Berserk

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Cole había encontrado un copiloto dentro de su cabeza. Mientras conducía, esperaba la nueva visita de Natasha para tentarlo y atraerlo al destino que la niña creía que lo aguardaba. Él estaba encantado de seguirlo. Esa era su vida, y las vidas de todos los que había amado alguna vez, a los que había conocido, encontrado, visto, oído o matado. Era historia lo que se estaba escribiendo, lo que se estaba creando en ese instante, en ese lugar. Una bala de su pistola podía cambiar el mundo. Lo único que Cole pedía era una oportunidad.

Así que había vagado por las calles de su mente, había atravesado el sol y mirado en las sombras. Ocultaban muchas cosas y algunas las veía y conocía: fantasmas de amigos, los espectros de las personas a las que había matado. Pero ninguno le hacía daño, ninguno lo asustaba porque todos y cada uno eran obra suya. Natasha no se proyectaba en sus imágenes ni los dirigía para que atacasen. La mujer del MX5 estaba allí, pero era un producto de los recuerdos de Cole. Por mucho que lo alterara la presencia de ella en los callejones envueltos en sombras de su mente, Cole sabía que aquella mujer era él. Vio las bragas negras y los muslos pálidos y lechosos, y esa era la última imagen que había tenido de ella, eso era todo, no había nada más en el recuerdo. Nada como lo que le había hecho Natasha.

Cole siguió adelante, atravesó encrucijadas en las que su vida había cambiado o podía cambiar en el futuro. No vio nombres de calles y decidió que tenía que darles nombre él. En el siguiente par de horas, quizá haría un mapa entero, un mapa nuevo de su vida, quizá dibujase un propósito fresco, un énfasis totalmente diferente. Era un asesino y eso jamás cambiaría, pero la justificación que buscaba yacía en esos carteles vacíos de las calles, enterrada en los cruces a los que todavía no había llegado.

La gente lo observaba desde los edificios que flanqueaban esas largas vías y eran los desconocidos que estaba intentando salvar. Ninguno de ellos sabía nada de Natasha, ni de Lane ni de los otros; ninguno de ellos era consciente del peligro que corrían cada segundo, cada minuto de su vida. Ninguno de ellos se daba cuenta de que había monstruos de verdad. Que nunca llegaran a agradecer lo que Cole estaba a punto de hacer no le preocupaba en absoluto. No actuaba para lograr fama ni fortuna; no iba a firmar ningún contrato para un libro, no iba a aparecer en ningún programa de entrevistas.

Y entonces, mientras conducía hacia el norte por la autopista, a la espera de que Natasha regresara y le dijera dónde estaba, Cole sintió una sombra bajo las calles. Se movía rápido, pasaba bajo sus pies mientras él alzaba la vista para mirar a las masas sin rostro que lo contemplaban desde los rascacielos de su alma. Bajó la cabeza y miró la carretera, vio que estaba sobre una alcantarilla, los bordes oxidados y pegados al marco, pero la promesa seguía siendo obvia.

No quería bajar allí.

La sombra dio un salto brusco a la izquierda, hizo añicos ventanas y agrietó fachadas, y Cole la siguió por la superficie, giró a la izquierda, salió de la autopista y tomó una carretera en su imaginación. Corría más rápido a medida que conducía más rápido, vigilando la carretera y manteniendo la mente en la sombra que tronaba por delante. No era Natasha (no sentía esos dedos hábiles en su mente, e incluso si la niña estuviera escondida allí abajo, en su subconsciente más oscuro, él lo sabría), pero tampoco cuestionó la presencia. Quizá igual que la niña había refinado su habilidad durante esos largos años bajo el suelo, puede que él también lo hubiera hecho durante esa confusa década que acababa de pasar.

Quizá el odio que sentía por ella fuera tan fuerte que se había desarraigado de él y había adoptado una sombra de su existencia real. Pensar que quizá estuviera siguiendo su propio odio incorpóreo no preocupó a Cole en ningún momento.

La sombra lo alentó a torcer a la izquierda otra vez y, cuando el sol empezaba a ponerse, del mismo modo perdieron énfasis las calles de su mente. Nos acercamos a algo oscuro, pensó. Empezamos a cercar el terror.

La sombra desapareció y Cole gimoteó, el coche chocó contra un antiguo muro de piedra. Pero entonces vio otra luz diferente a la del sol poniente y supo que había llegado.

Abajo, en un valle envuelto en sombras, al borde de una extensión de edificios industriales, una bola de fuego estalló en el cielo.

—Nos vamos. —Alguien dio un empujoncito al hombro de Tom y este se despertó con una sacudida. Por un segundo no supo dónde estaba. Había estado soñando con sangre y muerte y el hedor de cuerpos con las entrañas fuera. Una vez despierto, lo invadió el alivio, pero el hedor y el mal sabor de boca regresaron cuando recordó lo que había pasado y lo que todavía estaba pasando.

Tuvo que arrancarse a Natasha del pecho, hizo una mueca de dolor cuando los dientes de la niña se llevaron un colgajo de piel. Tom ahogó un grito, la niña suspiró y volvió la cabeza hacia él. ¿Puede verme de verdad?, se preguntó Tom.

Todavía no, dijo Natasha mientras unos dedos suaves acariciaban la mente de Tom. Pero pronto. Tom apartó los ojos de la cara de la niña.

Sophia se estaba arreglando la ropa e intentando mantenerla pegada en aquellos lugares en los que se había estirado y rasgado. Después se limpió la sangre de la boca y la barbilla.

—¿Adónde vamos? —preguntó Tom—. ¿Vamos a casa?

¡A casa!, dijo Natasha, la emoción y la alegría iluminaron su voz.

Sophia frunció el ceño y se encogió de hombros.

—Tú levántate y ven con nosotros. Este sitio va a estar plagado de más soldados enseguida, y no estamos en condiciones de librar otra lucha.

Tom se moría de ganas de preguntar por Steven, pero algo lo contuvo. Cuando se levantó de la mecedora, vio a Lane y Sophia ayudando a sus hijos a subirse a un Range Rover; sujetaban a Dan y Sarah por debajo de los brazos y los empujaban cogiéndolos por el trasero. Dan sobre todo parecía tener problemas para trepar al vehículo y por dos veces resbaló y volvió a caer fuera, solo para que lo cogiera Lane. No había regresado a su estado normal igual que Lane y Sophia. Todavía tenía las piernas alargadas, aunque delgadas, y tenía la cabeza más grande, con una frente ancha y abultada. Vio a Tom mirándolo y le gruñó. Lane también se dio la vuelta y le lanzó a Tom una mirada abrasadora.

Tom bajó la cabeza y miró a Natasha para apartar los ojos.

No somos inmortales, dijo la niña, pero Tom tenía sus dudas. Había visto los agujeros de bala en el cuerpo desnudo de Dan, todavía sangraban y uno o dos parecían emitir pequeños zarcillos de humo o vapor. Si lo único que habían conseguido era que les resultara difícil meterse en un Range Rover, entonces quizá fueran inmortales de verdad.

—¿Tú despiertas después de diez años en tu tumba y me dices eso? —le preguntó Tom.

—¡Venga, vamos! —exclamó Sophia.

Tom iba a sacar a Natasha de la nave destrozada cuando sonó el teléfono. La normalidad lo reclamaba al otro lado de la línea, o bien alguien con un pedido o quizá la niñera de la pareja muerta, que llamaba para decirles que su hijo acababa de dar sus primeros pasos o de decir su primera palabra. La primera palabra de Steven había sido «Mamá». Tom se detuvo. No tenía ninguna intención de responder al teléfono, pero durante unos valiosos segundos el sonido lo sacó de allí y pareció infundir una sensación de paz en aquella terrible escena.

Pero la llamada jamás llegaría a contestarse y muy pronto el que llamaba se enteraría de la verdad.

Mientras cruzaba el aparcamiento, Tom intentó no ver los cuerpos. Fuera cual fuera la extrañeza que lo había embargado antes (y en realidad él sabía lo que era), se había desvanecido convertida en asco. Todavía podía oír el rugido y chisporroteo del fuego de los Chinooks y el BMW que ardían, las llamas lanzaban chispas y estallaban al consumir munición o cuando explotaban las bolsas de aire. El hedor a carne asada flotaba en el aire. A Tom se le hizo la boca agua. Pisaba cosas blandas, pero no miró lo que eran.

—Nos van a llevar a casa —dijo Natasha, su voz real de repente fue más fluida que nunca. En esa voz, Tom oyó una emoción que jamás había sospechado que podía tener aquella niña. Era una niña que volvía a la vida, una niña que se iba a casa y lo necesitaba.

—Sí —le contestó—. Y ahí encontraré a mi Steven.

Trepó al Range Rover y ocupó la zona de carga con Natasha, y todo el mundo se quedó callado cuando Lane arrancó y los alejó de los muertos que empezaban a enfriarse.

Ya no te necesito más, señor Lobo. Mi nuevo papá me ha llevado con ellos y tú has perdido, estás destrozado, eres una meada en un lago. Nadie sabrá jamás nada de ti, Cole. Nadie comprenderá jamás lo que estabas haciendo. Eres un asesino y te atraparán y te meterán en la cárcel. Morirás allí dentro. Y ojalá pudieras sufrir aún más. Ojalá pudieras volver a ver a Lane y Sophia. Y a sus hijos, ¿te acuerdas de ellos? Ah, señor Lobo, ojalá pudieras ver lo que ha sido de sus hijos. Les gustarías. Quizá crudo, quizá solo vuelta y vuelta sobre una llama, azul. Pero les gustarías mucho.

Están en la flor de la vida. Espero que lo recuerdes. Viven la vida que siempre estuvieron destinados a vivir antes de que vosotros, cabrones, nos capturarais y nos encerrarais. Hemos vuelto, señor Lobo. Hemos vuelto adónde pertenecemos. Y ahora nos vamos a casa.

—Pequeña zorra estúpida. ¡Pequeña zorra estúpida! ¿Crees que no hay nada más? ¿Crees que eres el centro de todo? Hay demasiadas partes, demasiadas implicaciones para que haya un solo centro. Llevas todo este tiempo intentando engatusarme ¿y ahora crees que voy a rendirme sin más? ¿De verdad, en serio crees que no tengo mis propios medios y maneras? Natasha, cielo, tengo un cargador lleno de balas para ti y ahora que he encontrado mi sombra, también te he encontrado a ti.

No tienes nada que encontrar, señor Lobo. Siempre fuimos las sombras en la noche. Tú te llevaste nuestra historia, pero la hemos recuperado. Y ahora, anda y que te follen, ser patético. Anda y que te follen, vete a matar unas cuantas mujeres más.

—Qué llena de confianza pareces, pero no puedes verlo todo, ¿verdad? No puedes ver tras mi sombra. Te oculta cosas. Te oculta lo que puedo ver yo. Te veré muy, muy pronto.

La sombra de Cole se alzó y llenó la noche, y Natasha y él ya no pudieron seguir hablando.

—Nos vamos a casa, ¿verdad? —dijo Natasha, su voz era un susurro en medio del silencio. Dan estaba dormido y Sarah se había echado hacia atrás en su asiento mientras sanaban sus heridas. En los asientos de delante, Sophia y Lane se miraron.

—¿A casa? —preguntó Lane.

—A casa —dijo Natasha, en voz más alta esa vez—. El lugar del que proceden los berserkers. El lugar que siempre estuvimos destinados a encontrar otra vez. Habéis venido de allí, ¿no? Es donde habéis estado, ¿verdad? Y ahora nos vais a llevar allí también.

Volvemos a casa, pensó Tom. Volvemos con Steven. Pero si ese es el caso, ¿por qué me aterra tanto decir su nombre?

—Oh, Natasha —dijo Lane—, cuántas estupideces decía tu madre.

En sus brazos, la niña se giró para mirar a Tom.

¿Papi?, dijo en su mente. Y, de repente, Tom lo supo.

—¿Dónde está mi hijo? —preguntó. Sophia se volvió en el asiento del copiloto y lo miró, y por una vez hubo algo diferente al desprecio en sus ojos. Podría haber sido pesar.

Fue entonces cuando el Mondeo hizo un viraje brusco en una curva de la carretera y se estrelló contra el Range Rover de frente.

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