Berserk

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—Vamos, no me jodas —exclamó Tom. De repente, se encontró sollozando con la cara en el suelo. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Enterró los dedos como garfios, como si tuviera miedo de caerse del mundo si soltaba el suelo. ¿Y no era lo que estaba haciendo ya? Habían cambiado tantas cosas en la última hora que no le sorprendería abrir los ojos y encontrarse con que el mundo giraba en la otra dirección. Mientras aspiraba el olor anodino a turba del suelo que tenía debajo, pensó que ojalá jamás hubiera escuchado a esos dos hombres del pub.

Pero los había oído. Y King le había dado el mapa, y allí estaba él. En busca de su hijo muerto.

Tom regresó arrastrándose junto al esqueleto (descubierto hasta el pecho puesto que la tierra de alrededor se había caído en el hueco) y se quedó mirando lo que había hecho. Había otros huesos visibles allí abajo, rozados por la luz del sol por primera vez en años. Los cadáveres debieron de estar apilados juntos, cubiertos con una capa de tierra y brezo, y a medida que su carne se iba pudriendo bajo el suelo, fueron dejando huecos, espacios oscuros y húmedos que no contenían más que el gas de la putrefacción y los ecos imperecederos de sus muertes violentas. El esqueleto llamado Gareth Morgan todavía vestía los restos de un uniforme, y jirones de piel correosa se aferraban a sus huesos, húmedos y teñidos de marrón por la tierra mojada. Bajo él, una maraña de huesos y ropas, piel y pelo, marcaban el lugar donde otros cuerpos habían encontrado su último lugar de descanso.

—Oh, Dios —murmuró Tom mientras estiraba la mano hacia la oscuridad—. Oh, Dios, oh, Dios… —Podía sentir el sabor de la putrefacción en la lengua, dulce pero repugnante. Se preguntó si cada cuerpo olía de forma diferente con la descomposición y, en ese caso, qué olor era su hijo.

Pero la muerte es la gran igualadora. La personalidad no juega ningún papel en la putrefacción. El sentido del humor o la seriedad no tienen nada que ver con los procesos de las bacterias y la descomposición. Hacía ya mucho tiempo que Steven había desaparecido de allí; sin embargo, Tom jamás lo había sentido tan cerca.

Se deslizó por la tierra húmeda y se adelantó un poco más, su brazo extendido se hundió más en el vacío. Lanzó un grito alarmado, pero se detuvo, había cerrado la mano alrededor de un hueso pegajoso. Dio un tirón suave; el hueso no cedió. Tenía la pala bajo el estómago, así que la sacó y usó el canto para mover más tierra sobre la fosa. Ya casi no costaba nada y cuando se irguió sobre las rodillas se dio cuenta de que podía limitarse a apartar el brezo como si fuera una alfombra y revelar los horrores de lo que yacía debajo.

El sol golpeó los huesos. El sutil calor del otoño consumió la frescura de una década de descanso. Los buitres lanzaron un grito y se alejaron, quizá percibían la muerte incluso desde tanta altura. Tom se arrodilló entre los cuerpos putrefactos de tantos hombres y levantó la cabeza, agradeció sentir el sol en la cara y la sensación de la piel estirándose y ardiendo.

—Jo —suspiró, pero su mujer no le respondió—. Steven. —Seguía sin haber respuesta. Las lágrimas le resbalaron por la mejilla y desaparecieron entre los cuerpos, quizá limpiaran pequeños puntos en los huesos de su hijo.

Sacudió la cabeza, su cuerpo entero temblaba, el miedo, la conmoción y la rabia se combinaban para apartar su mente de lo que estaba haciendo. Tom se inclinó hacia delante y volvió a meter la mano en la tumba.

Durante solo unos segundos, la locura de la situación estiró el brazo y cogió la mano de Tom. Era su mujer la que lo sujetaba, la que le susurraba al oído y le decía que lo dejara porque todavía se tenían el uno al otro y daba igual cómo hubiera muerto Steven, eran solo los vivos los que importaban en realidad en el presente. Pero Tom soltó la mano de su mujer y se aferró a lo que estaba haciendo. Su creencia de que quizá Jo y él tenían demasiado del otro resurgió, una justificación egoísta. Y cuando la voz de Jo se desvaneció y el roce de su mano pareció más remoto que jamás en la vida de Tom, este volvió a su trabajo.

Richard Parker. Ese tampoco era su hijo. Dejó caer las placas de identificación y se quedó mirando el cráneo del cuerpo que había descubierto, el pelo rojizo cortado al rape era de un color vivo contra la piel gris y estirada de la cara. Allí yacían un millón de historias que Tom jamás conocería, aparte de la mentira que suponía la muerte violenta de Richard Parker.

Apartó el esqueleto y ahondó más. Encontró fardos de huesos y ropa, y cabello cubierto de barro le rozó la mano, que retiró a toda prisa.

Había demasiados. Tendría que empezar a mover los cuerpos, a ordenarlos, hasta que encontrara a Steven.

No está aquí.

Tom sacudió la cabeza. ¿De dónde había salido esa idea?

Volvió a meterse reptando y se preparó para coger el primer esqueleto. Gareth Morgan, el hijo del señor y la señora Morgan, otro soldado cuya familia había enterrado un ataúd lleno de rocas, tierra o alguna otra cosa que jamás sabrían. Se preguntó si la familia de ese muchacho también tenía dudas sobre la historia y si se les había ocurrido la idea de viajar a la llanura de Salisbury para honrar a su hijo en el décimo aniversario de su muerte.

Tom miró atrás, hacia la valla, medio esperaba ver otras caras yendo hacia él con palas en la mano. Pero seguía estando solo.

Gareth Morgan le sonrió. Tenía el cráneo casi desprovisto de piel, pero había una insinuación de bigote todavía pegado bajo el hueco de la nariz. Tom estiró la mano y cogió las costillas del esqueleto, dio un tirón y lanzó un grito sorprendido cuando el cuerpo saltó del suelo con un breve sonido de ventosa. Tom cayó hacia delante y arrojó el cuerpo más allá. Aterrizó con un golpe seco y los brazos extendidos sobre la cabeza, como si disfrutara de la repentina sensación del sol sobre los huesos húmedos. Tan ligero, pensó Tom, y se dio cuenta de que había estado pensando en él como si fuera un hombre.

Tenía la columna partida, varias costillas rotas y el hueso de un muslo estaba astillado y agujereado. Otra muerte violenta.

Tom se echó hacia atrás en el agujero y sacó a rastras a Richard Parker. Con las manos bajo las axilas del esqueleto arrastró las piernas, un cuerpo pesado por las ropas húmedas y los restos momificados de músculo y piel. Tiró de él hasta dejarlo junto a Gareth Morgan, y los brazos de los esqueletos parecieron entrelazarse, amigos reunidos otra vez.

De vuelta en el agujero, Tom siguió ahondando. Sacó más cuerpos (algunos podridos hasta los huesos, otros que todavía tenían aferrada una capa correosa de piel o carne marrón y seca), investigó las placas de identificación, puso los cuerpos a un lado y siguió cavando, respirando con dificultad e intentando no prestar atención al corazón que le martilleaba sin parar en el pecho y exigía que descansara, parara, detuviera esa locura.

Hacía calor. Podía echarle la culpa de esa locura al calor, quizá.

Tom se miró las manos embarradas, se tanteó la frente, se escupió en la mano y comprobó la saliva en busca de sangre. No se había apoderado de él ninguna enfermedad. Ningún agente bacteriológico había convertido sus entrañas en gachas. Quizá lo que había matado a esos hombres había quedado liberado en el aire, solo para esperar el momento adecuado antes de volver a golpear. Quizá acabara con el mundo entero. En ese momento lo único que le importaba a Tom era la imagen que había construido en su mente: las placas de identificación de Steven, embarradas y frías, descansando en sus manos.

Leigh Joslin, Anthony Williams, Stuart Cook… ninguno de ellos era su hijo. Jason Collins, Kenny Godden, Adrian Herbert… todos desconocidos, todos hijos muertos de otras familias. Ocho ya y había más allí abajo, Tom podía ver el amasijo de huesos, cráneos y ropa, embarrados y húmedos, podía oler el perfume dulce de la putrefacción, saborear en el aire la injusticia de todo aquello.

Tom miró de repente a los hombres muertos puestos en fila y apartó los ojos, incapaz de creer lo que había hecho. La cabeza de Joslin se había desplomado y apartado de la columna que lo sujetaba. A Herbert le faltaba un brazo. Las costillas de Godden habían sido aplastadas, como si algo hubiera intentado meterse en su interior. Tanta violencia, tanta muerte.

El siguiente cuerpo que cogió todavía tenía pelo, y la carne seca se hundía entre los huesos, sus ojos eran unos orbes amarillos y pálidos acurrucados en el cráneo. Un cráneo extraño y deformado. Tom frunció el ceño y se inclinó sobre él, se apartó a un lado para dejar que la luz del sol entrara en la depresión del suelo. El cráneo del soldado parecía alargado, con la mandíbula distendida, y los dientes debían de haber sobresalido de las encías porque parecían demasiado grandes para la cabeza. La frente era pesada, la cavidad de la nariz se abultaba sobre la boca con un aspecto canino.

—¿Qué diablos…? —susurró Tom. Había un agujero de bala en la nuca. Quizá eso explicara la distorsión.

Tom estiró un brazo y cogió las piernas del cuerpo mientras intentaba hacer caso omiso de la sensación de una carne fría y correosa bajo sus manos, pegajosas y húmedas. Tiró. El cuerpo cambió de posición unos centímetros hacia él y después se detuvo, sujeto por algo que Tom no podía ver.

El cráneo había permanecido exactamente donde estaba.

—¡Joder! —Tom se movió de lado hacia otro esqueleto y lo arrastró por la pequeña pendiente hasta el montón cada vez más grande que se extendía por el brezo. Comprobó la placa de identificación y lo desechó (otro desconocido), después volvió a por más.

Jo volvió a cogerlo de la mano. Se la apretó con fuerza y Tom lanzó un grito, una exhalación desdichada de desesperación. Levantó la cabeza y miró al cielo, era puro, limpio, sin la mácula de la muerte. Pero aunque vio el color azul del cielo y oyó a Jo susurrándole su amor, Tom todavía podía sentir la humedad de la tumba entre los dedos.

¿He cambiado?, se preguntó. ¿He cambiado tanto?

Se frotó los dedos y soltó a Jo.

—Es todo por ti —dijo Tom, y miró abajo otra vez. El extraño cráneo se lo quedó mirando con sus ojos hundidos. La antinatural distancia entre el cráneo y el cuerpo separado le confería a la escena un carácter surrealista, y Tom estuvo a punto de empujar otra vez el cuerpo para que se pegara a la cabeza, pero tenía los miembros demasiado largos, las costillas demasiado estrechas, ¿y por qué estaba haciendo aquello? ¿Por qué estaba jugando consigo mismo?

—¡Steven! —gritó, y cuando volvió a cavar…

No está aquí.

Tom se preguntó cuándo se había amplificado esa sensación de sentirse observado sin que él lo notara en realidad. Los buitres se habían ido, pero la piel del cuello le cosquilleaba, la había puesto en movimiento una mirada que él no podía concretar.

Aquel cráneo raro volvió a sonreírle con unos labios hundidos en las mandíbulas.

—Estás muerto —dijo mientras tiraba de otro esqueleto; no era Steven, y luego otro, que tampoco era Steven.

Y ya estaba. Once cuerpos extraídos y extendidos en el brezo, once pares de placas de identificación y ninguna de ellas de su hijo. Se suponía que habían muerto quince hombres, quizá a Steven y los otros tres desaparecidos los habían enterrado en otra parte, o incinerado, o…

¿Por qué dejar las placas? ¿Demasiado peligroso? ¿Demasiado riesgo de infección?

Pero abajo, en el pozo, había más. Detrás del cuerpo que no pudo mover vio el brillo de más huesos. Metió la mano debajo y tocó algo frío y pesado. Le dio otro tirón al cuerpo y oyó el tintineo de metal contra metal. Tiró con más fuerza y otro cuerpo se deslizó entre el barro, también sin cabeza y tan deformado como el primero. El cráneo (que quedó atrás) también tenía un agujero de bala tras una oreja.

No estoy viendo esto, pensó, llevo no sé cuánto tiempo desenterrando putos cadáveres y ahora me está afectando, hace calor, Jo está preocupada, estoy llorando y las lágrimas lo están distorsionando todo. ¡No estoy viendo esto!

El muerto se deslizó hacia él cuando tiró, conectado al primer cuerpo decapitado por una gruesa cadena de metal, y después otro cadáver más pequeño lo siguió. Tom se levantó y se retiró un poco, sin darse cuenta del todo de que todavía sujetaba las piernas momificadas del primer cuerpo. Se llevó los muertos con él, dos adultos sin cabeza y lo que solo podía ser un niño, también sin cabeza, el cráneo perdido en algún lugar de ese hoyo maloliente.

Estaba a punto de soltar las piernas, apartarse y echar a correr, cuando vio que la cadena envolvía otro fardo, otro cadáver. Ese parecía tener todavía la cabeza. Tiró otra vez y el cuerpo se soltó del suelo, húmedo y mugriento, pero era obvio que entero todavía. Estaba encadenado a los tres cadáveres decapitados, el metal le rodeaba el pecho y las axilas y le pasaba entre las piernas, enmarañado a conciencia, y Tom se preguntó por qué alguien querría enterrar así a una persona muerta.

Tom vaciló solo un segundo antes de bajar poco a poco al pozo de nuevo. Esos cuerpos estaban más enteros que cualquiera de los otros que había sacado, momificados en lugar de podridos, quizá porque habían estado enterrados a más profundidad en el suelo de turba. El primer cráneo se lo quedó mirando cuando estiró las manos por encima de los dos cuerpos adultos, cogió el esqueleto del niño decapitado y lo atrajo hacia sí. Estaba llorando y gimiendo, y se oía un extraño lamento que le costó muchos segundos identificar como algo que en realidad procedía de él. El niño era ligero como una almohada, su cuerpo parecía estar entero, pero al mismo tiempo seco y marchito. Lo único que le daba peso era la cadena. Tom colocó el cadáver con suavidad entre los adultos decapitados, agarró la cadena y tiró. La levantó, gruñendo por el esfuerzo, las lágrimas y el sudor le desdibujaban la visión mientras intentaba distinguir qué le pasaba a la cabeza de aquello, por qué tenía aquella forma, por qué se giraba…

Y fue entonces cuando el pequeño cadáver estiró la mano y cogió el brazo de Tom.

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