Berta

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Capítulo VIII

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VIII

El reloj del vestíbulo dio las tres de la madrugada. León Sarlanga atravesó el pasillo y siguió los hilos del rectángulo de luz que se filtraba bajo la puerta de aquella alcoba, tras la cual se hallaba la esposa… Esta evidencia le llenó de emoción. Una emoción extraña, honda, que jamás sintió en ningún otro momento de su vida. Él tuvo momentos de verdadera satisfacción en el transcurso de su existencia. Riquezas que cayeron en sus manos como por arte de magia. Amigos sinceros que su carácter conquistó y cuya amistad no rompía el tiempo ni la distancia…

Pero nunca sintió aquella honda y tierna sensación de amar y ser amado. Solo allí, tras aquella puerta, se hallaba su dicha total y verdadera. Sabía, porque se conocía bien, que jamás dejaría de amar a Berta Yenes. Era aquella mujer como el imán humano que lo atraía, que llenaba su carne de extraños temblores y llenaba su espíritu y lo mantenía vivo y expectante y feliz para toda la vida.

Empujó la puerta y se encontró con una Berta ruborosa, envuelta en un primoroso salto de cama, palpitante, feliz, juvenil, como la muchacha inocente que se ve por primera vez ante un hombre. No sintió celos del muerto. Al verla, trémula y ruborizada, tuvo la plena seguridad de que Berta había olvidado totalmente la primera vez que se casó y se vio a solas con su marido.

Cerró la puerta y quedó ante ella sin atreverse a dar un paso. Es más; él, que tan audaz fue para el amor, que tantas mujeres tuvo en sus brazos, en aquel momento se sintió cohibido, como asustado, como si fuera un ladrón descubierto en el momento de su fechoría. Daba la impresión de no saber cómo reaccionar ante la mujer que se le entregaba.

—León —susurró ella con un hilo de voz.

El hombre, ante aquel susurro entrecortado, sintió como si la poseyera en aquel instante. Avanzó hacia aquel supremo momento, como si dos llamas prendieran en ellos y los abrazaran. La besó. Fue aquel beso como el primer eslabón en una cadena interminable y maravillosa.

Cayeron los dos sobre un canapé. Ella reía. Era su risa queda, susurrante, apagada. Él la besaba una y otra vez, y decía miles de cosas ininteligibles.

La alcoba se oscurecía, o no veían ellos la luz. Se dedicaban el uno al otro y las horas transcurrían. Era turbador sentirse así, junto a él, sintiendo su voz y paladeando sus besos, que eran hondos y ardientes, incomparables.

Fue ella, varias horas después, quien se dio cuenta que empezaba a amanecer.

—León…

—Cállate, mi vida.

—Está amaneciendo.

—Estoy a tu lado.

—Pero te van a ver salir.

—Espera, mi amor.

—Cariño —y encuadraba su rostro entre sus finas manos—, es preciso que te vayas.

—¿No quieres estar a mi lado?

Se apretaba contra él.

—Dios mío —susurró—, a tu lado hasta el fin de mis días. Y no sé cómo hiciste, León, para enloquecerme así. Yo que creí que la vida de amor para mí ya no existía.

—Porque te faltaba yo.

Reía quedamente sobre su pecho. Él le acariciaba la cabeza. Susurró:

—¿Sabes que no te imaginaba así?

—¿Así? —y lo miraba a los ojos—. ¿Cómo?

—Tan… apasionada, tan distinta de todas las demás, tan…

—¿Tan?

—Maravillosamente impetuosa.

—Te amo.

—Yo te adoro, Berta —y roncamente—: Y pensar que tengo que dejarte hasta la noche…

—¿Y si te ven salir?

—¡Dios del cielo, no me hagas pensar en esas cosas!

—¿Qué vas a decir?

—Que soy sonámbulo y que no sé lo que hago mientras duermo.

* * *

Cosa extraña. Doña Blanca se presentó en el domicilio de su hija a las doce en punto de la mañana. Doña Blanca apenas si salía de su hogar, y, desde luego, visitar a Berta jamás lo hacía.

—¿Y la señora? —preguntó a una doncella.

—Aún no ha salido de su habitación.

—Dígale que estoy yo aquí.

Al momento apareció Berta. Al ver a su madre quedó un tanto suspensa y aturdida.

—Vengo a felicitarte —rio la dama con picardía.

—Mamá…

—Berta, eres como una criatura. Dime: ¿estuvo León a verte?

—Sí.

—Hija, me lo dices con una timidez…

—Mamá, por favor…

—Toma.

Y le alargó una carta.

—¿De quién es?

—De tu hijo. Me escribió a mí, porque, como sabes, me da siempre noticias de sus exámenes. Ha salido bien. Vendrá uno de estos días.

Berta se dejó caer en una butaca y quedó ensimismada.

—No sé… —pasó los dedos por la frente— cómo voy a solucionar esto. Temo que León no resista la altivez de Pedro.

—A eso he venido. A decirte que procures no enfrentarlos.

—¿Y si lo ven salir de aquí? Esto es una comedia absurda, mamá. Nunca debí de…

—¿De casarte con él?

Se estremeció.

—No podría pasar sin casarme con él —susurró—. Es toda mi vida.

—Pues si lo es ten valor y háblales claro a tus hijos.

Se puso de un salto en pie.

—No me lo perdonarían. Y no tengo derecho a destrozar la vida de mis hijos, por mucho que ame a mi marido.

—No olvides que eso que acabas de decir es muy relativo. Tu hijo es un muchacho. Ten en cuenta que muy pronto, si no la tiene ya, hallará una mujer que lo haga feliz. Tú no puedes, de ninguna manera, renunciar a tu felicidad solo por dar gusto a tus hijos.

—¿Qué debo hacer, pues?

—No lo sé. Estimo que nada en particular. León no se resignará a prescindir de ti, y es muy lógico. Tu hijo querrá acapararte y es también muy lógico. De tu inteligencia depende que sepan congeniar uno con otro.

—No veo la forma.

La anciana se puso en pie.

—Yo sí sabría. Tú también cuando llegue el caso. Tengo que dejarte.

—¿Por qué no te quedas a comer conmigo?

—Porque tengo un invitado a comer.

—¿Un invitado?

—Mi yerno.

—¡Mamá! —se alarmó—. ¿Qué dices?

—¿Por qué no te vistes y te vienes también?

—¿Qué dirá la gente?

—Dirá que León tiene mucho dinero y quiere invertir una parte en un buen negocio y yo pondré la mía.

—No te comprendo, mamá.

—Pues está bien claro. Seré socia de León en los supermercados que piensa instalar en la ciudad y en toda España.

—¿Qué?

—¿No te lo ha dicho?

—Por supuesto que no.

—Pues ya lo sabes. Tú también podrás entrar en la sociedad. Es una forma como otra cualquiera de entrevistarte con él. Un pretexto, vaya.

—¿Qué te propones, mamá? —preguntó con un hilo de voz.

—Que seas feliz, hija mía. Que te conviertas en una mujer de negocios para poder estar más cerca de tu marido. Por favor —añadió tras rápida transición—, no puedo entretenerme, porque tengo que disponer la comida. Espero que no desdeñes mi invitación.

—¿Has venido a eso?

—Y a decirte lo de la carta. Tu hijo estará al llegar. Pronto sabrá que te acompaña un hombre. Es una novedad para él. Procura salir airosa.

* * *

Doña Blanca se hallaba sentada en su sillón de orejas. No lejos de ella, de pie frente al ventanal, estaba León cuando ella entró. Quedó envarada en la puerta. Se sentía desfallecer. Los recuerdos de la noche anterior se agolparon en su mente y en su corazón y lo vio todo resplandeciendo en los ojos de León al mirarla. Este fue hacia ella y tomó las dos manos femeninas entre las suyas.

—Querida —susurró.

Y la besó en los labios brevemente.

Berta apretó su brazo con intensidad. Se miraron a los ojos largamente.

—Tu madre me invitó.

—Lo sé.

—Podéis dar un paseo por el jardín —dijo doña Blanca con picardía. Y después añadió burlonamente—. Hijos, me inspiráis mucha compasión. Por eso trato de echaros un cable. Os habéis casado ayer y estáis condenados a no veros hasta la noche…

—Mamá…

—Bueno, hija, no seas remilgada. Sé muy bien lo que significa quererse y verse obligados a…

León soltó una carcajada.

—Gracias, doña Blanca.

—Tengo muchos años, hijo, pero para mis hijos siempre fui mamá y me tutearon.

—Mamá —protestó Berta aturdida—, ¿y qué ocurrirá cuando sepan tus nietos que León te tutea y te llama mamá?

—Pues que me llame Blanca —dijo tranquilamente—. Pero que me tutee. ¿Es que no soy dueña yo de autorizar a quien me dé la gana a que me tutee? Estaría bueno que tus hijos me dominaran a mí como te dominan a ti —y con ironía—: ¿Crees que tus hijos te van a preguntar si te agrada la mujer o el hombre que elijan para compartir sus vidas?

—Mamá…

—Idos. Puedes enseñarle a León la casa. Tenéis para media tarde.

León la asió del brazo y tiró de ella.

—Vamos.

—Pero…

—Vamos. ¿No es tu madre la que te autoriza?

Se lanzaron pasillo adelante. León miraba. Y ella huía de su mirada.

—León…

—¿No me miras? ¿Ya no me amas?

Le apretó el brazo con íntima ternura.

—No digas eso.

Se perdían en una salita de la planta baja. León, muy tranquilo en apariencia, cerró la puerta con llave.

—León…

—Si tu madre no busca esta solución —dijo atrayéndola hacia sí y besándola en los labios—, hubiera enloquecido durante la espera hasta la noche.

—¿Te llamó por teléfono?

—Eso hizo. Y no sabes cómo la bendije.

Se perdieron en un diván. La besaba intensamente. Ella cerró los ojos y quedó inmóvil en sus brazos.

—Berta…

—Vivo una agonía.

—¿Por ellos?

—Por todos. Tú no sabes lo que es amar así, intensamente, y renunciar.

—Es que no puedes renunciar. Cuando llegue tu hijo…

—¿Qué pasará? Di —y le cogió el rostro entre sus manos—. Di, ¿qué pasará?

No respondió. La amaba tanto y de tal manera que en aquel instante solo supo demostrárselo. Las horas transcurrieron. Sonó el «gong» para la comida.

* * *

Todos dormían. La figura de León se deslizó hasta la alcoba de su mujer. La encontró sentada en el borde del lecho, con una carta en la mano.

Corrió hacia ella.

—¿Qué pasa, Berta?

Lo besó antes de responder. Enredó sus dedos en los cabellos masculinos.

—Si tú me faltas —dijo—. Ahora lo comprendo.

—¿De quién es esa carta?

—De Ana.

—Tu hija —dijo sin preguntar.

—Sí, de ella.

—¿Qué dice?

—Lee.

«Querida mamá: Acabo de recibir carta de Pedro. Me dice que te ven en la ciudad acompañada de un tipo raro, enriquecido a fuerza de dar golpes en una mina. Ya sé que tú no cometerás el desastre de enamorarte a estas alturas de un hombre, y menos de un pobre diablo que hizo el dinero a fuerza de brutalidad. ¿Verdad que no es cierto, mamá? Pedro está muy disgustado y puedes imaginarte cómo me sentiré yo.

»Dejando a un lado los chismes de la ciudad, de los cuales estoy segura no pasan de ser chismes, te contaré algo de mi vida…».

León alzó los ojos. Berta estaba a su lado y apoyaba amorosamente su cabeza en el hombro masculino.

—¿Sigo leyendo?

—Sí. Comprueba el egoísmo de los hijos. Lee… Tal vez así te des cuenta de que quizá hicimos un disparate casándonos.

—¿Lo piensas tú así?

—Pienso que soy feliz y que por nada del mundo renunciaré a ti.

—Veremos eso que dice tu pequeña egoísta.

«Soy muy feliz, mamá. Estoy enamorada de un hombre. No tiene mucho dinero, ¿sabes? Es un artista. Toca el violín. Gasta la herencia de sus padres en sus estudios. Pero yo le amo. ¿Verdad que tú no te opondrás? Yo sé que no. Tú lo que deseas es mi felicidad. La verdad te digo, mamá. Quisiera no salir más de Inglaterra. ¿Te importaría venir a apadrinar mi boda? Además, yo pienso que no te será demasiado penoso levantar tu casa en la ciudad y trasladarte a Londres».

León dobló la carta y se la entregó.

—¿Lo ves?

—¿Qué debo hacer?

—Dile que aprenda a comportarse como una damita y luego hablaréis. Es absurdo que te hable en esos términos de un hombre que hizo su dinero a fuerza de dar golpes en una mina —recalcó— y a la vez te hable tan alegremente de un pretendiente aventurero y bohemio, que gasta la herencia de sus padres en estudiar. Es asombroso.

La miró, y entonces se olvidó de la carta y de lo que esta contenía.

—Querida…

—Tardaste en venir…

—Había luz en la alcoba de la doncella.

—Es que hoy estuvieron de fiesta. Era el cumpleaños de una de ellas.

—Pues me fastidiaron haciéndome esperar.

La besaba. Los besos de León para Berta eran como llamas encendidas. Él lo sabía. Y para él los de ella, apasionados, cálidos, hondos, eran como venturas celestiales para el cuerpo y el espíritu.

Sonreía.

—León…

—Sí.

—Se hace tarde.

—Sí.

—Por favor.

—Sí, querida.

Pero no se movía. Seguía besándola.

—¿Y si tuviéramos un hijo? —preguntó él de pronto.

Sintió que Berta se estremecía eh sus brazos.

—Di, cariño. ¿Si lo tuvieras? Sería la ventura más grande de mi vida.

—Sí.

—¿Lo deseas?

—Como tú.

—¿Y entonces?

—Cuando llegue Pedro… tal vez me atreva a decirle la verdad.

—¿Y si se la dijera tu madre?

—Estate quieto. Hablaremos de eso con un poco de calma.

—Teniéndote junto a mí no puedo estarme quieto.

—Te lo ruego…

—Pídeme que me tire por la ventana y me tiro. Pero no me pidas que estando a tu lado, no te toque ni te bese.

Ella reía. Al fin tenía que rendirse y correspondía a sus besos.

—Tengo que ser yo.

—¿Tú qué?

—La que se lo diga. No sé cuándo, pero seré yo.

—¿Y si fuera don Claudio?

—Nadie como su madre para explicarle las cosas.

—¿Y qué harás conmigo cuando llegue él?

—Será nuestro amigo. Espero que sepas comprenderlo.

—Por ti… haré lo que sea.

—Se hace tarde, cariño.

—¿Hasta cuándo?

—Esta tarde iré al Ropero.

* * *

—Soy un hombre feliz, amor mío.

—¿Cuántas veces me lo has repetido en el transcurso de unas horas?

León Sarlanga, en efecto, era un hombre feliz. Era la primera vez en su vida que sentía la sensación de ser algo, de poseer algo.

Sentado en un cojín, con la cabeza apoyada en el regazo de su esposa, miraba a esta con adoración, mientras las manos de ella acariciaban su frente y se enredaban en su pelo.

Ambos, en el chalecito de las afueras, desde las primeras horas de la mañana, habían experimentado la sensación de ser un matrimonio normal, enamorado, deleitándose en la soledad del bonito hogar.

El auto de Berta se hallaba en el garaje, y las puertas del chalet permanecían cerradas y nadie que cruzara la carretera, hubiera imaginado que tras aquellos muros dos seres se ocultaban para quererse.

Ella hizo la comida. León la ayudó a cocinar. Uno frente a otro en el pequeño comedor, bañados por la radiante luz que entraba por los ventanales. Y eran ya las ocho de la noche y aún continuaban allí, y el sol entraba todavía y bañaba el saloncito. Berta, hundida en un sillón, León a sus pies, con la cabeza apoyada en el regazo de su mujer.

—Nunca fui feliz —dijo él quedamente—. Solo pensé en hacer dinero. Creí que el hogar, la mujer propia, no significaban gran cosa en la vida del hombre. Y hube de conocerte para descubrir esto: la ventura de esta soledad, de esta entrega, de esta intimidad.

—Cariño…

—Hoy fue para mí un día completo —y con súbito ardor añadió—: Berta, amor mío, ¿es que vamos a vivir siempre ocultos, como si nuestro amor fuera un pecado? Siento una ternura indescriptible y me gustaría que todos la conocieran. Deseo llevarte del brazo, sentirte constantemente junto a mí. Que el mundo sepa que eres mi esposa, que nos amamos y somos felices…

—Cállate, cariño.

—¿No comprendes?

—Te comprendo y deseo lo mismo que tú, pero aún es pronto. Pedro, mi hijo, llegará uno de estos días. Diré a la abuela que un día os invite a comer a los dos.

—¿Y tú?

—Yo también, si así lo deseas. Mi madre te estima. Te presentará a mi hijo y procurará que, poco a poco, Pedro te tome afecto. Y un día podré decirle que eres mi esposo.

—¿Y si tu hijo…?

Le oprimió la cabeza contra su pecho.

—No pienses en eso. Ahora no pienses en nada. Solo en que estamos aquí y somos felices. Hazte a la idea de que este es nuestro hogar, de que no saldremos de él, de que…

León fue incorporándose poco a poco y quedó de pie junto a ella. Se sentó en el brazo del sillón que ocupaba su esposa y la atrajo hacia sí.

—Berta —susurró mirándola a los ojos largamente—. Tú no puedes saber lo que siento.

—Lo sé. No me digas eso, porque sientes lo mismo que siento yo.

Apoyó la cabeza en su pecho y buscó sus labios. Fue fácil encontrarlos. León salía a su encuentro. Era aquella pasión como una necesidad perentoria que se colmaba por medio de los besos y las caricias. Tanto tiempo deseando él aquella intimidad y al tenerla a su alcance la sensación le privaba del don de la palabra.

Se besaron larga e intensamente. El sol empezaba a ocultarse. Las sombras invadieron el saloncito. Un reloj lejano, tal vez el de la iglesia, dejó oír las nueve campanadas de la noche. Berta dio un salto.

—Las nueve —susurró—. Se nos hace tarde. Hemos de volver, querido León.

—Un poco más.

—Te lo ruego.

—Querida…

—León, mi amor. Se nos hace tarde.

Tiró de él. León se echó a reír.

—¿Te das cuenta lo pronto que termina un día maravilloso?

—Todo lo bueno termina demasiado pronto —susurró ella nostálgica.

* * *

El auto se deslizaba carretera abajo en dirección a la ciudad.

—¿Dónde te dejo? —preguntó ella quedamente.

León a su lado, apoyando la cabeza en su hombro, no abrió los ojos. La besó en el cuello, Berta se estremeció.

—León…

—Déjame donde quieras —susurró—. Si he de pasar el resto de la noche sin ti no me importa el lugar.

—Sé juicioso. Ya estuvo bien, ¿eh? Todo el día… estuvimos juntos.

—¿No puedo verte esta noche?

—Pero si ya es…

—Ya me entiendes.

—No, León, no puede ser.

—¡Dios del cielo! ¿Crees que podré resistir tantas horas? Te llamaré por teléfono tan pronto llegue a casa.

—No hagas locuras.

—La locura de amarte es para mí una maravillosa locura.

—Te lo ruego. Mañana…

—¿Dónde?

—Aquí.

—¿En la casita?

—Sí —dijo con un hilo de voz.

Sintió de nuevo los labios de León en su garganta. Se estremecía. Tantos días amándose, sintiéndole suyo, y siempre experimentaba la misma sensación de plenitud cuando él la besaba. Impresionada detuvo el auto y se inclinó sobre él.

—León —susurró—, León…

—¿Lo ves? —rio él—. ¿Te das cuenta? ¿Verdad que nos necesitamos constantemente?

—Eso ya lo sé.

—Pues… concluyamos esta comedia. Llévame a tu casa y di a todos…

—No me pidas eso.

—Berta, mi vida, es que el solo pensamiento de separarme de ti, me produce una gran desesperación.

—Cálmate.

Lo besaba una y otra vez, como si tuviera miedo a perderlo. León la apretó contra sí y le pidió muy bajo:

—Volvamos a la casita… Volvamos, Berta, mi vida.

Era una locura. Pero ambos estaban locos. Ella, entregada a él por entero. Él, pendiente de ella, amándola y deseándola intensamente. Era, en realidad, la primera mujer en su vida. Las otras, todas las que pasaron a su lado, fueron como nubes fugaces, que apenas si dejaron huella de su paso, tal fue su brevedad y poca importancia. Esta mujer era la soñada, la deseada sin hallarla, la única y verdadera mujer. Y estaba allí, en sus brazos, y era la primera vez que amaba, pues lo ocurrido entre ella y su primer marido era también como una nube en el pasado nebuloso de su existencia vacía. Él, León, la llenó y continuaría llenándola. Y tan pronto León se hallaba lejos, ella lo añoraba con intensidad. Por eso, casi como un autómata, impulsada por una fuerza superior, puso el auto en marcha nuevamente y lo condujo hasta la casita. Al llegar frente a esta suspiró. Miró a su marido.

—León, me parece que estamos desafiando al mundo y las críticas.

—¿No eres mi esposa?

—Pero todos lo ignoran.

—¿Con quién quieres quedar bien? ¿Con ellos, con nosotros o con Dios?

—Con todos. En particular con mis hijos. No quisiera que me considerasen una casquivana mujer.

—Querida, yo sé que eres la mujer más bonita, más maravillosa y más inocente del mundo. Y Dios también lo sabe como yo. ¿Qué importa cómo nos juzgue el mundo?

* * *

La anciana suspiró.

Pedro, de pie frente al ventanal, golpeaba impaciente el suelo con el pie.

—Siéntate, muchacho.

—Es que no puedo.

—¿Y por qué?

—He llegado a las once de la mañana. He ido a casa directamente y la servidumbre me dijo que la señora había salido casi al amanecer.

—Bueno, ¿y eso qué?

Pedro dio la vuelta en redondo y se enfrentó con su abuela.

—¿Cómo eso qué? ¿Qué hace mi madre fuera de casa tantas horas? Di, ¿qué puede hacer? Me pregunto: ¿está sola?

—Bueno —filosofó la abuela—, y si no lo estuviera, ¿qué?

—Abuela…

—No te alteres, joven. ¿A qué has venido tú a la ciudad?

—A verla —saltó furioso—. ¿Te parece poco?

—Poquísimo. Vienes a ver a tu madre y a decirle… ¿qué vienes a decirle?

—¡Bah!

—Di, hombre. ¿Qué vienes a decirle? ¿O vienes a hacerle compañía todo el verano?

Pedro dio unos cuantos pasos impaciente.

—No pretenderás —gritó— que pase aquí todo el verano. Eso ya pasó. Yo no puedo adaptarme a una ciudad de estas.

—Eso es. Y te vas de veraneo y encima censuras a tu madre porque se toma la libertad de pasar el día fuera de casa, e incluso te inquieta el hecho de que esté acompañada.

—Vamos, es que sería el colmo que lo estuviera. A su edad…

La dama se sulfuró.

—¿Qué edad tiene tu madre? —gritó exasperada—. ¿Acaso una mujer de treinta y cuatro años está obligada a meterse en el jardín a regar flores y nada más?

—Abuela, no te pongas así.

—Es que me sacas de quicio, joven. Te vienes desde Madrid solo para decirle que te vas a pasar el verano a San Sebastián, a casa de tus futuros suegros. Y tienes la tonta y ridícula edad de diecisiete años.

—Abuela…

—Y ya tienes novia formal. Y, naturalmente, una joven de la alta sociedad donostiarra, y sus tíos aprueban esa boda, y tú, que aún no empezaste la carrera, que te engallas como si fueras un hombre y te atreves a enjuiciar a tu madre porque pasó el día fuera de casa… —lo amenazó con el dedo—. ¿Sabes lo que haría yo si fuera tu madre? Me casaba, eso es, me casaba.

—¡Abuela!

—¿Sola el resto de mi vida por vuestro capricho? Eso es absurdo. ¿Qué hacéis vosotros por tu madre? Di, ¿qué hacéis? Tu hermana, haciéndose eco de ciertos informes, escribe a tu madre y censura las relaciones que, según ella, sostiene con un hombre honrando y rico, y a la vez le dice que ama a un violinista de tres al cuarto. Un tipo bohemio, que gastó la fortuna de sus padres y ahora quiere aprovecharse de su dote. Es ridículo que vosotros, dos menores, penséis ya en noviazgos y censuréis a vuestra madre.

—Abuela, me voy.

—Vete con mil demonios, hijo, y no me saques de quicio.

—Pienso esperarla en casa y cuando vuelva se lo diré.

—Ojalá te dé una bofetada por inmiscuirte en su vida.

—Lo que yo digo es que es absurdo que a sus años se deje ver con un tipo de esos que hicieron el dinero en América…

La anciana estalló como una granada. Alzó el bastón y lo amenazó.

—¿Sabes una cosa? Que me das mucha risa. ¿Qué has hecho tú para gozar de un capital? No lo has ganado en América, por supuesto. Te lo legará tu padre y yo, y tu madre. Y si no fuera así, ¿qué tendrías tú? Di, ¿qué tendrías?

Pedro giró en redondo y se alejó sin responder.

La dama golpeó el suelo con el bastón y rezongó:

—Vaya escarmiento que le daba yo.

* * *

Era la una de la madrugada cuando el auto de Berta se detuvo ante la finca de los Sarlanga.

—¿Saben ellos? —preguntó tímidamente.

—En absoluto. A mí nadie me pregunta de dónde vengo ni adónde voy. Pero un día quiero que los conozcas. Mi madre siempre me dice, creo que cada día: «Si te casaras, León… ¿Para qué quieres tanto dinero? ¿Para qué has trabajado tanto?». Yo me río y la beso en la frente. Mi madre es tan cariñosa, comprensiva y tierna como la tuya.

—Un día no podré resistirme e iré a verla.

—¿Desafiando al mundo?

La oprimió el brazo con intensa ternura.

—Si supieras, León, que ya me estoy cansando de esta comedia…

—Dilo otra vez.

—Que sí, que me estoy cansando.

—Entonces permíteme que vaya a tu lado y entre en tu casa y tenga derecho a compartir tu vida, tu alcoba, tu desayuno y tu cena…

Impulsiva le pasó una mano por el rostro. Él la retuvo entre las suyas y la besó en las palmas una y otra vez.

—¿Qué haces, loco?

—Nunca me canso de tenerte junto a mí. ¿Sabes que resulto un marido muy empalagoso?

—Me gusta que seas así. Te quiero así. ¿Sabes la hora que es? —preguntó de pronto—. La una y media. Baja, mi amor.

—¿Y mañana?

—Te llamaré por teléfono.

—¿Y hoy?

—Pero no seas acaparador. Estuvimos juntos quince horas. Desciende.

No lo hizo. La rodeó con sus brazos, la miró a los ojos largamente y dijo sobre su boca:

—El mayor sacrificio que me pides es este: separarme de ti.

—Hasta mañana, amor.

—Hasta luego, ternura.

Hubo de empujarlo. El auto rodó carretera abajo, mientras León se perdía en la cancela.

—Buenas noches, León —saludó Paulino burlonamente.

León dio un salto.

—¿Qué haces tú ahí?

—Tomaba el fresco. Oye, ¿no era ese el auto de la viuda?

León refunfuñó algo entre dientes.

—¿Tanta amistad tienes con la viuda para que te traiga en auto, en su propio auto?

—Déjate de preguntas, Paulino.

—Me parece, León, que tú eres un pillín. ¿Te engatusó la viuda o la engatusaste tú a ella? Pues es la primera vez en muchos años que Berta Yenes se deja ver con un hombre. Y eso está dando mucho que decir en la ciudad. Te lo digo por si te interesa.

—En absoluto —respondió desdeñoso.

—Es que a ella no la favorecen los comentarios.

—Seguramente que la tienen muy sin cuidado.

—Me parece, León —exclamó suspicaz su hermano mayor—, que a ti te gusta de veras esa mujer.

—Posiblemente.

—Pues ándate con cuidado. Tiene dos hijos.

—Como si tuviera cinco.

—Es que Berta Yenes no puede olvidarlo.

—¿Y tú qué sabes?

—Sé las veces que la pretendieron y las veces que despreció a sus pretendientes. No es Berta mujer que se case contrariando a sus hijos.

—Primero es ella, ¿no?

—Según.

—Los hijos se casarán también, ¿no?

—Supongo.

—¿Y después qué le pasará a la madre?

—Los nietos…

—Supongo que no serás tan absurdo como para creer que una mujer como Berta se conforme con los nietos.

—No la conozco.

—Pues entonces cállate.

—Oye, oye. ¿La conoces tú?

León apretó los labios. Paulino observó el gesto contenido de su hermano menor.

—¿La amas? —preguntó.

—Más que a mi vida.

—¡Hum! —rezongó—. Eso es peligroso.

León entraba en la casa sin fijarse en su hermano, que, lenta y silenciosamente, le seguía.

—¿Y ella, León? —preguntó quedamente.

—Déjate de hacer preguntas.

—Es que me desagradaría en extremo que fueras desgraciado. Hiciste tanto por nosotros… que mereces ser feliz a tu vez.

—No empecemos con esas tonterías, Paulino.

—Estás agrio hoy.

—Buenas noches.

* * *

Berta encerró el auto en el garaje y atravesó el parque canturreando. Se sentía una mujer feliz. Ya ni siquiera pensaba en sus hijos. Como hijos de su alma, sí; como obstáculos en su felicidad, no, en modo alguno. Nadie podría evitar que ella y León fueran felices.

Abrió la puerta del palacete y entró, cerrando tras sí. Las doncellas habían dejado las luces del salón encendidas. Siempre tan descuidadas. Atravesó el pasillo y penetró en el salón sin mirar a parte alguna. Fue a apretar el interruptor cuando una voz dijo tras ella:

—Buenas noches, mamá.

Se volvió como si la impulsara un resorte.

—¡Pedro! —susurró. Y como si no diera crédito a sus ojos, añadió—: ¡Pedro!

El joven, desafiante, con gesto de arrogancia, dio unos pasos por el salón y se aproximó a su madre.

—¿Tanto te sorprende mi llegada que ni siquiera me das un beso?

—¡Oh! —y aturdida—: Sí, claro, perdona. ¿Cómo estás, hijo mío?

Lo besaba. Pedro lo hizo a su vez, si bien sus ojos censores, severos, la miraban interrogantes.

—¿De dónde vienes, mamá?

Berta estuvo a punto de decir: «De donde me da la gana», pero se mordió la lengua. Era su hijo, lo adoraba. Pero a la vez ella era mujer y se sentía amada y nadie podría evitar que amara ya que ella amaba de aquel modo y se sintiera amada por León. Un León maravilloso, absorbente, fogoso, apasionado, lleno de ternura y consideración. No, nadie impediría ya que ella se sintiera intensamente feliz.

—Di, mamá, ¿de dónde vienes?

—Siéntate, Pedro —dijo serenamente.

Pedro se dejó caer en una poltrona y cruzó una pierna sobre la otra. Parecía un hombre. Nadie diría que acababa de cumplir diecisiete años. Aparentaba veinticinco y en sus claros ojos se advertía cierta madurez prematura.

—Sabes que me examiné, que aprobé y que me disponía a disfrutar de mis vacaciones. ¿Por qué te extraña, pues, que haya llegado?

—Otras veces avisas.

—Ciertamente. Pero esta vez no tuve tiempo. Como sabes, tengo novia…

Berta no parpadeó. Sabía que su hijo acompañaba a una joven, pero nunca se le ocurrió darle la categoría de «novia». No dijo nada. Esperó. Pedro, considerando tal vez que el comentario de su madre no era necesario, añadió con suficiencia:

—He venido con mis futuros suegros hasta la próxima ciudad. Ellos se hospedan en un hotel, y yo utilicé su auto para venir hasta aquí a saludarte.

—De modo —titubeó Berta— que no piensas pasar tus vacaciones conmigo.

—Mamá, debes comprender. Cuando uno tiene novia…

—¿No…, no eres demasiado joven para hablar tan seriamente?

—¿Joven? Tú te has casado siendo un año más joven que yo. Papá aún no había terminado su carrera. Como sabes, todos los miembros de nuestra familia han contraído matrimonio muy jóvenes.

—Lo sé.

—No te extrañe, pues, que yo siga la tradición familiar.

—¿Qué años tiene tu novia?

—Dos menos que yo. Pertenece a una de las mejores familias donostiarras, aunque viven en Madrid. No temas, mamá, he sabido elegir.

—Lo esencial —opinó Berta con cierta irritación— es que sea buena y sepa comprenderte. La alcurnia de una familia no hace la felicidad de dos seres.

—Es muy importante. A propósito. Tengo entendido que tú sales alguna vez con un indiano. Un hombre mayor que hizo su fortuna a base de dar goles en una mina…

Pedro emitió una risita.

—Es un hombre honrado.

—Honrado y plebeyo, mamá, no lo olvides. Me parece que es un poco absurdo y hasta ridículo que te dejes ver con él.

—¿Por… ser un indiano?

—Porque ya no eres una niña y es de mal gusto que juegues a ser joven.

—¿Por qué te agitas así, mamá? —preguntó Pedro suspicaz.

Berta giró en redondo y quedó erguida ante su hijo.

—Porque no me siento vieja, Pedro. Y me duele que tú, que eres mi hijo, consideres que estoy muerta para el amor, cuando tú, tranquilamente, vienes a saludarme y a decirme que me dejas sola todo el verano y te vas con tu novia y su familia. Una novia que has conocido hace dos días, a quien dices amar y aún no sabes lo que es eso.

—¡Mamá!

—Lo siento, hijo mío.

—¿Qué es lo que sientes?

—Que me consideres tan poca cosa.

—No he dicho eso. En nuestra familia, las viudas murieron viudas. Jamás se volvieron a casar.

—¿Y tú crees que debo renunciar a la felicidad solo por seguir la tradición?

—Lo considero un deber, por supuesto. Además —y esto lo recalcó— no creo que tengas intención de unirte en matrimonio a un vulgar labrador enriquecido.

—Me parece, Pedro, que he tenido demasiada consideración con vosotros. Tu hermana, que tiene tu edad, asegura que ama a un hombre. No me ha preguntado mi parecer. Le ama y piensa casarse con él. La primera noticia que tengo de que tú amas seriamente a una muchacha, es esta, me la das tú; pero tampoco me preguntas mi opinión sobre el particular. Los dos sois menores de edad, y, en cambio, yo, que soy una mujer consciente, que os entregué toda mi vida, que velé vuestro sueño y lloré vuestras enfermedades, espiando cada una de vuestras reacciones, que me siento sola, no tengo derecho a amar a un hombre.

—Naturalmente que no tienes derecho.

—¿Acaso tú vas a hacerme compañía este verano?

Pedro dio una patada en el suelo.

—Ya conoces mis planes.

—No pienso oponerme a ellos, pero sí te digo, con respecto a mi porvenir, que haré lo que considere más conveniente. Mañana a primera hora pondré un telegrama a Ana. Le preguntaré si tampoco piensa pasar aquí el verano.

—No es preciso que se lo pongas. Te lo digo yo. Ana se casará la semana próxima en Francia y se irá de luna de miel a Roma.

Del asombro, Berta se derrumbó en la butaca y quedó mirando a su hijo con expresión aterrada.

—De modo —tartamudeó— que lo habéis decidido los dos.

—No —replicó Pedro con naturalidad—. Tengo aquí su carta. Puedes leerla. Me da la noticia, no me pide parecer. Supongo que tú recibirás otra mañana.

Berta se serenó por completo. Ya sabía lo que tenía que hacer en el futuro. Tanto si les parecía bien a sus hijos como si no. Ella los educó para ser más afectuosos, pero puesto que eran unos egoístas, allá ellos. También ella lo sería.

—No puedo detenerme, más, mamá.

—¿Cómo? ¿Es que ni siquiera te detienes aquí a mi lado un día?

—Lo siento. Me espera mi novia en la próxima ciudad. Ya te dije que traje su coche.

—Ya.

—Espero que sepas comprenderme.

—Desde luego.

—¿Y tú? ¿Qué piensas hacer? ¿Irás a la boda de Ana?

—Sí, desde luego, iré a la boda de Ana…

Pedro sonrió entre dientes.

—Supongo —dijo irónico— que todo ese asunto de León Sarlanga no pasará de ser un murmullo infundado de gente desocupada.

—¡Oh!

—¿Verdad, mamá?

—No sé lo que dice la gente, hijo —replicó indiferente—. Supongo yo también que la gente habla demasiado —y tras rápida transición añadió—: ¿De modo que marchas ahora mismo?

—Sí.

—¿No tomas nada?

—Imposible. Me he detenido demasiado —la besó por dos veces. Se enderezó, y cuando ya iniciaba el paso hacia la puerta, se detuvo y exclamó—: ¡Ah, es verdad! No me has dicho de dónde vienes.

—No —replicó Berta serenamente, mansamente—. No te lo he dicho. Que tengas feliz viaje, hijo mío.

Desde el ventanal vio alejarse el auto de su hijo aparcado al otro extremo de la verja. Inmediatamente Berta Yenes se dirigió al despacho y marcó un número. El teléfono sonó al otro lado sin que nadie acudiera. Siguió esperando y al fin una voz preguntó:

—Dígame, ¿qué desea a estas horas?

—Necesito hablar con León.

—¡Hum! —gruñó Paulino—. ¿A estas horas? Sepa usted que mi hermano acaba de acostarse, señora.

—Por favor, es urgente.

Paulino era un hombre muy curioso.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—La esposa de León.

Del salto, Paulino se sentó en una butaca y se levantó con la misma precipitación.

—¡Oiga, oiga! —gritó—. ¿Quiere usted tomarme el pelo, señora?

—Haga lo que le digo, Paulino, y déjese de preguntas.

—¿Cómo? ¿También sabe quién soy yo?

—Sé que duerme usted al lado del despacho —dijo Berta burlona— y sé muchas cosas más de ustedes.

—¿Quién es usted?

—Ya se lo he dicho. Llame a León y dígale que venga inmediatamente a casa de su mujer.

—¡Atiza!

—¿Lo hace o no lo hace, Paulino?

—¿Y si no lo hiciera? —rezongó el hacendado con retintín.

—Si no lo hiciera, tomaría el auto e iría yo a su casa.

—Oiga…, ¿cómo se llama usted?

—Pregúnteselo a su hermano.

Y colgó.

En la hacienda, Paulino sacudió a su esposa.

—¿Qué pasa, Paulo? —preguntó Susana alarmada.

El marido se lo refirió con voz sofocada. Susana dio la vuelta en el lecho.

—¡Bah! Vives en las nubes.

—¿Qué quieres decir?

—Que lo sabe todo el mundo menos los hijos de Berta.

—¿Eh? ¿Qué dices?

—Déjame dormir, Paulo. Da el recado a tu hermano y acuéstate. Si no pensaras tanto en las vacas y en la siega, te habrías enterado de lo que cuentan las muchachas de Berta, y lo que dice el sacristán…

—Dios del cielo —y echó a correr.

Entró en la alcoba de su hermano y lo sacudió.

—León, León…

Este se sentó en la cama.

—¿Qué demonios te pasa, Paulino? ¿Acaso se prendió fuego en el granero?

—No —rezongó—, pero me parece que tu corazón sí que está ardiendo.

—Por supuesto.

—Te llama tu mujer.

—Vamos, Paulo, déjame dormir.

—Te digo que te llama tu mujer.

León se tiró de la cama como un loco.

—¿Qué dices? ¿Qué dices? ¿Mi… mi…?

—Berta.

—Pero ¿quién te dijo a ti…? —se vestía mientras gritaba descompuesto.

—Al parecer lo sabe todo el mundo. Berta acaba de llamar por teléfono. No dijo su nombre, pero me pidió que te dijera de parte de tu mujer que vayas inmediatamente.

León había terminado de vestirse y salía rápido.

Subió al auto y lo puso en marcha. Nunca supo si condujo su coche hasta casa de Berta, o llegó volando. Cuando se disponía a llamar, la puerta cedió, y Berta, muy pálida, lo recibió en el umbral.

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