Berta

Berta


Capítulo IV

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I

V

Los encuentros se hicieron frecuentes. Berta no se dio cuenta de ello. Aquel hombre le era simpático y siempre que lo veía lo saludaba con cierta amabilidad desusada en ella, y hasta se detenía y charlaba un rato con él. Los encuentros casi siempre tenían lugar cuando ella dejaba el Ropero de Caridad o el dispensario y cruzaba la calle al anochecer camino de su casa. León salía del café, la saludaba, y, sin decirse nada al respecto, emprendían camino juntos hacia la casa de ambos. Unas veces iba don Claudio con ellos. Otras solos.

Berta disponía de más tiempo. Ana se había ido a Inglaterra y Pedro no había regresado de Madrid. Ella sentía una terrible y dolorosa soledad en casa, y pasaba buena parte de la tarde con su madre y luego en el Ropero o en el dispensario. Su madre se lo decía con frecuencia:

—¿Te vas dando cuenta?

—Mamá…

—Te lo advertí muchas veces. Todos los hijos fuimos egoístas. Lo fui yo, que abandoné a los míos por mi esposo. Lo fuiste tú y ahora lo serán tus hijos. Aún estás a tiempo, Berta. Eres joven… El amor no está vedado para ti. No puedes ni debe estarlo.

—No digas eso.

—Soy tu madre. Tú sabes lo mucho que he querido siempre a todos. No me obligues nuevamente a decirte que has cometido un error.

—¡Error, error! —susurró—. ¿Por ser fiel a un hombre muerto?

Esto sulfuraba a la dama.

—No digas necedades, Berta. Tú te has casado con el padre de tus hijos siendo una criatura. ¿Cuántas veces no amamos en un mismo año a dos personas distintas? Te empeñaste en serle fiel, sin comprender que eras infiel a ti misma. ¿Qué haces ahora? Vegetar. Cuidar del Ropero de Caridad. Inyectar a los niños hambrientos. Dar una conferencia sobre ética a las damas intelectuales… Paparruchas, Berta. Mentiras piadosas que no te engañan, aunque te empeñes en creerlo así.

Tenía que dejarla por imposible. Pero al día siguiente vuelta a la carga. Por eso le asombró, cuando aquella tarde la recibió sonriente, casi feliz. ¿Qué le ocurría a su madre para que la mirara de aquel modo?

—Hola, hija.

Berta se dejó caer frente a ella y encendió un cigarrillo, del que fumó con fruición.

—¡Qué tarde más espléndida! —exclamó—. Por un instante estuve tentada de quedarme tendida a la sombra del árbol del jardín.

—¿Sola? —preguntó doña Blanca con cierta ironía.

Berta frunció el ceño.

—¿Qué dices, mamá?

—Te pregunto si te apetecía quedar en el jardín de tu casa sola o acompañada.

—No sé lo que quieres decir.

—Bueno, bueno…

Verdaderamente alarmada, Berta retiró el cigarrillo de la boca y miró a su madre interrogante.

—¿Quieres explicarte, mamá?

—Me han dicho que el indiano…

Berta no pudo por menos de sonreír.

—Mamá, mamá —rezongó—, supongo que a estas horas no querrás hacerme una novela de una cosa tan simple.

—¿Acaso no te gusta ese hombre? ¿Acaso no le gustas tú a él?

Berta se puso en pie de un salto.

—Pero ¿qué dices, mamá? Claro que no me gusta, ni yo a él. ¿Es que no se puede saludar a un hombre en la calle?

—No te pongas así —refunfuñó—. Yo puedo asegurarte que estaba muy contenta. Muy contenta. Al fin y al cabo es perdonable en mí, ¿no? Todos los días te hablo de lo mismo. Y vengo haciéndolo así desde hace quince años.

—Lo sé. Al año justo de fallecer mi marido.

—No te extrañe, pues…

—No hay nada, mamá. No he pensado en ese hombre como galán, ni él en mí, estoy segura, pensará como dama romántica.

—Entonces no sé de qué habláis todos los días. Yo nunca te vi hablar con otro hombre. Y según me dijo María… te pasas las tardes en el Ropero, y él… anda por allí, y a la salida…

—Es un beneficiario del dispensario y el Ropero… Justo y lógico es que seamos amables con él.

—¡Ah! —susurró desilusionada—. Solo se trata de eso.

—Eso únicamente. Y no me agrada, mamá, que oigas los chismes de tu doncella.

Aquel anochecer ya no vio en León un buen amigo. Le molestó su presencia ante el dispensario y apenas si le prestó atención. León, que curioseaba por allí, al observar que ella se alejaba, se dedicó a Rita Aguado. Era esta una joven de unos veintiséis años, que hacía de enfermera y pertenecía a una opulenta familia con residencia en Las Fincas.

Berta nunca salía con ellas. Siempre tenía algo que hacer a última hora, y aquella noche hizo como siempre, con la única diferencia de que se sentía molesta sin acertar a definir las causas.

Don Claudio también se había ido, requerido por unas damas, y ella, a las nueve y media de la noche, salió a la calle, cerró el dispensario y se guardó la llave. No miró a parte alguna y siguió en línea recta el camino de su casa, enclavada en el barrio residencial denominado Las Fincas.

Iba pensativa. Su madre siempre tenía que emponzoñar su tranquilidad. Ella y León… Era absurdo. Claro que León, pese a pertenecer a una familia pobre años antes, era un hombre mundano, simpático, agradable y generoso. Pero esto no era bastante para ella… En fin… Detuvo aquí sus pensamientos al ver ante ella a León.

—Hola.

—¿Qué le ocurre?

—¿A mí?

León emitió una risita.

—Verá, soy hombre sincero —se alzó de hombros—. Detesto las situaciones equivocadas. A todo lo largo de mi vida he procurado siempre ser un hombre sincero y verdadero. Cuando vi malas caras, me retiré si el sujeto que la ponía no me interesaba. Si ocurría lo contrario, aclaré la situación. Eso estoy tratando de hacer con usted.

—No le comprendo.

—Me comprende usted —insistió rotundo— y pretendo preguntarle: ¿qué le hice? ¿Acaso descubrió usted ahora que soy un pobre diablo enriquecido de repente?

Berta se detuvo en seco.

—Siento que me juzgue así.

—Es que no sé cómo juzgarla. ¿Quiere que le diga una cosa? Usted me gusta y la admiro. Tal vez llegue a amarla. Sí, posiblemente la ame ya.

—León…

—Espere, déjeme terminar. ¿Cómo cree usted que me hice rico? Siendo sincero. Hablando con claridad, no dejando para mañana lo que pude hacer aquel mismo instante.

—Siento… que me haya dicho eso.

—La ofendí.

—No. Por supuesto que no. Pero usted ya debe saber que yo… no deseo un pretendiente.

—Hay hombres en la vida de las mujeres que jamás llegan a pasar de amigos o compañeros afectuosos. Pero hay otros hombres que dicen algo al corazón de una mujer. Ya sabe usted que yo no soy un niño.

—Me… lo imagino —trató de esbozar una sonrisa.

Se sentía aturdida. Era la primera vez que un hombre le hablaba de aquel modo, sincera y abiertamente, sin esperar a medir la frase y la situación.

—No pretendo hacerle una declaración romántica —añadió León campanudo—. Sería absurdo que a mi edad me convirtiera en un cadete.

Llegaban frente a la casa de Berta. Esta puso la mano en la verja.

—Buenas noches, León.

—Una sola pregunta. ¿Le soy antipático?

—No.

—¿Me odia usted?

—¿Y por qué había de odiarle?

—Entonces… dígame: ¿puedo seguir viéndola?

—Como amigos…

—Como amigos —admitió terminante— por ahora. El día que no pueda ser su amigo, porque desee ser algo más íntimo, se lo diré y usted tendrá que escucharme.

—Confieso que es usted, o me lo parece a mí, extremadamente particular.

—No olvide que he luchado en la vida con verdadero denuedo. He triunfado. Eso es todo. Buenas noches, Berta.

—Buenas noches, León.

* * *

Se sintió turbada toda la noche. Era la primera vez que un hombre la inquietaba con sus palabras, y no podía decirse que eran las primeras que oía desde que quedó viuda. Fueron tantos y tantos, y tan reiteradas las declaraciones que oyó desde la muerte de su marido… Durmió poco y muy mal. Y a la tarde siguiente no fue al dispensario. Necesitaba alejar a León de su vida Fue una cosa tan brusca su aparición, y a la vez, tan extraña…

—Parece que hoy no tienes prisa.

—No.

—¿No vas al dispensario?

—No, mamá. He venido a verte únicamente. A merendar contigo.

—Qué vida te pasas.

Ella ya lo sabía. Pero no intentaba cambiarla. ¿Para qué? Llevaba así un sinfín de años. Lo importante en su vida eran los hijos. La carrera de Pedro, la cultura de Ana. Las bodas, más tarde, de los dos… Eso le producía una gran ilusión.

Pero aquel día aquella ilusión no llenaba todo el hueco de sus sentimientos. La verdad, eran como sentimientos nuevos, extraños, que no concibió jamás.

—Pareces distraída.

—Pues no lo estoy.

—¿Qué sabes de tus hijos?

—Pedro vendrá dentro de dos semanas. Ana se encuentra muy contenta.

—Ya veremos lo que ocurre.

—¿Sobre qué?

—Sobre ellos, hija. He tenido carta de Sebastián. Dice tu hermano que Pedro tiene una media novia.

—Todos los chicos tienen amigas. Sebastián exagera.

—No pensarás que Pedro va a quedar soltero.

—En modo alguno. Sería terrible que fuera así.

—Pues por algo se empieza, ¿no?

—Se empieza, sí, pero no ahora. Pedro tiene toda la carrera por delante.

Al salir de casa de su madre, a las siete en punto, iba distraída. Su madre siempre sacaba problemas a relucir. Se diría que gozaba haciéndola sufrir. Le escribiría a Pedro y le diría… Sí, le diría que era demasiado joven para pensar en mujeres. Tiempo tenía para ello.

—Buenas tardes…

Se volvió como si la cogieran en falta. Allí tenía a León Sarlanga. Sonreía tibiamente, con una sonrisa alentadora. De pronto se dio cuenta de que se sentía feliz en aquel instante, con una felicidad inexplicable.

—¿Al dispensario?

—Hoy no.

—¿Por no encontrarme a mí?

—No diga eso.

—Berta —emparejó con ella—, ¿por qué no es sincera conmigo? ¿Qué teme usted de mí?

—Nada —se asombró—. ¿Por qué iba a temerle?

—Tal vez no me tema a mí, si bien teme en mí a todos los hombres. Me da la sensación de que huye de sí misma, y, lo que es peor, de los que se le acercan en forma masculina.

—Me parece. León, que se pierde en sus divagaciones.

El hombre no respondió en seguida. Caminaba a su lado. Era más alto que ella. A su lado, Berta Yenes parecía más joven, más frágil y más bonita. Escandalosamente bonita, pensó él; con aquel modelo de tarde veraniego color quisquilla y aquel cinturón negro que ceñía su breve cintura, y aquellos zapatos de altos tacones que la hacían más esbelta. Y al mirarla a la cara y encontrarse con aquellos ojos verdes, de expresión melancólica, León Sarlanga se sintió, ¿pequeño?, ¿menguado?, ¿o simplemente cohibido?

—La he visto salir de casa de su madre desde aquel café. He salido a su encuentro. ¿Podemos dar un paseo por las afueras de la ciudad, Berta? Tengo el auto aparcado al otro extremo de la calle.

—Gracias, León, pero…

—¿No… quiere?

—La verdad…

—¿Teme a los comentarios?

—No. Le aseguro…

—Berta, sea valiente.

—Escuche. Usted es un hombre soltero. Yo soy viuda…

—¿Usted viuda? No diga tonterías. Es usted más soltera que algunas de las jóvenes que se pasean por la calle principal. Por favor, se lo pido con ansiedad. Créame, necesito salir con usted, y no para hablar de usted y de mí, sino de cosas. Miles de cosas que siempre son tema para dos personas.

—Le diré la verdad, León. Me es usted muy simpático. Es la primera vez que hablo con un hombre y no me cansa, pero de ahí…

—Aún no le pedí que pasáramos de ahí —y, riendo jovialmente, añadió—: Cuando se lo pida; si algún día lo hago, usted… irá tras de mí.

Se detuvo y lo miró.

—¿Es un vanidoso?

—En modo alguno.

—¿Está muy acostumbrado al triunfo entre las mujeres? Pues la verdad, amigo mío, le diré, que yo no estoy habituada al triunfo entre los hombres, porque vivo muy al margen desde que falleció mi esposo. Yo soy una pobre mujer sin grandes experiencias de la vida.

—Lo sé.

—¿Lo sabe? —y suavemente irónica—: Por lo visto cree que tratar a una mujer y penetrar en su psicología, es tan fácil como hacer dinero.

—Le aseguro que hacer dinero no es nada fácil. No olvide usted que llevo dieciocho años luchando en el Canadá —extendió las manos—. Mírelas. No son las manos de un señorito. Son las manos de un trabajador. He trabajado en la mina durante muchos años, antes de ser capataz de ella, y más tarde socio, y luego dueño absoluto.

Sin darse cuenta, ambos se habían internado hacia la playa por un sendero entre árboles, bastante lejos del centro de la ciudad.

—¿Nos sentamos? —invitó él.

Como un autómata, ella se dejó caer sobre el césped y apoyó la espalda en el tronco de un árbol. A su lado, León la miraba quietamente. De pronto exclamó:

—Berta…, ¿por qué no?

Ella le miró interrogativamente.

—¿No qué?

—¿Por qué no podemos casarnos los dos?

—¡Oh, no diga tonterías!

—La voy a querer mucho —dijo roncamente—. Y no es porque sea usted escandalosamente guapa. A decir verdad, he conocido mujeres más bellas que usted. Es algo que tiene… como un imán para mí —sonrió aturdido—. Es la primera vez que me ocurre.

—¿Que le ocurre qué?

—Eso. Que vea a una mujer y me sienta fuertemente atraído por ella.

—Le ruego que no me haga el amor.

—No se lo hago —rio—. Simplemente, le digo lo que siento. Y soy un poco terco. Posiblemente tenga usted que casarse conmigo o matarme.

—León, seamos formales. Sabe usted que tengo dos hijos en edad de casarse.

—Muy bien. Que se casen.

—Yo soy su madre.

—De acuerdo. Con derecho a la felicidad.

—Usted cree que después de tantos años…

—Crio a sus hijos —atajó—. Ahora ya no la necesitan. Ellos formarán una familia, y usted y yo otra.

—Nunca.

León se puso serio.

—¿Por ser hijo de su antigua lechera?

—No… —apretó los labios—. No me ofenda.

—No sé en el sentido que lo dice.

—El hecho de que su madre haya sido nuestra lechera… no implica para nada en el futuro de mi vida y la suya.

—Únalas, Berta. Diga para el futuro de nuestras vidas.

—Nunca irán unidas.

—¿Por mi calidad de plebeyo enriquecido?

—¿Otra vez?

—Perdona.

Le miró con agudeza. Él, suavemente, dijo:

—Perdona, sí. Permíteme que te tutee.

Ella sintió una cosa extraña. Tenía que apartarse de aquel hombre. Era la primera vez, desde que murió su esposo, que otro hombre la atraía. Se puso en pie.

—Berta, ¿la ofendo tuteándola?

—No es eso…

—¿Qué es lo que puso nubes en sus ojos?

—Se lo ruego…

—Si tú no me tuteas, yo no podré hacerlo.

—Creo que lo mejor…, lo mejor… —Desvió la mirada—. Es…, es…

—No lo digas ahora. Piénsalo un poco más y recuerda que soy muy terco. Que te haré feliz por encima de todo. ¿Cuándo? No lo sé. ¿Dónde? ¡Qué importa! ¿Hasta cuándo? Toda la vida.

—Se lo ruego.

—Vamos, pues.

Echaron a andar uno junto a otro. De pronto él la asió del brazo.

—Berta…

—Suelte.

—¿Sabes que me pareces una criatura?

—Hace… hace veinte años que conocí a mi novio. Al que fue mi marido. Muerto él…

—Por eso observo en ti la pureza de una criatura.

—¿No sería mejor que…?

—¿Que me apartara de ti? No podré. Me pasó contigo como con la mina. Entré en ella a trabajar con pico y pala. A la semana, mis riñones estaban deshechos, pero una fuerza interior me mantenía allí. Desde aquel instante decidí que la mina sería mía. Y lo fue.

—Me molesta que me compare usted con su mina.

—Si te comparara en el verdadero sentido de la palabra, te hubiera tomado ya en mis brazos. Perdóname.

Berta caminaba presurosa. Se sentía menguada, abrumada… A sus años oyendo una declaración de amor de un hombre que, al fin y al cabo, era… un pobre diablo con dinero. Y lo curioso, lo extraño era, que aquel hombre la atraía, la turbaba.

—Buenas noches —dijo ella sin mirarlo cuando llegaron ante su casa.

—¿No quiere dar un paseo en auto?

De nuevo la trataba de usted. Lo miró interrogadora.

—Creo —explicó— que le molesta mi tuteo.

—No. Puede hacerlo.

—¿Cómo amigos?

—Sí.

—¿Únicamente eso?

—Únicamente.

—Hasta mañana, Berta.

—Hasta mañana —susurró con tenue acento.

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