Berta

Berta


Capítulo VIII

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León no le preguntó nada. La apretó entre sus brazos, la llevó al salón contiguo, la besó una y mil veces, y preguntó al fin quedamente:

—¿Qué ocurre, mi amor?

—Ya no puedo más.

—¡Dios del cielo!

—Necesito que estés a mi lado el resto de tu vida. Que lo sepan todos y que mis hijos sepan, asimismo, que pueden casarse cuando les apetezca, porque yo…

—Tú —terminó él sobre su boca— ya tienes un hombre que te ame, te ampare, te admire y te proteja…

—Ven, te lo contaré todo.

Lo hizo con voz entrecortada. León la escuchaba y de vez en cuando la besaba largamente en la boca, impidiendo que ella siguiera hablando. Cuando al fin terminó, eran las cinco de la madrugada.

—Vamos a descansar un rato. Y después, al amanecer, pasaremos por casa de mamá; le diremos lo que ocurre y seguiremos viaje a Francia.

—¿Piensas impedir la boda de tu hija?

—No. Pienso conocer a su futuro marido y presentarle al mío. Eso es todo.

* * *

Pidió ser presentado a su hijo. Pedro miró a aquel hombre con expresión retadora.

—¿Quién es usted?

—El esposo de tu madre.

—¿Cómo? ¿Y dónde está mi madre?

—Con tus futuros suegros. —Miró a la joven que Pedro apretaba contra sí—. Margarita —dijo León suavemente—, tu novio no admite que su madre pueda casarse y ser feliz. Aduce que es demasiado vieja y al mismo tiempo me tacha a mí de plebeyo.

—¿Dices tú eso, cariño? Acabo de conocer a tu madre y la considero maravillosamente joven, y este caballero es encantador. ¿Qué pegas pones para que ambos puedan ser felices?

Entró Berta en aquel instante. Con naturalidad se colgó del brazo de su marido y dijo a su hijo:

—Pedro, vamos a Francia. Los padres de Margarita le dan permiso a esta para que nos acompañe. Si ambos lo deseáis, podéis venir con nosotros a la boda de Ana.

—Mamá…

—Espero que no te moleste mi boda, hijo mío…

—Nada…, nada… me has dicho.

—La verdad, Pedro… No lo creí necesario. Mi hijo se echa novia formal sin consultarlo conmigo. Mi hija se casa sin preguntarme, ni siquiera por cortesía, si me parece bien. Yo, como madre de los dos, considero que puedo hacer lo que me plazca, puesto que soy mayor de edad.

—Muy bien contestado —saltó Margarita—. Pero ¿qué os habéis creído? —y colgándose del brazo de León, dijo riendo—: Vaya tipo de hombre más interesante.

—¡Marta! —gritó Pedro.

—No te pongas así, corazón. Tú sabes que te amo. Que solo podré amarte a ti, pero déjame que admire a tu madre y al marido de esta. Como supongo que tendrás que disculparte ante tu madre, os dejamos un instante.

León reía de buena gana, y Margarita miraba tierna y burlonamente a su novio. Este y Berta se miraron cuando los otros desaparecieron.

—Mamá…

—Es un hombre bueno y me ama entrañablemente, Pedro. Espero que no me amargues esta felicidad.

—Debiste decírmelo.

—Sí. Como vosotros a mí.

—¿Hace mucho… que te has casado?

—Dos meses. Y, la verdad, Pedro, te diré que espero un hijo. Por esa razón creí conveniente poner punto final a la farsa. No me explico aún cómo pude casarme sin pregonarlo a los cuatro vientos. Debí de sentirme juvenil y soñar con una aventura.

* * *

—Contadme…, contadme…

León se sentó frente a su suegra, le tomó una mano entre las suyas y, echándose a reír, exclamó:

—No hubo boda.

—¿Qué dices? ¿Es cierto eso, Berta?

Esta también se echó a reír.

—Cuando llegamos a Francia, recordamos que Ana estaba en Inglaterra. Toda la confusión la armó Pedro con sus chismes. Total, que Ana no pensaba casarse aún. Dijo que el día anterior a la boda se dio cuenta de que no amaba a su novio lo bastante para casarse con él.

—¡Qué chiquilladas!

—Primero se enfadó con lo de nuestra boda, pero Pedro le afeó su conducta, y Ana, que es como el viento, nos abrazó y ahí quedó todo.

—¿No la habéis traído?

—No. Pero la depositamos en la casa de una familia amiga de León. Esperemos que Ana no pierda de nuevo el juicio.

—Esta juventud de hoy… —y haciendo rápida transición preguntó—: ¿Y vosotros, hijos míos? ¿Sois muy felices?

—Intensamente. Vamos a tener un hijo.

León dio un salto.

—Berta —gritó—, ¿cómo no me lo habías dicho?

—Quise esperar a saber la verdad.

—¿Y es seguro?

—Segurísimo.

Cuando se hallaban solos en el hogar, León la apretó contra sí y susurró emocionado, temblando como un chiquillo.

—Berta…, Berta…

Ella encuadró el rostro masculino entre sus manos.

—León, no me digas nada. Sé todo lo que sientes. ¿Por qué no me llevas a ver a tu madre?

—Ahora mismo, mi vida. Ya lo sabe todo. Al parecer lo sabía todo el mundo, y nosotros…

—En las nubes —y con picardía añadió—: ¿Sabes que me gusta continuar en las nubes?

Y continuaron allí, en el hogar, que era el cielo mismo de su felicidad.

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