Berta

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Capítulo I

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—Buenas tardes, abuelita.

—Hola, muchacho. ¿Cómo van esos estudios?

Pedro besó a la dama, se sentó frente a ella y suspiró.

—Espero aprobar.

Tenía dieciséis años, pero nadie lo diría. Por su aspecto y por su modo de pensar, parecía un hombre de veintitrés. La abuela se sentía orgullosa de él. Era uno de sus nietos preferidos. Claro que los demás estaban muy lejos, pero aun así, encontraba en Pedro cualidades estimables que no halló en ningún otro nieto, cuando estos, en sus vacaciones, pasaban por la ciudad costera a hacerle una visita. Pedro era, como ya había dicho, un hombre en miniatura. Llegaría a ser un buen médico, como lo fue su abuelo, como lo eran sus tíos y como lo fue su padre.

—Mamá me dijo que te advirtiera que vendría a verte esta tarde.

—Tu madre se mete demasiado en casa —opinó la abuela—. Es una mujer joven y a veces me parece que es tan vieja como yo.

—Tiene sus ocupaciones.

—Todas hemos tenido ocupaciones una vez quedamos viudas, y, sin embargo, no renunciamos al mundo.

Pedro esbozó una sonrisa. A él le agradaba que su madre fuera así, sencilla y recogida. La dama ya conocía los gustos de su nieto, y era, precisamente, en lo único que no coincidía. En aquel sentido, Pedro era un poco egoísta. E igual su hermana. Los dos estaban muy satisfechos de su madre, de la vida retraída que llevaba y de su modo de proceder ante la sociedad.

La anciana suspiró.

—Quedó viuda demasiado joven —apreció reflexiva—. Es lo que no comprendo.

—¿Qué es lo que no comprende, abuela?

—Lo de tu madre. A los dos años de casarse, falleció su esposo.

—Lo sé.

—Pero tal vez ignoras que tenía entonces tu madre diecinueve años.

Pedro suspiró de nuevo.

—Todo eso lo sé, abuela. Me lo has dicho miles de veces. Admiro a mamá. Tal vez ella deseaba nuestra admiración y se comportó así.

—Eso es egoísmo.

—¿Y qué hijo no es egoísta?

—Sabrás que yo pedí a tu madre que se casara. Se lo pedí miles de veces. Ya ves; ahora tú y Ana sois personas conscientes. Dentro de poco tú tendrás novia y un día te casarás. Ana seguirá el mismo ejemplo. Es más, según creo, ya la acompaña un chico. Los dos tenéis dieciséis años. ¿Qué hará tu madre una vez vosotros os hayáis casado?

—Lo que hiciste tú —rio Pedro tranquilamente—. Cuidar sus nietos.

—Me quedé viuda a los cincuenta y cinco años.

—Abuelita. ¿Por qué siempre que vengo a verte sacas esta conversación?

—Porque es algo que me inquieta. Tu madre está hoy en lo mejor de la vida. Tiene treinta y cinco años. Es, como quien dice, una criatura, y ya ha renunciado al amor y a la felicidad.

Pedro se impacientó:

—¿Es que solo se puede ser feliz con el amor?

—Es una forma segura de serlo. Si se ama y se es comprendido, no hay duda alguna.

—Abuelita, permíteme que te diga que mamá ha renunciado al amor, en el momento en que falleció papá, casi recién nacidos nosotros, y no por ello es desgraciada, Supongo que habrá llorado a su esposo años y años. Ahora es una mujer tranquila y feliz. Un hombre no la hubiera hecho más.

—Eres un chico inteligente, estudioso y llegarás a ser un buen médico.

—Aún no ingresé en la Facultad —rio con picardía.

—No me refería a eso. Quería decirte que, pese a todo lo mucho que sabes, en cuestión de juzgar a tu madre te equivocas.

—¿En qué sentido?

—En cuestión de hombres, mujeres y amores. Tu madre no puede ser feliz solo porque tú lo consideres así. Se lo advertí cuando vosotros erais pequeños. Muchos hombres de la ciudad la pretendieron, tras haber quedado viuda. Tu madre, que era muy jovencita, os consagró su vida, sin pensar que tenía la suya propia y el derecho a hacer algo por su felicidad personal.

—Si su felicidad éramos nosotros…

—Indudablemente lo erais, pero una mujer debe mirar algo hacia su futuro. Y ella no lo hizo.

—Supongo, abuela, que no estaría arrepentida.

—No lo sé. Nunca hablé de eso con ella. Se diría que le tiene miedo a mi pretensión.

Pedro se echó a reír. Consultó el reloj.

—Se me hace tarde. Ya sabes que hago el selectivo y no quisiera defraudar a nadie. Tengo interés en ingresar en la Facultad en próximo año. Tengo que dejarte, porque el profesor me espera.

—Ve, ve. Y perdona que te hablara nuevamente de lo mismo.

—Ya no me coge de sorpresa. Cuando llego a casa y se lo refiero a mamá, a ella le da la risa.

—Mejor es así.

* * *

Se hallaban los dos en la salita. Eran gemelos, nacieron el mismo día y casi a la misma hora, pues apenas si se llevaban unos minutos de diferencia. Y no obstante, no se parecían. Ana era igual a su madre. Indudablemente, cuando Berta tenía dieciséis años, debió ser como era ahora su hija. En cambio, Pedro se parecía a su padre. Tenía la mirada oscura, cejas hirsutas, pelo castaño y mirada grave, excesivamente seria para su edad.

—¿Qué crees que lograré en la vida? —preguntó.

Ana, como siempre, se echó a reír.

—¿Sabes lo que te digo? Deseas demasiado. Posiblemente no consigas más que la mitad. Yo no hago como tú. Yo deseo lo que Dios me dé, y tal vez consiga más. Tú, en cambio, lo deseas todo, y quizá no consigas la mitad.

—Te equivocas. Quien más desea, más consigue. Todo es cuestión de voluntad.

Ana se alzó de hombros.

—Mamá me preguntó ayer qué deseaba estudiar. Le dije que prefería idiomas a una carrera. Ella me contestó que si lo decidía así, me enviaría un año a Inglaterra y otro a Francia. Es mi ilusión.

—No puedes dejarla sola —opinó Pedro gravemente.

Ana dio un salto en la butaca.

—¿Es que voy a sacrificar mis estudios por no dejar sola a mamá?

—Es nuestro deber.

—¡Oh, Pedro! No pensarás que mamá necesita mi compañía.

Pedro reflexionó. Ana, sentada frente a él, lo miraba expectante. Sin duda, la opinión de su hermano gemelo, pesaba mucho para ella. Se criaron tan juntos, tan unidos, su madre los educó de forma tan perfecta, que Ana consideraba a Pedro el hombre de la casa, tal como su madre le enseñó. No hacía nada, ni decía, sin la aprobación de su hermano.

—La abuela estuvo esta tarde hablándome de lo mismo —dijo Pedro sin responder a las palabras de su hermana—. Dice que mamá debió casarse de nuevo.

—¿Y darnos un padrastro?

—Eso es.

—La abuela no sabe lo que dice.

—Eso opino yo. Pero de todos modos, puesto que mamá se sacrificó por nosotros, justo y lógico es que nosotros nos sacrifiquemos por ella. Yo no puedo estar a su lado. Muy pronto me habré examinado, y como pienso aprobar, pasaré a hacer el ingreso en la Facultad de Madrid. Ya no podré venir a casa más que en las vacaciones. Mamá no puede ni debe quedar sola.

—¿Y me pides a mí ese sacrificio? —preguntó casi llorosa—. Yo deseo ir a Francia y a Inglaterra. Mamá está de acuerdo.

Pedro se puso en pie y dijo terminante:

—Comprendo tus gustos. Pero me temo que tengas una vez más que doblegarlos. Nuestra madre es antes que nada.

—¿Y tú? —preguntó ella egoístamente—. ¿Por qué no te sacrificas tú?

—Eres absurda. ¿Acaso no sabes que yo soy el cabeza de familia? ¿El hombre que ha de dar ejemplo? El hijo que debe seguir la carrera de los hombres de la familia. Nuestro bisabuelo fue médico. Lo fueron nuestros abuelos, nuestros tíos, mi padre… Yo seré, como mis primos, médico también.

Ana, que no era tan juiciosa y le importaba un rábano la tradición familiar, opinó malhumorada:

—¿Qué necesidad tienes de estudiar una carrera tan difícil y vivir lejos de mamá? Tengo entendido qué somos muy ricos.

—¡Ana!

Esta se rebeló.

—Yo no puedo —dijo egoístamente— ser la sacrificada. Yo quiero aprovechar mi juventud. Deseo saber mucho, y aquí en esta ciudad provinciana, solo consigue uno embrutecerse.

—Mamá pasó aquí toda la vida —adujo Pedro— y es una mujer inteligente y distinguida.

—Porque es bella y su belleza la eleva por encima de todo, pero yo —rezongó— no soy tan bella como mamá.

—Creo, Ana, que estamos hablando por hablar.

Se oyeron pasos y en seguida se abrió la puerta del salón.

Una hermosa mujer, de esbelta figura y breve talle, apareció en el salón. Berta Yenes contempló a sus dos hijos con ternura. Era una mujer alta, elegante, fina y joven, pues ni con mucho aparentaba los treinta y cuatro años que en realidad tenía. Sus ojos eran verdes, grandes, de expresión melancólica. Su pelo negro, peinado a la moda, su boca grande y los dientes blancos e iguales, que enseñaba al sonreír. Berta Yenes nunca reía. Sonreía tan solo. Elegante, mayestática, con un atractivo extraordinario, muy femenina, siempre que aparecía ante sus hijos los impresionaba.

* * *

—¿De qué se trata, muchachos?

—Hola, mamá.

—¿Cómo van esos estudios, Pedro?

Este se apresuró a atajarla:

—Fui a visitar a la abuela esta mañana, mamá.

Berta los miró, primero a uno y luego a otro.

—No parecéis muy tranquilos. ¿Habéis reñido?

—Claro que no, mamá.

—No te pregunto a ti, Pedro.

—Pero…

—¿Qué discutíais, Ana?

Pedro buscó los ojos de su hermana, pero no los encontró. Ana cuando quería, sabía rehuir las imposiciones de su hermano gemelo.

—Como tú me preguntaste el otro día qué deseaba ser…

—¿Ser?

—Estudiar.

—¡Ah, sí! —se sentó en medio de los dos—. Me dijiste que idiomas. No es fácil estudiar idiomas en esta ciudad. Lo mejor será que te vayas a Inglaterra y a Francia.

—Mamá…

Miró a su hijo.

Pedro siempre le tuvo un gran respeto a su madre, debido a su forma de mirarle, a su personalidad, a su media sonrisa. Sentía hacia ella una gran ternura, pero al mismo tiempo un respeto indescriptible. Y tal vez esto último le impedía ser todo lo franco que hubiera querido ser con ella.

—No me parece muy propio que Ana se vaya sola al extranjero.

—Pero, mamá, ¿te das cuenta de lo anticuado que es mi hermano?

—No se trata de eso —gruñó Pedro a lo hombre maduro—. No sabe los peligros que corre una mujer sola, lejos de su familia y su patria. No me gustaría.

No quería decir que su madre no podía quedar sola, puesto que él por fuerza tendría que trasladarse a Madrid. Le daba apuro, cierto reparo, decirlo ante su madre. Esta, que no lo comprendió, opinó suavemente:

—Ana está educada para defenderse sola en la vida.

—Otras lo han dicho así, mamá, y se equivocaron. A la edad de Ana uno cree muchas cosas, y un desengaño es un lastre para el resto de su existencia.

—No soy tan pesimista, hijo. No merece la pena.

Se puso en pie como dando por terminado la conversación. Palmeó el hombro de su hijo y luego pasó los dedos por la mejilla de su hija.

—No discutáis más eso —dijo—. No merece la pena.

Los dejó solos y Pedro apretó el libro de texto entre los dedos y masculló:

—Debiste admitir mis razones.

—¿Por ser tuyas?

—Porque son las que te privarían de ese peligroso viaje al extranjero, y a la vez no dejarías sola a mamá.

—Mamá está habituada a la soledad —dijo Ana tranquilamente—. ¿A qué tienes miedo? ¿A que se enamore de un hombre a estas alturas y se case con él?

—¡Ana…!

Esta se alzó de hombros.

—Si mamá no se casó cuando nosotros éramos niños, es seguro que ahora no lo hará. Además, ¿qué hombre hay en la ciudad capaz de enamorar a una mujer como nuestra madre?

—Estás diciendo necedades.

—Posiblemente, pero son la realidad.

—¿Lo has consultado con la abuela?

—Será tan anticuada como tú.

—Te ruego que vayas a verla y se lo preguntes.

—Pedro —se impacientó su hermana—, te ruego que me dejes en paz. He decidido estudiar idiomas, y para ello nada mejor que el extranjero. Mamá me da su consentimiento. ¿Para qué necesito el de la abuela?

—Para estar segura de lo que haces. Yo jamás decido nada sin preguntar a la abuela.

—No la considero una lumbrera. Al fin y al cabo es una mujer como todas.

—Ana, te estás convirtiendo en una descarada —amonestó contrariado.

—¡Oh, perdona!

—Siempre deseé tener una hermana modosa, educada y dócil. No quisiera tener que echarte en cara ciertas cosas.

Ana se impacientó. Ella era una muchacha como debía ser. Tenía, como su hermano, dieciséis años, pero desde muy niña empezó a tratar a muchachos y conocía un poco la vida y no le tenía miedo, y, sobre todo, deseaba conocer muchas facetas.

Se puso en pie. Era alta y gentil. Muy bella, pero tal vez demasiado formada para su edad. Dio unas vueltas por la estancia y se acercó al ventanal. Vivían en lo mejorcito de la ciudad. En una casa-palacio que perteneció a los padres de su padre, y que al morir dejaron para sus nietos. Sonrió con cierta suficiencia.

—De todos modos —dijo— se lo expondré a la abuela, si es que tanto te preocupa.

—Me parece bien. No te olvides de decirle a la abuela que deseamos no dejar sola a mamá.

* * *

La anciana no respondió en seguida. Oyó silenciosamente todo lo expuesto por su nieta y la contempló entre curiosa y divertida.

—¿Qué dices, abuela?

—Estoy pensando.

—¿En lo que te he dicho?

—Exactamente.

—Pedro tiene demasiados prejuicios —se aventuró a decir Ana con cierto retintín.

—Pedro es hombre y tiene ciertos temores con respecto a tu madre. La ve bella, joven aún, aunque se empeñe en ignorar sus años a cada instante.

—No te comprendo, abuela.

—Ni falta —gruñó—. La tonta de ella, sacrificar su vida de ese modo.

Ana quedó con la boca abierta.

—Sigo sin comprenderte.

La anciana se alzó de hombros.

—Bueno, yo creo que puedes marchar al extranjero cuando tu madre lo permita.

Ana no pudo refrenar su alegría. Se puso en pie y dio dos besos a la anciana con alegría desbordante.

—¿Lo ves? Pedro creyó que ibas a decirme que no lo hiciera.

—¿Y por qué no?

—Por mamá.

—Tu madre ya está habituada a la soledad.

—Eso no. Nos ha tenido a nosotros.

—A vosotros, a quienes ella comprendió siempre, pero no se puede decir otro tanto de vosotros para ella. Es joven, esto no lo comprendéis. No es una mujer corriente. Está aprendiendo a serlo.

Ana no la entendió en absoluto. Pero tampoco deseaba hurgar en su cerebro para lograrlo. Ella había conseguido lo que deseaba: que su abuela aprobara su decisión. Lo demás le importaba un rábano.

—¿Cuándo piensas marchar?

—Cuando mamá me lo ordene.

—Supongo que dentro de muy poco.

—Cuando den las vacaciones. Y eso ocurrirá en el mes próximo. Pedro se va a Madrid. Tú y mamá quedáis solas.

—Por desgracia.

—¿Os duele mucho? —preguntó inquieta.

—Pues verás. Yo empecé a quedar sola en vida de tu abuelo. Es decir, empezamos a quedar solos cuando los chicos tuvieron que estudiar y se ausentaron del hogar. Casi ninguno volvió. Todos fueron casándose al terminar sus estudios. Vosotros haréis igual. Lo peor es que vuestra madre aún es joven. Yo era una vieja y aún tenía marido.

—Mamá vendrá a vivir con nosotros.

—Sí, es un consuelo.

—¿No lo es?

—Sí, Ana, sí —se impacientó.

Ana la besó por dos veces y se marchó feliz. Doña Blanca pensó que era triste quedar viuda demasiado pronto, tener hijos y vivir sola. Su hija había sido absurda. Bueno, ella era dichosa. Cada uno vive la felicidad según su criterio, gustos y conceptos de la vida Los de Berta eran muy limitados.

Pensó en la tristeza de Berta, en su desamparo cuando su esposo falleció. Fue algo inesperado. Pero no era fuerte. Un ataque al corazón un día cualquiera y todo terminó. Creyó que Berta se moría también, pero tenía dos hijos para quienes vivir. Indudablemente era una mujer sana. Quedaban los hijos. Pero esto no es suficiente para sacrificar la vida y olvidarse de que uno también es humano y vive.

Así vivió Berta. Olvidada de sí misma. Y ahora sus hijos, que fueron simples crisálidas extendían sus alas convertidos en hermosas y vivas mariposas. Y ella quedaba sola en el nido. No era una gran cosa, por supuesto, pero puesto que se había sacrificado hasta entonces, lógico era que siguiera sacrificándose.

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