Berserk

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A la media hora, Tom tuvo que parar en el arcén. Había empezado a temblar y no podía parar. Intentó respirar hondo, pero solo consiguió que se le cortara por momentos el aliento, lo que a su vez provocó más temblores todavía. Apagó el motor, reclinó el asiento y cruzó las manos en el regazo con la esperanza de calmarse pronto. Aquellos temblores eran agotadores.

Estaba solo. Y empezaba a preguntarse qué había metido en el maletero del coche. ¿Una niña muerta envuelta en cadenas? ¿O quizá un simple fardo de ramas secas y hierba?

Natasha no decía nada. La mente de Tom saltaba y bailaba con su cuerpo, pasaba de la fe a la incredulidad, del terror a la confusión. También saltaba de la realidad a la locura, aunque fuera incapaz de distinguirlas. Los pies le chocaban contra los pedales y las manos le brincaban en el regazo, los nudillos traqueteaban contra la puerta por un lado y contra el cambio de marchas por el otro. Gimió, rogó que se pusiera fin a aquello, pero no lo escuchaba nadie.

Los temblores tardaron diez minutos en amainar. Supuso que era por la conmoción. Por mucho que intentara negar lo que había pasado, tenía tierra de la fosa bajo las uñas. Y siempre que dudaba de haber oído una voz en su mente, volvía a recordar lo que había sentido cuando Natasha estaba allí. La intrusión era sutil pero decidido, y cuando la niña se retiraba… se sentía tan solo. Abandonado. Como un cuerpo enterrado vivo, destinado a pasar la eternidad bajo el suelo, con solo los muertos de verdad por toda compañía.

Recordó de súbito al hombre que lo había estado persiguiendo, el señor Lobo, y supo que la caza seguía en pie. ¡Le habían disparado esa noche! Eso, en sí mismo, ya era imposible de creer.

Arrancó el coche y volvió a la carretera. Seguía temblando, pero poco más que cuando tenía resaca, y a eso ya estaba acostumbrado.

Los faros taladraban un túnel de luz en la oscuridad y de vez en cuando arrojaban reflejos de los pares de ojos que se ocultaban en los setos. Animales muertos bajo las ruedas, pensó Tom, y la frase le produjo un escalofrío.

Entonces empezó a pensar en Jo y Steven. Todo lo que estaba pasando era por amor a ellos. La sugerencia de Natasha de que Steven pudiera estar todavía vivo martilleaba en su mente y rivalizaba con el dolor que tenía en la parte posterior de la cabeza. Lo empujaba a seguir. La posibilidad, suponía, era lo que le había permitido hacer lo que acababa de hacer. Había ido a la llanura con la esperanza de averiguar dónde estaba enterrado Steven y en su lugar le habían dicho que era posible que ni siquiera estuviera muerto. No sabía hasta qué punto era fiable su fuente, si de verdad era una niña muerta revivida y recién salida de la tierra, o una alucinación fruto de su propia locura. Pero la idea era lo único que preocupaba a Tom de momento. Ya la exploraría más tarde, cuando llegara a la casita y abriera el maletero. Si encontraba a Natasha allí, podría hacerle las docenas de preguntas que se estaban fraguando en su mente en ese momento. Si no había nada salvo un montón de ramas secas, entonces tendría que cuestionarse su cordura.

—Es real —dijo en voz alta, y del maletero salió un único y lejano pensamiento que lo confirmó: Sí. Tom se miró las manos sucias apoyadas en el volante, sintió el dolor de los brazos y los hombros, y no volvió a dudar más.

Aceptar era fácil. Comprender, ya lo intentaría comprender más tarde.

Cole necesitó tres intentos para volver a trepar la valla. Los dedos no dejaban de resbalarle por el metal cubierto de rocío y seguía débil y mareado por el golpe en la cabeza. Era la idea de lo que Roberts se había llevado con él lo que lo empujaba a seguir. Recordó las burlas de la niña diez años atrás; incluso mientras la enterraba en un agujero se burlaba de él. Porque la niña sabía que era superior. Sabía que por eso la estaban enterrando, ocultando, confinando a las profundidades, donde podrían olvidarla. Y aunque el futuro solo le ofrecía dolor y sufrimiento, la niña se había consolado con eso. Le había rogado que la matara, sí, pero con un engreimiento que garantizaba que él no lo haría.

Y después de tanto tiempo metida bajo tierra, su voz y su impacto eran más estruendosos que nunca. Mientras que antes la niña solo podía tocar, después de diez años podía gritar. Y algo más, pensó Cole, podría haber incluso más. Ese tiempo pasado en el suelo debería haber diluido sus sentidos y embotado esa extraña capacidad que tenían todos los berserkers para tocar a otros con la mente.

No podía dejarla marchar. Estaba loca. Y era una berserker. Y muy pronto, en cuanto volviese al mundo real, querría alimentarse otra vez.

—Voy a por ti —murmuró Cole mientras deslizaba las manos por los postes de la valla, poco a poco, empujando el peso con los pies, subiéndolos, manos, pies—. Voy a por ti, pequeño monstruo, bicho raro, pesadilla. ¿Me oyes? ¿Me oyes ahora, sabes lo que pienso? —Le parecía que la niña no sabía nada, debía de estar ya muy lejos, pero le complacía pensar así. El miedo siempre había sido un buen motivador. Añades odio a la mezcla y el brebaje se convierte en feroz.

Cole temía y odiaba a Natasha por igual. Para satisfacer ambas emociones tenía que matarla.

Manos, pies, más murmullos y maldiciones en medio de la noche, y al fin pudo ver la cima de la valla, curvada y afilada. Difícil de salvar a la caída de la tarde con todos los sentidos alerta; de noche y con la cabeza todavía dándole vueltas, sería imposible.

—Sáltala de una vez o averigua por dónde entró Roberts —murmuró Cole. Los brazos y las piernas ya empezaban a temblarle por el tremendo esfuerzo que estaba haciendo y el sudor le empapaba la piel. Levantó una pierna y la apoyó en un poste. Resbaló y un alambre le enganchó los vaqueros, los rasgó y le arañó la piel.

No tenía alternativa. Si intentaba encontrar el sitio por el que había pasado Roberts, lo perdería (a él y a Natasha) para siempre.

Cole se agarró de repente a la espiral de un poste de la valla y sintió que el borde afilado le abría la palma de la mano. Pasó como pudo por encima haciendo lo posible para evitar más cortes, pero con el cansancio cometió errores. Cayó al otro lado y aterrizó con pesadez de espaldas, con el cuello doblado para evitarle a la cabeza otro golpe. Se quedó sin aliento y pasaron unos segundos que le parecieron minutos hasta que pudo aspirar una inmensa bocanada de aire. El movimiento trajo consigo más dolores (de la brecha en la mano, de los cortes en las dos piernas, de la espalda magullada y de la cabeza que le seguía sangrando), pero Cole lo bloqueó todo. Se levantó, bajó a toda prisa el terraplén y corrió al jeep sin hacer caso de la sensación de hinchazón que tenía en la pantorrilla. Abrió de un tirón la puerta, la mano ensangrentada le resbaló en el cromo. El cierre del compartimento que tenía bajo el asiento del conductor le resbaló por los dedos varias veces y tuvo que limpiarse la mano en la americana para quitarse la sangre antes de poder abrir el cierre. Sintió la 45 pesada y fresca en la palma de la mano, una sensación agradable que le calmaba el dolor. Soltó el cargador, comprobó que estaba lleno, lo volvió a encajar con un chasquido y dejó caer la pistola en el asiento del copiloto.

—Y ahora vamos a averiguar adónde te vas de vacaciones —dijo con una sonrisa cuando el jeep arrancó con un rumor sordo. Cole intentó convencerse de que la sonrisa era porque volvía a ponerse en marcha. Pero tras todo ello yacía un alivio inmenso, iba a dejar atrás la llanura. La llanura y esa fosa terrible, abierta, prueba de una atrocidad pasada desvelada a la mirada intemporal de la luna. Emprendió la marcha y cuanta más distancia ponía entre él y el hoyo, mejor se sentía. Más tranquilo. Más seguro de sí mismo.

Intentó no pensar en lo que podría aguardarle más adelante. Si dejaba que su mente sondeara el futuro (si hubiera sabido lo que iba a pasar, o siquiera adivinado solo la mitad) es muy posible que se hubiera pegado un tiro allí mismo.

En la oscuridad, con todo lo sucedido oprimiéndolo y distrayendo su atención, Tom se perdió. El paisaje tenía un aspecto muy diferente por la noche. Las señales de tráfico decían lo mismo, pero detrás de ellas la oscuridad lo sesgaba todo y cualquier sentido de la orientación, dónde estaba o adónde se dirigía, no tardó en desvanecerse. Con todo, Tom siguió conduciendo, intentando mantener la misma dirección porque sabía que aquel hombre iba a perseguirlo. El señor Lobo, lo había llamado Natasha, los temores infantiles de una niña. En su voz Tom había oído auténtico miedo pero también algo más, algo que no terminaba de ubicar. Algo que no debería estar allí.

Llegó a un cruce y en ambas direcciones había pueblos cuyos nombres no reconoció. Optó por la izquierda porque le pareció más cerca de la dirección en la que debería ir. La carretera no tardó en curvarse a la derecha y luego enderezarse y Tom apretó el acelerador, quería poner tanta distancia como fuera posible entre él y el hoyo que había abierto en el suelo. He abierto la caja de Pandora, con gusanos y todo, pensó, y eso inspiró imágenes de cosas que se retorcían en la humedad carnosa de un cadáver.

El paisaje se hizo más montañoso, los árboles y setos bordeaban campos, la mayor parte desnudos y llenos de rastrojos tras la cosecha. Tom se preguntó por un instante qué más yacería oculto bajo la superficie del mundo por esos pagos, solo a la espera de que lo descubrieran. ¿Qué otros secretos escondía Porton Down? Había leído historias de enfermedades y elementos radiactivos que se liberaban para que los científicos pudieran trazar su progreso por las Islas Británicas. Quizá en ese mismo momento la piel de Tom resplandecía de radiactividad, cambiaba, las células mutaban y se preparaban para el cáncer que acogerían con el tiempo. O quizá, después de desenterrar tanto horror, era portador de algún virus o producto químico extraño, un rastro que se había enterrado junto con aquellos a los que había matado. Un producto químico que conjuraba pesadillas, quizá, que estaba convirtiendo su cerebro en papilla mientras él intentaba escapar con un fardo de ramas secas y trapos.

Pero no, nada de eso encajaba. Todo lo que King le había dicho parecía real y Natasha era la prueba. ¿La prueba viva? Seguía sin estar seguro. La niña hablaba con él, pero estaba fría y dura, momificada. Había mencionado la bala que todavía tenía dentro… la bala de plata…

—¡Hombre, no me jodas! —Tom clavó el pie en el freno del coche y el vehículo se detuvo en medio de la carretera. No había visto tráfico desde que dejara la llanura y un accidente era la menor de sus preocupaciones en esos momentos. Se volvió y cogió el mapa de carreteras del asiento de atrás después de encender la luz interior. Si el señor Lobo se acercaba, Tom le ofrecería una diana magnífica. Pero no había más remedio. Estaba totalmente perdido y tenía que encontrar el camino de vuelta a la casita.

¿Y luego qué? ¿Huir con Jo, dejar que la quizá-muerta Natasha los guiara con palabras silenciosas pronunciadas en la cabeza de Tom?

—Ya cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él —dijo mientras pasaba las páginas del plano. Encontró el pueblecito donde se alojaban, la zona de la llanura de la que acababa de salir y al final ubicó la aldea que tenía delante. Se alegró de comprobar que no se había desviado tanto. Perdido y vuelto a encontrar. Lanzó un gruñido, cerró el mapa y emprendió la marcha.

En una media hora podría estar de regreso en la casita. Y entonces tendría que explicar unas cuantas cosas.

Natasha permaneció en silencio durante todo el viaje. No tenía la sensación de que la niña estuviera sondeando su mente, no le pareció que fuera a hablar en absoluto, y Tom se preguntó otra vez por esa bala que todavía tenía dentro y cómo el hecho de moverla quizá la hubiera soltado. Qué ironía tan cruel y ridícula sería: desenterrar un cadáver de diez años que hablaba con él mentalmente y le había dicho que su hijo podría en realidad estar vivo, solo para que se le muriera entre las manos porque lo había movido. Cómo se reiría de los Hados que se la habían intentado colar. Intentó hablar con ella en su cabeza y también en voz alta, pero no hubo ni una insinuación de respuesta y terminó sintiéndose ridículo. Y no es porque haya alguien mirando, pensó. Pero después de esa noche, jamás volvería a sentirse seguro de nada.

Le llevó veinte minutos llegar a la casita, no media hora. Toda una serie de argumentos posibles lo golpearon cuando se acercó a la esquina y se metió por el camino de entrada. La policía está dentro, consolando a Jo y en contacto con la comisaría, transmitiendo la noticia de la búsqueda en la llanura. Tom llega con el coche (solo doce horas tarde) y, sea cual sea la disculpa que ofrece, no puede ocultar la suciedad que le cubre la ropa, el barro bajo las uñas, la sangre en la cabeza. Y justo entonces los agentes reciben una llamada sobre una fosa común descubierta en la llanura de Salisbury y uno de ellos va a registrar el coche, echa un vistazo al asiento posterior, se acerca al maletero…

O quizá no haya nadie y Jo está levantada con otra taza de té dulce y caliente mientras espera su regreso. Está enfadada, asustada, y tiene miedo de estar sola, mucho miedo, siempre se lo ha dicho y en cierto modo él cree que ha sido la muerte de Steven lo que ha hecho caer con todo su peso sobre ella su propia mortalidad. Y también la de Tom, porque es su muerte lo que su mujer más teme. No quiero quedarme nunca sola, le dice con frecuencia, y en esa afirmación hay implicaciones que los dos se niegan a discutir. Pero Tom piensa con frecuencia que ella jamás estará sola porque si algo le pasara a él, su mujer se aseguraría de seguirlo pronto. Así que allí está ella, con los ojos clavados en la puerta, esperando a que se abra, y en el fondo de su mente está esa sombra creciente del suicidio…

O quizá el señor Lobo ya está allí, de algún modo sabía dónde esperar a Tom. Y quizá Jo está tirada en la cocina, muerta, su sangre manchando las losas de negro y en la expresión de su rostro algo que Tom nunca verá. Porque el señor Lobo es un cazador, un asesino, y en cuanto tenga a Tom en la mira, disparará. Natasha encontrará la muerte al fin. Y Steven, allá donde estuviera…

Pero no había ningún otro vehículo en el camino de entrada y las luces de la casita estaban todas encendidas. Incluso antes de que Tom hubiera parado el coche, Jo ya había salido de la casa y se había arrojado contra su puerta, tiraba de la manilla y se abalanzaba sobre su marido mientras él ponía el freno de mano, después su mujer lo abrazaba, lo sacudía, lo maldecía y gritaba cuánto lo quería, lo preocupada que había estado y ni una sola vez le preguntó dónde se había metido o por qué había vuelto tan tarde.

—Jo —exclamó Tom, las lágrimas dejaban un rastro sorprendentemente caliente en sus mejillas—. ¿Te encuentras mejor? —Tenemos que irnos, pensó, pero allí estaba su amada esposa. Él la había puesto así y al menos le debía ese momento.

—¡Estaba tan preocupada! —le chilló ella al cuello, no podía o no quería levantar la cabeza y perder el contacto con él. Tom sintió la voz de su mujer apretada contra su piel, descubriendo que era de carne y hueso y estaba entero y disfrutando con ello, chillando otra vez. Después Jo se apartó un poco de la aparición de su marido, y a Tom se le partió el corazón al verle la cara.

Debía de llevar mucho tiempo llorando. Tenía los ojos inflamados y rojos, la cara hinchada y enrojecida por las lágrimas. La boca abrumada en las comisuras, como si el peso de todos sus temores hubiera estado actuando sobre ella con una gravedad terrible. Todavía vestía el camisón con el que él la había dejado esa mañana, y estaba lleno de arrugas y sudado, emitía un olor vago a humedad y miedo. Puedo oler el miedo en mi mujer, pensó Tom, y los ojos volvieron a llenársele de lágrimas.

Durante un momento olvidó lo que llevaba en el maletero.

—Lo siento tanto, Jo —dijo mientras estiraba los brazos y volvía a abrazarla. Ella cambió de posición para sentarse en su regazo, en el coche, después se inclinó y apoyó la cabeza en el hombro de su marido de modo que posó la cara ardiente contra su cuello y mejilla una vez más—. Te quiero, cielo, de verdad, lo siento muchísimo si te he asustado. Se me fue el tiempo muy rápido, se me pasó. Y me perdí cuando volvía a casa y no sabía qué hacer, ¡no tenía ni idea de lo que estaba haciendo!

—Hueles —comenzó ella— a barro y tierra. Apestas. ¡Estás asqueroso! ¡Oh, Tom, tenía tanto miedo de que nunca volvieras!

La idea de Tom de mentir a su mujer (decir que el coche había tenido un pinchazo y él mismo se había dado un golpe al cambiar la rueda) se había disipado en cuanto la había visto. La verdad era que no tenía ningún deseo de mentirle sobre nada, ya no. Y con esa certeza llegó una emoción intensa ante lo que tenía que contarle. Steven, diría, Jo, creo de verdad que quizá siga vivo. Pero no tuvo oportunidad de hablar. Jo lo abrazó con fuerza y le quitó el aliento mientras gemía como un perrito que diera la bienvenida a casa a su dueño, perdido largo tiempo atrás. Y Natasha, tan callada durante todo el viaje, eligió ese momento para hacerse oír de nuevo.

¡Papi!, dijo. ¡Ahí viene! ¡Viene el señor Lobo!

Tom miró por encima de la cabeza de Jo en el espejo retrovisor y vio que Natasha se había confundido. Que la niña quizá hubiera podido hablar antes fue algo que a Tom no se le ocurrió hasta mucho después, porque en ese preciso momento lo único que sabía era que se había equivocado. No era que el señor Lobo viniera, era que ya estaba allí.

El jeep estaba aparcado en la entrada del camino y bloqueaba cualquier esperanza de escapar a la carretera.

¡Está aquí para hacerme daño, papi!

Se estaba abriendo la puerta del conductor.

Por favor, no dejes que me haga daño… ¡ya duele tanto!

Y cuando Tom abrió la boca para hablar con su mujer por última vez, empezaron los tiros.

Para empezar, Cole iba sin rumbo. Conducía solo porque tenía que conducir. Quedarse sentado en su jeep a la espera de que le llegara la inspiración le había parecido más inútil que conducir sin más. Así que se metió a toda velocidad por carreteras secundarias, giró a izquierda y derecha o tiró de largo en los cruces mientras intentaba imaginarse por dónde había ido Roberts. De vez en cuando frenaba un poco y apagaba los faros en busca de señales de las luces de otro coche en el paisaje que lo rodeaba. No había nada.

Conducía rápido porque ir lento le habría parecido más desesperado todavía.

La sangre se le estaba acumulando en la bota y chapoteaba cada vez que pisaba el embrague. Los vaqueros le irritaban la brecha de la pantorrilla y cada contacto era como el roce de un hierro al rojo vivo. Sabía que necesitaba que le dieran puntos, pero tendrían que esperar. Lo que le estaba causando más problemas eran los cortes en las manos, sobre todo la herida abierta de la palma izquierda. Tenía el volante untado de sangre y cada vez que metía una marcha la mano le resbalaba por la palanca de cambios y amenazaba con escurrirse. Se limpió las manos en los vaqueros y la americana, pero eso solo abrió las heridas y volvió a sangrar.

Me he hecho mucho daño, pensó. Me he hecho daño de verdad.

Siguió conduciendo. En un cruce giró a la izquierda sin pensar, solo porque no había nada más que hacer. Y en su interior, buscó a Natasha.

La niña no estaría a cielo abierto, en esas partes de la mente de Cole que él conocía tan bien. Natasha estaría abajo. Metida en la oscuridad, oculta, hozando como la zorrita artera que era. Así que Cole la buscó, recorrió las calles conocidas de su conciencia, bajó por callejones que no reconoció. Había grafitis en las paredes, pero él no pudo leerlos. Las letras se desenfocaban sin parar. Le pareció que estaban en un idioma que él desconocía, que hablaban de cosas que él no podía entender. Por mucho que eso lo perturbara, Cole estaba acostumbrado. Con frecuencia se sentía como un extraño en su propia mente y como todo lo demás que iba mal en su vida, lo atribuyó a Porton Down.

Buscó más, en lo más profundo, invitó a Natasha a entrar, aunque odiaba sentirla en su cabeza. Sobre todo a esa Natasha, recién salida de la tierra con un grito en lugar de un susurro.

—¿Qué se siente al notar el aire en la piel, monstruo? —dijo—. ¿Te sientes sola sin los huesos de los tuyos para conservar el calor, vampira? —Como todos los berserkers, Natasha despreciaba la palabra vampiro, Cole lo sabía, pero era más por vanidad que por otra cosa. La niña odiaba que se pensara en su clan como cualquier otra cosa que no fuera única—. Bicho arrugado y seco, llorabas como un bebé cuando te encadené con esas alimañas que tú llamabas madre, padre y hermano.

Una risita en su mente: no era de Cole. Este no sintió la intrusión de la niña, pero supo que estaba allí, cerniéndose, no muy lejos. Siguió conduciendo, intentando discernir de qué dirección procedía la carcajada.

—¿Te ríes de lo que te hice, Natasha? No te parecerá tan gracioso cuando te atrape esta vez. ¿Crees que diez años fue mucho tiempo en el suelo, oliendo cómo se pudría tu familia a tu alrededor? ¿Sintiendo cómo se enfriaba su carne, cómo se iba humedeciendo y licuando? ¿O te los comiste para permanecer despierta solo un poquito más?

La niña se rió otra vez, un sonido tan repleto de confianza y odio que Cole frenó el jeep y se estremeció.

Que te follen, señor Lobo.

Llegó a un cruce y giró a la izquierda.

—¿Entonces sigues despierta, vampira?

No soy ninguna vampira.

—Apuesto a que ya le estás chupando la vida a ese pobre hombre.

La niña se quedó en silencio, pero sin irse y Cole entrecerró los ojos mientras intentaba ponerle una dirección a ese roce furtivo pero evidente en su mente. Viró a izquierda y derecha en la carretera, luchando por orientarse y ver por dónde se acercaba más.

Caliente, dijo Natasha.

—Voy a encontrarte y matarte —dijo Cole—. Y a él también lo mataré.

¿Por qué iba a importarme?, dijo la niña, y Cole sonrió cuando oyó la duda en su voz.

—¡Sal de mi cabeza! —Tenía que tapar lo que había oído, guardárselo para sí para conservar la ventaja que pudiera proporcionarle.

No estoy en tu cabeza, señor Lobo… estoy debajo, aquí dentro, hurgando entre todas estas cosas que quieres olvidar. ¿Quieres que te describa algunas? ¿Saco a la luz estos recuerdos para que te des un festín con ellos? Están todos aquí, esperando a que los muestre como son. Aquí está, esa tal Sandra Francis con su largo cabello rojo, y…

—¡Cierra la puta boca! —siseó Cole.

Giró el jeep a la izquierda y se metió por un camino estrecho, y la sensación de que invadían su mente se hizo más cálida, más húmeda.

Caliente, caliente.

—Quieres que te encuentre.

Cazar siempre es divertido.

Pisó con fuerza el acelerador y puso las largas, tomaba las curvas a una velocidad frenética. Se inclinó hacia un terraplén alto, las ruedas escupieron barro y gravilla al chirriar contra piedras que sobresalían y al apartarse otra vez, la luz bailaba y vibraba en la carretera que tenía delante, el jeep botaba y se agitaba de un lado a otro.

Casi te quemas…

Cole estiró el brazo y cogió la 45 con la mano izquierda, quitó el seguro con un chasquido y la dejó entre sus piernas. Era un peso frío que lo tranquilizaba. Luchó con el volante cuando el vehículo atravesó un gran charco con un chapoteo. Vio que dejaba una casa atrás, a la izquierda, paredes blanqueadas que reflejaron sus faros. Sus ocupantes seguramente estaban metidos en la cama, calentitos, sin ser conscientes de lo que había pasado junto a ellos quizá solo unos minutos antes. Eran simples ovejas embotadas que dormían, trabajaban, respiraban y comían, sin cuestionar jamás las realidades que los habían educado para considerar verdades.

Cole había visto cosas, había hecho cosas. Sabía que todas esas realidades eran mentiras, invocadas porque pintaban imágenes cómodas con colores antinaturales, insoportables. La verdad nunca era fácil de aceptar. Podía volver loco a un hombre. Su propia enajenación, sus propias verdades insoportables, estaban enterradas a mucha profundidad. Y a él le gustaba así. A veces le hablaban, pero por lo general solo en sueños, y él se había hecho un experto en olvidar sus sueños.

¿Sandra con su largo cabello rojo?

Cole sacudió la cabeza y la punta de uno de esos recuerdos escondidos volvió a hundirse en las profundidades seguras e impenetrables.

Oh, te quemas, señor Lobo. Nos vemos pronto. No olvides divertirte, porque aquí de lo que se trata es de divertirse. ¿Qué otra cosa hay? Solo la muerte, y la putrefacción, y diez años de purgatorio, cabrón. No ganarás jamás, Cole. ¡Nunca!

—¿A qué estás jugando? —dijo Cole, pero Natasha no respondió y él sospechó que la niña había decidido guardar silencio de momento. ¿No hay más que esto?, pensó. Quizá solo era una provocación y en realidad habían ido en dirección contraria. No hay reglas para esta zorrita, no atiende a razones.

Sintió un pozo en el pecho al pensar que Natasha andaba por ahí suelta, un vacío que en otro tiempo llenaba la esperanza. A lo largo de los años se había planteado tantas veces regresar a la llanura, abrir la fosa, sacar el cadáver de Natasha y terminar lo que había empezado. Pero tenía miedo y siempre negaba la realidad. Incluso con todo lo que sabía de los berserkers, había creído que la niña ya estaría muerta. Y esa creencia, esa esperanza, le había impedido acercarse. Eso, y la certeza de que desenterrar un cadáver que podía hablar con él lo volvería loco.

Tras la siguiente curva, un tractor bloqueaba la carretera.

Cole pisó freno y embrague a fondo y luchó con las vibraciones del volante, el jeep se estremeció cuando entraron en juego los frenos ABS; el granjero se giró en su tractor, la cara grande y pálida, con una expresión cómica de conmoción, la boca abierta y una mano levantándose para protegerse la cara de las dos toneladas de metal que se precipitaban contra él. Cole gritó y pisó todavía más los pedales; de hecho, se puso en pie en el asiento y se agarró al volante. El tractor dio un salto cuando el granjero aceleró, una reacción tan inútil como automática. Y el único pensamiento que se le ocurrió a Cole fue:

¿Qué coño está haciendo aquí fuera a las tres de la mañana?

El jeep chocó con un bache, viró a la izquierda y enterró el morro en el seto. Cole se vio lanzado hacia delante, el cinturón de seguridad se le clavó en el pecho y le mordió el cuello, le quitó el aliento y, sin poder respirar por segunda vez en una hora, se derrumbó en su asiento y jadeó en busca de aire. El parachoques del jeep había dado un empujón a la gran rueda trasera del tractor, pero sin fuerza. El granjero siguió conduciendo unos cuantos metros más (como si temiera que el jeep se abalanzara otra vez, como un animal lanzándose a por su presa) y después se detuvo a la entrada de una cerca.

—¿Se encuentra bien? —gritó el hombre mientras saltaba del tractor y anadeaba carretera arriba. Vestía un mono de trabajo y botas de agua y bajo la intensa luz de los faros del jeep parecía un perrito pesado y torpe. Cole aspiró por fin una bocanada de aire y dejó escapar una carcajada aguda, y se dio cuenta de que había estado sujetando la 45 con tanta fuerza entre las rodillas que ya empezaba a notar los cardenales que se le estaban formando.

—Bueno, ¿qué hago? ¿Le disparo al muy gilipollas? —dijo, se estaba riendo con tantas ganas que una sarta de mocos le salió disparada de las narices. Estoy perdiendo la chaveta, pensó, demasiado nervioso, demasiado distraído.

El granjero llegó junto al jeep y estiró la mano como si quisiera abrir la puerta. Pero entonces miró dentro y, fuera lo que fuera lo que vio en la cara de Cole, retrocedió unos cuantos cautelosos pasos con los ojos bajos. Macho dominante, pensó Cole con otro bufido. Se rindió a la risa cuando volvió a arrancar el jeep (se había calado después de chocar con el seto), y para cuando se metió entre el tractor y el otro seto estaba riéndose a carcajadas sin poder controlarse. Pero se sentía bien, como si estuviera recuperando el control, así que siguió desahogándose un poco más.

—¡Ya casi estamos! —dijo con otra carcajada—. ¡Ya casi he llegado a por ti, Natasha! He estado calentando la pistola para que la bala no esté muy fría cuando te la meta en el cráneo. —Le dolía la cabeza, tenía la pierna rígida y cubierta de sangre seca, y cada vez que giraba el volante, tenía la sensación de que unas cuchillas le estaban rebanando las manos—. Muy pronto.

Cole echó un vistazo por el espejo retrovisor. El granjero estaba subiéndose al tractor, seguramente intentando aclararse con la historia para poder contársela más tarde a la gorda de su mujer.

Y entonces notó a Natasha allí, sondeando su mente, viendo lo cerca que estaba y retirándose otra vez. Dejó algo tras ella, un eco de sí misma. A Cole le pareció miedo. Y sonrió.

Sujetaba la 45 en la mano derecha mientras conducía; era peligroso, pero no le apetecía dejar el arma en el otro asiento. Si hubiera sido el coche de Roberts con lo que se había topado y hubiera tenido que buscar la pistola en lugar de tenerla sujeta entre las rodillas, podría haber perdido su mejor oportunidad. Así que nada de correr más riesgos. No cuando estaba tan cerca.

¿Y por qué quiere esta que los encuentre?

—Está enferma —musitó Cole—, y loca. Lleva diez años bajo tierra. —Esperaba una respuesta sabihonda de la niña muerta viviente, pero al parecer se había ido de verdad.

Cole miró a izquierda y derecha en busca de una cerca que llevara a algún camino de entrada, o caminos estrechos, o zonas de aparcamiento. Roberts y su mujer debían de haber alquilado una casita para el fin de semana, cosa que a Cole le vendría muy bien. Nadie alrededor que pudiera ser testigo de lo que estaba a punto de suceder. Y si tenía mucha suerte, tardarían un tiempo en encontrar los cuerpos.

Unos minutos después, percibió el fulgor de los faros de un coche a través del seto de su derecha, frenó un poco y apagó sus luces. A esa velocidad, le bastaba la luz de la luna para ver. Había unas cuantas nubes blancas en el cielo, como pintura emborronada en un lienzo negro y vacío, y las manchas de las estrellas. Bajó la ventanilla, vio la entrada al camino de la casita, apagó el motor y dejó que la inercia lo llevara hasta que se detuvo entre los postes de entrada, bloqueando cualquier posible ruta de escape.

Era un placer tener la pistola en la mano derecha.

Era el coche de Roberts. La suerte había empujado a Cole…

La suerte y ella, la suerte y Natasha, porque ella me quería aquí.

Se preguntó dónde estaba la niña y supuso que en el maletero. Roberts no habría querido poner algo así, algo viejo, misterioso, muerto, en el asiento trasero, donde cualquiera pudiera verlo.

Las luces de posición del coche seguían encendidas y parecía haber cierta conmoción en el asiento del conductor. Cole entrecerró los ojos y miró de lado para que su visión nocturna distinguiera las formas, después sonrió. Perfecto. A Cole no le emocionaba matar, no se complacía en ello; lo que lo complacía era un trabajo bien hecho.

Y aquello habría terminado muy pronto.

Al oír la puerta oyó una voz de mujer, una voz alta y ahogada, enfadada y aliviada, y cuando Cole aplastó la gravilla al andar, se alegró de que la mujer estuviera haciendo tanto ruido. De ese modo, Roberts ni siquiera oiría el disparo que lo mataría.

La luz interior del coche de Roberts estaba encendida y Cole lo vio mirar por el retrovisor, abrir mucho los ojos y después la boca para gritar una advertencia.

—¡Mierda! —Lo último que Cole quería hacer era tener que dar caza a esas personas. Tenía que ser algo rápido.

Cubrió la mano derecha con la izquierda, clavó las piernas en el suelo y empezó a disparar.

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