Berserk

Berserk


16

Página 22 de 23

16

La sombra de su interior lo había asfixiado. Allá donde mirara, encima y debajo, la negrura lo sostenía en sus garras. Tosió y no oyó nada. Sorbió por la nariz y no olió nada. La sombra había surgido de su subsuelo y había invadido los caminos menos frecuentados de su conciencia y solo cuando una luz calinosa comenzó a crecer ante sus ojos, Cole se dio cuenta de que lo estaba protegiendo.

La sombra cambió poco a poco, del negro pasó a un blanco lechoso, opresor, y Cole sintió pánico. Apenas podía respirar o moverse. Si abría la boca sentía algo que intentaba meterse por la fuerza, y no era la sombra. Empujó para intentar apartarse de las garras de aquella cosa, pero lo sujetaba con fuerza; una vez más, no era la sombra. No estaba seguro de si estaba siquiera consciente o no, pero el dolor lo golpeó de repente en los muslos otra vez, las pulsaciones eran crudas y fuertes, y Cole empezó a encontrarle sentido a todo.

El airbag. Había sido lo último que había pensado cuando había virado el coche en la curva y había visto el Range Rover que se dirigía hacia él. Había tenido unos dos segundos para reaccionar.

Tienen que ser ellos. Tengo la iniciativa… Tengo el factor sorpresa… Cuentakilómetros, a sesenta. El Range Rover es grande, pesado, pero ¿hay algún otro modo en realidad? ¿Lo hay?

Airbag.

Después había llegado la decisión instantánea y un segundo más tarde el impacto cuando se estrelló contra el Rover.

En ese momento, atrapado en su asiento, supo que quizá tuviese unos segundos de margen. Los berserkers se habían encontrado con el comandante Higgins, eso era obvio, y lo más probable era que el comandante fuese ya una mancha húmeda en el suelo de algún lugar del valle. Y esos dos Chinooks que había visto pasar volando sobre la autopista, ¿unos cuarenta hombres son todo lo que necesitaban para acabar con los berserkers?

Bueno, había visto las llamas. Y estaba el Range Rover.

El airbag no se estaba desinflando. Del blanco pasó al rojo delante de su cara, Cole notó el sabor de la sangre y lo embargó el pánico. Bajó una mano hasta el regazo y encontró la 45 todavía incrustada bajo el muslo. Le llevó unos segundos soltarla y después un par más apuntar a ciegas con la esperanza de que el choque no hubiera acabado con su sentido de la orientación.

Cerró los ojos, abrió la boca y apretó el gatillo. La explosión fue inmensa. Los oídos todavía le zumbaban cuando abrió los ojos otra vez y observó el airbag deshincharse ante él. Hizo inventario a toda prisa. Las piernas todavía le dolían a rabiar, lo que significaba que probablemente no se había roto la espalda. Agitó los tobillos y sintió el interior de los zapatos, así que los pies no estaban atrapados. Se sentía como si lo hubieran arrojado contra un muro y una banda de matones se hubiera lanzado contra él con martillos y sopletes mientras estaba inconsciente, pero en ese momento el dolor era bueno, porque significaba que estaba vivo y consciente y no estaba paralizado.

El parabrisas se había hecho añicos, o bien por el impacto o por el disparo. Cole soltó el cinturón de seguridad y usó la pistola para derribar los cristales que quedaban. Cayó en su regazo como trozos de diamante y el atardecer invadió el vehículo.

El Mondeo estaba enterrado en la parte delantera del Range Rover. Los vehículos parecían haberse fundido y era difícil distinguir dónde empezaba uno y terminaba el otro. Algo siseó, algo humeó y Cole olió la gasolina, potente y fétida. El parabrisas del Rover se había hecho pedazos y Sophia colgaba con medio cuerpo fuera, tirada sobre el capó. Tenía la cabeza perforada y le salía algo. Entre Sophia y Cole, retorcido en el capó combado del Mondeo, Lane.

Cole ahogó un grito.

Lane abrió los ojos.

Tom se sentó y sacudió la cabeza. El golpe lo había arrojado contra la parte posterior de los asientos del centro y Natasha se había caído al suelo a sus pies. La niña gimoteó en su cabeza, murmuraba palabras que no tenían sentido, y, si Tom cerraba los ojos, veía un revoltijo de imágenes de lo que la niña llamaba hogar. Se estaban desdibujando, parpadeaban como si se las hubiera dado a Tom en una cinta de vídeo de quinta mano y las estuviera viendo en una televisión poco fiable. Casi podía sentir las esperanzas y la fe de la niña desvaneciéndose.

Ninguno llevaba puesto el cinturón de seguridad. Él había estado sujetando a Natasha contra su costado mientras Lane los sacaba del valle de la muerte. La visión de Tom a través de la puerta trasera había sido apocalíptica: los restos destrozados y ardiendo de dos helicópteros, la carrocería del BMW todavía parpadeando entre llamas, los cuerpos perforados y esparcidos por todo el aparcamiento, y otros apilados contra la puerta principal de una de las naves industriales cerradas. El sol se había puesto y los fuegos pintaban el suelo de rojo. O quizá era sangre.

Y después, la breve conversación que hizo añicos la esperanza, Steven en su mente y el coche que había chocado de frente con ellos. Tom había visto a Cole en el asiento del conductor una fracción de segundo antes del impacto. Los faros del Range Rover habían vuelto su cara blanca y tenía los ojos muy abiertos y dilatados por la locura.

Esperaba que Cole estuviera muerto.

Tom miró hacia delante. El impacto había arrojado a Lane directamente por el parabrisas y en ese momento yacía con el cuerpo retorcido sobre el capó ondulado del Mondeo. Sophia tenía medio cuerpo fuera y había mucha sangre. Dan se había metido entre los asientos delanteros y se había incrustado en el salpicadero. Se movía un poco y maullaba como un gatito hambriento, Tom vio que sus heridas, algunas nuevas, habían empezado a sangrar de nuevo. Estaba empalado en la palanca de cambios y se estremecía cada vez que intentaba levantarse. Sarah, agotada tras su reciente lucha, había rebotado contra la parte posterior del asiento de Sophia y yacía desplomada sobre el cuero. No se movía.

—Natasha, creo que esto es grave —dijo Tom. La niña respondió solo con otro gemido, y más imágenes confusas del hogar que al parecer jamás conocería.

Resonó un disparo, estrepitoso y aterrador en el silencio aturdido que siguió al choque. Tom se agachó y miró al Mondeo, delante de él. Las puertas seguían cerradas, el parabrisas estaba muy agrietado y no se movía nadie. Uno de los faros del vehículo seguía encendido y Tom distinguió sombras y formas alrededor de los coches. Parecían moverse todas y Tom se preguntó si todos los soldados habían estado en esos Chinooks o si habían enviado otros por carretera. Quizá pronto habría más tiroteos y eso sería el final. Quizá…

Apareció en el parabrisas del Mondeo un agujero que empezó a ensancharse a toda velocidad a medida que el cristal destrozado caía en el interior. Era Cole. Su rostro estaba iluminado con un color rojo sangriento, diabólico, del puente de la nariz hacia abajo. Abrió más los ojos cuando vio a Lane a medio metro de él.

Por un segundo la escena quedó congelada y Tom pensó que ese instante sería el último para él. Nadie se movió ni hizo ningún ruido, y quizá él había sufrido un ataque al corazón, su último y miserable segundo en esa tierra grabado en su mente mientras su cuerpo se agarrotaba y su mente se preparaba para desvanecerse.

Entonces Cole metió la pistola en la cara de Lane y disparó una, dos veces, y otra vez, y la cabeza de Lane se deshizo.

Tom se agachó detrás del asiento y miró a Natasha.

El señor Lobo, dijo la niña, y él asintió.

—Tengo que sacarte de aquí —susurró Tom—. Los otros están muy mal, todavía estaban sanando tras la pelea, quizá, y si nos atrapa aquí dentro estamos muertos. Huelo a gasolina. Voy a abrir la puerta de atrás y voy a echar a correr contigo. ¿Estás lista? Quizá podamos escondernos o puede que hasta consigamos regresar al polígono industrial. Ahí abajo hay montones de armas.

Tú jamás has disparado un arma.

Tom sacudió la cabeza.

—No puede ser tan difícil.

¡Aquí!, exclamó Natasha. ¡Hay armas aquí dentro! El rifle de Sophia, la pistola de Lane.

Tom asintió, su mente iba a tal velocidad que apenas podía seguirla. Primero tenía que distraer a Cole, después trepar por encima de los asientos, encontrar una de las armas, descifrar cómo usarla, averiguar dónde estaba Cole y dispararle antes de que le disparara a él. Muy fácil.

—Muy fácil —dijo Tom. Y sonrió. Porque algo viajaba por sus venas y lo hacía sentirse bien, muy bien. La herida de la espalda era una palpitación agradable en lugar de un dolor ardiente, como si estuviera recibiendo un masaje constante. Los dedos de los pies y las manos le cosquilleaban y sus sentidos parecían agudizados a medida que la luz se iba desvaneciendo a toda prisa. Lejos de sentirse aterrado ante lo que los siguientes treinta segundos podrían traer, estaba deseando vivirlos.

Olía a sangre y era tan apetecible como el vino.

Más sonidos de cristal quebrándose. Cole gruñó y Sarah se removió en el asiento, delante de Tom. Dan seguía gimiendo mientras intentaba levantarse de la palanca de cambios rota. Sophia seguía quieta y callada.

Varios disparos más, y esa vez iban dirigidos al interior del Range Rover. Alguien jadeó de dolor. Una bala atravesó el asiento a pocos milímetros de la cabeza de Tom y destrozó la ventanilla trasera. Después oyó la maldición de Cole y el chasquido metálico de un cargador al ser expulsado.

—¡Ahora! —susurró Tom—. No tendremos mucho tiempo. —Giró la manija de la puerta de atrás y la abrió de una patada—. ¡Corre! —gritó, sacó un pie y se arañó con las piedras sueltas de la cuneta. Después se giró y esperó hasta que oyó a Cole escabullirse del Mondeo destrozado y después tirarse al suelo.

Te quiero, papi, dijo Natasha. Tom sonrió, confuso, conmovido, después se aupó al asiento trasero. Aterrizó con medio cuerpo sobre Sarah y esta disparó una mano y le dio un bofetón en plena cara. Tom gruñó y sintió la sangre que empezaba a brotar de la brecha que la berserker le había abierto. Oyó el gruñido bajo y gutural de la joven. Tom quería decirle lo que estaba haciendo, pero, para cuando lo hubiera hecho, Cole ya estaría detrás del Rover. Y después, quizá solo pasarían unos cinco segundos antes de que se diera cuenta de que le habían tomado el pelo. Tom había creado una situación extrema para todos ellos, o salían o morían; podía oler la gasolina y una vez que Cole se diera cuenta de lo que estaba pasando, podía prender fuego a los dos coches destrozados con un único y cauteloso disparo. Tom le dio un puñetazo a la chica berserker y se abrió camino entre los asientos delanteros. Dan gimió en voz más alta, quizá esperaba ayuda, o puede que intentara resistirse. En cualquier caso, las manos que agitaba no servían de mucho. Estaba débil, seguía sangrando, y por una de las heridas de un lado de la cabeza se filtraba una sustancia que era de un color verde cremoso bajo la luz tenue.

Tom echó un vistazo al asiento del conductor vacío, no había pistola. Sophia tenía medio cuerpo fuera, en el capó, y las piernas todavía en el asiento del copiloto. En el suelo, detrás de sus piernas, yacía el rifle. Tom se inclinó hacia delante y forzó la postura contra los asientos que lo sujetaban por las caderas, tocó el metal liso, rodeó con los dedos el cañón y después lo atrajo hacia él. Dan agitaba la cabeza de un lado a otro, se arañaba con los dedos el cuero cabelludo y se hacía sangre.

—¡Para ya! —le susurró Tom, pero el berserker estaba loco y Tom percibió pensamientos oscuros y ajenos a todo bailando en los márgenes de su mente.

¡Oigo al señor Lobo!, dijo Natasha.

A Tom lo embargó el pánico. Sacó el rifle de entre las piernas colgantes de Sophia. La berserker tosió y después gimió, tras eso gruñó cuando sintió el metal golpearle las rodillas al pasar.

—No voy contra vosotros —susurró Tom con la esperanza de que sus palabras llegaran a alguien. Dan siguió farfullando de forma incoherente y después Tom oyó a alguien más abriéndose camino entre murmullos por su mente.

Lane, dijo la voz, y era Sophia. Lane… ¿Lane?

Tom regresó a la fuerza por donde había pasado y fue tirando del rifle tras él.

Ahora está más allá del coche, papi.

Segundos… quizá solo segundos. Tom se sentó, se giró y apoyó el rifle en el respaldo. El arma tenía una mira, pero él jamás había usado un rifle y temía que si miraba por ella se perdería lo que estaba pasando en la periferia. Todavía no había visto a Cole.

Sarah lanzó un gran chillido y se abalanzó sobre él.

—¡No! —susurró Tom, y entonces oyó que alguien se detenía con un resbalón en la carretera.

Cole apareció en el marco de la puerta de atrás abierta, a unos seis metros de distancia. Tenía los ojos clavados en el Range Rover, su rostro era una máscara oscura de sangre bajo la luz difusa, la pistola relucía en su mano.

—¡Cómo te escabulles, cabrón! —exclamó.

Tom apuntó el rifle y apretó el gatillo.

No pasó nada.

Cole corrió hacia el Rover al tiempo que levantaba la pistola y Tom vio el buche del cañón que crecía para tragarlo entero.

¡Papi!, dijo Natasha. Los otros le estaban susurrando también, doloridos y enfadados, rabiosos, sus pensamientos eran tan oscuros y confusos que Tom era incapaz de encontrarles sentido. Apretó el gatillo y tampoco pasó nada esa vez.

—El seguro —dijo Cole. Se plantó ante la puerta abierta, apuntó con la pistola al pecho de Tom y le pegó un tiro por segunda vez ese día.

Tom cayó hacia atrás y su visión lo dejó con un brillo fugaz y cegador, como una bombilla que destellaba antes de fundirse. No podía respirar. Sentía un peso en el pecho, como si sus órganos se hubieran convertido en plomo. Por alguna razón pensó en Steven cuando tenía seis años; había despertado una mañana y se había escabullido a la planta baja antes de que Jo o él lo oyeran; les había hecho tostadas, las había untado con mantequilla, había hecho té con agua fría y había cogido una rosa del jardín de atrás antes de subirlo todo en una bandeja. «Feliz Navidad», había dicho el niño, y aunque todavía faltaban semanas para Navidad se habían pasado esa mañana riendo, jugando y siendo todo lo que una familia debía ser.

El cuerpo de Tom empezó a quemarse por dentro. Y cuando todos los sentidos se retiraron a un solo punto en el horizonte de la conciencia, olió la gasolina y la sangre, oyó una andanada de disparos y luego chillidos cuando las llamas le lamieron la carne.

Cuando Roberts cayó hacia atrás, otra forma se levantó del asiento, cogió el rifle, quitó el seguro y disparó. Cole sintió la bala chamuscarle el vello de la oreja izquierda. Después le metió dos tiros a la forma (uno de los cabroncetes berserkers, ya crecidos), y, cuando la criatura aulló, él recogió a Natasha de un manotazo.

¡Qué ligera! Estuvo a punto de tropezar cuando levantó a la zorra berserker. Se había preparado para que pesara poco, pero apenas quedaba nada de la niña. Era como coger un fardo de paja y ramas secas.

La forma se levantó otra vez en el asiento trasero, temblaba como un perro mojado y roció todo el techo del Range Rover con una lluvia de sangre. Cole se dio la vuelta y echó a correr, esperaba sentir en cualquier segundo una bala a alta velocidad desgarrándole la columna. Zigzagueó, los pies arañaban el suelo y cuando bajó la cabeza y miró el fardo que llevaba en los brazos dejó escapar una carcajada involuntaria. ¡La tenía! Después de tanto tiempo, el mayor error de su vida estaba a punto de enmendarse.

Me estoy muriendo, dijo la niña en su mente, no puedo moverme, no he comido, me estoy muriendo.

—Pobrecita —dijo Cole con otra carcajada. Debería detenerse, pisarle el pecho y meterle un tiro en la cabeza, pero todavía oía aullidos y conmoción en el Range Rover… y todavía podía oler la gasolina en el aire.

Se volvió. Había sombras bailando dentro y alrededor de los coches destrozados. Dejó caer a Natasha al suelo, se preparó para todo y disparó debajo del Range Rover. El tercer tiro arrojó una chispa y la chispa se expandió convertida en una llama azul vacilante; segundos más tarde los conductos perforados de combustible del vehículo se prendieron. Cole giró y cayó al suelo cuando estalló el tanque de gasolina. Natasha había rodado hasta el borde de la carretera y él se escabulló tras ella a gatas, sin preocuparse por las piedras afiladas ni por la metralla de la explosión que caía a su alrededor, solo le importaba esa zorra berserker, se había pasado años lamentando no haberla matado cuando había tenido la oportunidad.

¡No me hagas daño!, le rogó la niña.

—¡Has cambiado de canción! —le gritó él.

Se oyó otra explosión seca en la carretera cuando estalló el depósito de gasolina del Mondeo. Cole estaba seguro de que todos esos fuegos artificiales tenían que estar llamando la atención, pero suponía que quizá solo hubieran pasado quince minutos desde que se oyeran los primeros disparos en el valle. Como fuera, lo cierto era que no tenía mucho tiempo. Tendría que pegarle un tiro a la zorra berserker ya y correr como un puto galgo. Porque por mucho que quemara ese fuego, por muy débiles que estuvieran los otros, no creyó ni por un minuto que los había matado a todos.

La repentina sensación de que su vida estaba llegando a su fin lo golpeó con fuerza. Si se los había cargado a todos (si su sangre manchada estaba borbotando entre esas llamas), una vez matara a Natasha su vida dejaría de tener sentido. Estarían muertos, todos ellos, y su propósito en la vida se habría cumplido. ¿Y qué sería él entonces? ¿Un simple asesino más a la espera de que lo capturaran?

Por razones que no llegó a comprender del todo, cogió a Natasha en brazos y echó a correr.

Saltó la zanja que había al borde de la carretera y empezó a trepar para salir del valle. Ahí, la vegetación crecía con cierta libertad, con árboles pequeños muy separados y brezos y helechos creciendo entre ellos. Avanzar resultaba fácil, aunque las piernas no tardaron en empezarle a arder. Tenía la sensación de que los muslos iban a hincharse y rasgarle los vaqueros, pero había terminado por no hacer caso del dolor.

—¿Dónde estás? —dijo—. ¿Dónde estás? —Pero la niña berserker era un fardo de piel y huesos en sus brazos. Fuera lo que fuera lo que quedara dentro (su personalidad, su tenaz fuerza vital), se había ido una vez más.

Cole se detuvo un momento y se volvió para mirar a los vehículos ardiendo. El fuego iluminaba la carretera en ambas direcciones, pero él no distinguía ningún cuerpo, ni dentro ni fuera del Range Rover. Si alguno había escapado, estaba escondido… o yendo tras él.

Continuó colina arriba con la cáscara de Natasha en brazos. Sabía que debería matarla. Pero, de algún modo, presentía que no era el momento todavía.

Alguien le estaba dando de comer. Tom olía el fuego y la carne asada, sentía un fuego de otro tipo recorriendo su cuerpo y fundiendo todo lo que había conocido hasta entonces, cada pensamiento que intentaba emerger, en su conflagración. Y, sin embargo, fue el hambre lo que hizo que recuperara el sentido, lo que lo elevó por encima de la superficie de la inconsciencia que solo ocultaba profundidades muertas en su interior.

Era como si no hubiera comido en siglos, y engulló la comida, masticó, tragó, abrió la boca y esperó el siguiente bocado como un pajarito en el nido.

—Tranquilo, toma —dijo alguien y Tom no supo si habían hablado en voz alta o en su mente. Tampoco estaba seguro de la voz. Era tranquilizadora, pero bajo ella se ocultaba la rabia, y otra cosa. Era una voz que sonaba hueca. Tranquilo, toma.

—¿Qué? —preguntó, incapaz de terminar. Algo le aplastó el pecho y lo dejó sin aliento, Tom jadeó durante largos segundos mientras intentaba aspirar otra bocanada de aire. Al final consiguió coger aire, y no lo hizo en profundidad, aspiraba y expiraba poco a poco, pensando que con cada aliento se le iban a romper las entrañas.

Un trozo de carne le tocó los labios, Tom abrió la boca y lo engulló sin casi masticar.

¡Natasha! Intentó sentarse, pero el peso que tenía en el pecho se lo impidió. Abrió los ojos. Una sombra se sentaba a su lado, oscilaba con un fuego que la arrojaba a izquierda y derecha.

—La tiene él —dijo la voz.

¡No! Tom no podía hablar, pero le pareció que la sombra lo oía sin problemas.

—Sarah ha ido tras ellos, pero ahora es cosa de la niña. Es más de lo que crees. Esto podría ponerse interesante.

No es más que una niña, pensó Tom, y después encontró fuerzas para hablar.

—Está casi muerta.

La sombra sacudió la cabeza.

—Está casi viva. —Y después le dio un poco más de comer.

Cole oyó llegar a un berserker.

Si seguía avanzando a ese ritmo llegaría a la carretera de acceso el primero y luego tenía que correr kilómetro y medio para alcanzar la carretera principal. E incluso así no había garantía de que alguien parara para recogerlo. No con el aspecto que tenía, ensangrentado, magullado y con un cadáver en los brazos.

—¿Dónde estás? —preguntó, y en el fondo quería que volviera. Quería sentir a aquella niña casi muerta en su mente, porque su voz le daba un motivo para continuar. Ansiaba oírla, porque su objetivo era acallar aquella voz para siempre, como debería haber hecho diez años antes.

Entonces fuiste demasiado cruel, dijo Natasha, Cole se sorprendió. No la había sentido meterse en su mente. Quizá estaba escondida en el fondo de su subconsciente con la sombra viva de su odio. O quizá siempre había estado allí.

—La crueldad es infantil —dijo Cole—. Yo ya la he superado.

¿No quieres saberlo?

Tras él oyó los ruidos de la persecución. Unos pies que sacudían los helechos que llegaban a las rodillas y asfixiaban la falda de la colina. Unas manos que apartaban las ramas de los árboles. Los ruidos se estaban acercando por mucho que corriera Cole. Y Natasha, por muy ligera que fuese, lo estaba ralentizando. Debería pegarle un tiro allí mismo, tres cartuchos para reventarle la cabeza y después podría dejarla para que la encontraran los otros. El insulto definitivo. Ellos serían libres otra vez, pero Natasha estaría muerta.

Pero ¿quería saberlo? ¿Lo quería en realidad? ¿Necesitaba saberlo? Y la respuesta era sí, siempre había sido sí.

Por eso Sandra había muerto por su mano, después de todo. No había ninguna otra razón y él ya no podía seguir fingiendo que la muerte de la científica había sido por necesidad. Había muerto porque se había negado a decirle lo que le habían hecho a Natasha para que fuera especial.

—No —dijo, y Natasha se echó a reír.

Cole hizo una pausa. ¡Se había reído! Y no había sido allí abajo, en la oscuridad, donde yacía todo el conocimiento que él no admitía y los deseos que él se negaba a reconocer. Natasha había reído en voz alta, quizá porque había visto esos deseos.

—¡Has sido tú! —la acusó Cole.

—Pue… do… —fue todo lo que llegó a pronunciar. Cole miró el fardo que llevaba en brazos. Había hablado. No muerta, sino soñando, dijo la niña en su mente, y ahora voy a volver.

—No, de eso nada —dijo Cole. Siguió corriendo, abrazando a la berserker contra el pecho con una mano y aferrándose a troncos de árboles delgados y aupándose por la ladera con la otra. Clavaba los pies, se inclinaba hacia delante y hacía caso omiso del dolor en el muslo que le hacía tener la sensación de que la carne se estaba fundiendo y le corría por la pierna. Pronto no quedaría más que hueso, pero él seguiría adelante porque su causa era innata, era instinto. Nada lo apartaría de su camino, y…

Entonces ¿por qué no estoy ya muerta? Es porque no puedes. Es porque necesitas saberlo. Mátame ahora y siempre seré un misterio y jamás entenderás por qué me enterraste viva. Te suicidaste cuando lo hiciste, ¿verdad, señor Lobo? ¿No es verdad, Cole? Lo sé porque he estado en ese lugar de tu mente, ese subsuelo. Y he hablado con esa sombra tuya.

—¿Qué es? —gritó Cole. Hizo una pausa, agitó el cadáver de la niña y oyó el crujido de cosas débiles al romperse. Pero la niña no chilló. En su lugar, abrió la boca y susurró algo en voz tan baja que se lo dijo solo a la oscuridad—. ¿Qué? —Cole se inclinó más. La pistola del cinturón olvidada. El ruido de la persecución se hizo más fuerte, pero a Cole le dio igual. Allí, en ese instante, descubriría una verdad que lo había acosado durante una década—. ¿Qué?

—Ellos…

Cole solo captó la primera palabra, así que se la acercó más a él y giró la cabeza para que la niña pudiera susurrarle al oído.

—Me convirtieron en la madre del futuro —dijo Natasha. La niña cobró vida, cálida y móvil, y antes de que Cole pudiera soltarla le había clavado los dientes en la garganta.

Cole intentó chillar, pero oyó el sonido solo en su propia mente.

A Tom lo estaban arrastrando por la oscuridad. La sombra se había revelado como Sophia cuando se inclinó delante de las llamas para levantarlo, pero había cambiado. Tenía el rostro lleno de golpes y ensangrentado, el pelo apelmazado, un lado del cuero cabelludo quemado y lleno de ampollas. Y eran sus ojos lo que más había cambiado. Reflejaban las llamas y devolvían solo tristeza, como si el fuego le contara verdades no deseadas.

—¿Lane? —graznó Tom.

—Ya no está —dijo Sophia—. ¿Qué crees que estabas comiendo? —Lo sujetaba por debajo de los brazos y él la miraba a la cara, al revés. La berserker bajó la cabeza y una lágrima cayó en la mejilla de Tom—. Dan tampoco. Mi hijo. Lo oí chillar. No pudo escapar del fuego. No es forma de irse, para nadie.

—¿Comiendo?

—Tienes plata dentro. Nosotros somos inmunes y la carne de Lane te ayudará.

—Pero…

—¡Por favor! —dijo Sophia con la voz quebrada—. Por favor, déjalo. Ya está hecho. —Lanzaba gruñidos mientras lo arrastraba y Tom se preguntó por qué no sentía náuseas. Por qué, de hecho, todavía tenía hambre. La carne roja le pesaba en el estómago y podía notar el bienestar que irradiaba de ella.

—Me disparó —dijo Tom—. Cole me disparó otra vez. Lo sentí… lo siento todavía. Pesado, como un bloque de hielo en el pecho. —El dolor nuevo hacía que solo sintiera la espalda como un cosquilleo—. Debería estar muerto.

—No es tan fácil matar a un berserker. —Sophia lo sacó de la carretera y bajó por una ladera hasta llegar a un sitio de maleza compuesto de árboles y arbustos. Ocultos de la carretera, lo posó en el suelo y ella se dejó caer a su lado.

Tom tenía tantos interrogantes disputándose su atención que durante un rato no pudo preguntar nada. Todavía sentía con intensidad el fuerte sabor de la carne en la lengua. Los músculos le ardían, las venas transmitían fuego por su cuerpo y estaba sudando tanto que debía de estar filtrándose sangre por sus poros. Pero Sophia no le concedió ni una sola mirada. Tom vio los coches en llamas reflejados en los ojos de la mujer, como si estuviera grabándose la imagen en su memoria.

—No existe ese hogar, ¿verdad? —dijo Tom al fin. En su dolor, su mente era un oasis. Y en su mente los cabos sueltos se estaban atando y comenzaba a florecer la comprensión, como una rosa de color rojo sangre.

Sophia negó con la cabeza.

—La madre de Natasha siempre fue muy protectora —dijo—. Nunca entendí cómo se puede proteger a alguien contándole tantas mentiras. Discutimos por eso. Reñimos. Pero Natasha era su hija y yo no era quién para decir nada, en realidad.

—Ese hogar es el lugar del que Natasha dijo que procedéis los berserkers.

Sophia lanzó una risita, un sonido sorprendente y ligero en contraste con el continuo rugido de las llamas.

—Los berserkers proceden de Porton Down —dijo Sophia. Tom vio la verdad en sus ojos, y esa verdad yacía en la humanidad de la mujer. Él la había visto como un monstruo rabioso y una asesina cruel, pero en ese momento, con los ojos reflejando el fuego de la pira funeraria de su hijo y su marido, era tan humana como él.

—Os hicieron —dijo Tom.

Sophia asintió.

—Éramos familias normales. Lane estaba en el ejército, igual que el padre de Natasha. Usaron la ciencia, y algo más arcano, y nos inculcaron nuestras ansias. Nos convirtieron en monstruos. Y ahora Natasha te ha hecho a ti.

Tom cerró los ojos.

—Creo que empezó ayer. Cole me disparó en la espalda. Natasha me mantuvo vivo.

—Y tú a ella.

—Ella quiere que sea su papá. Pero…

Sophia se levantó y lo agarró por debajo de los brazos una vez más.

—Sobrevivirás. Ahora tenemos que alejarnos más de la carretera. La policía estará de camino, y más unidades del ejército. Nos iremos pronto.

—¿Natasha?

—Está bien —dijo Sophia. Levantó la cabeza hacia las estrellas que comenzaban a salir y sonrió—. Le acaba de proporcionar al señor Lobo la respuesta que buscaba.

—Steven —jadeó Tom—. ¡Steven! Si no hay ningún hogar, entonces, ¿dónde está mi hijo?

Sophia miró por encima del hombro para ver por dónde iba, y para evitar los ojos de Tom.

—Lo enterramos en un bosque de Gales —dijo al fin—. Nos alimentó durante un tiempo.

Cole levantó la cabeza. Sarah, la viva imagen de sus padres, tenía los ojos clavados en él. Sostenía a Natasha en brazos y, en la oscuridad, la niña parecía quieta otra vez.

Sarah lo estaba apuntando a la cara con su propia pistola.

Cole abrió la boca para hablar, pero no pudo. Sentía la garganta fría y expuesta y al levantar la mano derecha sintió la verdad. Tocó una parte de sí mismo que jamás debería tocar, y que envió una bala de dolor a su cabeza. Sacó la mano resbaladiza y ensangrentada.

—Por favor, no tienes que decir nada —bromeó Sarah, pero no estaba sonriendo—. Te voy a dejar aquí. Estás bien escondido. No te encontrarán a la primera. Demasiados cuerpos que recoger antes. Esos cabrones de ahí abajo y… —Cole vio el destello de unas lágrimas en los ojos de la adolescente berserker.

La pequeña zorra lo había mordido. Le había desgarrado la garganta. Y no solo no estaba muerta sino que estaba más viva de lo que lo había estado en años. Cole no la veía moverse, no la oía, pero la sentía hocicando en su mente y cavando bajo la verdad de todo lo que él creía de sí mismo. Las calles de su subconsciente estaban cayendo en la oscuridad y no porque él se estuviera desvaneciendo. Se oscurecían con la noche que se acercaba.

—Natasha dice que quizá quieras saber un par de cosas antes —dijo Sarah—. Y estoy de acuerdo. Te ayudará en tu elección.

¿Elección? La chica bajó la pistola. Cole estiró una mano, le pedía la pistola, o un tiro en la cabeza, no sabía muy bien. ¿Elección?

—La hicieron especial —dijo Sarah—. Por eso teníamos que escapar, salvo que queríamos a Natasha con nosotros. Su padre tenía otros planes y una vez que salimos de allí no hubo forma de que pudiéramos volver a por ella. Creíamos que la habías matado, Cole. Nos hemos pasado diez años desesperados viviendo en un limbo, moviéndonos sin parar, sobreviviendo. Y ahora… esto. Gracias a ti, los berserkers tenemos otra oportunidad. —La joven se arrodilló, estiró un brazo y metió los dedos en la garganta desgarrada de Cole.

Este intentó chillar, pero solo pudo sacar unas burbujas de sangre.

—Muy desagradable —añadió Sarah—. Deberías estar muerto. Pero por suerte para ti le dieron a Natasha algo que no tiene ningún otro berserker. La hicieron fértil.

Natasha habló entonces, un susurro ronco suavizado un tanto por la sangre de Cole que tenía en la garganta.

—Me hicieron contagiosa.

Sarah lanzó la pistola al pecho de Cole. Este ahogó un grito, la cogió y apuntó a la chica con ella.

—Solo hay un cartucho en la recámara —dijo la chica—. Dolerá, pero a menos que seas muy buen tirador, no me matará. ¿Plata? No vas con los tiempos, señor Lobo. Pero ahora puedes elegir. Crees que estás condenado. Pero si no te importa saber el verdadero significado de esa palabra, quizá te volvamos a ver algún día.

—¡Lo haré! —exclamó Cole—. No tengo miedo de morir. Voy a ir al cielo.

—¿En serio? —preguntó Sarah con tono burlón—. ¿Al cielo? Un sitio tan real como nuestro hogar. —Se dio la vuelta, empezó a bajar hacia los coches en llamas, y se llevó a Natasha con ella.

Dejaron a Cole allí fuera, en la noche, y se llevaron a Tom con ellos, pero Tom sabía que los dos se enfrentaban a la misma elección. La suya, suponía, era más fácil porque en su corazón no albergaba nada parecido al odio irracional de Cole. Y él tenía a Natasha para cuidarlo.

Se ocultaron en el valle un rato (los berserkers Sophia, Sarah y Natasha y Tom, el hombre que debería haber muerto) y luego, cuando todos los demás entraron, ellos salieron caminando. Coches de policía, camiones de bomberos, ambulancias, camiones del ejército, otros coches sin distintivos, todos inundaron el valle poco profundo, algunos se detuvieron un instante junto a los coches en llamas, pero la mayor parte siguió bajando hasta el polígono industrial. Los restos ardientes de los Chinooks iluminaban el camino.

Mientras atravesaban la noche, ninguno de ellos oyó ningún disparo. Pero podría haberlo ahogado el rugido de los helicópteros.

Las revelaciones de Sophia sobre la naturaleza de los berserkers supusieron más un golpe para Natasha que para Tom. La niña se quedó muy callada, temblaba contra él en el pequeño coche que Sarah terminó robando para llevarlos a un lugar seguro, y por mucho que lo intentara Tom no podía encontrar a la pequeña berserker en su mente. Se había metido en sí misma, justo cuando había llegado a tenderles la mano la oportunidad. Tom suponía que para ella no habían pasado en realidad diez años. Volvía a ser una niña, lista para vivir, aprender y adaptarse a cómo era el mundo en realidad.

Con Natasha lejos, el dolor de Tom llegó al fin, intenso, lleno y pesado. Lloró, grandes sollozos que lo hacían temblar por su esposa e hijo muertos. Jo era el amor de su vida. Y Steven, tanto tiempo muerto, pero todavía ahí, un recuerdo revivido por la esperanza renovada que había albergado. No podía llegar a odiar a Sophia y Lane por lo que habían hecho, y eso le dejaba mal cuerpo, porque sin esa rabia carecía de rumbo.

Quizá algún día encontraría uno.

Lloró también por lo que había perdido, porque él disfrutaba de la vida. Quizá algunas veces había pensado que no merecía la pena, que carecía de sentido, que era insípida, pero la vida consistía en vivirla, y él añoraba esa simplicidad. Un beso en la mejilla de su mujer por la mañana, observar a una pareja de aves en su nido mientras estaba atrapado en un atasco, el balanceo de los árboles cuando el frío viento del norte traía nieve, la sonrisa en la cara de Jo cuando llegaba a casa y se encontraba con que él había preparado la cena, el sabor del vino, la sensación del sol en su cabeza, los jirones de nubes que capturaban el sol al ponerse y prometían un buen día mañana. Y ese deseo de una vida en la música, más lejano que su hijo muerto, pero que seguía persiguiéndolo con melodías que se desvanecían.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

—Al norte —respondió Sophia, y esas palabras lo golpearon como el último verso de una canción luctuosa.

No tenía ni idea de lo que le traería el día siguiente. Había pasado la puesta del sol y tras ella solo había dejado dolor y el sabor de la sangre. Bajo todo aquel dolor se sentía notablemente vivo, pero presentía que la vida había adquirido toda una nueva serie de reglas.

Debería haber muerto. Pero la vida ya no era solo para vivirla. Estaba con Sophia, Sarah y Natasha (estaba infectado, tan producto de Porton Down como ellas) y había caído en un limbo desconocido.

Cuando despertó, Natasha lo llamó.

—¿Papi? —Tom la cogió y la abrazó, y sintió su calidez. Agradeció el modo en el que el cuerpo de la niña se adaptaba a su abrazo. Sophia lo miró por el espejo retrovisor y aunque a Tom le pareció ver lágrimas en sus ojos por el esposo y el hijo muertos, también vio algo más. Ni ella ni Sarah sonrieron (estaban demasiado cansadas para eso, demasiado crispadas, demasiado agotadas por el proceso de curación), pero, con todo, Tom estaba seguro. Vio esperanza.

Nada de lo que la madre de Natasha le había contado era verdad. Los berserkers no tenían historia, aparte del tiempo que habían pasado en Porton Down. No tenían legado ni cultura, no tenían un lugar en el que habían vivido junto a la humanidad a lo largo de los siglos, no tenían hogar. Pero ahora que estaba con ellos, era como si las cosas hubieran cambiado. Podían crear su propio lugar en el mundo, vivir en el limbo y existir en las sombras, convertirse en una especie de leyenda si les convenía. Tenían la oportunidad de escribir su propia historia. Y solo acababa de empezar.

Ir a la siguiente página

Report Page