Berserk

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Cole intentó hundir la culpa en un rincón, pero no hacía más que resurgir para recordarle que allí estaba. La metió en la oscuridad, pero lo arrastraba con ella, y era una oscuridad dolorosamente conocida. Se pegaba a él como la sangre a una tela y, por mucho que intentara distraerse, siempre estaba allí esperándolo.

Soy un buen hombre, pensó, y el sol destelló en una salpicadura de sangre que había en el parabrisas.

En el fondo del subsuelo de su inconsciente, creyó oír un vagido. Subió el volumen del equipo de música del coche, bajó ambas ventanillas y pisó el acelerador para tener que concentrarse más al tomar las pronunciadas curvas y subir las pequeñas lomas de la carretera. Pero seguía oyendo los ecos y estos no se estaban desvaneciendo. Todo lo que ves, oyes o saboreas permanece en tu mente, o eso es lo que se dice, a la espera de que lo recobres. Y Cole sabía que las cuatro personas que había matado en su vida (tres de ellas en los últimos dos días) seguían en su interior. Se volvería a encontrar con ellas. Se levantarían y le hablarían, y solo su fuerza o debilidad, sus dudas o convicciones, lo sacarían de ese pozo.

¡Soy un buen hombre!

Solo esperaba haber encontrado a Natasha para cuando empezara el enfrentamiento mental definitivo.

—¿A quién has encontrado?

Tom había dejado de mirar por el espejo. Ya había visto incorporarse a Natasha una vez y con eso le bastaba. Me cogió el brazo cuando la desenterré, pensó, pero hasta ese instante ese había sido un recuerdo que había reprimido, ahogado, mantenido lejos de todo lo que estaba pasando. Porque no podía caminar por todos los filos de la navaja y ese era uno de los que se caería con toda seguridad.

A ellos, respondió Natasha en su mente. Tom estaba seguro de que la niña acababa de hablar en voz alta. La voz había sido la de una cría, pero de una cría que ha visto demasiado: ronca por los años, débil por el deterioro, pero llena de emoción. Sophia, Lane y sus hijos, los que escaparon. ¡Los otros berserkers! Los que el señor Lobo quería muertos, así que en lugar de ellos mató a mi familia.

—¿Tienen a Steven? —Tom sintió de repente el corazón ligero en el pecho, en lugar de latir, daba brincos. El coche se metió en el carril central y un camionero se apoyó en el claxon hasta que Tom giró el volante y los devolvió a su carril.

Es probable, dijo la niña. Es probable que lo tengan.

—¡Me dijiste que lo tenían!

Dije que había una posibilidad.

Tom frunció el ceño y volvió a mirar por el espejo, la cara de la niña permanecía inmóvil e inescrutable. Continuaba sentada y erguida. Tenía el pelo envuelto en un moño sólido y embarrado en la nuca. Tom pensó que debería lavárselo. Y en realidad, entre la bruma de todo lo que había pasado, no estaba del todo seguro de lo que la niña había dicho sobre Steven. Lo único que sabía era que había una posibilidad y en esos momentos con eso le bastaba.

—¿Dónde se encontrarán con nosotros? ¿Qué va a pasar? ¿Cuántos hay?

Yo te diré adónde ir y cuándo parar, dijo Natasha. Y, papi, no tengas miedo. Yo estoy aquí, contigo. Tú me ayudaste a mí así que ahora yo voy a cuidar de ti.

—¡Pero si no puedes moverte! —objetó Tom, e hizo una mueca cuando al alzar la voz pareció permitir la entrada del dolor en la espalda—. No puedes hacer nada. ¿Cómo vas a protegerme?

Soy berserker, como ellos, dijo Natasha, y después se quedó callada, era obvio que la pregunta ya quedaba respondida.

Tom siguió conduciendo. El dolor en la espalda (me han disparado, me han pegado un tiro con una puta pistola, y la bala sigue ahí dentro produciendo una infección, ¡y puede que me esté muriendo!) palpitaba al ritmo de su corazón, pero nunca con la fuerza suficiente como para que se sintiera mareado o débil. Algo que Natasha había hecho se estaba ocupando de eso. La niña se había alimentado de él (por mucho que ella afirmara lo contrario, Tom sabía que eso era lo que había pasado), había bebido su sangre, había sacado fuerzas de ella, y a él le había dado algo a cambio. No había ninguna otra explicación para lo bien que se sentía, teniendo en cuenta todo lo que le había pasado. La niña lo estaba cuidando.

Deja de pensar, susurró la niña en su cabeza, deja de preocuparte, sigue conduciendo.

—¿Me estoy volviendo loco? —dijo Tom, y Natasha se retiró para permitirle hacerse dueño de su propia mente.

Siguió conduciendo. Llegó el mediodía y se fue y Tom se deslizó en una especie de aturdimiento, sentía pasar los kilómetros, pero no recordaba mucho de los momentos intermedios. Estaba cansado y tenía hambre y sed. Supuso que hundirse en un estado casi hipnótico era un mecanismo de defensa.

La autopista viraba y oscilaba hacia el norte. Tom mantuvo la velocidad a unos noventa kilómetros por hora y la mayor parte de los coches y los camiones los adelantaban al ponerse a ciento veinte. Unas cuantas personas lo miraron al pasar, pero él no les devolvió la mirada. Era consciente de las caras pálidas pegadas a las ventanillas y solo cuando los vehículos lo adelantaban les echaba un vistazo y vislumbraba por un instante rostros que para él tenían todos el mismo aspecto. No sabía si los demás veían a Natasha o no, y no estaba seguro de qué pensarían de ella si la vieran. Un maniquí, quizá. O puede que vieran un espantapájaros, o un montón de ropa, o una extraña planta que transportaran del sur al norte. Ninguno de ellos se detuvo, ninguno dio un volantazo para apartarse de él, sorprendido, el conductor perdiendo el volante ni echar mano del móvil para llamar a la policía. Se limitaban a continuar adelante y Tom jamás los volvería a ver.

Siguió conduciendo, la mente concentrada en lo que tenía delante, los acontecimientos del día y noche pasados envueltos en una bruma, como un sueño.

El paisaje era amplio y llano. Estaban cosechando los campos, en algunos ya habían terminado y solo quedaban los rastrojos dejados por los cultivos. Uno o dos ya los habían arado y Tom pensó en la vida que brotaría de la tierra removida. Los bosquecillos estaban vestidos de naranja y amarillo y surgían de una alfombra de color donde muchas hojas muertas ya se habían soltado. El sol caía a plomo sobre la cima de una colina boscosa y arrancaba tonos dorados y ocres del paisaje, como un faro para cualquiera que buscara el verdadero esplendor de la naturaleza. Tanta belleza en la muerte. Tanto color en la decadencia. Todo en la naturaleza tenía una razón y Tom pasó un rato cavilando sobre por qué las hojas moribundas tendrían que tener un color tan atractivo. Los colores de los animales muertos iban dictados por la putrefacción: colores amargos, falta de color. Natasha, en el asiento trasero… no había color en ella, solo grises, marrones, nada sorprendente en absoluto. El color de la muerte de las plantas era mucho más agradable. Tom se alegró de no encontrar respuesta. La naturaleza debería ser enigmática. No le correspondía a la humanidad fingir que conocía la naturaleza y no estaba bien que alguien como él se pusiera a desentrañar tales secretos en un día como ese.

Pensó en su oficina, su escritorio, la habitación que tenía en casa llena de polvorientos instrumentos musicales. Pero todo eso parecía a años y mundos de distancia.

De vez en cuando Natasha le acariciaba la mente, solo lo tocaba por un instante y Tom percibía la nueva fuerza que había en ella. Se alegró, y también se asustó. ¿Quieres ser mi papá?, le había preguntado, y él jamás se había planteado las consecuencias de su respuesta.

El tráfico se ralentizó, después se detuvo y tras eso empezó a moverse a paso de tortuga. Unos minutos más tarde pasaron junto a un camión en una zanja, el conductor estaba sentado en los escalones traseros de una ambulancia charlando con el personal sanitario mientras estos lo reconocían. El conductor miró al BMW cuando Tom pasó junto a él y su mirada se desvió de Tom al asiento trasero, apartó los ojos en un instante, volvió a mirar y los apartó de nuevo. Un policía que estaba delante de la ambulancia miró también y clavó los ojos en Tom hasta que Tom apartó la mirada. Estarán buscando el coche, pensó, y cuando aceleró levantó la mirada hacia un cartel que abarcaba toda la autopista. Nombres de lugares y números de carretera que no tenían ningún sentido para él, pero vio las motitas negras de las cámaras sobre los carteles, enfocaban en ambas direcciones. Más adelante había una cámara sobre un poste alto, dirigida directamente al carril lento. Y a medida que se reducía la distancia entre el BMW y la cámara, Tom estaba seguro de que esta se movía y rastreaba su progreso, lo seguía como los ojos de un cuadro.

—Nos estarán buscando —dijo. Natasha no respondió y él se preguntó dónde estaría la niña. ¿De vuelta con Cole, comprobando si estaba muerto o herido? ¿O se había adelantado y estaba con los berserkers hacia los que lo estaba llevando? No lo sabía y no quería preguntar.

Siguieron pasando los kilómetros y el extraño aturdimiento de Tom continuó, notaba todo lo que lo rodeaba, pero arrojaba los acontecimientos más recientes a algo parecido a un sueño. A veces recordaba lo que soñaba, pero en la mayor parte de los casos no, y ese sueño concreto parecía estar desvaneciéndose con cada minuto y kilómetro que pasaba. Los recuerdos seguían ahí, pero los sentimientos y emociones no. El último día de su vida se estaba convirtiendo en una película. Pensó en Jo, muerta en el coche de los dos, y era como si fuese una actriz que había conocido en otro tiempo. Debería estar llorando (intentó obligarse a derramar una lágrima), pero un nuevo modelo de Mini se metió por delante y tuvo que virar, y sus maldiciones secaron cualquier sollozo que pudiera haber surgido.

Cuando Natasha volvió a hablar en su mente, casi una hora después de la última vez que Tom la había oído, su voz lo sobresaltó y soltó el volante. Lo volvió a coger a toda prisa. El movimiento repentino había atizado el dolor en la espalda y Natasha entró en su cabeza, unos dedos tranquilizadores que fueron aliviando el dolor. Tom no sabía cómo lo hacía, él se limitaba a agradecérselo.

He estado hablando con ellos, dijo la niña. Van a venir a por nosotros, todos ellos. Nos dirán dónde reunirnos y luego me llevarán a casa.

—¿Steven?

Sí, tienen a Steven.

Tom se echó a llorar. Las lágrimas fueron repentinas, calientes, le brotaban de los ojos y le empañaban la vista. Se puso a temblar.

—Necesito parar —dijo—, solo un rato. Necesito ir al baño, y comer y beber algo.

Por supuesto, papi, dijo Natasha. A la niña se le quebró la voz e hizo una pausa, como si esperara que Tom dijera algo más sobre su hijo.

Pero Tom no preguntó. En ese instante, débil y dolorido, no estaba seguro de querer saber.

Consiguió recuperarse lo suficiente para conducir los cuatro kilómetros y medio que quedaban hasta la siguiente gasolinera. Salió de la carretera y aparcó tan cerca del edificio principal como pudo, en parte para pasar desapercibido, pero sobre todo porque no tenía ni idea de hasta dónde podría llegar caminando. Se quedó sentado un rato, intentando contener los sollozos y tratando de detener las lágrimas porque podrían llamar la atención. Si la policía lo atrapaba, ya no habría futuro. Se llevarían a Natasha y la volverían a enterrar. A él lo arrestarían y lo acusarían de Dios sabía qué. Y Steven… seguiría donde quiera que estuviese, haciendo lo que fuera que estuviera haciendo.

Eso era lo que Tom no quería saber. Todavía no. Después de los recuerdos que Natasha había compartido para mostrarle su historia, Tom había empezado a temer que su hijo quizá estuviera mejor muerto.

—Tengo que dejarte un rato —dijo Tom—. Te taparé con mi chaqueta. No tienes un aspecto muy…

No te preocupes, puedes decírmelo, lo tranquilizó Natasha.

—Bueno, alguien tendría que acercarse mucho para ver lo que eres.

Haz lo que tengas que hacer, pero, por favor, vuelve pronto. Estamos muy cerca y ellos pueden ayudarme.

—¿Quiénes son ellos? ¿Cuántos hay?

Cuatro, dijo la niña. Los únicos que sobrevivieron. Lane y Sophia, y sus hijos, Dan y Sarah. No tardarás en conocerlos.

Tom suspiró y posó las manos en los muslos, listo para levantarse. Iba a doler. Daba igual lo que Natasha le estuviera haciendo, aquello iba a doler. Y entonces se dio cuenta de un factor vital que se le había pasado por completo, y maldijo su estupidez.

Le habían disparado. Todas y cada una de las prendas que llevaba puestas estaban empapadas de sangre. Incluso el cuello de la camisa, de la herida en la cabeza que todavía le palpitaba. Seguía cubierto de barro de excavar la fosa común el día anterior. Era un imbécil que no andaría ni cien metros antes de que alguien se fijara en él.

—Oh, Natasha…

Puedo ayudar, dijo la niña.

—¿Cómo? —Incluso entonces a veces se olvidaba de los dedos psíquicos de la niña que recorrían su mente, sondeaban sus pensamientos y lo oían del mismo modo que él la oía a ella.

Puedo hacer que aparten la vista.

—Se fijarán de todos modos, no entiendo…

Pero solo puedo hacerlo si me llevas contigo.

Tom se quedó sentado, en silencio, al oír eso, movió el espejo retrovisor y clavó los ojos en la niña. El rostro arrugado no le devolvía mirada alguna, no había sonrisa ni movimiento. Quizá el hecho de incorporarse la había dejado sin fuerzas.

Tom miró el coche: las esterillas, la guantera, se giró con cautela para echarle un vistazo al asiento de atrás. No había nada que pudiera usar para taparla. Necesitaba la cazadora para sí mismo (estaba ensangrentada y tenía un agujero, pero no estaba tan mal como la camisa) y no vio nada más. Entonces recordó el maletero. Cuando lo había registrado en busca de herramientas había visto una manta vieja, extendida por el fondo en un vano intento de mantenerlo limpio.

—Ya no está tan limpio —dijo Tom con una sonrisa. Había sangre por todas partes, delante y detrás, y la tierra de la fosa estaba incrustada en los asientos de cuero.

Lo único que tenía que hacer era salir del coche, rodearlo para llegar al maletero, abrirlo, sacar la manta de debajo de las herramientas y cualquier otra cosa que la sujetara, regresar a la puerta trasera, inclinarse, envolver el cuerpo de Natasha y llevarlo hasta la gasolinera. Y luego tendría que confiar en que ella lo ayudase, como pudiese. Puedo hacer que aparten la vista, había dicho la niña, y la sensación de su presencia en su mente hizo que Tom se lo creyese.

Chupado.

Tom respiró hondo unas cuantas veces y miró a su alrededor. Había un coche pequeño aparcado a su lado, los propietarios no estaban. Unas cuantas personas se arremolinaban por los alrededores, fumando, bebiendo o hablando por el móvil. Nadie parecía mirarlo a él en concreto y, lo que era más importante, no vio señal alguna de que hubiera algún policía cerca. Cogió la manija de la puerta y miró a Natasha por el espejo retrovisor. La puerta se abrió con un chasquido estruendoso.

En cuanto Tom salió del coche lo miraron varias personas: un hombre que paseaba a su perro en una pequeña colina cubierta de hierba que había junto al edificio principal; un camionero que estaba sacando dinero del cajero; una madre y su hija pequeña que acababan de salir por las puertas principales. Tom era el centro de atención y los otros no podían evitar ver la expresión de culpa en su cara. Lo golpeó un mareo repentino y tuvo que apoyarse en el coche, cerró la puerta y miró al cielo como si admirara el día. Se sujetó a la manija, estaba seguro de que iba a caer hacia la izquierda o la derecha en cualquier momento. Sintió algo caliente que le bajaba por la pierna y esperó que fuera sangre.

¡Papi!, exclamó Natasha. ¡No te duermas! ¡Sigue de pie! ¡No te caigas! Había una preocupación sincera en su voz, y Tom se dio cuenta de que esa emoción era algo de lo que prácticamente había carecido hasta entonces. Sacudió la cabeza, confuso.

—Estoy haciendo todo lo que puedo —susurró, después se mordió el labio. Estar cubierto de sangre y barro seco ya era un problema; si encima hablaba solo lo tacharían de chiflado sin dudarlo.

Cuando notó que se le iba pasando el mareo, bajó la cabeza y abrió los ojos. Tenía que concentrarse en algo, centrar la visión para detener las acrobacias mentales de las que su sentido del equilibrio parecía estar disfrutando en ese momento. Se quedó mirando el enorme cartel del restaurante. Cuando la hamburguesa con queso dejó de mecerse de lado a lado como un zepelín en medio de un huracán, volvió a respirar hondo, cerró los ojos de nuevo y contó hasta diez.

Ya no lo miraba nadie. Quizá habían visto el estado en el que se encontraba y habían decidido pasar de largo. O, lo que era más probable, él no era asunto suyo, así de simple. Los desconocidos son como fotografías olvidadas para otros desconocidos: el negativo está ahí, pero la imagen nunca se imprime.

Tom cambió de postura y se movió de lado, sin dejar de apoyar la espalda en el coche. A cualquiera que mirara le parecería muy raro, pero no tan raro como un puñetero agujero de bala en la espalda.

¿Y qué coño me está haciendo la niña?, pensó. ¿O es que sigo conmocionado? ¿Me estoy desangrando y ni siquiera me entero? No tenía respuestas, y si Natasha lo oyó, optó por permanecer callada.

La confusión se mantuvo, un velo que cubría el pasado y que parecía diluir su importancia.

—Jo —susurró Tom tentativamente, pero no lloró.

Llegó hasta el maletero y lo abrió con la llave electrónica. Ya no le quedaba más alternativa que inclinarse sobre él y dejar la espalda expuesta.

—Ayúdame ahora si puedes —le pidió, pero Natasha permaneció callada. Apartó las herramientas tiradas por el maletero, movió un par de viejas botas de agua manchadas de mierda de ganado y recogió la manta que cubría el fondo del maletero. En otro tiempo había sido de cuadros, pero los vertidos sucesivos de pienso y el sinfín de ataques del calzado embarrado la habían vuelto de un color gris uniforme. Estaba asquerosa. Voy a llamar igual la atención con esto, pensó, pero entonces volvió Natasha, su voz joven llena de emoción, como un niño de camino al zoológico.

He estado hablando con Sophia. Ya no están muy lejos. Nos dirán dónde encontrarnos y conocen un sitio seguro. ¿No es perfecto?

—¿Y Steven?

Una pausa, tan breve que Tom creyó que se la había imaginado. Está en casa, dijo la niña.

—¿Y dónde está vuestra casa?

Es un lugar… dijo Natasha, y se le fue apagando la voz. Si hubiera tenido ojos, Tom se la imaginaba con ellos clavados en la distancia. Mi madre solía hablarme de nuestra casa mientras me dormía. Bajo las calles de una ciudad a la que nunca dio nombre están los túneles, y bajo ellos las cuevas, y más abajo, mucho más abajo, está nuestra casa. Los humanos no han estado allí jamás, solo los berserkers. Es enorme, iluminada por fuegos que arden desde siempre. La comida es la más sabrosa y crece en el terreno más puro. El agua se recoge en estanques, la más limpia que hay, y hay peces como en ningún otro lugar en el mundo. Algunas de las viviendas talladas en la roca se remontan a una época muy lejana, antes de que los humanos caminaran erguidos. Hay otros túneles que llevan a otros lugares, pero es a nuestra casa a la que siempre regresan los berserkers. La cuna de nuestra existencia. Es… un lugar que yo apenas puedo imaginar, por no hablar ya de explicar.

—Supongo que ninguno de los dos tardaremos mucho en verlo. —Hizo una bola con la manta y cerró el maletero de un portazo, siseó cuando el dolor le golpeó la espalda. Algo se le fue clavando todavía más allí dentro, como una rata arañándole y royéndole la carne en busca de otro órgano que perforar; Tom tuvo que echarse hacia delante y apoyarse en el coche con los ojos cerrados otra vez.

»Oh, Natasha, me voy a caer, me voy a derrumbar y todo habrá acabado, se acabó ir a casa, se acabó Steven…

¡No te atrevas, joder!

Tom abrió los ojos súbitamente. El miedo lo golpeó en la cara y fue tan eficaz como una bofetada de verdad. El mareo se retiró. El dolor decidió quedarse donde estaba, Tom sintió que permanecía a la espera, entre las sombras, aguardando la próxima oportunidad para destrozarlo.

Jamás había oído a la niña hablar así. No había sido la voz de una niña pequeña. Eran las palabras de una persona acostumbrada a controlarlo todo.

¿Qué me está haciendo esta niña?, se preguntó Tom una vez más, y pensó por un instante en lo que le había dicho Cole.

El señor Lobo podría estar pronto aquí, dijo la niña en su mente, le gritaba, lo apartaba de sus propios pensamientos. Y no podremos huir de él otra vez, no con una herida como la que tienes. Estás sangrando, papi. La voz de la niña bajó otra vez, cambió el grito por un nuevo gimoteo infantil. ¡Hay tanta sangre! Entra en el coche y abrázame antes de irnos, y yo me aseguraré de que los dos tengamos fuerzas suficientes para esto.

—¿Qué me estás haciendo? —le preguntó Tom.

Ayudarte. Hacerte fuerte. Mantenerte con vida.

—Ni siquiera sé lo que eres.

Soy una berserker, como te he dicho y mostrado. Siéntate conmigo durante un minuto y soñaré para ti un poco más, te mostraré la verdad.

Tom abrió la puerta trasera y se sentó en el coche.

Cógeme, abrázame como antes.

Maniobró para ponerse a Natasha en el regazo y la acunó como si fuera un bebé. Sintió el pinchazo en el pecho y esa vez la niña se movió en sus brazos, un cambio de postura grotesco que a Tom le puso los pelos de punta y le provocó un cosquilleo en la columna.

Pronto estaremos bien los dos, dijo la niña, y Tom sintió que ella se retiraba de su mente cuando empezaba a alimentarse.

Con la mano que le quedaba libre, Tom cubrió a aquella extraña criatura con la manta sucia. Después echó la cabeza hacia atrás y disfrutó de las oleadas cálidas de consuelo que le invadían el cuerpo y se llevaban el dolor.

No tardaron en llevarse también la luz.

—Te he enseñado lo que somos —dijo Natasha—. Y ahora te enseñaré lo que nos han hecho.

Pronunció esas palabras con su voz real, y sonaba como la de una niña pequeña.

Cole los había perdido. Estaba seguro, igual que estaba seguro de que el MX5 se estaba muriendo. Tosía y jadeaba, y hacía un ruido como si algo se hubiera soltado en el motor. Pero qué puta mala suerte… Claro que él había asesinado a la propietaria del coche, así que suponía que estaba actuando algún tipo de justicia cósmica.

Estaba en la autopista, rumbo al norte, pero solo porque así podía ir más rápido y tenía la sensación de que estaba yendo a algún sitio.

El coche volvió a renquear y dio una sacudida, y a noventa por hora eso no era buena señal. Tendría que salir pronto de la carretera o arriesgarse a tener que parar en el arcén. Si eso ocurría y la policía decidía acudir para ver si había algún problema, Cole tendría dificultades para explicar la sangre, los sesos y los trozos de hueso que manchaban el interior del vehículo. Suponía que podía intentarlo, pero no sería fácil.

Estoy persiguiendo a una monstruita que enterré viva hace diez años, agente, porque a un gilipollas se le ocurrió sacarla sin tener ni puta idea de lo que estaba haciendo. Y ahora está haciendo todo lo posible por llevarla con más de su especie, donde la cuidarán, la atenderán y la devolverán a la tierra de los vivos, y eso es lo que más temo porque hay algo en ella, algo que le hicieron en Porton Down. Y aunque no sé qué es, estoy seguro de que, junto con la peste negra, el sida y un toque de virus del Ebola en los cereales del desayuno, usted no lo clasificaría bajo el epígrafe de «Buenas Noticias». Ah, ¿el coche? Sí, bueno, le volé la cabeza a la conductora sin querer cuando en realidad solo pretendía pegarle un tiro a la carrocería. Una morena muy guapa, justo la clase de mujer que estoy intentando proteger.

No, eso no iba a funcionar.

Cole abandonó la autopista por la siguiente salida y el coche se murió en la rotonda, pero él se las arregló para bajar la colina rodando y entrar en una pequeña gasolinera. Había un garaje detrás, tenía un coche dentro con las tripas grasientas sembradas por todo el suelo. Cuando el MX5 se detuvo dibujando una curva, el mecánico se acercó sin prisas, por el camino encendió un cigarrillo.

—¡Mierda! —Cole salió del bajo coche y maldijo el dolor creciente que iba sintiendo en los muslos magullados—. No se preocupe, amigo —dijo con tanto desenfado como pudo. Tenía una astilla de hueso clavada en el trasero, se había sentado encima. ¿Qué puñetero desenfado puedo mostrar con la pinta que tengo?, pensó. La 45 era un peso reconfortante en el cinturón.

El mecánico lo miró de arriba abajo. Abrió más los ojos, le dio una buena calada al cigarrillo y después asintió.

—Sí. N. E. M. P. —Se dio la vuelta y se alejó.

—¿Qué?

El mecánico contestó por encima del hombro sin dejar de caminar.

—No Es Mi Problema. Douglas Adams. Hay un teléfono en la tienda.

Cole se quedó mirando al hombre, asombrado.

—Quizá me esté cambiando la suerte —murmuró, pero entonces revivió la imagen de la mujer a la que había matado; sus muslos pálidos y sus bragas negras, su cabeza destrozada, y supo que la Dama de la Suerte jamás volvería a sonreírle.

Se acercó cojeando a la tienda mientras se sacaba el móvil del bolsillo. Era de esperar que tuvieran baños dentro y desde allí podría hacer la llamada que llevaba planteándose más de una hora, una llamada que siempre se había prometido que jamás haría. La llamada que garantizaría que lo juzgarían por al menos cuatro asesinatos.

Ya había marcado el número, estaba preparado.

—Estoy demasiado comprometido —dijo al entrar en la tienda y ver el cartel del baño. La chica que estaba detrás de la caja se lo quedó mirando sin dejar de mascar chicle.

Cole estaba convencido de que era un buen hombre. Temeroso de Dios y bueno. Una astilla del cráneo de una mujer inocente podía pellizcarle el culo, pero eso no lo hacía cambiar de opinión.

Una vez en el baño comprobó que todos los cubículos estaban vacíos, se quedó donde pudiera ver la puerta y apretó el botón de llamada.

Respondieron al teléfono después de cuatro tonos. Hizo falta discutir un poco y varios minutos de espera para que pasaran la llamada, pero al final la conocida voz se escuchó al otro lado y Cole sintió que una aversión instantánea emergía lentamente.

—Comandante Higgins —dijo Cole—. ¿Así que sigue lamiéndole el culo a Su Majestad?

Estaban en la parte trasera y cerrada de algún tipo de vehículo, los trasladaban a Porton Down. El vehículo se movía rápido y había muchos baches en las carreteras; si no hubiera sido por los cinturones de seguridad, el movimiento los habría arrojado por todo el interior de la cabina.

No había ventanillas y solo una luz débil. Una malla sólida formaba seis jaulas separadas, tres a cada lado con un pasillo por el centro. Las puertas corredizas que llevaban a esas celdas estaban abiertas. Natasha iba sentada enfrente de Peter y sus padres estaban en los compartimentos de al lado, ninguno de los dos decía nada. Su padre parecía dormido, pero la niña veía el brillo de los ojos bajo los párpados bajos. Todavía lleno de energía por los esfuerzos del día, sus instintos animales le impedían dormir. Su madre había apoyado la cabeza en un lado del camión sin preocuparse de los baches y sacudidas, con los ojos clavados en la luz fluorescente del techo. Tenía el rostro marcado por dos heridas de bala, abiertas solo horas antes. Para cuando llegaran a Porton Down, las heridas habrían desaparecido por completo. El esfuerzo de curarse la cansaba y Natasha vio que se le cerraban los ojos.

Su hermano iba sentado delante de ella, totalmente despierto, todavía resplandeciente tras la caza. Sus heridas recientes eran simples sombras, ecos de dolor, y el niño se retorcía un poco de vez en cuando para deshacerse de otro recuerdo más. Había sanado más rápido que todos los demás, puesto que era el más joven. En los humanos, un niño se cura antes que un adulto y con ellos ocurría lo mismo.

No podían salir. Aunque las puertas de las celdas estaban abiertas y la luz encendida, la puerta trasera del camión llevaba el cerrojo pasado y sujeto por un candado por fuera. También había una cerradura electrónica; Natasha vio la caja vacía de donde se había sacado el mecanismo de control interno. El señor Lobo había disfrutado contándoles que el camión se había reforzado al máximo para garantizar su seguridad. Estaba electrificado por completo y se podía inyectar una descarga eléctrica masiva. Para protegerlos. Por último, había un recipiente de gas nervioso metido en un receptáculo que permitía su liberación y que se encontraba entre las capas del techo. De nuevo, instalado allí para su protección. El hombre sonreía mientras se lo contaba, aunque no pretendía consolarlos con aquella expresión. Jodedla, decía, y yo mismo os gaseo. Haced un solo movimiento para salir y os enciendo como un árbol de Navidad. El padre de Natasha había asentido mirando al señor Lobo, había rodeado el camión, dado golpecitos en las paredes y patadas a las ruedas, y después le había sonreído al soldado como si ya hubiera descubierto un fallo en la seguridad del vehículo.

Natasha estaba cansada, pero no podía cerrar los ojos. No era la primera vez que la encerraban así con su familia, lo habían hecho muchas veces y cada una de ellas habían permanecido despiertos. No era el miedo al confinamiento, ni que fuera obvio que eran prisioneros, lo que les impedía dormir. Era saber que, algún día, serían prescindibles. Solo uno de los humanos había mostrado alguna vez algún indicio de comprender de verdad lo que eran y lo que podían hacer, y el señor Lobo no intentaba ocultar su deseo de deshacerse de ellos. Su error era dar por hecho que los berserkers eran criaturas antinaturales, un fallo de la creación. Si tan solo pudiera contemplar su pasado…

Los ojos de Peter se movían como rayos de izquierda a derecha, examinaban las esquinas de las celdas, siempre vigilantes en busca de una esperanza de huida. Natasha sabía que su hermano no la encontraría, no allí, y no en ese momento. Y suponía que el niño también lo sabía. Su padre, con los ojos casi cerrados pero bien despierto, esperaba una posibilidad de huida más obvia. Y su madre percibía cada vibración de la carretera a través del cráneo, cada giro y cada viraje del camión. Un par de horas después de partir del puerto naval, abrió los ojos y anunció que no tardarían en llegar a casa.

A casa. Natasha no recordaba su casa de verdad (el lugar del que sus padres hablaban con frecuencia, pero solo en silencio, en su mente), porque ella era una niña de pecho cuando los habían capturado. El recinto en el que vivían en Porton Down era todo lo que conocía, aparte de los lugares a los que los enviaban en ocasiones para alimentarse y destruir. Su hermano había nacido en cautividad. Quizá eso explicaba por qué el niño, más que cualquiera de ellos, estaba de forma constante con los nervios de punta y listo para abalanzarse. El menor disgusto lo ponía furioso; la más pequeña riña lo sacaba de quicio. Para su familia no era problema, pero para los humanos suponía todo un desafío. Era un milagro que no hubieran intentado destruirlo ya, claro que conocían la fuerza que suponía una familia unida.

El camión perdió velocidad, la carretera se allanó y se hizo más lisa y todos percibieron que el vehículo había entrado en un espacio cerrado. Después de parar, las puertas todavía tardaron unos minutos en abrirse. El señor Lobo miró furioso a los berserkers.

—Hogar, dulce hogar —dijo—. Ya sabéis lo que toca. De uno en uno, el niño primero, después la niña—. Lucía una posada pistola en el cinturón y Natasha pudo oler las balas de plata desde donde estaba sentada. El enorme garaje tenía varios puestos de observación incrustados en los gruesos muros, y habría un francotirador en cada uno, rifles de alta velocidad cargados con munición de plata apuntando a los berserkers en cuanto salieran del camión.

—Es en el camión donde podríamos intentar aprovechar la oportunidad —le había susurrado su padre a su madre un día. Ninguno de los dos sabía que Natasha había estado escuchando, creían que estaba dormida, con la boca ensangrentada y el estómago lleno—. Allí dentro el único que nos tiene cubiertos es ese cabrón de Cole. Solo tendríamos unos segundos, pero podría funcionar. Seríamos libres.

—¿Y el gas nervioso? —había dicho la madre—. ¿Y la descarga? ¿Podríamos sobrevivir a eso?

—Quizá no todos…

—No haré nada que ponga en peligro a nuestros hijos. Son todo lo que tenemos. Si para mantenerlos con vida tenemos que quedarnos aquí, eso será lo que haremos.

—¿Crees que nos dejarán ir alguna vez? ¿Crees que decidirán en algún momento que nosotros también tenemos derechos? ¡Para ellos somos animales! ¡Simples bienes!

—Me da igual —había dicho su madre, y al darse la vuelta se había dado cuenta de que Natasha los estaba mirando y escuchando desde donde estaba echada. Sonrió y Natasha le devolvió la sonrisa, pero, en el fondo, la niña había detestado la expresión de derrota y aceptación que había visto en los ojos de su madre.

Natasha recordó y Tom vio. Tom sabía que solo era un recuerdo y, sin embargo, también era pura experiencia: olor y sabor, tacto y sonido. Tom podía ver todo lo que Natasha había visto, sentir lo que había sentido.

Él no era más que una figura oscura en el coche, la cabeza echada hacia atrás y caída hacia un lado, babeando por una comisura de la boca. En su regazo reposaba el cuerpo cubierto por una manta de una niña no muerta. En su pecho, los labios secos de la niña se movían alrededor de la pequeña herida para extraer sangre. La sangre se le había secado en la espalda y en la herida se había formado una costra, la carne se había ido entretejiendo allí donde solo un par de horas antes una bala de plata la había destrozado.

La sangre de Tom albergaba una mancha, pero solo una mancha. Y la sangre manchada era mejor que no tener sangre.

Natasha bebía, flexionaba los dedos, los músculos se contraían y la carne se llenaba.

Tom dormía y veía el pasado.

Cualquiera que mirara en el interior del coche veía algo raro, pero de inmediato seguía su camino y a los dos pasos lo único que le quedaba era una sensación de desasosiego. Dos pasos más y lo único que le preocupaba era lo que iba a tomar para almorzar.

—¿Qué vamos a tomar para almorzar? —dijo Peter.

—¡No seguirás teniendo hambre! —respondió Natasha, espantada. Aquel niño era una auténtica máquina de comer. Había oído decir que los cachorros se ponen a comer y no paran hasta que vomitan, su hermano era igual. Todavía tenía el estómago hinchado por el festín berserker que habían disfrutado el día anterior, pero él seguía ansiando más.

—Ahí tenéis de sobra —dijo el señor Lobo. Los acompañaba por el pasillo que llevaba a su alojamiento, como siempre, con una mano descansando en la culata de la pistola. Natasha sabía que él sabía que sería inútil; si los berserkers iban a por él, estaría muerto antes de verlos moverse siquiera. Pero el arma parecía proporcionarle cierto consuelo, y quizá una sensación de poder también. Ellos eran animales y el que tenía el arma era él. Estaba al mando.

—Hemos vuelto a haceros el trabajo sucio —dijo el padre de Natasha—. Ahora nos gustaría comer.

—Creía que habíais comido suficiente para una semana entera —Contestó el señor Lobo, miraba furioso al padre de Natasha con una expresión que decía: «Os tengo tanto miedo que no sé hacia dónde mirar».

Su padre lo sabía, pero pocas veces se aprovechaba de ello. Si quedabas por encima de alguien como Cole, el tipo se dedicaba a buscar un modo de hacértelo pagar. Con exponer sus puntos débiles solo se conseguía que él necesitara sentirse más fuerte. En realidad no había nada que les pudiera hacer, no sin un buen motivo (tenía órdenes de los altos mandos), pero podía hacerles la vida muy incómoda si quería. Y si sus superiores cuestionaban alguna vez sus acciones, él lo achacaría al «adiestramiento». Utilizaba mucho esa palabra. Adiestramiento. Como si fueran perros.

—Haré que os traigan comida —dijo el señor Lobo—. A todos. —En todo lo que decía había un trasfondo de amenaza. Los odiaba. Era un hombre pequeño, débil e inseguro y Natasha lo temía más que a nada o nadie que conociera.

Se produjo entonces un vacío en los recuerdos de Natasha (un período olvidado, o algo que la niña no quería que Tom viese) y después allí estaban, los berserkers, todos juntos en el lugar de Porton Down donde los habían tenido metidos durante años, juntos como pacientes en un manicomio o animales en el zoológico. Se habían reunido en su patio, una gran zona ajardinada con un estanque y una fuente, matas de arbustos, zonas para sentarse, un rincón enlosado y una barbacoa; sobre ellos también había una pesada rejilla de acero que salvaba el espacio de muro a muro, sostenida por gruesas columnas de piedra. La reja entera zumbaba con suavidad. Los rayos del sol la atravesaban, pero el poder y belleza de su luz quedaban amortiguados por la malla, manchados por el encarcelamiento. El lugar olía a lavanda y a muerte en potencia. Los padres de Natasha estaban sentados en silencio, jugando al ajedrez. Su hermano se divertía con Dan y Sarah, otros dos pequeños berserkers; jugaban a una versión un poco bruta del pilla-pilla en la que el que la llevaba tenía que perseguir a los otros a cuatro patas, los otros berserkers adultos (Lane y su mujer, Sophia) estaban tirados al sol, protegiéndose los ojos con la mano y susurrando entre sí.

Fue entonces cuando empezó el cambio. Porque Lane y Sophia estaban hablando en susurros de huir y su plan no incluía a toda la familia de Natasha. La niña lo recordó y Tom lo vio, y con ese conocimiento llegó una sensación de pavor ante lo que iba a ocurrir a continuación.

Tom despertó. Le dolía el cuello de haberlo tenido echado hacia atrás. Tenía a Natasha acurrucada en sus brazos, una forma fría y seca que parecía haber ganado peso desde que se había quedado dormido. Lo invadía la agitación. El mundo estaba cargado de amenazas y repleto de violencia, y, por unos segundos, no quiso moverse, no fuera a poner en marcha lo que fuera que hubiera de pasar. Miró a su alrededor sin mover la cabeza y vio a los transeúntes que pasaban junto al coche, miraban al interior, se encontraban con sus ojos y apartaban la vista muy rápido antes de alejarse hacia sus vehículos o el restaurante, como si estuviesen acostumbrados a ver hombres empapados en sangre acurrucados en asientos traseros con cuerpos de niños en los brazos.

Cinco minutos más, dijo Natasha, y en su voz había un tono desesperado y exigente; luchaba por aparentar normalidad, pero se filtraba algo diferente, más animal y vital. Tom bajó los ojos y vio burbujas de sangre entre la boca de la niña y su propio pecho. La estaba alimentando; o, para ser más exactos, la niña se estaba alimentando de él. Tom había cerrado los ojos para analizar lo que sentía, y le sorprendió descubrir que no sentía nada en absoluto. Lo que estaba haciendo Natasha le era indiferente.

Con todo, persistía esa sensación de pavor que flotaba a su alrededor como una burbuja de ácido a punto de estallar.

Está dentro, dijo la niña, está en mi memoria, y te enseñaré lo que recuerdo… cinco minutos más, papi, y yo me sentiré mejor y tú sabrás lo que hicieron. Lo que hizo él. Y entonces sabrás por qué tenemos que seguir adelante.

La niña se alejó y Tom también, se dejó llevar y volvió a caer en un sueño que invitaba al regreso a la película de la memoria de la niña. Las imágenes botaron y saltaron como si las hubieran cortado y empalmado a partir de recuerdos que no tenían sentido; Tom cayó en uno de los fotogramas, asustado y desmoralizado, pero impaciente por saber.

Natasha abandonó el patio, entró y se asomó a la puerta del comedor. Había tres personas encadenadas al muro allí dentro y, aunque solo echó un breve vistazo, le dio la impresión de que una de ellas había muerto. Mala señal. Seguramente habría sido obra de Lane, enfadado porque no le permitieran salir en la última excursión. A veces se ponía así, petulante, malcriado como un niño al que le hubieran quitado su juguete favorito. Jamás descargaba su furia contra otro berserker y no podía arriesgarse a hacerles nada a los soldados de la base, así que era la comida la que sufría. Con toda probabilidad había estado chupando sangre hasta quedarse ahíto y después había continuado hasta quedarse casi dormido, tragando más por costumbre que por necesidad hasta que el hombre había muerto. Natasha lo sentía. La comida llevaba allí ya más de un año y ella le había tomado cariño.

Siguió adelante. La suerte de sus víctimas era la menor de sus preocupaciones en ese momento. Les había dicho a sus padres que se iba a su habitación a leer, pero, en realidad, solo quería irse del patio por culpa del ambiente cada vez más cargado que reinaba allí. Estaba pasando algo. Ocurría a veces, el ambiente se saturaba de cólera y se cargaba demasiado; Natasha por lo general lo achacaba a la reja eléctrica que tenían encima. Pero otras veces rechazaba esos cuentos chinos y se decía que tenía que madurar e intentar entender lo que estaba pasando. Allí se estaban produciendo dinámicas de grupo que a su mente infantil le costaba desentrañar, pero al menos se daba cuenta de que estaba pasando algo. Su hermano, que no percibía esos cambios en el ambiente, jugaba al pilla-pilla con Dan y Sarah, que todavía eran muy pequeños para enterarse de nada.

Al nacer, todos los niños son animales, le había dicho a Natasha una vez su madre, tanto los humanos como los berserkers. Pero con su primer aliento, el niño berserker es diferente y a partir de ahí, cada aliento aumenta esas diferencias.

Natasha atravesó las zonas comunes (paredes blancas, mobiliario funcional, una televisión y una librería a rebosar) y se dirigió a los dormitorios.

Alguien la seguía.

Entró disparada en la habitación de sus padres y se escondió detrás de la puerta. Unos segundos después pasó Dan cantando en voz baja para sí y chasqueando los dedos, cosa que hacía cuando estaba nervioso. Se detuvo junto a la puerta cerrada del dormitorio de Natasha, escuchó un momento y después siguió caminando, la canción se transformó en un tarareo. Era obvio que el niño se había aburrido de jugar.

Está tramando algo, pensó Natasha, pero no tenía ni idea de qué podía tratarse.

Los recuerdos de la niña dieron un brinco, parpadearon, se saltaron alguna bobina, y Natasha se encontró en la habitación de Dan intentando meterle algo en la boca para que no se mordiera la lengua. El niño se agitaba sobre la cama, gemía y chillaba, lanzaba espuma por la boca, con los ojos en blanco y aunque Natasha ya había visto la jeringuilla y las gotas de sangre en la cama, no sabía lo que significaban. La niña gritaba pidiendo socorro porque parecía que Dan se estaba muriendo y ella jamás había visto morir a un berserker. Humanos sí, muchas veces, con frecuencia incluso era obra suya. Pero jamás a un berserker. Sus gritos se fundieron con los chillidos del niño y los padres de Natasha no tardaron en llegar corriendo.

Pero no Lane y Sophia, sin embargo. Ellos no se acercaron.

El padre de Natasha la relevó e intentó sujetar la lengua de Dan. Metió los dedos en la boca del niño e hizo una mueca cuando Dan la cerró de pronto y lo mordió con fuerza; Natasha pensó que el sabor de la sangre de otro berserker debería haberlo calmado, pero el niño siguió agitando brazos y piernas y chillando a pesar de la mano del padre de Natasha, y pronto saltó una estruendosa sirena que anunciaba la apertura de una puerta exterior.

Dan apartó al padre de Natasha de un empujón y se sentó en la cama.

Los gritos y la agitación habían provocado el cambio del niño, que seguía echando espuma por la boca. En los ojos tenía un destello rojo y las manos se le habían retorcido como garras; cuando Dan se levantó, Natasha vio que se le filtraba sangre por las mangas y las perneras del pantalón.

—Dan —dijo el padre de Natasha. La niña oyó algo en esa voz que lo decía todo y más tarde, cuando todo acabó, pensó que incluso entonces su padre ya sabía lo que iba a pasar. Quizá ya hacía tiempo que lo sabía.

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