el atormentado y temeroso joven.              

Después de un rato, se separaron. Ben se sentía ahora más aliviado, aunque el miedo y la incertidumbre seguían presentes en su ánimo. Ella le acarició una de sus mejillas, y se miraron a los ojos con tristeza.

—Gracias, Gracie. De verdad, gracias—dijo Ben agarrando su mano.

Gracie asintió, y decidió marcharse antes de derrumbarse del todo. Finalmente, se despidieron, y ella desapareció en la oscuridad.

Una hora después, Beth estaba sentada frente a la chimenea del salón de Taigh Abhainn, pensando en lo ocurrido.

Nada más llegar, le había contado todo a la señora Wallace, que se quedó totalmente horrorizada.

Beth observaba el crepitar de las llamas con gesto serio. A pesar de lo tarde que era, no tenía ganas de dormir, ni de leer, ni de hacer cualquier otra cosa. Estaba angustiada y asustada.

Consideraba que todo aquello era una locura. Enfrentarse a alguien en un duelo por el amor de una muchacha era absurdo. Entendía que por amor se podían hacer tremendos disparates, pero llegar a poner en riesgo la propia vida por alguien a quien es evidente que le importas poco, era una completa insensatez.

Y entonces pensó en sus queridos Angus y Anne, que estaban completamente destrozados. Beth se sintió frustrada ante el hecho de no poder hacer nada para evitar aquella terrible situación.

En ese momento, entró en el salón el doctor MacGregor. Beth no se percató de su presencia porque estaba totalmente inmersa en sus pensamientos, y el mundo había desaparecido para ella.

El doctor se sentó justo al lado de donde ella estaba, dejándose caer sobre un sillón. Fue entonces cuando Beth se sobresaltó, asustada.

—Doctor MacGregor, no sabía que estaba aquí—dijo Beth, todavía alterada.

—No llevo mucho tiempo—respondió el doctor—. ¿Cómo están los Burns?

—Mal, doctor, muy mal. ¿Ha habido suerte con lord Francis? —preguntó Beth, mirándole, esperanzada.

El doctor negó con la cabeza, para desilusión de Beth.

—Nada. No va a retirar el desafío. Y para colmo, lady Catherine está encantada—contestó el doctor, molesto.

Beth suspiró, abatida.

—Es terrible. ¿Y es buen tirador lord Francis?

—Tengo entendido que sí.

Beth cerró los ojos y suspiró con pesar.

—Entonces solo queda rezar para que ocurra un milagro.

El doctor MacGregor la miró con tristeza. Se sentía mal por no haber podido hacer nada. Además, volvió a recordar lo que había ocurrido con Evelyn.

Lo cierto es que su ánimo no era el mejor en esos momentos. Se levantó y se dirigió a una repisa, donde había unos vasos y sendas botellas que contenían oporto, whisky y brandy. Necesitaba beber algo y despejar su mente de preocupaciones.

—¿Quiere un whisky?

Beth lo miró, y pensó que no le vendría mal en esos momentos tomar algo que le ayudara a despreocuparse. 

—Sí, por favor—contestó, asintiendo.

A continuación, el doctor llenó un vaso y se lo entregó. Beth tomó un pequeño sorbo, y tosió al notar el hormigueo que la bebida le produjo en su garganta, ya que no estaba acostumbrada. 

—¿No va a dormir esta noche? —preguntó el doctor, mirándola.

—No, no podría dormir, doctor. La preocupación es más fuerte que mi cansancio. ¿Y usted?

—Yo debería dormir, porque mañana debo tener fuerzas, pero no tengo muchas ganas.

—Mañana usted…

—Necesitan un doctor, siempre es necesario tener uno cerca, ocurra lo que ocurra.

A Beth le entró un escalofrío. Pobre Ben, pensó. Si sobrevivía y mataba al rival, tendría que marcharse de allí, huyendo de la justicia. Si moría, Anne y Angus no lo soportarían. Y si solo caía herido, entonces habría esperanza.

—¿Ha asistido a algún duelo antes, doctor?

—Nunca. He tenido la suerte de no tener que hacerlo.

—¿Qué cree que pasará? —inquirió Beth, temerosa.

Él suspiró, abatido.

—No lo sé. Ambos son buenos tiradores. Yo lo que espero es que solo sea una herida. Así se terminaría el duelo, y no habría problemas. Aunque uno de los dos tendría que marcharse por un tiempo.

—¿Y si Ben es el que acierta?

—No se preocupe. Tengo amigos en todas partes. Ellos podrán encontrarle refugio hasta que se calmen las cosas.

A Beth le alivió escuchar eso. Aunque ya sabía que el doctor era alguien extraordinario, que ayudaba a todo el mundo.

A pesar de que aun sufría por su desengaño, no podía dejar de amarlo. De hecho, estaba segura de que nunca podría.

—Gracias, doctor—dijo Beth con emoción en su voz. El doctor asintió en respuesta.

Minutos más tarde, debido al cansancio, y un poco al alcohol, Beth acabó quedándose dormida en uno de los sillones, mientras el doctor permanecía en silencio mirando el crepitar del fuego.

Giró la cabeza y la observó. Se fijó en lo largas que eran sus pestañas, en su piel blanca y suave, y en sus pequeñas y delicadas manos.

El doctor sintió una inmensa ternura al verla allí tumbada, durmiendo plácidamente. Era la inocencia y la bondad personificadas. Un considerable contraste con lady Evelyn y lady Catherine, dos mujeres superficiales que nunca hacían nada por nadie.

¡Qué ciego había estado durante tantos años!, pensó, enfadado consigo mismo por haber sido tan necio. No obstante, ahora se sentía en cierta manera liberado.

Su corazón ya no tenía ningún pesar, algo que le sorprendió gratamente. No se sentía triste, sino más bien aliviado.

Nunca debió entregarle su corazón a alguien que carecía de él.

Era consciente de que no solo había decepcionado a su tía, sino también a Beth. Su comportamiento aquella primera velada en Manor Hall con ella había sido imperdonable. Entendía perfectamente la distancia que había puesto entre ellos. Era lógico y comprensible.

Sin embargo, a partir de ese momento, trataría de enmendar sus errores. Deseaba con toda su alma recuperar la confianza y el afecto de Beth.

Decidió quedarse allí, junto a ella, velando su sueño. Trajo una manta y se la puso encima, para que no pasara frío. Volvió a su sitio, y la siguió observando durante bastante tiempo, hasta que finalmente se quedó plácidamente dormido.

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