Berserk

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Natasha se había ido otra vez, quizá estuviera hablando con Lane y Sophia. Tom estaba aterrado. Lo que había visto de esos berserkers en los recuerdos de Natasha era suficiente para asustar a cualquiera, pero su mente no hacía más que regresar a lo que había visto de las presas. Los hombres y mujeres del sótano de la casa de los narcotraficantes, desgarrados, asesinados y devorados. Los dos hombres y la mujer que se habían llevado con ellos al barco, desnudos, temblando y sangrando, habían acabado siendo poco más que pienso para animales. Ninguno de ellos había estado con los berserkers más tarde, en el camión.

Y las personas encadenadas a la pared en el alojamiento de los berserkers de Porton Down. Parecían cadáveres, delgados de tanto alimentar a los berserkers, sacos de huesos que se aferraban con tenacidad a la poca vida que tenían.

Tom estaba convencido de que Steven estaría igual. No podía ser de otro modo y la perspectiva de verlo en ese estado parecía peor que creer que estaba muerto. La muerte de su hijo era algo con lo que había llegado a vivir, aunque no lo hubiera aceptado del todo. Y resultaba que había una posibilidad de que los últimos diez años hubieran sido una farsa y que hubiera que escribir toda una historia nueva para la vida de Tom.

Y con Jo desaparecida…

Me están diciendo dónde ir, dijo Natasha. No había hablado en voz alta desde que habían salido de la gasolinera. Quizá era demasiado esfuerzo, o quizá le dolía. Sigue conduciendo hacia el norte. Nos estarán esperando y nos dirán dónde encontrarlos.

—¿Tú no sabes dónde están?

Natasha se quedó callada un rato, pero seguía allí y sus dudas incomodaron a Tom.

Bueno, dijo al fin la niña, no me lo quieren decir. Creo que no confían mucho en mí. Saben lo que nos pasó, pero no entienden cómo es que sigo viva. Les hablé del señor Lobo y lo que hizo, pero… creo que no me creen.

—¿Mencionan a Steven?

Otra vez la misma pausa, solo un poco más larga de lo debido.

No.

—Tienen que saber que Cole viene a por nosotros. ¿Por qué iban a arriesgarse…?

Porque soy uno de ellos.

Natasha se retiró de la mente de Tom y este siguió conduciendo. Mantenía los ojos en la carretera y se concentraba en permanecer entre las líneas blancas. Tenía en la espalda un dolor sordo y palpitante y le picaba toda la parte inferior. Era la picazón que acompañaba a una herida al sanar. Desde la última vez que Natasha se había alimentado, Tom se había ido sintiendo mejor, quizá más tranquilo, la tensión había desaparecido con la toma. Pero por mucho que intentara convencerse de que la curación la provocaba su propio cuerpo, sabía que no era el caso. Natasha tomaba y daba también. Pero lo que la niña le daba era algo en lo que Tom no podía pensar en ese momento. Lo hacía sentirse mejor, lo ayudaba a conducir y cada momento lo acercaba un poco más a Steven.

Y eso era lo único bueno que podía salir de todo aquel desastre. Su hijo. Tom se lo llevaría lejos y lo curaría, lo guiaría durante todo el proceso de encontrar un hogar, lo amaría tanto como había amado su recuerdo durante la última década. Volverían a ser una familia.

—Mi familia —susurró Tom, maravillado. La idea era asombrosa.

El bebé no dejaba de llorar.

Durante unos segundos después de oírlo Cole estuvo a punto de parar el coche. Saldría de la autopista, regresaría a la gasolinera, le devolvería al crío a su padre y volvería a irse. Salvo que las cosas no serían así y él lo sabía. Habría complicaciones. No podía ser tan sencillo. Oh, aquí tiene, le robé el coche y le secuestré al bebé, pero por favor, aquí tiene otra vez a su niño… verá, el caso es que todavía necesito el coche, ¿recuerda que tengo una pistola? Habrían llamado a la policía, el padre estaría frenético, el mecánico ya habría dejado de considerarlo problema de otro y aparte del tiempo que desperdiciaría, Cole no tenía ningún deseo de meterse en una turbia riña en la entrada del garaje.

Y está la mujer a la que disparé, pensó, su sangre está por todo el MX5. A estas alturas ya lo habrán visto también. Intentó no pensar en lo frenético que estaría el padre del bebé. Estoy haciendo esto por ti y tu crío, pensó. Pero no había buenas intenciones ni justificaciones morales que hicieran parar de chillar al mocoso.

—¡Cállate! —gritó Cole. Funcionó durante un minuto y después los llantos se reanudaron. Cole frunció el ceño, se mordió el labio y se concentró en conducir.

Fue entonces cuando vio la imagen de la morena muerta de los muslos pálidos y la ropa interior negra.

Cole gritó y soltó el volante, el pavimento gastado hizo girar el coche hacia el arcén. Cogió el volante otra vez y recuperó el control mientras jadeaba e intentaba calmar su corazón desbocado, ojalá pudiera aislarse de lo que acababa de sentir. Porque estaba allí. Esa mujer muerta, los sesos reventados por un disparo que no iba dirigido a ella, había aparecido en su mente sin anunciarse, sin invitación, y Cole sabía que era algo más que su imaginación porque podía olerla, saborearla. Era algo más que un simple recuerdo. La mujer había salido por un instante del subsuelo (había apartado la tapa de una alcantarilla y había salido de la oscuridad, un fantasma que él jamás había pretendido crear) y él se había detenido en las piernas separadas y la diminuta ropa interior negra, y se había odiado, pero había sido incapaz de deshacerse de la imagen.

El bebé lloró.

—¡Déjame en paz! —bramó Cole, sin saber muy bien a quién se estaba dirigiendo. El olor de la mujer seguía allí, una mezcla de Obsesión y la descomposición que ya se estaba filtrando por su carne fría. A esas alturas ya debían de haber encontrado el cuerpo, pero su mente, su alma, sorprendida por una muerte inesperada, se había perdido en la oscuridad del subconsciente de Cole. Y él estaba seguro de que se volvería a alzar.

Esa mujer no debería estar muerta, pensó Cole. No debería haber disparado.

El bebé gorjeó para expresar su acuerdo y después empezó a llorar otra vez. Cole giró el espejo retrovisor para poder echarle un vistazo al crío. Era una niña envuelta en ropa rosa y su carita había adquirido el mismo color que el abrigo que llevaba. Las lágrimas le corrían por la cara.

—No tardaré en parar —trató de tranquilizarla Cole—, no te preocupes, ea, shh, ea, ea. —No tenía ni idea de cómo tratar a un bebé, aparte de lo que había visto en la tele. Y encima era un secuestrador, además de asesino. Es todo por ellos, pensó, todo por las ovejas.

La mujer se alzó en su mente una vez más, se levantó de la oscuridad y se reveló por completo bajo el escrutinio de Cole, se llamaba Lucy-Anne. Estaba allí con él, una presencia real en lugar de un simple recuerdo. Cole jadeó y cuando cogió aire otra vez pudo saborearla, percibió cierto matiz salado en la piel cada vez más fría. La mujer se movió en su mente y reveló otra vez los muslos pálidos, buenas piernas, ropa interior sexi que jamás había esperado lucir ante un puñado de agentes de la policía científica. Ella se quitó las braguitas y por mucho que Cole intentó alejarse de lo que estaba pasando, no pudo. Podía olería y saborearla y su sensación de culpa no hizo nada por cambiar lo que estaba oliendo y saboreando. Podía verlo todo salvo la cara de la mujer.

El bebé siguió llorando. Cole siguió conduciendo. El fantasma de Lucy-Anne lo torturó y Cole se encontró sollozando, grandes gemidos que lo estremecían y enturbiaban su visión. El coche se deslizó por dos carriles y varios vehículos viraron para evitarlo, los frenos de los coches humeando coléricos. Cole se secó los ojos y recuperó el control del vehículo, pero Lucy-Anne seguía ahí. Estaba de nuevo en el asiento del conductor del MX5, la cabeza reventada y las piernas bien abiertas, invitándolo a entrar para terminar de violar su cuerpo. Cole había violado su vida con una bala del 45 y a la mujer ya no le quedaba mucho que proteger. Cole conocía la cólera y la rabia que sentía la víctima. Corrió por las calles de su mente para huir de ella, pero ella siempre era más rápida, siempre estaba allí.

—Lo siento —susurró—. Lo siento mucho.

El bebé lloró y Cole también. Jamás en su vida lo habían atormentado de esa manera.

Tom siguió conduciendo, procuraba respetar el límite de velocidad. Respiraba con bocanadas superficiales, le parecía que cualquier inspiración profunda haría estallar la herida y volvería a sangrar. Se sentía muy frágil.

Natasha estaba lejos. Ya hacía diez minutos que se había ido y Tom esperaba que estuviera hablando con los otros berserkers para averiguar dónde encontrarse. Tom tenía la sensación de que no podría continuar mucho más. Conducía hacia la luz de la vida de Steven, dejaba atrás la oscuridad de la muerte de Jo. Esa oscuridad caería otra vez y cuando llegara, sería dura, pesada y difícil de aceptar. Pero de momento Jo estaba lejos de allí, un recuerdo lleno de amor que Tom se reservaba para después, cuando las cosas mejoraran. Natasha había hecho algo para ayudarlo con eso, cosa que lo incomodaba, pero lo aceptaba. De momento.

El presente tiraba de él y él se dejaba llevar.

A su lado, como un saco de conchas que alguien agitara, Natasha lanzó una risita.

Lucy-Anne lanzó una risita. Era un sonido grotesco y Cole intentó no hacerle caso, pero era insistente, reverberaba por todos los lugares oscuros de su mente y despertaba ecos en las calles de su psique. No podía escapar de sí mismo y allí era donde estaba Lucy-Anne. Dentro. En él. Con él, por lo que le había hecho. La risita de la mujer parecía fuera de lugar, pero Cole no estaba en condiciones de pararse a pensar en eso.

El bebé seguía chillando y Cole sabía que tenía que parar. No podía seguir así, la sensación de culpa no se lo permitiría, y tampoco el dolor de cabeza palpitante que le estaban provocando los chillidos de la cría. La pregunta era, ¿qué podía hacer? No podía aparcar a un lado sin más y dejar a la niña junto a la autopista, y si salía de ella perdería un tiempo precioso. Todavía estaba asimilando que Roberts se había ido rumbo al norte con Natasha y puesto que el comandante Higgins parecía haberlo abandonado, no se le ocurría ninguna forma real de rastrearlos. Con toda probabilidad Higgins tendría a la policía a su disposición: cámaras en la carretera, coches patrulla, vigilancia aérea. Cole no podía confiar más que en las ocasionales burlas de Natasha para ubicarla.

Necesitaba que la niña volviera a él, que le contara hasta dónde habían llegado y a qué velocidad. Como siempre, la idea de invitarla a entrar en su mente era espeluznante, pero no se le ocurría otro modo. Además, allí la niña tendría buena compañía.

El fantasma de Lucy-Anne se presentó de nuevo y Cole se estremeció, intentó ver más allá de la imagen que flotaba por su mente como una sombra sobre el sol. Veía a través de ella, pero no podía hacer caso omiso de su presencia. Estaba allí de nuevo y esa vez Cole pudo verle la cara, la cabeza destrozada que derramaba sangre y sesos por la ropa, los muslos, las piernas bien abiertas, tal y como la había visto él, caída del asiento del conductor del MX5. Lo estaba invitando a entrar y él no podía alejarse, no podía apartar los ojos cuando la mujer se quitó la ropa interior, y él supo por qué lo estaba haciendo. Cole había pensado por un instante que era el tipo de mujer que a él le gustaba follarse, y quizá ella había muerto justo entonces, en el momento exacto en que él estaba pensando eso. La mujer se había aferrado a ese pensamiento y lo estaba usando para desgarrarlo entero.

—¡Cállate! —le gritó al bebé chillón.

Lucy-Anne lanzó otra risita, un sonido entrecortado, como si estuviera haciendo gárgaras con cuchillas. Después se escabulló y se retiró al subsuelo y dejó solo los olores y los sabores.

Cole respiró hondo y abrió la ventanilla para intentar purgarse de la boca el sabor del coño de una mujer muerta.

—¡No! —No era ella la que le estaba haciendo eso. Se lo estaba haciendo él mismo.

El bebé seguía llorando.

El sol destelló en la pistola que tenía en el asiento de al lado, una pieza precisa de ingeniería, libre de las dudas humanas y los defectos de la mente.

La mujer fue a verlo una vez más, se acercó por detrás y le envolvió la mente con los miembros en una parodia grotesca de coito animal. Apretó su ser muerto contra la imaginación de Cole y la violó, lanzando risitas todo el tiempo, obligando a los ojos de Cole a derramar lágrimas provocadas por la culpa rancia y negra que sentía. Sin pensarlo, fue a coger el arma y la sujetó con torpeza, maldijo cuando la pistola se deslizó entre los asientos y cayó con un golpe seco en el suelo de la parte posterior del coche.

¿Y qué pretendía hacer con ella, si se podía saber?

Cole sacudió la cabeza y sujetó con fuerza el volante, con tanta fuerza que los nudillos se le quedaron blancos, se clavó las uñas en las palmas de las manos y se hizo sangre. Las gotas cálidas le cayeron en las perneras del pantalón y le golpearon los muslos heridos. Se le estaban entumeciendo todavía más por donde Roberts lo había atropellado. Cayó más sangre.

Pensó en Natasha.

Y entonces la niña se apareció en su mente, había estado allí todo el tiempo, su rostro mezclado con el de Lucy-Anne, sus intenciones malvadas claras cuando interpretó una danza grotesca con el falso maniquí del fantasma de una mujer muerta.

—¡Sal de mi cabeza, joder! —gritó Cole, y odió a aquella zorrita berserker incluso más que antes. Lo había engañado para que viera un fantasma, y solo había una razón para que hubiera hecho eso: entretenerse—. ¡Sal de ahí, zorra!

Un poco de temple, señor Lobo, dijo Natasha. Vas a asustar al bebé. El olor y el sabor de la mujer muerta se desvanecieron para dejar paso al hedor de la nada. Cole jamás había olido el vacío, pero en ese momento deseó volver a sentir la peste de la mujer muerta. Por muy artificial que fuera, y fuera cual fuera la terrible culpa que conjurara, era mejor que eso. Pero así es tu vida, dijo Natasha. La nada. El vacío. Y muy pronto, totalmente inútil.

—No será inútil cuando te atrape y te mate —aseguró Cole.

Bueno, caliente, caliente, te quemas, dijo la niña. Sigue acercándote… sigue acercándote, señor Lobo. Todo el mundo se muere por volver a verte. Natasha se fue, dejó la mente de Cole vacía y este ahogó un grito ante la repentina sensación de quedar a la deriva. La marcha de Natasha se llevó los restos del falso fantasma y eso lo alegró. Pero más que alivio, lo que embargaba a Cole era la tristeza al darse cuenta de que su vida estaba vacía de verdad, lo había estado y lo seguiría estando para siempre.

—Eres tú la que me está haciendo esto, Natasha —la acusó, y el bebé dejó de llorar de repente, como si estuviera de acuerdo.

Cole miró por el espejo retrovisor, se quedó mirando los ojos de la niñita y vio el asombro del potencial posarse en ellos. En sus propios ojos vio el destello fresco de la determinación.

—Por ti —dijo, y se dirigía a ese nuevo ser humano, no a la asquerosa de la zorra berserker—. Por ti hago todo esto. Y tú lo sabes, ¿verdad? —El bebé se lo quedó mirando, solo veía los ojos de Cole en el espejo retrovisor, y encogió el labio inferior como si se preparara para llorar otra vez—. No llores —le rogó Cole—. Todavía no. No hasta que haya terminado. Después puedes llorar por mí, o llorar por todos nosotros. Ya no se interpondrá nada.

Tembloroso, embargado por un propósito renovado, Cole siguió conduciendo.

—¿De qué te reías? —preguntó Tom.

Natasha siguió guardando silencio, quieta a su lado. Tom no había oído nada desde aquella risita ronca y después había tardado unos minutos en reunir el valor suficiente para hablar. Le había parecido un sonido tan adulto, tan poco propio de Natasha.

Con la pregunta sin responder, Tom continuó conduciendo. Tenía la sensación de llevar toda una eternidad en el coche. El día anterior se había despertado para comenzar su viaje a los páramos y había viajado la noche entera con el cuerpo de una niña en el maletero y había tenido que huir de las balas del chiflado que la había enterrado y al que se le había ocurrido regresar para terminar el trabajo. Le dolía la espalda, no solo por la herida de bala sino también por simple cansancio tras tantas horas en la carretera. Él no podría continuar para siempre y Natasha le había prometido que el viaje terminaría pronto.

Después de eso… no estaba seguro.

Pasó junto a un coche de la policía aparcado en el arcén. Le echó un vistazo al cuentakilómetros (iba a ciento veinte, diez kilómetros por hora por encima del límite), y vigiló los espejos por si aparecían los destellos de luz azul cuando el coche se lanzara en su persecución. Pero permaneció aparcado donde estaba y después se desvaneció a toda prisa tras él. En la carretera todo el mundo parecía ir tan rápido como él o incluso más. Quizá la policía estaba esperando a alguien en concreto.

—Pues conmigo se lo iban a pasar en grande —dijo con una sonrisa carente de humor.

Ya no falta mucho, dijo Natasha. Vienen de camino, todos ellos. Se encontrarán con nosotros dentro de dos horas.

—¿Dónde?

Una pausa, ya muy conocida, una pausa que mostraba incertidumbre.

Todavía no lo sé.

—Háblame de ti —dijo Tom, y la frase lo sorprendió a él tanto como a Natasha. Sin embargo, esas tres palabras parecieron abrir las puertas. Después de todo lo que había vivido con aquella extraña niña, todo lo que la niña le había hecho y mostrado, la curiosidad de Tom marcó un cambio vital en su día. La amenaza inminente que suponía Cole seguía allí, pero también tenían el consuelo de la compañía de otro.

Bueno… La niña hizo una pausa y Tom percibió su confusión. La oyó cambiar un poco de postura en su asiento, quizá estaba incómoda. No miró. Todavía le inquietaba que el cuerpo de la niña estuviera volviendo a la vida. Ya te he enseñado muchas cosas, dijo Natasha. La sintió retraerse en su mente, una presencia decreciente que le daba a él espacio. Ya no había dedos que sondearan ni pensamientos que investigaran. La niña estaba soltando su presa y permanecía allí solo para hablar con él. Era como si aquella sencilla pregunta hubiera inspirado un nuevo respeto por el hombre que la había rescatado.

—Me lo has mostrado, pero ¿por qué no puedes contármelo? Me preguntaste si quería ser tu papá. Vi lo que le pasó a tu verdadero padre, pero no sé nada de él. Y en realidad no sé nada de ti. Aparte de pensar que deberías estar muerta.

Soy berserker, que me entierren…

—Eso ya lo sé, pero no entiendo lo que significa. Dímelo, Natasha. Estoy cansado. Háblame. No dejes que me duerma hasta que lleguemos junto a Lane y Sophia. Supongo que todo volverá a cambiar cuando eso ocurra y quizá no tengamos oportunidad para hablar así de nuevo.

Así, había dicho. A solas. En la intimidad. Pero supuso que cuando terminara el día, lo más probable fuera que ellos dos no volvieran a hablar jamás. Y Tom sabía que Natasha también lo sabía.

Mi padre era un buen hombre. Los berserkers son viejos, viven mucho tiempo, y papá tenía casi cien años cuando lo mató el señor lobo.

Lloré cuando papá murió, pero no me dieron tiempo para lamentar su pérdida como era debido. No soy más que una niña… y eso es muy injusto. Cuando me enterraron, lloré hasta quedarme sin lágrimas. No creo que vuelva a llorar jamás, ni siquiera cuando esté entera. No creo que pueda.

Berserkers y humanos, sé que te lo preguntas, lo he visto en tu mente. Los berserkers son humanos, solo que diferentes. Están hechos de forma diferente, pero mamá siempre decía que eso no significa que no puedan vivir juntos. Y durante miles de años lo hicieron. Todavía lo hacen, de hecho, porque somos miles los que vivimos en todo el mundo. O eso me dijo mamá. En realidad yo no lo sé porque Porton Down es lo único que recuerdo. Cuando me desenterraste y me llevaste contigo, esa fue la primera vez que saboreé la libertad.

Pero a veces creo que mamá mentía. A veces creo que solo somos nosotros y que somos bichos raros, y quizá nunca nacimos de verdad. Estoy sola, pero esa idea me hace sentirme más sola todavía.

Así que vivíamos juntos, las personas y los berserkers, aunque ellos no supieron de nuestra existencia durante mucho tiempo. Entonces capturaron a mis padres, junto con Lane y Sophia. Les pregunté muchas veces cómo ocurrió, y dónde, y por qué, pero me ocultaron la mayor parte de las respuestas. La única razón es nuestro hogar, el lugar donde vivían los berserkers y que está fuera del alcance de los ojos de las personas normales. Un lugar subterráneo, con casi todo lo que necesitábamos para sobrevivir. Si yo lo supiera todo sobre ese lugar, y dónde estaba, yo correría peligro y además pondría a nuestro hogar en riesgo. Por aquel entonces era un lugar seguro y sigue siendo seguro ahora. Creo que es allí donde fueron Lane y Sophia con sus hijos. Y espero que sea allí donde nos lleven. Está tan cerca que casi puedo saborearlo.

Las cosas me parecen diferentes ahora, papi. Ahora que el señor Lobo ha vuelto, las cosas me parecen muy diferentes. Espero que puedan volver a ser como eran hace años, antes de que yo naciera… pero no estoy segura de que pueda ser así. Ahora saben de nuestra existencia, ¿sabes? La gente sabe que nos ocultamos en algún lugar. Y, como me dijo mamá, el hecho de que antes lo ignoraran fue lo que siempre hizo que sobrevivir nos resultara fácil.

Los berserkers cogían a personas, a veces. Eso ya lo sabes. Entiendo lo que puede significar para ti, pero así era como vivíamos, como nos hizo la naturaleza. Vosotros cogéis cerdos, vacas y ovejas, nosotros cogíamos personas. Al menos nosotros asesinamos para comer dentro de nuestra propia especie. Lane y los otros deben de haberlo hecho en los últimos diez años, pero quizá no a menudo y quizá no cerca de casa. Ya veremos, nos lo contarán. Y luego está…

La voz de Natasha se fue apagando y cayó en ese silencio incómodo que Tom estaba empezando a entender.

La niña tenía cosas que decir que no deseaba que él oyera.

—Y luego está Steven —dijo, y terminó la frase por ella—. Comida para ellos. Comida fresca. Lo guardan en su casa como si fuera pienso.

No te amargues, papi.

—¡Es mi hijo! —exclamó Tom, y una punzada de dolor se le clavó en la espalda. ¿Eres tú?, pensó. ¿Eres tú castigándome, Natasha?—. Y no soy tu papá. Viste cómo le disparaban. Lo vi en tus recuerdos y por mucho que intentaras bloquearlo, allí sigue, fresco y claro. —El dolor siguió sin acercarse, pero Tom se sentía como si estuviera en precario equilibrio al borde de un lago de agonía. Solo la mano de Natasha lo sujetaba y, si lo soltara, se ahogaría.

Dijiste que serías mi nuevo papá, dijo la niña, su voz se hizo más aguda, unos sollozos secos ocupaban el lugar del aliento. Tom recordó a Steven de pequeño y cómo lo hacía sentirse el peor padre del mundo con una sola lágrima. Natasha tenía el mismo don. Quizá lo tuvieran todos los niños. Demasiado pequeños para protegerse solos, manipulan las emociones de los adultos para que los resguarden.

—Lo seré —dijo Tom—. Lo soy. Eres como un bebé recién nacido, ¿verdad? ¿Te ha parido el suelo y creces y aprendes? ¿Y qué fue lo primero que viste?

A ti.

—A mí. —La niña le acarició la mente y el dolor de la espalda desapareció, se hundió con los recuerdos auténticos del último día. Regresaría, junto con Jo, y cuando eso ocurriera, el dolor físico y mental bien podrían terminar matándolo. Pero si para entonces tenía a Steven en sus brazos, quizá fuera capaz de luchar y superar los dos.

A Cole le llevó otra media hora darse cuenta de la enormidad de lo que estaba haciendo. Había robado un coche, sí, ¡pero también le había robado el bebé a alguien! La niña se había quedado dormida, arrullada por el movimiento del coche, y él se alegraba. Pero mantenía el espejo retrovisor girado hacia abajo y no dejaba de comprobar que estaba bien. El llanto había cesado, Natasha lo había dejado al fin y se había llevado al fantasma imaginario con ella, así que Cole estaba solo. Eso le daba tiempo para pensar.

Pasó junto a un coche patrulla aparcado en el arcén de la autopista, echó un vistazo por el espejo lateral, seguro de que iría tras él. Observó, condujo, observó, le echó un vistazo a la niña dormida… y cuando volvió a mirar una última vez, el coche de la policía había entrado con un tumbo en la autopista, entre destellos de luces y enturbiando el aire a su paso con el chirrido de las ruedas.

—Oh, mierda, allá vamos —murmuró. No se había planteado lo que haría si se llegaba a eso, no en serio, pero tenía la pistola, y la tenía todavía en el asiento a su lado, esperando a Natasha. No podía dejar que nada se interpusiera.

El coche de policía estaba ganando terreno a toda prisa. Cole se planteó intentar escapar, aunque jamás lo conseguiría. Cuanto más se prolongara la persecución, a más refuerzos llamarían. Más coches, un helicóptero, bloqueos en las carreteras, y él sería una rata en una trampa, incapaz de escapar por mucha que fuera su determinación, por muy grande que fuera su pistola. Lo mejor era enfrentarse a ellos lo más rápido posible, entregarles a la cría y… ¿qué? ¿Matar a dos policías? ¿Dispararles a sangre fría para poder escapar y, quizá, terminar lo que había empezado diez años antes?

—Todo por ti —le dijo al reflejo del bebé. La imagen de la mujer muerta destelló ante él una vez más y tuvo que ahogar un grito, pero esa vez solo era su memoria dragando la suciedad que Natasha había plantado. La apartó de su mente y puso el intermitente para indicar que iba a parar en el arcén.

Quizá pasen de largo, pensó, quizá estén detrás de otra persona, con otra llamada. Quizá tenga esa suerte. Pero el coche patrulla frenó tras él y con las luces todavía encendidas, paró y aparcó a menos de diez metros de su coche.

—Ya no falta mucho —murmuró—. No falta mucho para que todo termine. Esa zorra estará muerta y con un poco de suerte Lane y Sophia también. No falta mucho para el final del día. El final del día. —Tenía que pensar rápido. Veía a los dos policías como sombras en su coche, uno de ellos hablaba por radio, comprobaba la matrícula y…

Y sabrían que tenía un arma.

—¿Por qué esperar? —dijo. Miró una vez más por el espejo al bebé dormido, después abrió de golpe la puerta y de camino cogió la pistola.

Anduvo deprisa hacia el coche patrulla, llevaba la pistola bajada, sin apuntar todavía. Lo último que quería era que un motorista se pusiera en plan héroe y decidiera darle un empujoncito hacia la cuneta a ciento veinte kilómetros por hora; y empuñar un arma contra un coche de policía a plena luz del día junto a la autopista sería la excusa perfecta.

Los policías no bajaron las ventanillas. A él le dio igual. Por el lado del pasajero le disparó a la llanta delantera, dio unos pasos más, le disparó a la rueda trasera y solo entonces dio unos golpecitos con el cañón contra el cristal. La cara del policía estaba a solo unos milímetros del arma y parecía aterrado, pálido y sudoroso, la camisa se le pegaba al pecho y los hombros.

—¡Abran! —gritó Cole. Sabía que podían oírlo—. ¡Abran de una vez! —Giró el arma de modo que apuntara directamente al cristal. El policía abrió mucho los ojos, como si intentara mirar por el cañón para ver el cartucho que lo iba a matar—. ¡Tres segundos! —gritó Cole, y la puerta se abrió con un chasquido.

Cole dio unos pasos atrás y le hizo un gesto al hombre para que saliera. El policía salió del coche y continuó dándole la espalda al vehículo, ni una sola vez le quitó los ojos de encima a la pistola.

—Conductor, salga por este lado —le exigió Cole.

—¿Dónde está el bebé? —preguntó el agente. Trepó por los asientos delanteros y salió con lentitud junto a su compañero. Parecía menos conmocionado, o con más dominio de la situación, y Cole supo que era ahí donde podrían surgir problemas.

—En el coche, está dormida —dijo—. No sabía que estaba ahí dentro cuando me lo llevé. Ahora escúchenme, los dos. Esto tiene altas probabilidades de salir muy mal, pero no es lo que yo quiero. Hay una regla muy sencilla que deben recordar los dos durante el próximo par de minutos, y si lo hacen, todo irá bien. Yo tengo un arma y ustedes no. —El conductor le echó un breve vistazo a la pistola. Los ojos del otro no la habían dejado en ningún momento—. ¡Usted! —gritó Cole. El otro policía levantó la cabeza con los ojos todavía muy abiertos—. Quiero que se quite la radio y que coja la de su compañero, y que las pise.

—Pero…

—Haz lo que te pide —dijo el conductor—. Sabe que ya hemos dado aviso. —El otro policía hizo lo que le ordenaban y aplastó las radios contra el asfalto. Volvió a apoyarse en el coche, seguía sin ser capaz de apartar los ojos de la pistola que le apuntaba a las tripas.

—Esto tiene que hacerse con mucha tranquilidad —dijo Cole—. Con mucha, mucha tranquilidad.

—No tiene muy buen aspecto —observó el conductor—. Tiene golpes por todas partes, un ojo cerrado por la hinchazón y estaba cojeando.

—Ha sido un mal día.

—No tiene por qué seguir siéndolo. Solo tiene que entregar…

—¡No estoy de humor para esto, joder! —exclamó Cole. Levantó el arma, dio un paso adelante y apoyó el cañón de la 45 en la frente del otro policía, con la fuerza suficiente para dejar una marca en la piel. El hombre se meó encima. Era más de lo que Cole podía esperar—. Está caliente al principio, ¿verdad? Una sensación caliente y desagradable. No tardarás en olerlo. Y no hay nada como la sensación de orina fría alrededor de los cojones.

—Esto no es necesario, hijo —dijo el conductor—. Las cosas no tienen por qué ponerse feas.

—No, es verdad —contestó Cole. Durante un momento de locura acarició el gatillo con el dedo. Se imaginó a Roberts allí de pie, delante de él, en lugar de ese poli desconocido. Estaba deseando meterle una bala en los sesos a ese puto entrometido, reventar toda la mierda que había vivido en las últimas veinticuatro horas: Natasha invadiendo su mente, las burlas, las dos mujeres a las que había matado, y el fantasma de Lucy-Anne con el que Natasha lo había acosado.

Después se echó hacia atrás, bajó el arma y suspiró.

—Tú, vete al coche y coge a la cría. Por la puerta de atrás de este lado, el lado contrario a la carretera. Si haces otra cosa que no sea abrir la puerta y sacar al bebé, le pego un tiro a tu jefe.

El agente, con los ojos muy abiertos y una luna llena en la frente, la impresión que había dejado el cañón del arma, caminó con gesto rígido hacia el Mondeo.

—Sabe que hay una unidad de respuesta armada de camino en estos mismos momentos, ¿verdad? —dijo el conductor.

—Por supuesto. Por eso quiero largarme de aquí lo antes posible. Y la próxima vez que me paren, quizá hasta puedan ayudar.

—¿A qué se refiere?

Cole sacudió la cabeza y sonrió ante la idea de explicar todo lo que estaba pasando.

—Usted no tiene ni idea.

—Bueno, no puedo dejarlo marchar.

—Lo hará.

—No puedo.

Cole se quedó mirando al hombre y no pudo evitar sentirse impresionado.

—Es usted muy valiente —dijo—. Pero no es imbécil.

El policía aparto la mirada y Cole supo que había ganado.

El otro policía regresó con el bebé al coche patrulla, los dos apestaban a orina.

—No pretendía llevarme a la cría —dijo Cole—. Díganselo a su padre. Díganle que la cuide mejor. Y díganle… que lo hago por ella. Y por él. Y por ustedes dos también, aunque no lo sepan. Ahora, apártense. —Les hizo un gesto con la pistola para que se alejaran del coche de policía, se inclinó hacia delante y metió varias balas en la radio del salpicadero, la barra del volante y la caja de cambios. Los disparos despertaron a la niña, que se echó a llorar otra vez.

—A ver qué les parece —comenzó Cole—. Se aguanta bien los primeros tres segundos, después empieza a cabrearte de verdad. —Se giró para regresar al Mondeo.

—¿Hijo?

Cole se detuvo. El conductor había avanzado un par de pasos delante de su coche patrulla mutilado.

—Hijo, déjelo —espetó—. Espere aquí con nosotros. Puede quedarse con la pistola, pero no se largue otra vez con el coche. Si lo hace, sabe cómo terminará esto. No querrá ser otro titular más en las noticias, ¿verdad?

Cole se lo planteó un momento, pensó en las varias facetas que se iban reuniendo en algún punto, más adelante. Roberts y la niña berserker que se iba despertando, Lane, Sophia y sus hijos, que quizá estuvieran saliendo de su escondite para reunirse con ellos; el comandante Higgins y la fuerza militar que hubiera podido reunir; las unidades de respuesta armada de la policía dirigiéndose hacia allí en esos mismos momentos; y él, Cole, un asesino al que no le quedaba nada por lo que vivir salvo la obsesión que se había llevado su vida.

—No —dijo—. No, no tengo ni idea de cómo terminará esto. —Regresó al Mondeo, se tomó unos segundos para volver a llenar la recámara de la pistola, después arrancó y se fue.

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