Berserk

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Tom se agachó cuando oyó el único disparo, dejó caer el cuerpo y cayó a cuatro patas.

¡Me están disparando!

Se giró e intentó mirar atrás, al lugar por donde había venido. Pero aunque todavía podía distinguir la tierra del cielo, ya quedaba muy poca luz para discernir algún detalle del paisaje. Quizá, si todavía fuera de día, podría divisar la tumba, o quizá los contornos de la tierra ya la habrían ocultado. En cualquier caso, la detonación había sonado demasiado lejos como para que le estuvieran disparando a él.

Y no lo sabía por experiencia, precisamente.

Estuvo a punto de echarse a reír, pero solo le salió un sollozo. ¿Y si me encuentra y me mata? ¿Qué le pasará entonces a Jo? ¿Qué pensarán de mí cuando me encuentren aquí, con una bala en el cráneo y una niña muerta en los brazos?

No nos encontrarían, murmuró la voz de la niña en su mente. El señor Lobo nos volvería a meter en el agujero con mi mamá, mi papá y mi hermano.

Tom volvió a coger el cuerpo una vez más e intentó apilar las cadenas encima para poder levantarlo todo a la vez. Pesaba mucho y no le pareció que fuera a llegar muy lejos así. Incluso de joven le habría costado. Además, se había pasado una tarde entera cavando y sacando cadáver tras cadáver de ese agujero, estaba casi al final de su resistencia.

No queda mucho, dijo Natasha.

—Para —gimoteó Tom—, deja de hablar en mi cabeza.

La niña se quedó callada y Tom se alegró, aunque todavía podía sentirla allí dentro. Callada, quieta, pero esperando. Su presencia era como un hueco en su mente que él jamás había notado hasta entonces, un lugar que ansiaba que lo llenaran.

Estaba jadeando por el esfuerzo, agachado con su carga. Tenía la sensación de que, sin las cadenas, la niña habría sido increíblemente ligera, pero en ese momento no parecía haber modo de separarla de las ataduras. Él no podía hacerle a ella lo mismo que le había hecho a su familia.

Sepáranos a la fuerza, rómpelo, había dicho la niña. Tom se había detenido un momento, no muy seguro, pero Natasha había insistido. Llevo aquí metida mucho tiempo, y ellos han estado aquí conmigo, muertos. Sepáralos, rómpelos. Ya no sentirán nada. Tom dio pisotones, patadas, se agachó para sujetar los huesos y arrancarlos de las vueltas de la cadena, tiró y partió hasta que pudo levantar las cadenas y sacarlas de los otros cuerpos y después envolver a Natasha con ellas…

Cuando Tom dejó el agujero, la niña exudaba una profunda tristeza. Tom supuso que era una forma de decir adiós, pero sabía por experiencia que uno nunca se iba por completo.

—Sé cómo te sientes —le susurró mientras luchaba por avanzar. Aunque Natasha no respondió, él sintió que estaba escuchando—. Yo perdí a mi hijo. Y aunque no creo que esté en ese agujero, es cierto que para nosotros lleva diez años perdido.

Mi familia está perdida y muerta.

—No sé lo que eres. Finges saber algo de Steven, pero es imposible que lo sepas. Has estado ahí metida… o eso dices. ¿Cómo puedes saberlo?

Ya hablaremos más tarde, dijo Natasha. Pero si el señor Lobo nos atrapa, el tiempo se detendrá. Para los dos. Tengo mucho miedo.

—Yo también. —Tom no estaba seguro de si esa era la respuesta que quería la niña. ¿Niña? Es un puto fardo, un saco de huesos, y es tu locura la que te empuja a hacer esto, pero era lo único que podía darle a la niña en ese momento. La verdad. Estaba asustado, y confuso, y a punto de caer rendido.

Tom echó a correr. No por el disparo o la sombra del tipo que había visto trepar aquella valla impracticable, sino por la semilla de esperanza que habían plantado en él. La esperanza de que Steven quizá todavía estuviera vivo. Por pequeña e improbable que fuera esa semilla, alimentaba la locura que se había apoderado de él y lo empujaba a continuar.

Aquí, dijo la voz de la niña. Detrás de esta roca. Trepa por ella y espera arriba.

—¿La ves?

Veo a través de ti. Pero ahora tengo frío… ¡tengo frío! La niña parecía dolorida, cansada y distante, y en la mente de Tom su voz era muy débil, el eco de una niña muy lejana.

—¿Qué pasa?

La bala… todavía dentro…

—¿Qué bala? —La voz se fue alejando y Tom sintió que algo dejaba su mente.

Cerró los ojos. Se sentía tan solo, tan muerto de frío y tan solo y abandonado, aunque había sido él el que había decidido ir allí, al monte. Había oscurecido y Jo estaría sufriendo un ataque de pánico. Era un momento delicado para los dos y a su mujer se le estarían ocurriendo todo tipo de cosas. Habría llamado a la policía, pero con toda seguridad no empezarían a buscar a Tom durante algún tiempo todavía. Creyó recordar, de todos los programas policíacos de televisión que había visto, que a un adulto no se le consideraba persona desaparecida hasta que no habían pasado tres días, o cinco, o el periodo legal de tiempo que fuera. Él había dejado a Jo en la casita unas diez horas antes más o menos. El pánico de su mujer sería ardiente y profundo, él era su roca y ella era la de él. Se sostenían el uno al otro. ¿Había incrustado Tom algo entre los dos que jamás podrían sacar?

Bajó la cabeza y miró la forma que tenía a los pies, la niña momificada y envuelta en cadenas; y la irrealidad de esa imagen volvió a golpearlo. Había ido hasta allí en busca de la tumba de Steven, y sí, para abrirla, pues suponía que esa había sido siempre su intención. Y de repente se encontraba perdido en la llanura, intentando esconderse de un hombre con una pistola, y tenía el cuerpo de una niña a sus pies. Y además no era una niña normal. Estaba deformada, momificada… y después de tanto tiempo, seguía allí. ¿Un fantasma? ¿Un monstruo? ¿Un vampiro? Tom no creía en nada de eso, ni siquiera en los fantasmas, ni siquiera después de la muerte de Steven, pero desde luego algo estaba pasando en su cabeza.

—Me estoy volviendo loco —susurró a la oscuridad, pero todavía estaba el cuerpo. Podía estirar el brazo y tocar la piel correosa de la niña, sentir las cadenas gélidas que conservaban la frialdad de la tumba. Por muy loco que estuviese, todavía era dueño de sus sentidos. La humedad y frescura del metal, el olor del hoyo, el sonido de la brisa nocturna que vagaba por la llanura y llevaba con ella los ecos de eras pasadas… ¿Eso eran pisadas?

Tom cogió a la niña y se apresuró a rodear la roca que había señalado. El corazón le latía con fuerza y el hombre que los perseguía seguro que lo oiría, así que respiró otra vez, abrió la boca un poco y tomó bocanadas ligeras y superficiales.

Silencio, salvo por la brisa. Tom se subió a la roca y se agazapó, de repente se dio cuenta de que su silueta se estaría dibujando para cualquiera que se preocupara de mirar. Y si el señor Lobo los atrapaba, volvería a meter a Natasha bajo el suelo con su familia, y seguramente le arrancaría la cabeza para asegurarse de que estaba muerta.

Tom casi se echó a reír. ¿Arrancarle la cabeza? Eso era una locura, pura y simple. Ansiaba sentir el calor del seno de Jo mientras lloraba contra su pecho, el susurro sedante de su voz, su mano acariciándole el pelo mientras lo calmaba y le perdonaba su insensatez, como siempre se lo perdonaba todo. Se quedó mirando la oscuridad creciente y le susurró a su mujer…

Y entonces se oyeron las pisadas de nuevo, unos cuantos segundos de pasos rápidos y silenciosos antes de detenerse. Tom giró la cabeza poco a poco para mirar el camino que había seguido y vio que una sombra se arrodillaba junto a una mata de helechos.

Me va a ver. Va a levantar la cabeza y me va a ver, y yo sentiré la bala antes de oír el disparo.

Pero el señor Lobo no lo vio. En lugar de eso se levantó, corrió hasta la gran roca y se arrodilló casi justo debajo de Tom.

Tom se apoyó en los hombros y miró abajo. Vio la coronilla de la cabeza del señor Lobo y el brillo del metal que llevaba en la mano. Y sin pensarlo siquiera supo lo que tenía que hacer.

¡Natasha! Pero la niña permanecía en silencio. Perdona, Natasha. Y entonces Tom lanzó el cuerpo, con cadenas y todo, por el borde de la roca.

Oyó un gruñido allí abajo y después un gemido más largo.

¡El lobo, el lobo, el lobo, el lobo, el lobo!, exclamó Natasha, y Tom se estremeció al oír el terror en la voz de la niña. Se levantó y arrastró los pies hasta el borde mientras intentaba calcular la distancia que había hasta el suelo. Distinguía la figura espatarrada del señor Lobo y junto a él la forma retorcida del cuerpo y las cadenas. Tom saltó, aterrizó junto al hombre, cayó hacia atrás y se golpeó la cabeza contra la roca. Al mismo tiempo que Tom gritaba de dolor, oyó otro gemido, un sonido largo y profundo que debía de significar que el señor Lobo estaba herido, si no inconsciente.

¡La pistola!, pensó Tom. Se quedó apoyado en la roca, sentía una humedad en la nuca y la sangre que se filtraba del cráneo.

¡Estás sangrando!, dijo Natasha.

—No es tan grave —dijo Tom, y pensó: ¿Cómo lo sabe ella? Parecía que había mucha sangre, ¿y en su locura sentiría de verdad el dolor? Incluso si tenía una fractura de cráneo, ¿su repentina enajenación le permitiría saberlo? Le parecía que no. Sin embargo, en ese mismo instante, decidió que no importaba.

Se apartó con un empujón de la roca. Sopló una brisa proveniente de los páramos y sintió frío en la espalda, el sudor y la sangre se enfriaban y le provocaban un escalofrío en los hombros. Cerró los ojos, continuó de pie y se deshizo del mareo con una sacudida. Cuando el señor Lobo gimió otra vez, Tom se adelantó. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Allí tenía a un soldado, un asesino, armado y listo para disparar, y Tom se estaba enfrentando a él. Jamás había hecho nada parecido en toda su vida. Lo más cerca que había estado de un lío había sido al ayudar a un muchacho al que estaban dando una paliza junto a un pub del centro de Newport, e incluso entonces los cobardes atacantes se habían alejado corriendo mientras gritaban «¡Que te follen!» por encima del hombro. Y de repente se encontraba junto a un hombre tirado en el suelo y buscando una pistola.

Se echó a reír. No pudo evitarlo. El sonido era aterrador en la oscuridad; era el sonido de un loco. Pero también consolaba a Tom porque era una voz real, no un susurro en su cabeza (¡Montones de sangre!) y no el sonido salvaje de la llanura por la noche, cuando cualquier cosa podía salir a cielo abierto.

Pasó por encima de la sombra del hombre caído, esperaba que en cualquier instante una mano le rodeara el tobillo y lo hiciera caer. Pero el señor Lobo gimió otra vez y Tom sintió una sonrisa en su cabeza.

—No está muerto —proclamó Tom.

Mátalo, dijo Natasha. Todavía parecía débil y distante, y tras sus palabras había una vulnerabilidad que era casi hipnótica.

—¡No!

Si no lo haces, papi, despertará y…

—¡No soy tu papá! Y no pienso matar a nadie.

Tom se arrodilló junto al hombre y palpó el suelo. No tardó en cerrar la mano alrededor del metal grasiento de la pistola que todavía sujetaba el señor Lobo. Le abrió los dedos y le quitó la culata. Incluso inconsciente, el hombre todavía la agarraba con firmeza.

Mátalo, papi.

—Cállate.

La voz de Natasha se retiró de la mente de Tom y una vez más lo embargó aquella sensación de soledad. Le había empezado a doler la cabeza por el impacto con la roca. La sangre le corría fría por el cuello y entre los omóplatos. Cuando se levantó con el arma en las manos, lo asaltó otro mareo y se tambaleó hasta la roca para no caerse.

La pistola era sorprendentemente pesada y fresca, tan fría que parecía resbaladiza al tacto. Tom sopesó el arma, la dejó descansar en su mano estirada y la movió un poco para tantearla. No se veía mucho y pensó que si se la quedaba en plena oscuridad, podría ser peligroso. Seguro que terminaba disparándose en un pie. No sabía nada de seguros de armas, ni cómo tenía que sujetarla o disparar, así que lanzó el brazo hacia atrás y la arrojó lejos. Contuvo el aliento hasta que oyó el golpe seco y apagado en algún lugar de la llanura. Con un poco de suerte se habría enterrado en el barro. Pensó que las probabilidades de que aquel hombre (quienquiera que fuera) la encontrara al despertar eran muy remotas.

De repente, le asaltó la posibilidad de que bien podría ser Nathan King el que estaba allí tirado. Tom se arrodilló y puso la mano con suavidad en la nuca del hombre. La sacó pegajosa de sangre y notó un ligero movimiento cuando el hombre respiró y se estremeció en su inconsciencia. Tom se agachó y lo palpó bajo el torso. Ese hombre era fuerte y parecía en forma, no estaba gordo como King.

Fuera quien fuera, podía despertar en cualquier momento.

Tom sabía lo que tenía que hacer. Fue palpando hasta donde había caído Natasha con sus cadenas después de dejar inconsciente al hombre (no estará ahí, jamás ha estado ahí, ¡está todo en mi cabeza, que está hecha un lío!), y allí estaba, dura y extraña bajo las yemas de sus dedos. ¿Cómo iba a haber nada vivo en esa niña? Pero Tom sabía que esas preguntas solo pretendían eludir los hechos obvios del último par de horas. Su parte loca se rió con desprecio de su incapacidad para reconocer la realidad, y el antiguo Tom, el que había llegado diez horas antes en busca de una verdad sobre su hijo perdido, de repente se convirtió en historia. Habían pasado meses desde que había dejado a su mujer, había llegado hasta allí y había encontrado la imposibilidad que lo había vuelto loco.

No hay cadáver envuelto en cadenas, pensó mientras reunía los lazos de metal en el pecho y estómago de Natasha y la levantaba, e incluso si lo hubiera, no estaría hablándome en la cabeza, ¡una niña muerta de diez años hablándome en la puta cabeza! Cuando echó a andar hacia la tumba y la valla que rodeaba el perímetro, esperó ese cosquilleo en la mente, el que le advertía que la niña muerta estaba a punto de hablar otra vez. Pero de momento solo hubo silencio. Con la locura en los brazos, Tom cruzó el oscuro páramo.

Supo cuándo se estaba acercando al hoyo. Podía oler el hedor de la tumba.

El peso que llevaba Tom en los brazos se estaba haciendo insoportable, pero sabía que si dejaba a la niña y las cadenas en el suelo, quizá nunca conseguiría llegar al coche. Se quedaría allí echado toda la noche, helado, mojado por el rocío, y bien podría morir de hipotermia, con lo que se añadiría su propio cadáver a la lista de bajas que la llanura se había apuntado a lo largo de los años. O eso o el señor Lobo recuperaría el sentido, lo encontraría allí tirado y lo estrangularía. Así que siguió caminando, movía las piernas por pura cabezonería para que dieran otro paso más, metía el aire fresco en los pulmones, que le ardían, hacía lo que podía por hacer caso omiso del dolor de brazos. Le dolían los músculos de los hombros. ¡Ojalá pudiera deshacerse de las cadenas! Entonces podría llevarla en brazos para siempre.

Pasó junto a la tumba abierta y los cuerpos extendidos en el brezo y la hierba. No sabía lo que Natasha estaba pensando estando tan cerca de su familia muerta, pero, de todos modos, la niña se lo guardó para sí. Y Tom se alegró. Su voz era la de una niña pequeña, pero a la vez no encajaba en absoluto, hasta el punto de que Tom disfrutó de aquellos momentos de silencio. Quizá más tarde empezaría a hablar otra vez y él podría hacer preguntas. De momento solo tenía un objetivo en mente: regresar a la casita. Allí ocultaría el cuerpo en la cámara que había bajo la cocina e intentaría consolar a Jo, inventarse alguna historia, una mentira. No era la primera vez que le mentía a su mujer y nunca le había gustado. Pero a veces se cuentan mentiras con la más benevolente de las voces. Para proteger. Para aislar a los seres queridos de una verdad perturbadora. Algunas mentiras se crean por amor.

Caminaba en línea recta cuando podía, con la esperanza de llegar a la valla y después, con el tiempo, al espacio que quedaba debajo. Tropezó varias veces, ya fuera con rocas o con los tallos retorcidos de helechos o viejos brezos, e incluso llegó a caerse: Natasha se le fue al suelo y él aterrizó de cara en la tierra húmeda. Con cada impacto le dolía la nuca más que cualquier otra cosa y exploraba con cautela la herida que tenía allí mientras se preguntaba si no tendría algo más grave de lo que había pensado en un principio. Sentía la lesión tierna y suave, pero si aguantaba el dolor con una mueca podía apretar con fuerza suficiente como para sentir el cráneo. Este no cedía y eso al menos era buena señal. Pero también sabía que había perdido mucha sangre, la podía sentir fría en la espalda y los hombros.

Al menos la sangre podía contribuir a la mentira que le contaría a Jo. En su mente ya se estaba formando una historia.

Caminó más despacio después de la segunda caída, en parte por miedo a caer otra vez, pero sobre todo por puro agotamiento. Había abierto una fosa común, había huido a través de un páramo con un cadáver envuelto en cadenas, había atacado a un hombre que intentaba matarlo y al final estaba regresando en medio de la oscuridad a una supuesta seguridad. Quizá eso fuera una noche normal de adiestramiento para un soldado joven, pero no para un tipo de cincuenta y tantos años, alguien que había dejado el cuidado del cuerpo en segundo plano, por detrás de la comida, la bebida y frecuentes ataques de dolor y excesos. Se dejaba llevar por los acontecimientos, aunque sabía que era una locura. Quizá, pensó, ni siquiera había salido de casa.

Vio la valla desde cierta distancia, brillando a la luz de la luna. Las estrellas resplandecían con más fuerza de lo que él había visto jamás desde casa. Allí no había contaminación lumínica que distorsionara y aminorara el impacto de las estrellas, no había mancha de humanidad en los cielos y diez mil Fuentes de luz antigua se repartían el espacio. Por agradecido que estuviera, Tom se sintió incluso más perdido en el tiempo que nunca.

Giró a la izquierda y empezó a seguir la valla hacia el bosque. No estaba seguro de cuánto había avanzado, pero incluso si se acercaba a la valla por donde había saltado el señor Lobo, el bosque solo estaría unos cientos de metros más allá. Podía cubrir esa distancia. Tenía que hacerlo. Se le estaban durmiendo los brazos y en los hombros sentía un millar de calambres, la circulación se rebelaba contra el esfuerzo que les estaba exigiendo a los músculos. También le dolían las piernas y con cada paso las rodillas se iban haciendo más gomosas, menos seguras de su firmeza. Si las piernas cedían, todo habría terminado, se caería y no sería capaz de levantarse otra vez hasta que hubiera descansado. Y por mucho o poco que eso durase, siempre sería demasiado.

Esa sensación en su mente otra vez, la sensación de otra conciencia, y Natasha dijo:

Sigue adelante.

—No estoy seguro de poder —le contestó él.

Puedes, papi. Solo piensa en mí… piensa… dirige tus pensamientos hacia abajo…

Tom bajó la cabeza y miró la sombra que llevaba en los brazos, pero no tardó en darse cuenta de que la niña no se refería a eso. El contacto que sentía en su mente lo fue sosegando, palabras susurradas que no entendía, pero que tenían una cualidad sedante por sí solas. Si era una canción de cuna, no hablaba de muchas cosas que él conociera. Si era otra cosa (¿un hechizo? ¿un conjuro?), entonces se alegraba de que funcionara. El dolor en los músculos se hizo más lejano sin aminorar, y la agonía creciente de las rodillas se hizo más remota, tan lejana que no podía pertenecerle a él. Tom miró en su interior, hacia abajo, y la presencia de Natasha se hizo palpable.

Siguió caminando. Mantuvo el terraplén coronado por la valla a su derecha, solo se alejaba de él cuando había sotos de árboles o matorrales densos que le impedían avanzar. Habían pasado minutos, o tal vez una hora, cuando llegó al bosquecillo. Se metió en él sin dudar, sin temer a la oscuridad (no mientras esté ella aquí conmigo, guiándome y consolándome), pero poniendo cuidado dónde pisaba. Podía resbalar con una roca o meter el pie en un agujero, y se acabó, se partiría la pierna o se sacaría la rodilla de sitio. Los pensamientos sedantes de Natasha no podrían hacer mucho para evitar que se le rompiera algún hueso.

Cuando llegó al hueco por el que podía meterse por debajo de la valla, sintió un mareo y se tambaleó de pie, la piel se le quedó fría de repente por el sudor. Se arrodilló y dejó el fardo de huesos y cadenas en el suelo, después cayó a cuatro patas y empezó a sentir arcadas, pero no vomitó nada más que bilis. Se dio cuenta de que no había comido ni bebido nada en varias horas. Estaba deshidratado, muerto de hambre y aterrado.

—Bueno, ¿y puedes evitar que tenga sed? —preguntó mientras sacudía la cabeza ante la perspectiva de estar hablando solo.

Tenemos que irnos, susurró Natasha, unos dedos psíquicos frescos le acariciaban las paredes de la mente. Estaban explorando (Tom se dio cuenta de repente y se preguntó por qué no lo había sentido antes), estaban tocando lugares que para él estaban oscuros, ideas y recuerdos ocultos, sepultados mucho tiempo atrás en el pasado.

—¿Qué estás…?

¡Tenemos que irnos, papi! El señor Lobo se ha levantado, el hombre malo está despierto, ¡y ya estará viniendo a por nosotros!

—Tiré por ahí su arma —jadeó Tom. Las náuseas habían dado paso a un cansancio intenso. La realidad quedaba más lejos que nunca. Lo único que lo mantenía despierto era la voz de la niña muerta en su cabeza.

Es un asesino. Tendrá más de una, papi.

—No me llames papi —dijo Tom. Natasha no respondió y él la empujó por el suelo hacia la valla. Las cadenas se enredaban en los helechos y arrastraban plantas, y Tom empujó con más fuerza, las manos pegadas a la firmeza de la piel momificada. Clavó los dedos de los pies, empujó, pateó y al final el cuerpo y las cadenas se metieron en el espacio que quedaba bajo la valla y se deslizaron por el suelo húmedo hasta franquearla.

Tom la siguió, con una mano extendida por delante para empujar a Natasha. Solo le llevó unos segundos pasar como pudo al otro lado y se puso de pie de inmediato, recogió el fardo y regresó tropezando a la carretera.

La niña guardaba silencio, su presencia se había retirado de la mente de Tom. A él se le ocurrió que quizá estaba dormida, o lo que fuera que hacían los muertos. Quería seguir preguntándole por Steven, pero ya habría tiempo de sobra más tarde. De momento se conformaba con luchar contra el agotamiento, agradecía la locura que lo envolvía (estoy en casa, en la cama, el médico está aquí, estoy dopado, estoy soñando, saboreando, oliendo y sabiendo cosas que no pueden ser verdad, pero soñando de todos modos) y regresaba al coche.

Cuando Tom llegó al vehículo vio el jeep del señor Lobo aparcado también en la carretera, a unos cien metros. Demasiado cansado para pensar con lucidez, ni siquiera se planteó intentar inutilizarlo, quizá rajarle las ruedas o arrancar cables o algún tubo del motor. El coche estaba allí, sin más, listo para perseguirlo, y así era como lo percibía él.

Más tarde, la posibilidad de esa oportunidad perdida lo acosaría. Podría haber cambiado con tanta facilidad el dolor que iba a producirse. Y mucho más tarde todavía, empezaría a preguntarse con exactitud dónde estaba la niña muerta, Natasha, en ese momento, cuando podría haber cambiado todo.

Tom puso el cuerpo en el maletero, se derrumbó en su coche y salió de allí.

Cole yacía en las calles oscuras de su mente, le habían dado una paliza, lo habían atacado, estaba inconsciente, y la voz llegaba de muy, muy lejos.

Que te follen, señor Lobo.

Tuvo un espasmo, sintió el suelo húmedo bajo él. La voz resonó por todo el mundo subterráneo de su mente, llenaba ese espacio, pero solo se filtraba por unas cuantas aberturas mal selladas. Alcantarillas que no encajaban bien en sus marcos, quizá. Puertas viejas, podridas, que se abrían a sótanos sin usar y que a su vez albergaban puertas de acero abiertas por el óxido que llevaban a lugares más oscuros donde moraban recuerdos olvidados y viejos sentimientos de culpa. Ella lo llamaba desde muy lejos, pero seguía oyéndola.

Ya nos vamos, lobito. Mierda estúpida. ¿Y tú te haces llamar soldado?

Cole cambió de postura y toda la subestructura de su mente se movió con él. Se flexionó para permitir entrar las palabras y después se cerró al vacío tras ellas. Si se planteaba esos ecos, se harían realidad. Podía oírlos, pero no tenía que escucharlos.

Y había algo más detrás de las palabras. Una intención escurridiza, una invitación no deseada. Enterrar la voz no podía ocultar el modo en que se habían pronunciado las palabras. Burlonas. Mordaces. Incluso en lo más profundo de su inconsciencia, Cole sabía que tenía que seguir a la niña y sabía que ella lo sabía.

Empezó a subir a la superficie poco a poco. El pavimento frío que tenía bajo él cambió y se convirtió en el suelo húmedo y blando de la llanura. El edificio oscuro de al lado se transformó en la roca desde la que lo había emboscado Roberts, desde donde le había tirado encima la niña envuelta en cadenas. A medida que su subsuelo inconsciente se iba retirando y ocultándose, Cole oyó otra vez la voz, amortiguada por la distancia en lugar de por las divisiones de su mente.

¡Adiós! ¡Adiós, mamón!

Se levantó de un tirón y se quedó a gatas. El mundo osciló y amenazó con hacerlo caer. Le dolía mucho la cabeza y tenía una costra encima de la oreja, se le había pegado al pelo y crujía cuando flexionaba el cuero cabelludo. Se lo tocó y palpó alrededor de los bordes en busca de alguna blandura reveladora. Estaba dolorido, irritado, y le iba a doler la cabeza durante días, pero pensó que podría haber sido mucho peor.

Nos largamos.

—¡Pequeña zorra! —exclamó—. Oh, mierda, ¿cómo he podido ser tan estúpido?

La llanura estaba en absoluto silencio aquella noche. Ni siquiera la brisa ocasional producía más que un leve suspiro y los animales que hubiera cazaban con sigilo a sus presas. Cole maldijo, hizo una mueca al sentir el golpe sordo de dolor en la cabeza y oyó un coche que arrancaba en la carretera.

Roberts. Y tenía a Natasha con él, y se iban. Natasha, una berserker tan chiflada y cruel como todos, abandonaba la llanura de Salisbury por primera vez en diez años. Y Cole sabía adónde se iba. Se llevaría a Roberts, lo iría incitando hasta que tuviera lo que quería: a los suyos a su alrededor, y una oportunidad para volver a vivir.

Cole no perdió tiempo buscando su arma; tenía otra en el jeep. El tiempo, de repente, era algo que había tomado el control absoluto de su vida. Se levantó y se tambaleó, pero la urgencia aplastó el dolor y el miedo le proporcionó el equilibrio que necesitaba.

—Voy a por ti, pequeña zorra —le dijo a la oscuridad. No hubo respuesta, pero Cole tuvo la sensación de que habían oído sus palabras. De hecho, de que las habían oído muy bien.

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