Berserk

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—¿Qué le contaste?

—¡Ya te lo he dicho!

—No te creo.

—¿Entonces por qué insistes en preguntarme, Cole?

Este se quedó mirando a Nathan King desde su altura, lo había atado a una silla con sus propias ropas rasgadas. El muy idiota seguía intentando jugar con él, embaucarlo, pero Cole no tenía tiempo para eso. Ya no. El propósito de su vida, paralizado durante una década, comenzaba a tomar impulso de nuevo. Lo último que le apetecía era tener que sacarle información a golpes a su amigo, ese antiguo recluta, tan inútil como imbécil.

—Me estás haciendo perder el tiempo —lo acusó.

King negó con la cabeza.

—Por el amor de Dios, te he dicho…

El puño de Cole entró en contacto con la barbilla del otro y le echó la cabeza hacia atrás y hacia un lado.

King jadeó, escupió sangre. Cole dio un paso atrás para que no lo salpicara.

—Piensa bien lo que me vas a decir —le advirtió Cole—. Daz me contó que volviste al pub para ver a Tom Roberts. Solo hay una razón para eso y los dos sabemos cuál es. Así que, por última vez… ¿qué le contaste? —Se masajeó los nudillos y se dio la vuelta.

El apartamento de King era pequeño y estaba hecho un desastre. Había marcas de dedos alrededor de los interruptores, telarañas en las esquinas del techo y envases de comida rápida apilados junto al único sillón. Había comida tirada por la moqueta. Latas de cerveza aplastadas y arrojadas a un rincón de la cocina. Vivía como un animal. Cole no quería estar allí, se sentía sucio con solo respirar aquel aire, pero necesitaba algo más de King que un simple «le dije que no era como había dicho el ejército». En cierto sentido se alegraba de que King hubiera descubierto el pastel por fin, pero necesitaba saber qué pastel y de qué sabor. A Cole no le serviría de nada salir al campo hecho un basilisco, a ciegas, en busca de fantasmas que había dejado atrás hacía una década.

—Cole… —King escupió varias veces y se le cayó un diente de la boca—. ¡Hostia puta, Cole, me has arrancado un diente! No te veo en diez años, ¿y apareces y me arrancas un diente? Qué sentido tiene, ¿eh? —Se quedó mirando la muela ensangrentada que se le había quedado pegada al muslo, sacudió la cabeza y le tembló el cuerpo entero.

Cole miró al hombre patético atado a la silla de madera de la cocina, y la vergüenza tiñó la rabia que sentía.

—Perdona, Nath —se disculpó—. En serio, tío, lo siento. No estoy orgulloso de esto, pero necesito saber con exactitud lo que le contaste a ese viejo sobre su hijo. Con exactitud. Todo. Dejó su casa con su mujer y necesito saber por qué se ha ido de repente. Me imagino adónde ha ido, eso no es un problema, porque se cumplen los diez años este fin de semana. Pero, Nath, no quiero bajar allí a ciegas, tío. Necesito saber cuánto le has contado. Necesito saber todo lo que sabe él. Y te volveré a hostiar si sigues tocándome los huevos.

King dejó caer la cabeza y la sangre le chorreó en el regazo. Siguieron las lágrimas y el hombretón contuvo un sollozo.

—Cole, se me escapó —admitió al fin—. Steven Roberts era su hijo, ¿te acuerdas de Steven? Y el tío parecía tan triste, ¿sabes? Tan desesperado por conocer la verdad. Pensé que podría ayudarle saberlo. Y le dije dónde mirar.

—¿La tumba? —Cole se quedó helado. La dejamos encadenada, queríamos que sufriera, queríamos que estuviera allí metida, viva, para siempre… «Te volveré a ver», le había dicho—. Hostia puta, Nath.

—No le dije nada de…

Cole volvió a golpearlo, y esa vez lo hizo con ganas.

—¡Serás capullo! ¿Por qué coño lo hiciste? ¿Lo sabe? ¿Sabe lo de ella?

King negó con la cabeza, la sangre y la saliva le colgaban de la barbilla.

—Pues claro que no —negó, cansado, triste y asustado—. ¿Crees que le hablaría de ellos? Ni siquiera yo lo sé todo sobre ellos, ni entiendo lo que sé. Y no quiero pensar en ellos pero lo hago, cada noche; sueño y grito y a veces pienso que compartir el miedo puede aliviarlo, ¿sabes? Pero si crees que le dije todo eso, es que estás loco.

—Estoy loco —dijo Cole—. Y furioso de que se escaparan.

—Los que se escaparon… —King sacudió la cabeza—. Hace mucho tiempo que se han ido, tío, mucho.

Cole se sentó en el sillón y se quedó mirando a King. Diez años antes era un buen soldado, y alguien a quien Cole habría confiado hasta su vida. Pero se había convertido en un mierda gordo que vivía como un cerdo, sentado en esa silla, confesando cualquier cosa tras solo un par de golpes. Hedía. Ya no le quedaba respeto por sí mismo ni sentido de la responsabilidad o del honor.

—¿Le dijiste que su hijo no está enterrado allí?

King levantó la cabeza y se quedó mirando a Cole y este pensó, Oh, mierda, no lo sabe, en realidad no lo sabe.

—¿De qué estás hablando?

—No murieron todos, Nath. A algunos se los llevaron.

King se quedó pensando en un pasado que llevaba una eternidad intentando olvidar.

—Pobres cabrones.

—Ahora comprendes por qué quiero saber con exactitud lo que le contaste. —Pero las palabras parecieron vacías de repente en la boca de Cole, porque en realidad ya no tenía mucho sentido continuar. Ya sabía todo lo que King podía revelar (Tom Roberts había bajado a la llanura a buscar la tumba de su hijo) y lo más importante que tenía que hacer era seguir a Roberts, detenerlo y, si era necesario, silenciarlo. Roberts sabía demasiado. El menor riesgo de que pudiera abrir la fosa… no se podía permitir, era imposible. No en ese momento. No después de tanto tiempo, cuando la mayor parte de las personas que sabían lo de los berserkers estaban muertas, o locas.

—Le indiqué dónde encontrar la tumba, eso es todo. Pero, Cole, ¿quieres decir que se llevaron a algunos de los tíos con ellos? ¿Quién? ¿Dónde? ¿Por qué?

—Dónde es lo que me he pasado los últimos diez años intentando averiguar —dijo Cole—. Y creo que ya sabes por qué.

King inclinó la cabeza.

—Pobres cabrones —repitió.

Cole se levantó para irse.

—Nath, vives como un cerdo. ¿Qué te ha pasado? ¿Por qué te has convertido en esto? Podrías habértelas arreglado bien, haber conseguido un empleo decente en seguridad. Quizá un trabajo en el extranjero. ¿Por qué esto? —Señaló con un solo gesto de la mano la salita hecha un asco que contenía la vida entera de King.

—Después de ver lo que vi… —comenzó King, pero sacudió la cabeza y se miró los brazos y las piernas atadas—. ¿Me vas a dejar así?

Cole apoyó una mano en el hombro de King y se lo apretó. Su antiguo camarada. Su viejo amigo.

—No —dijo, y cuando los hombros de King se relajaron, Cole lo cogió por la cabeza y le partió el cuello.

Cuando salió al rellano de la segunda planta, Cole se detuvo un momento y se apoyó en la barandilla del descansillo. Estaba temblando. Tenía los dedos como garfios, con calambres, y le dolían los hombros. Hacía seis años que no mataba a nadie; y jamás había matado a un amigo. Cerró los ojos y respiró hondo, encontró un extraño consuelo en los olores de la ciudad después de dejar aquel piso maloliente. El humo de los tubos de escape y el hedor a grasa rancia de los restaurantes de comida rápida eran preferibles al tufo del declive de King. Lo asaltaron los recuerdos, imágenes de su camarada y él diez años antes, jóvenes, presuntuosos e indestructibles.

El trabajo de Porton Down era un destino muy codiciado. La comida y el alojamiento eran buenos, el trabajo de seguridad interesante y a las señoritas de la zona siempre les habían interesado los hombres de uniforme que guardaban secretos. Los días en la base se pasaban patrullando el perímetro, arreglando vallas, ocupándose de los perros, vigilando las puertas y de vez en cuando dándoles palizas a los periodistas que habían convertido en su misión «revelar fallos de seguridad». Las veladas las pasaban en los pubs y discotecas del pueblo, divulgando rumores descabellados sin contar nada en realidad y dejando que las chicas demostraran su fascinación en el asiento trasero de algún coche o en el páramo, detrás de los pubs. Cole, King y los demás disfrutaban de su destino. Eran hombres en los que se podía confiar, buenos soldados (por eso los habían elegido), pero también eran muy conscientes de que les habían dado un chollo de trabajo. Trabajaban duro para mantener la seguridad de la base, sin perder nunca de vista que si se producía de verdad un fallo, con toda probabilidad a ellos terminarían devolviéndolos a sus regimientos; y también invertían mucha energía en su tiempo de ocio. La base tenía un buen gimnasio y había campo de sobra para correr, se mantenían en forma. El salario extra lo guardaban en el banco. Pocas veces, si es que acaso lo hacían, cuestionaban lo que estaba pasando en la base. Todos sabían la historia de las instalaciones, pero eran soldados de los pies a la cabeza. Comprendían la necesidad de que hubiera elementos disuasorios y formas de tomar represalias y ninguno de ellos tenía tiempo para escuchar a los escasos manifestantes que acampaban ante las puertas del recinto agitando pancartas y exigiendo la liberación en buen estado de un puñado de conejitos o perritos.

Tres meses después de llegar, King y él habían presenciado el regreso de los berserkers, procedentes de Irak.

Cole abrió los ojos y se quedó mirando al parque que había enfrente del piso. Una madre joven iba empujando un cochecito por el sendero, una niña pequeña que apenas había aprendido a andar se tambaleaba a su lado, rumbo a los juegos infantiles. La niñita se adelantó corriendo y saltó a un carrusel, allí esperó con impaciencia a que su madre empezara a empujarla. El bebé chilló en su cochecito al ver a su hermana divirtiéndose tanto. La madre, alta, pelirroja y atractiva, puso el freno al cochecito y empujó el carrusel; se inclinaba para besar a su hija cada vez que la niña pasaba a su lado. La niñita se reía y la madre sonreía.

No tienen ni idea, pensó Cole. Acababa de matar a su amigo por ellas. Por su seguridad. Por el futuro de la niñita. De eso se trataba. Después de seis años viviendo en una habitación mugrienta tras otra, sacando la exigua pensión que le habían concedido después de dejarlo sin trabajo, aceptando empleos serviles de mierda mientras buscaba señales de la reaparición de los berserkers, todo se había reducido a eso. Estaba convencido de que lo que estaba haciendo estaba bien, pero a veces tenía que recordárselo, tenía que reforzar su convicción.

Porque Cole no era una mala persona. Él era un buen hombre.

Había dejado el ejército hacía seis años, tres meses antes de matar a Sandra Francis. Se habían negado a permitirle perseguir a los fugitivos, decían que ya se habían ido y punto. Han vuelto al lugar de dondequiera que salieran, le dijeron los jefazos. Ya no nos preocuparán más. Pero él no había podido olvidar la camioneta que había entrado una mañana de junio al amparo de la oscuridad, con «Comida fresca Robinson» rotulado en los laterales. Los sonidos que había oído en el interior no lo habían abandonado nunca. Y después, al ver a aquellas criaturas cuando las habían sacado, su visión del mundo había cambiado en cuestión de segundos.

La mujer del parque le recordó a la científica, Sandra. Sandra era una mujer atractiva cuyo cabello rojo escondía un intelecto deslumbrante detrás de un aspecto de Barbie. Y ese había sido el gran error de Cole. Había sido un machista, creía que le resultaría fácil persuadirla para que contara la verdad.

¿Qué le hicisteis a la niña?

No puedo decírtelo.

¿Qué es lo que la hace especial?

No puedo decírtelo.

Tienes que hacerlo…

No, de eso nada.

¿Qué había en la jeringa? ¿Los ayudasteis, los hicisteis inmunes a la plata?

No puedo decírtelo.

¿Los ayudasteis a escapar?

Un silencio, largo y cargado. Y Francis no apartó ni por un instante la mirada de los ojos de Cole.

Los ayudasteis. ¡Lo hicisteis! Tienes que decírmelo. En serio, no te queda más remedio, porque tengo que saberlo y lo averiguaré de un modo u otro.

Entonces tendrá que ser de otro.

Más charla, más ruegos, pero por mucho que le hubiera apretado las cuerdas que la ataban a la silla y por mucho que la hubiera amenazado, Cole fue incapaz de torturarla. Y en realidad, al volver la vista atrás, el antiguo militar estaba convencido de que nada la hubiera hecho hablar.

Porque la científica tenía miedo.

Por favor, dímelo o…

¿O me pegarás un tiro?

Y quizá ese había sido el error de la mujer: no creer que él se lo pegaría.

Para Cole ese fue el momento en el que se había hecho adulto. Abandonar el ejército había convertido su propósito en una cruzada privada. Sus hombros se habían combado bajo el peso de la culpa y la responsabilidad, y había pasado muchas horas en vela convenciéndose de que todo lo que estaba haciendo estaba bien. No había voces, ni dioses celosos dirigiéndolo, pero estaba Dios, presente en cada momento de su vida, escuchando sus temores y esperanzas. Sabía lo que Cole estaba haciendo y sabía por qué, pero eso no hacía que fuera más fácil soportar los remordimientos y la culpa.

Cole soltó la barandilla y sonrió cuando la mujer alzó la vista y lo miró. Ella le devolvió la sonrisa y después volvió a jugar con sus hijos.

Hago todo esto por ellos, pensó él mientras tapaba cualquier agujero que pudiera haber en su convicción. Acababa de matar a un amigo. Sacudió la cabeza para desalojar el recuerdo y este se deslizó por la reja de su mente, bajo la madeja de realidad que había creado a lo largo de diez años, un recuerdo que se encontró prisionero con tantos otros recuerdos, ideales y principios desechados que a Cole le costaba mucho mantener dominados. Esa falsa visión de la realidad los mantenía a todos ocultos. El recuerdo regresaría, lo sabía, y lo perseguiría para siempre, igual que el recuerdo de la muerte de Sandra Francis rondaba sus sueños. Pero al tiempo que Cole atravesaba el rellano y bajaba por la escalera exterior, Nathan King se convertía en un hombre que en otro tiempo había servido en Porton Down, un amigo divertido, un buen soldado. Estaba a un millón de kilómetros y a diez años de distancia de ese cadáver que ya se estaba enfriando en el mugriento piso.

Cole se subió a su jeep. La llanura de Salisbury estaba a unas dos horas de distancia. Podía estar allí para el atardecer.

Tom tardó mucho tiempo en poder moverse.

El pequeño cadáver todavía yacía donde lo había encontrado, envuelto en cadenas y prácticamente enterrado en mugre. Era una niña, llevaba el pelo largo recogido (y oía su voz, que también era la de una niña) y vestía los restos podridos de un vestido. Quizá hubiera sido rosa en otro tiempo, pero el enterramiento había desteñido todo color y lo había convertido en un marrón uniforme. Entre las cadenas Tom todavía podía distinguir el estampado bordado en el pecho: flores, mariposas y todo lo que le encantaría a una niña pequeña. Era un vestido largo, sin mangas, algo para el verano, no para ese frío día de otoño. La piel correosa de la niña parecía indiferente a la frescura del aire. La cara (debería estar mirando al otro lado, no a mí, no debería haberse girado hacia mí) era una máscara momificada de arrugas, una niña muerta con la piel de una anciana. Las arrugas que le rodeaban los ojos y las comisuras de los labios eran profundas, hogar de porquería y cositas blancas que se retorcían. Tenía la boca abierta y llena de barro. Las cuencas de los ojos estaban húmedas, oscuras y no vacías del todo. Los ojos reposaban allí como huevos amarillentos y cremosos, a la espera del nacimiento de algo desconocido.

La mano infantil todavía se posaba sobre el brazo de Tom. Este permaneció inmóvil, con los ojos clavados en los lugares donde los deditos lo apretaban, las ligeras muescas en la piel, el vello aplastado y la rojez alrededor de los lugares donde lo tocaban esos dedos, porque la niña lo estaba apretando.

Tom jadeó y se dio cuenta de que llevaba segundos sin respirar. Un aliento cruzó como un suspiro toda la llanura, removió hierbas, y provocó un intercambio de secretos susurrados entre unos helechos cercanos. Él no podía apartar los ojos de la niña.

—No me está apretando el brazo, solo me está tocando —dijo con los ojos clavados en la mano. Levantó la otra mano, lista para levantar el brazo momificado de la niña y posárselo en el pecho—. La cambié de posición… se movió… el brazo subió y cayó, todo porque la moví, todo se reduce a la gravedad… —Le costaba respirar entre frase y frase, intentaba ahuyentar el mareo que desdibujaba los bordes de sus sentidos, decidido a hacer caso omiso de la sensación que lo embargaba, que el cadáver estaba a punto de moverse otra vez. Cada instante contenía el potencial de otro apretón, otro roce.

Pero sus dedos están presionando…

Tom se apartó y las uñas de la niña le arañaron la piel.

—¡No!

El cuerpo de la niña se volvió a asentar en el barro, las cadenas la sujetaban con fuerza. Tintinearon cuando la niña se movió un poco más.

Gravedad, es cosa de la gravedad.

Y entonces una cosa pequeña y resbaladiza se deslizó de un agujero que tenía en el hombro y se escabulló por el cuerpo de la niña.

Tom salió gateando de espaldas de la tumba, empujando con los pies, tironeando con las manos. No había señal de Steven allí abajo, por lo menos ninguna visible, y él no podía volver a bajar para ahondar más; no podía, así de simple. Jo estaría frenética a aquellas alturas (ya era media tarde y el sol se estaba hundiendo por el oeste, listo para besar el horizonte y recibir la oscuridad) y Tom se dio cuenta de repente de cuántas horas había perdido allí. Le dolían los hombros y los brazos por el esfuerzo y el corazón le galopaba en el pecho.

—Oh, Cristo bendito, por todos los malditos demonios —gimió, cerró los ojos e intentó entender lo que había hecho. Fue un momento de razón en medio de la locura, de claridad entre la confusión, pero algo espantó el momento. Lo sintió irse, levantar las piernas y salir corriendo de su conciencia cuando una voz extraña se abrió paso a la fuerza en su interior.

¿Eres el señor Lobo?

Tom abrió los ojos de repente. El cadáver de la niña estaba cambiando de posición. No podía ver el movimiento real, pero la luz del sol poniente, que reflejaba la humedad del cuerpo, estaba oscilando, los reflejos se estiraban arriba y abajo, a derecha e izquierda, repitiendo sus rítmicos movimientos. Como si el cuerpo estuviera respirando.

No… no, no el señor Lobo.

Tom estaba temblando y tenía los ojos llenos de lágrimas. Se preguntó si eso era lo que le estaba dando al cadáver la ilusión de movimiento.

—No —musitó, y se apretó la cara con las manos mugrientas como si quisiera sacar la verdad a empujones—. No, no, no. —Se levantó como pudo y se fue apartando. Los talones se le enredaron en las piernas estiradas de uno de los esqueletos que había sacado y cuando cayó hacia atrás volvió a oír la voz, una invasora en su propia mente.

No me dejes otra vez, papi, ¡no después de tanto tiempo! Había tanta desdicha en aquella voz, era patética, y de lo más aterradora.

Tom cayó en el abrazo del esqueleto. El impacto hizo temblar los brazos del cadáver, que chocaron contra él. Los huesos se agrietaron y deshicieron. Tom gritó. Fue un chillido alto y fuerte que le hirió la garganta, y el sonido y el dolor lo sacaron por un instante de las profundidades oscuras de la incredulidad que lo arrastraba, que lo ahogaba. Volvió a encontrar terreno firme y se fue apartando; avanzó con cuidado para no tropezar, estiraba las piernas por encima de los cuerpos que había sacado y tendido. Mantuvo los ojos fijos en lo que podía ver del cadáver envuelto en cadenas. No podía pensar en realidad en las cadenas, todavía no. Eso sería después. La razón para que estuvieran allí, la intención… eso sería para mucho después, cuando estuviera fuera de allí y llorando en brazos de Jo, rogándole que se fueran a casa, que continuaran con sus vidas, que aceptaran la mentira e intentaran encontrar el camino con el recuerdo de Steven intacto y sin mácula.

Por favor… dijo la voz en su cabeza, y Tom volvió a gritar. Tanto frío… tan sola… me duele. Era el acento lo que más aterraba a Tom. Las palabras ya eran un tormento, y sus implicaciones, pero el acento no podía ubicarlo, un discurso fluido que estaba seguro de no haber oído jamás. Si se estaba imaginando la voz, jamás podría haber inventado algo que no conocía.

—Esto es real —dijo él, y aunque la niña no habló, supo que en algún lugar de su mente, la niña muerta sonreía.

Tom se apartó todavía más, se arrodilló en el brezo y se quedó mirando la fosa abierta. Los cuerpos que había sacado reflejaban la caída del sol. Podía oler su putrefacción, incluso desde esa distancia. Quizá se pudrirían más rápido al haber sido desenterrados. Algunos eran esqueletos, otros tenían restos de piel y carne… y la niña, con su piel arrugada y esos ojos como pelotitas de ping pong sueltas en las cuencas…

Incluso desde donde estaba podía ver la mano de la niña, colocada en el pecho y lista para agarrar algo.

—Tensión de los tendones —susurró— y contracción de los músculos, fuera del suelo frío por fin, de lo más natural, eso es lo que está haciendo que los dedos se le muevan así. —Se miró los arañazos del brazo. Casi como si no quisiera que me fuera.

Esas palabras, ese acento, pensar que no estaba tan muerta como los otros.

—Esa cadena.

Steven, dijo la voz, y aunque Tom se sobresaltó, no se levantó y echó a correr. Debería haberlo hecho. Pero la cordura parecía estar ocultándose con el sol y dando entrada a su propia raza de oscuridad.

—Mi hijo muerto —le susurró al aire.

No está muerto, papi.

—No soy tu papá.

Hubo lágrimas, el inconfundible sonido de unos sollozos dentro de su cabeza.

Lo sé, susurró al fin la voz, solo quería volverlo a decir.

—¿No está muerto?

¿No lo encontraste, su esqueleto?

—No. —Había dicho «esqueleto», como una niña, con el acento cambiado. No me habría inventado eso, ¿verdad? ¿Si me estuviera imaginando todo esto?

Entonces no está muerto. Se ha… ido.

—¿Ido adónde?

Silencio, cargado de significado. Tom podía sentir algo en su mente, una presencia que permanecía y se contenía, silenciosa.

—No hablo contigo —dijo Tom mientras negaba con la cabeza y se ponía de pie.

Por favor…

—No, no me refiero a que no quiera, es solo que no estoy hablando contigo. No puede ser. Esto no está pasando. —Tom se volvió para irse. Abandonaría su excavación por el bien de su mente; perder la cabeza no ayudaría a Jo, no en el aniversario de la muerte de Steven. Y él sí que estaba muerto. Su hijo estaba muerto. Pensar cualquier otra cosa volvería loco a Tom. Sonrió, casi se echó a reír, se preguntaba en qué se parecería la verdadera locura a lo que le estaba pasando a él ese día.

Se pellizcó el dorso de la mano hasta que las uñas le hicieron sangre, después se preguntó qué gérmenes invadirían su torrente sanguíneo procedentes de la mugre que le cubría la piel.

—Me voy a casa —dijo, y emprendió la marcha hacia el agujero que había bajo la valla.

¡Por ahí no! ¡El hombre malo, el hombre desagradable, el lobo malo!

—No estoy oyendo nada de esto.

¡Por aquí, por otro sitio, por favor, papi!

—No soy tu…

Ha venido a matarte y…

—Eso no puedes saberlo.

Otro silencio cargado de significado, lleno con la promesa de algo increíble.

Sé muchas más cosas, dijo la niña. Y aunque todavía parecía asustada y aterrada, bajo la superficie de sus palabras había poder y control.

—Me voy. —Pero justo cuando Tom emprendió la marcha por la llanura, oyó el sonido lejano del motor de un coche que llegaba del otro lado del terraplén artificial.

Es él, dijo la voz, más baja y controlada. Es un hombre malo. Muy malo. Solo tiene muerte en la cabeza.

—¿Y tú tienes vida?

No, libertad. ¡No quiero seguir aquí, papi! Por favor, ven a sacarme, cógeme, levántame y abrázame y te contaré dónde podemos ir para estar a salvo. ¡Ese hombre viene hacia aquí! Lo noto. ¡El señor Lobo!

Tom oyó que el tono del motor cambiaba cuando el vehículo se detuvo. Ronroneó por un momento y luego se cortó. Se esforzó por oír la puerta del coche abriéndose y cerrándose, pero estaba demasiado lejos. Podría estar haciéndome esto a mí mismo, pensó, podría estar inventándome esto para intentar tapar lo que he hecho. Bajó los ojos y se miró las manos sucias y la ropa, manchada con la tierra de una tumba. El dorso de la mano todavía le sangraba.

La sangre era de un color rojo sorprendente sobre el barro que se secaba en la piel pálida. Colores del otoño.

¿Qué le diría a Jo?

Te ayudaré a encontrar a Steven, dijo la niña. Me llamo Natasha.

—¿Cómo sabes el nombre de mi hijo?

Es lo primero que hay en tu mente. Además de Jo.

—Mi mujer. —En mi mente… ¿entonces qué más ve, qué más sabe de mí esta niña?

Por favor, sácame de aquí, del agujero. Ven a cogerme y te mostraré lo que pasó aquí. Puedo hacerlo, sabes. Mi papá de verdad me enseñó. Si me tocas, puedo enseñártelo, aunque esté…

—¿Qué? —preguntó Tom mientras examinaba la valla en busca de alguna señal de movimiento—. ¿Estás qué? ¿Muerta? ¿Muerta y envuelta en cadenas?

Envuelta en cadenas porque no estoy muerta, dijo la voz de la niña.

—¿No estás muerta? —Tom se volvió y miró atrás, al agujero oscuro del suelo, los cuerpos fragmentados dispuestos al lado.

Por favor, tengo mucho miedo. Y me siento sola. Cógeme, abrázame y te lo mostraré todo. Y si crees, intentaré ayudarte a encontrar a Steven. ¡Por favor!

—¿Por qué ibas a hacer eso? —Estaba hablando con el aire, la llanura, el sol poniente, y sin embargo ya estaba seguro de que recibiría una respuesta. Tom se sentía extrañamente cómodo con esa locura recién hallada. Quizá la aceptación era la enajenación en su forma más pura.

Porque mi papá me quería y creo que tú quieres a Steven de la misma forma.

—¿Dónde está tu papá?

¡Papi!, chilló la voz, y Tom se estremeció como si lo hubieran golpeado. ¡Papá está aquí! ¡Conmigo! Está aquí dentro, en estas cadenas, y mamá y mi hermanito pequeño, todos muertos, con…

—Con las cabezas cortadas.

Natasha se quedó en silencio durante unos segundos y Tom la oyó sollozar otra vez.

Querían que yo siguiera viva. Aquí abajo, viva, con todas esas cosas que se arrastran. Parecía tan vulnerable, tan pequeña, una niña nada más.

—¿Querían?

Hay tiempo para contarlo… pero no demasiado. Ahora no. ¡Ahora no hay tiempo!

Tom miró por encima del hombro hacia el montículo, al bosquecillo donde había encontrado el hueco para meterse por debajo de la valla, y se preguntó cómo podría explicar esa nueva locura a Jo. Él siempre había sido el fuerte, el que la consolaba cuando llegaban las lágrimas y los recuerdos ensombrecían el presente. En ese instante, cubierto de barro y con el hedor de cadáveres viejos en la piel, ¿cómo iba a explicar nada?

A la luz del sol del atardecer vio que alguien trepaba por la valla.

¡Es él! ¡El señor Lobo! ¡Ayúdame, por favor, no dejes que me vuelva a meter ahí!

Tom intentó imaginarse que lo enterraban vivo, que lo arrojaban al hoyo con todos esos cuerpos, rodeado por su familia muerta. Pero el pensamiento que lo sacó de su apatía fue la certeza de que si lo descubrían allí, jamás saldría vivo. Había descubierto un crimen horrendo, una mentira monstruosa. Con locura o sin ella, tenía que huir.

Y ya fuera Natasha real o una presencia inventada por su mente, la niña estaba a punto de tomar el control.

Cole aparcó a unos metros detrás del otro coche. Se quedó en el jeep unos minutos con las luces apagadas y examinó la zona circundante en busca de alguna señal de que lo estuvieran observando. No hacía más que recordarse que el tipo al que estaba siguiendo era un oficinista de cincuenta y cinco años, pero él siempre había sido un hombre cauto. Eso le había salvado la vida más de una vez y en ese instante, tan cerca de aquel lugar, el vello se le había puesto de punta.

Hacía diez años que no iba por allí.

Salió del jeep, cerró la puerta sin ruido y posó una mano en la pistola que llevaba en el bolsillo. El día iba cayendo y él quería investigar el coche de Roberts antes de que la oscuridad fuera completa. No era el mejor momento del día para andar escabulléndose por ahí con una 45 mm en la mano… pero una vez más se recordó a quién estaba siguiendo. No era como si Roberts fuera a estar encaramado a la ladera de una colina con el visor de un fusil 30-30 apuntando a la nuca de Cole.

Con todo…

Miró a derecha e izquierda y se dirigió a toda prisa al coche aparcado. Se acercó por el lado del copiloto, mantuvo la distancia con el vehículo y se aproximó solo cuando se aseguró de que estaba vacío. Probó la puerta. Roberts había dejado el coche abierto. Tenía otras cosas en mente.

Sí, su hijo muerto.

Cole sacudió la cabeza. No había tiempo para conmiseraciones.

Trepó por el terraplén, se irguió ante la valla de seguridad y se quedó mirando la llanura. Aunque no había ido por allí desde aquel aciago día diez años atrás, todavía recordaba cada detalle de aquel lugar, cada punto de referencia que lo llevaría a donde estaban enterrados los cuerpos. A su derecha había un bosquecillo; a su izquierda, a lo lejos, una pequeña colina que ya se estaba fundiendo con la oscuridad, y delante de él, un poco más allá de la valla, estaría la roca con forma de balón de rugby puesto en pie. Olisqueó el aire y recordó el aroma de los páramos, cerró los ojos por un momento y oyó aquel silencio tan familiar. Hasta la sensación del lugar sobre su piel y en las entrañas era algo que todavía entendía a la perfección: esa gravedad, esa sensación de poder puro de la naturaleza que dormía allí. Había vuelto y daba la impresión de que nunca se había ido, como si cada día de los diez años transcurridos desde entonces se hubiera borrado de la existencia. Dios sabía que él había vivido ese día en sus pesadillas veces suficientes como para llenar una vida.

—Que Dios me ayude —murmuró—. Que Dios nos ayude a todos. —Examinó la llanura y se concentró en la ubicación aproximada de la tumba… y había movimiento. Miró el costado de la forma y la vio levantarse y caminar, aunque no distinguió si caminaba hacia él o, por el contrario, se alejaba.

De repente el atardecer se había convertido en su amigo.

Se puso a trepar por aquella valla imposible. Roberts se había metido de algún modo (había cortado el acero, había encontrado un agujero), pero Cole no tenía tiempo de buscar el punto de acceso. Quería que aquello fuera rápido y fácil, no una larga persecución por los páramos sino una simple carrera breve y un balazo en la nuca. Aunque la perspectiva de volver a matar lo llenaba de una sensación de vacío, no sería la primera vez que enterraba algo allí fuera.

Cole se había pasado buena parte de su juventud escalando montañas, así que utilizó técnicas que había aprendido años antes para sujetarse al hueco que quedaba entre dos de los postes de la valla (los dedos de las manos y los pies tirando y empujando en direcciones opuestas, los tobillos y las muñecas ardiendo, los dedos sufriendo calambres) y poco a poco, con los dientes apretados, fue subiendo. Cuando estuvo al alcance del cerco curvo que coronaba la valla, levantó un pie y lo enganchó detrás del cerco, se aupó y pasó por encima. Se dejó caer al otro lado, rodó y después sacó la pistola del bolsillo y se arrodilló en un solo movimiento.

Tan cerca del suelo podía ver la sombra de Roberts dibujada contra el horizonte. Si se mantenía agachado, podría acercarse de ese modo y asegurarse de que a él no lo veían hasta el último momento. Si Cole tenía mucha suerte (y no hacía ningún ruido) podría dispararle al tipo sin que este supiera siquiera lo que había pasado. Eso sería lo mejor para los dos.

Y luego saldría de allí cagando hostias, lo más rápido posible. Tan cerca de la tumba, Cole tenía los pelos de punta.

¿Puede salir de ahí dentro?, pensó. Pero no, por supuesto que no, no después de tanto tiempo. Estaría muerta allí abajo. O, si no estaba muerta, estaría a punto de estarlo. Pero sigue ahí. Sigue muy cerca. Y esos otros, sin cabeza, pero ¿de verdad sabíamos lo que estábamos haciendo? ¿Lo sabíamos?

—¡A la puta mierda! —murmuró Cole. Se agachó más y se apresuró a acercarse a Roberts.

Cruzó la llanura a toda velocidad, pasó junto a la roca con forma de balón de rugby, no la necesitaba ya porque todavía podía ver el movimiento de su objetivo. En unos cinco minutos, quizá, se acercaría lo suficiente para arriesgarse a disparar, pero hasta ese momento tenía que mantener vigilado a Roberts. Todavía quedaba una hora hasta que la luz desapareciera por completo (y esa noche, sin la capa de nubes, saldrían la luna y las estrellas), pero cuando perdiera esa sombra, sería difícil de encontrar otra vez. La necesidad de salir de allí empezaba a acuciarlo, intentaba hacerle dar la vuelta y regresar de una vez a la carretera. Cada paso que lo acercaba a la tumba era más pesado, como si estuviera metiéndose en una atmósfera que se enrarecía por momentos.

Y él permaneció alerta por si sentía algún susurro en su mente.

De todos ellos, Natasha había sido la más hábil a la hora de tocar mentes. Un simple toque, un roce, un empujoncito, nunca mucho más, pero suficiente para saber que estaba allí. Sus dedos psíquicos eran repugnantes. Era como abrir la mente a una cloaca.

Incluso si sigue viva, no sabrá que estamos aquí.

En el subsuelo al que relegaba esos recuerdos que estaba desesperado por olvidar, algo se removió. Atravesó a la carrera las calles de la superficie, fue esquivando idea tras idea y acercándose al eje central de su conciencia, ese lugar donde convergía toda su vida y adquiría significado. Su concentración era absoluta y las tapas de las alcantarillas y las entradas de los túneles estaban bien selladas por su determinación de hacer lo correcto. Cada día le rezaba a Dios y cada noche, cuando dormía, los recuerdos se filtraban al exterior. Otra plegaria al despertar solía devolverlos a las profundidades. Pero en ese momento empezaba a haber señales de vida allí abajo, un eco despertado de un recuerdo lejano, una voz que acechaba en los túneles y en los lugares oscuros, apenas un susurro todavía, pero seguía creciendo y creciendo, cada eco que reverberaba en las paredes cubiertas de musgo o en los techos de ladrillo medio derrumbados se incrementaba en lugar de disminuir su fuerza.

Al final oyó las palabras:

¿Qué hora es, señor Lobo?

—Joder, joder, joder —susurró Cole mientras corría. Sabía que debía estar en absoluto silencio y que se estaba comportando como un aficionado. Pero había algo que tenía que ocultar, un sonido creciente en su interior que había que camuflar. ¿Era ella, que hablaba en realidad en su mente, o se lo había imaginado? Así que susurraba mientras corría y su subconsciente cantó más alto con la voz que él había rezado para no volver a escuchar jamás.

El olor le indicó a Cole que se estaba acercando a la tumba. Era un olor húmedo, intenso, una dulzura empalagosa, el hedor a podredumbre vieja y secretos enterrados dejados al descubierto. Se arrodilló, volvió a olisquear y después empezó a respirar por la boca. La zona entera le parecía corrupta. El agua que le empapaba la rodilla de los vaqueros podía estar impregnada de los productos químicos de los cuerpos putrefactos, y en el aire reinaba su hedor. Cole estaba respirando los gases de sus cuerpos expuestos. Hasta la oscuridad cada vez más profunda era resbaladiza y grasienta.

¡El tipo había abierto la tumba!

No se lo esperaba de él. Ni siquiera había pensado que Roberts pudiera encontrar la ubicación de la tumba; habían elegido esa zona porque estaba lejos de cualquier punto de referencia real. Estaba en el medio de ninguna parte en una llanura repleta de sitios parecidos. Pero Cole comprendió que aquello ya había ido mucho más lejos de lo que podría haber supuesto jamás, y por primera vez desde que había matado a King, lo que sintió por su amigo fue rabia en lugar de lástima.

¡Estúpido capullo! Pero ¿qué le había pasado? ¿Por qué diablos se le había soltado la lengua después de tanto tiempo?

Lo único que quería Cole era darse la vuelta y echar a correr, pero toda su vida estaba centrada en ese lugar y lo que había pasado allí. Siempre había esperado y rezado que nunca tuviera motivos para regresar. Jamás había encontrado el rastro de los berserkers fugados, pero lo había intentado de forma continua, sin rendirse jamás. No como el ejército. El que rehuyeran su responsabilidad había sido la razón principal para que Cole lo dejara y se dedicara a perseguir a los fugitivos él solo. No es que no fuera realista, y tampoco se sentía superior a los demás, pero se veía a sí mismo como la conciencia del ejército. El hecho de ser la única persona que sabía de su misión no le preocupaba en absoluto.

Quizá algún día, cuando terminara todo aquello, escribiría sus memorias. Metería a algunas personas en apuros, haría caer un gobierno. Quizá algún día.

Cole respiró muy hondo y dejó escapar el aire poco a poco, luego se levantó y corrió hacia la tumba. Permanecía agachado, con la 45 sujeta con fuerza con las dos manos y el dedo apoyado en el seguro del gatillo. Pisaba con mucha suavidad el suelo mullido, pero tenía la sensación de ser tan ágil como un toro lisiado. Cuando se acercó adónde le parecía que estaba la tumba (y cuando los olores se hicieron más fuertes y el mal presentimiento se hizo más intenso y resbaladizo como la sangre) la voz salió con un estallido de su subsuelo mental, resonó por toda su cabeza y le hizo desplomarse de rodillas.

¡Demasiado tarde, señor Lobo! ¡Puedes soplar y resoplar todo lo que quieras, pero yo ya no estoy en casa!

Cole siseó y maldijo, cayó de rodillas mientras intentaba con desesperación no chillar. ¡Tanto ruido! ¡Tan potente! Bajó el arma y solo entonces se dio cuenta de al lado de qué estaba arrodillado.

El primer cuerpo estaba tan cerca que podía tocarlo. Vestía los restos de un traje militar de faena y podía vislumbrar el brillo de las placas de identificación expuestas y limpias. Había otros a su lado, dispuestos en una línea larga e irregular, dejados de lado, bocarriba o bocabajo, a algunos les faltaban miembros, las cabezas arrancadas de los cuellos… y él había conocido a esos hombres. Estiró un brazo y tocó el cráneo fresco y liso del cuerpo que tenía más cerca. ¿Rich?, pensó. ¿Gareth? ¿Jos? Había esperado no tener que volver a verlos jamás.

La niña le había gritado, se había burlado de él (¡y tan fuerte, tan viva!), pero con toda facilidad podía ser una treta para obligarlo a marchar.

Tenía que saberlo con seguridad. Sacó una linterna pequeña del bolsillo y la encendió, enfocó el haz con rapidez a los cuerpos que tenía más cerca. Se levantó y recorrió la línea, contando a medida que andaba y cuando llegó a la tumba, bajó de un salto al hueco y empezó a dar patadas entre los huesos esparcidos y las ropas. Ya sabía de quiénes eran los restos entre los que estaba husmeando y no sentía ningún respeto por ellos. Los pateó y pisoteó, contento de aplastar con los tacones las deformidades.

La niña no estaba allí. Cole sacudió la cabeza y gimió. No había cadenas, ni huesos, ni rastro de ella.

Un cráneo había clavado los ojos en él, la mandíbula distendida estaba abierta como si estuviera a punto de echarse a reír.

—Veo a tu papá —dijo Cole—, y voy a meterle otra en el cuerpo. —Cole no sabía si la niña percibía sus palabras, pero disfrutó a conciencia cuando metió una bala en el cráneo vacío. Explotó en una lluvia de hueso. Allí ya no había nada húmedo, nada que se conservara. Solo lo había en ella. De todas las estupideces que se podían cometer…

Salió del agujero y emprendió la persecución.

Cole había sido el que había insistido en que la niña berserker, Natasha, estuviera viva cuando la enterraran.

Habían disparado al padre y al hijo con balas de plata, habían sujetado los cuerpos que no dejaban de sacudirse mientras otros les cortaban las cabezas con sierras mecánicas y la niña había permanecido allí y había mirado y llorado igual que una niña normal. A esas alturas todos la conocían (todos sabían lo que era), pero, con todo, algunos de los soldados habían mostrado señales de piedad. Uno de ellos incluso se había acercado a ella, se había echado el SA80 al hombro y había estirado las manos para cogerla. Natasha levantó la cabeza y se lo quedó mirando con los ojos enrojecidos y fue Cole el que vio la sonrisa bajo las lágrimas. Abrió la boca para dar las gracias, y para morder, y Cole le metió una bala de plata en el hombro.

La niña cayó hacia atrás, en el brezo, agitándose y arañándose cuando la plata le quemó la carne. Las lágrimas se convirtieron en chillidos. El hombre que se había plantado delante de ella parecía paralizado y Cole tuvo que cogerlo y darle la vuelta, y después gritarle a la cara para que recuperara el sentido.

—¡King! ¡No dejes que la niña te afecte! ¡Ahora no, no después de todo esto! Los otros se han escapado y a nosotros nos han ordenado que nos ocupemos de estos, y eso es lo que vamos a hacer.

—Pero… —dijo King.

—Sin peros. ¡Nada de putos peros! ¡Deberíamos haber enterrado a estas cosas hace ya mucho tiempo y lo sabes! —La niña seguía chillando como un cerdo herido a la espera del golpe de gracia. Pero Cole supo de repente que no sería él el que se lo asestase, ni tampoco ninguno de los otros hombres que estaban allí. Podían hacer algo mejor por aquella pequeña zorra. Algo mucho más efectivo. Más poético.

La envolvieron en cadenas y la ataron a los cuerpos de sus padres y hermano. Hicieron falta seis hombres para empujar el fardo enmarañado de vivos y muertos al agujero que habían cavado. Las tres cabezas cortadas las arrojaron detrás, y el propio Cole bajó para asegurarse de que las cadenas no se movían.

—¡Eh, señor Lobo! —gritó la niña, y Cole se estremeció al oír la furia en aquella voz.

—¿Qué pasa, Natasha? —contestó.

—¡Por favor, déjame salir, señor Lobo! Por favor… prometo que seré buena. —Su voz se hizo de repente débil, mal articulada, la plata era como ácido en sus venas.

—¿Buena como tus amigos? ¿Buena como Sophia y Lane?

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