Berserk

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La vida de Tom había estado dominada por la pérdida de su único hijo. Desde entonces había pasado mucho tiempo pensando en qué significaba eso, cómo había cambiado él y cómo la muerte de Steven lo había modificado todo. Al final había comprendido que hay momentos que clavan tu vida al telón de fondo del universo. Esos momentos vitales (no necesariamente momentos determinantes, sino instantes que dictan el rumbo de tu vida) pueden ser pocos y contados o muchos y variados. Pueden ser ocurrencias significativas o acontecimientos en apariencia intrascendentes. Imponen el rumbo de tu futuro, pintan la ruta de tu pasado y tu presente gira alrededor de ellos.

Cuando Tom salió del coche con Natasha en los brazos se produjo uno de esos momentos. Un policía pasó justo cuando Tom cerró la puerta de un empujoncito con la cadera. Era un hombre alto, delgado, de aspecto cansado, pero sus ojos cambiaron cuando se posaron en Tom y Natasha. Se pusieron alerta. Fueron conscientes de algo.

Un segundo después el agente apartó los ojos, frunció el ceño y se frotó las sienes al atravesar las puertas correderas de la gasolinera, como si intentara recuperar con un masaje algún recuerdo de su cansada mente.

¡La niña también está en ellos!, pensó Tom.

Después pasó una madre tirando de dos niños. Los tres miraron a Tom y a lo que llevaba, y los tres apartaron la mirada otra vez, los niños además cesaron en sus forcejeos y quejas.

Está en sus mentes, igual que está en la mía.

Sí, dijo Natasha, salvo que tú me conoces.

Tom siguió caminando, cruzó el aparcamiento y se metió entre los coches. En un par de vehículos vio personas que miraban hacia él y después apartaban los ojos, unos ligeros ceños les arrugaban la frente. Un hombre apretó con más fuerza el volante, los nudillos tan blancos como la cara. Una mujer cogió un libro, lo abrió y examinó las páginas al revés. Tom se acercó a un grupo de adolescentes que vestían tejanos amplios y gorras de béisbol, que reían, bromeaban e intentaban ascender por la jerarquía de su manada a base de palabras malsonantes. Él hizo una pausa, el peso de Natasha cambió de postura en sus brazos y Tom dudó de ella. La niña acalló sus dudas cuando los adolescentes cerraron la boca y los seis miraron al suelo como si quisieran comparar las marcas de sus deportivas.

Tom pasó a su lado, atravesó las puertas correderas y entró en la gasolinera, después se dirigió a los baños. Fueron más las personas que hicieron caso omiso de él y él sintió la emoción de lo que estaba pasando. Se sentía invisible. Era invulnerable, aunque la bala que tenía en la espalda se estaba clavando en el hueso e iba inyectando en la columna un dolor que ni siquiera Natasha podía tragar entero. Las estaciones de servicio siempre le habían parecido a Tom lugares impersonales en los que a nadie le importaba nada en realidad, y en ese momento él estaba más lejos que nunca de ser el centro de atención.

Una vez en el baño, fue al cubículo más alejado de la puerta, pasó el cerrojo y se sentó en el váter. Empezaron a temblarle brazos y piernas y tuvo que dejar a Natasha en el suelo, le apoyó la espalda en la puerta cerrada. La manta, al caer, le descubrió la cara y Tom cerró los ojos, no quería ver los rasgos momificados que parecían haber cambiado. ¿Tenía los ojos tan abiertos antes?, se preguntó. ¿Tenía la boca de verdad tan grande? Natasha no estaba con él en ese instante y Tom esperaba que no pudiera oír sus pensamientos. Detestaba pensar que la niña pudiera oír el asco que no podía evitar expresar en su mente.

—Necesito asearme —dijo. Su voz hizo regresar a la niña de donde quiera que hubiera estado y el cuerpo de la manta cambió un poco de posición y se acomodó. Tom apartó los ojos.

Cogió varias bolas de papel higiénico y se puso a limpiar la sangre que tenía en la espalda.

—Estabas controlando a esas personas —dijo.

No, solo ponía otras imágenes en su cabeza.

—Algunos parecían confundidos.

Depende de las imágenes que les proporcione.

—¿Qué imágenes me proporcionas a mí? —preguntó, intentaba recordar el sonido de la voz de Jo, y su olor, pero era incapaz de rememorarlos.

Pronto podrás llorarla, dijo Natasha. Pronto.

—Me estás controlando…

¡No, papá! Solo te proporciono imágenes diferentes.

Tom desenrolló un poco más de papel higiénico y se dirigió de nuevo a la herida. Buena parte de la sangre se había secado y convertido en una costra dura en la espalda y las nalgas; necesitaría algo más que papel seco para quitarla. Pero le preocupaba más la herida en sí. Debería haberlo matado. Sabía que Natasha estaba haciendo algo para mitigar el dolor, le daba a la vez que tomaba, pero el hecho de no poder encontrar el orificio, aparte de una costra destrozada de piel levantada y sangre, lo devolvió al recuerdo de Natasha del ataque a la casa. En el barco, en el viaje de regreso, la niña había mirado a su familia y había visto que sus heridas ya se estaban curando. Era una característica de los berserkers y le estaba pasando a él.

Tom se limpió lo mejor que pudo, usó el aseo y después dejó los baños. Natasha volvió a arrojar su presencia por el entorno y de nuevo los ojos de todos se apartaron, los comentarios murieron en los labios y la atención se alejó de Tom y Natasha como si la empujara un campo magnético. En la tienda, Tom cogió algo de comer y beber y un par de camisetas. Mientras le pagaba a la chica de la caja hacía todo lo posible por mirarla a los ojos, pero la chica miraba a todas partes salvo a Tom. Tom levantó el peso que llevaba en los brazos, pero la chica no miró. Dejó el cambio en el mostrador en lugar de ponérselo en la mano, le dio la espalda y pasó los dedos por una fila de paquetes de cigarrillos, como si la verdad de la vida estuviera impresa junto con las advertencias sanitarias del gobierno.

—¡Ya me voy! —gritó Tom. El hilo musical, escondido en el techo, continuó emitiendo una discreta melodía, la gente seguía charlando, comiendo y estirando los miembros entumecidos por la carretera, las máquinas tragaperras tintineaban, destellaban y atraían al público… pero nada de ello tocaba a Tom y Natasha. Eran fantasmas, y cuando se fueron, Tom supuso que quedaría poco más que una pequeña laguna hasta en la mente del viajero más observador.

De regreso en el BMW, posó a Natasha en el asiento del copiloto y le abrochó el cinturón sin pensar. Después ocupó el asiento del conductor, acarició con los dedos la llave de contacto y miró de lado a la niña, que continuaba inmóvil. Lo único que Tom podía ver de ella era un mechón apelmazado de cabello que sobresalía de la raída manta.

—Eres una niña pequeña —afirmó—. Ya no eres un cadáver.

—Gracias, papi —dijo Natasha, el graznido de su voz apagado bajo la manta.

Tom giró la llave y arrancó el coche, y cuando se reincorporó a la autopista, Natasha estaba más presente que nunca a su lado.

Cole jamás había entendido el verdadero significado de la frustración hasta ese momento. Los últimos diez años habían supuesto un período de esperanzas defraudadas y miedos reavivados, y cada vez que le había parecido que estaba cerca de encontrar el rastro de los berserkers huidos, había surgido algo para barrenar sus planes. Comprendió que, en realidad, jamás había estado cerca de verdad; siempre era su mente la que le decía que los tenía cerca, la que daba un significado inconsciente a la vida que llevaba y las cosas que había hecho para llegar ahí. No era fácil vivir con el recuerdo de las personas que habían muerto por su mano y era solo la trascendencia de lo que estaba haciendo lo que lo mantenía en marcha. Se había enfadado, sí, e impacientado, y desilusionado al ver que la mayor parte de las pistas no parecían llevar a ninguna parte. Pero la verdadera frustración no había formado parte de su vida, no como en ese momento. Aquello era una angustia que le hacía palpitar el corazón, le producía sudores y le encogía los huevos, un deseo ardiente de ponerse en marcha atenuado por la certeza de saber que quedarse allí era su mejor esperanza. Cada segundo que permanecía junto al garaje (el mecánico seguía sin hacerle caso, él seguía sin ser problema suyo), Tom y Natasha se iban alejando más y más. Cole abrió su mente a la zorra berserker, pero no había nada, ni rastro de que estuviera ahí, ninguna indicación de que estuviera escuchándolo siquiera. Con cada aliento y cada latido Cole los iba perdiendo un poco más.

Se quemó los dedos al encender un cigarrillo y la distracción le produjo una estúpida alegría. Pasearse por la entrada del garaje no tenía sentido, así que rodeó el edificio y se dirigió a la parte trasera en busca de un sitio adecuado para que aterrizara un helicóptero. Todo estaba tranquilo por allí, desierto, un campo sembrado de repuestos de coche y motores grasientos, como lápidas de máquinas. Demasiado peligroso para un helicóptero.

Regresó junto a la carretera, miró a ambos lados y maldijo en voz muy alta. No respondió nadie así que volvió a maldecir y le hizo un gesto obsceno con el dedo a un pasajero que frunció el ceño en un coche que pasaba. Las maldiciones no le hicieron sentirse mejor así que continuó, variaba las palabras, desesperado por deshacerse de la sensación de perdición que se había infiltrado en su cuerpo y que en ese momento colgaba de sus huesos como sombras fantasma.

Había hecho la llamada casi una hora antes. ¿No debería haber llegado ya Higgins? ¿No tenía una flota de helicópteros preparada por si se daba una eventualidad parecida? ¿O acaso diez años habían reblandecido al comandante? Quizá se hubiera convertido en un simple chupatintas que dejaba pasar el tiempo hasta la jubilación. A Cole le parecía una idea odiosa, pero también probable. Ni siquiera diez años antes el comandante había estado dispuesto a tomarse las mismas molestias que Cole para seguir el rastro de los berserkers. Son perfectos, había dicho el viejo imbécil. No hay forma humana de que nos permitan atraparlos, ¿para qué intentarlo siquiera?

—Porque son unos putos asesinos —le susurró Cole al aire de la tarde, y la acusación regresó como un eco de la nada.

Pero él había matado por una buena razón, ¿no? Había asesinado por necesidad, y siempre de forma rápida. Jamás había dejado que nadie sufriera. Sin torturas. Sin mierdas sádicas. Un tiro rápido en la cabeza, la muerte antes de que se dieran cuenta de nada. Pensó en Natasha echada bajo su arma, cerró los ojos y rogó para poder tener la oportunidad antes de que acabara el día. Y como si eso fuera a ayudar a encontrarla, prometió en silencio matarla rápido.

—¿Dónde cojones está ese tío? —gritó. Un hombre que estaba echando gasolina lo miró y Cole lo obligó a bajar los ojos con su expresión. El hombre corrió a la tienda para pagar, la cabeza gacha, y Cole observó su coche. La puerta del conductor estaba abierta y había dejado las llaves puestas.

En la tienda, el hombre había clavado los ojos en la mujer de la caja y ella también evitaba mirar a Cole, lo que le dio la certeza de que aquellos dos estaban hablando de él.

Era un Ford Mondeo, turbo diesel y con el depósito lleno.

El hombre miró a Cole y después apartó otra vez los ojos y fingió examinar el surtido de vino y licores que había tras el mostrador. Vender alcohol en una gasolinera, Cole jamás lo había entendido. Era como vender armas de fuego en un banco.

Miró la carretera en ambas direcciones, el corazón le palpitaba en el pecho con el potencial de la persecución que estaba a punto de producirse. Ni rastro de Higgins. Le había descrito al comandante el coche que conducía Tom, le había dicho que esperaría allí a que lo recogiera y la idea de que quizá Higgins lo dejara allí tirado se le ocurrió solo entonces, una posibilidad que intentó desechar, pero que no hacía más que crecer en su mente, se apoderó de él y solo le llevó unos segundos establecerse y convencerlo de su veracidad. Higgins iba a ir a por ellos él solo y los asesinatos que Cole había perpetrado serían en vano si no estaba allí para ver cómo terminaba todo.

—¡Joder! —Se deshizo del cigarrillo de un papirotazo y se dirigió al Mondeo justo cuando el hombre salía de la tienda—. ¡Será mejor que se quede ahí! —dijo Cole señalándolo con el dedo, mirándolo fijamente, y el hombre dejó caer la bolsa de chucherías que acababa de comprar.

—No… no… —se negó, había abierto mucho los ojos.

—Es solo un coche, ya se hará con otro. Este lo necesito yo. No haga ni un puto movimiento. —Estiró el brazo y fue a coger la pistola que llevaba metida en el cinturón, pero después se lo pensó mejor. No había necesidad de provocar una escena. Vio que el mecánico se asomaba a la esquina del edificio con el cigarrillo colgando de la comisura de la boca—. No soy problema vuestro —les dijo Cole a los dos hombres—. No hay más que hablar. Dejadlo así.

—¡No! —exclamó el propietario del Ford, y dio dos pasos más.

Entonces, Cole sacó el arma. Todo el mundo se quedó paralizado, hasta el ruido del tráfico pareció amortiguarse.

—Po… por favor —rogó el hombre.

Cole no le hizo caso, se metió en el coche, cerró de un portazo, puso la pistola en el asiento del copiloto, arrancó y salió. La música surgió con un estallido, una mierda muy extraña, quejosa y tintineante, y Cole subió el volumen para no tener que oír los gritos del hombre. Pero lo vio corriendo tras el coche cuando salió de la entrada del garaje y se metió en la carretera, realizó un giro de ciento ochenta grados perfecto y puso rumbo a la autopista.

¡Higgins lo había abandonado! Ese puto gorila que todo lo tenía que hacer según el manual. Al menos Cole sabía que lo había creído; Higgins ya habría tenido noticias de la fosa excavada en la llanura y solo le llevaría unos minutos contrastar la historia del coche robado y el enfrentamiento en la casita de alquiler con la policía. Así que ya estuviera Cole involucrado o no, sabía que Higgins habría reclamado cada favor que le debieran para reunir una fuerza que saliera en busca de Tom y Natasha. Quizá se hubiera mostrado reticente una década antes, pero el comandante jamás dejaría pasar una oportunidad así. Sobre todo con la jubilación tan cerca.

Cole se metió en la autopista, apretó el acelerador y puso el coche a ciento cincuenta sin dificultades. El tráfico era relativamente escaso y él acaparó el carril de aceleración, les daba las luces a los conductores para que se apartaran cuando llegaba a su altura. Su agresiva forma de conducir atrajo varios gestos coléricos, pero hizo caso omiso. Ojalá esos idiotas supieran lo que estaba haciendo y por qué. A salvo en sus mundos patéticos, eran incapaces de comprender lo que existía en realidad al otro lado de la oscura esquina de su existencia. No tenían ni idea de los horrores que él había visto y a los que en ese momento perseguía para acabar con ellos. Así que dejó que le hicieran gestos obscenos con el dedo, que le dieran las luces y tocaran el claxon, cómodo porque sabía que todo lo que hacía era por ellos. Le dolían las piernas y sangraba por varias heridas, era un asesino y era todo por ellos.

—¿Qué coño es esta mierda? —Cole sacó el cedé. Era de color amarillo brillante y estaba decorado con la imagen de unos personajes muy raros, coloridos y acolchados. Cuando lo dejó caer oyó otro sonido y el corazón le dio un vuelco de la sorpresa.

El llanto de un bebé.

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