Berserk

Berserk


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Tom ya había oído disparos una vez en las últimas doce horas, pero eso era diferente. En la llanura había oído el estallido, nada más; ninguna bala había pasado silbando, ni ecos, ni rebotes, sin otra prueba del disparo aparte del sonido en sí. Allí, junto a la casa, daba la impresión de que su mundo entero estaba explotando.

Le llevó unos segundos asociar lo que estaba pasando a su alrededor con los estallidos del arma que oía detrás. Cuando miró por el espejo retrovisor, la luna trasera se hizo añicos y cayó como una lluvia en miles de pedazos. El propio espejo retrovisor se partió y le disparó fragmentos de cristal a la cara al tiempo que un agujero del tamaño de un puño aparecía en el parabrisas delantero. Algo machacó el techo una vez, dos, como si a alguien le hubiera dado por golpear el coche con un martillo pilón. El vehículo entero tembló. El asiento del copiloto traqueteó en sus refuerzos y una bocanada de relleno saltó del tapizado y luego flotó con pereza hasta la alfombrilla mientras el equipo de música y la calefacción explotaban en una lluvia de plástico, vidrio y cables.

Jo se había derrumbado sobre su regazo para esconderse del tiroteo. La sentía temblar de miedo y murmurar, horrorizada, Tom le posó una mano en la cabeza para demostrarle que seguía allí. Su mujer estaba empapada con el sudor del miedo.

El ruido era increíble. Los diversos sonidos del coche siendo destruido a su alrededor (¡Da marcha atrás, da marcha atrás!), los disparos explosivos, mucho más estridentes de lo que él se habría imaginado (¡Da marcha atrás da marcha atrás, ya!), y al final sus propios gritos, tan fuertes y sin embargo tan ajenos a él que durante unos segundos se preguntó si era Jo.

Da marcha atrás, papi, atrás, atrás, ¡me está haciendo daño!

Tom intentó inclinarse hacia delante en el asiento para ofrecer un objetivo menos claro, pero Jo le pesaba en el regazo, su mujer seguía sacudiéndose y jadeando por la conmoción de lo que estaba pasando. Le sobresalían las piernas por la puerta abierta, la parte más expuesta de ella, y a Tom le aterraba que una bala impactara en una de ellas.

¡Duele!, chilló Natasha, y de repente Tom comprendió lo que había estado diciendo y por qué y supo que tenía razón. Giró la llave de contacto, puso la marcha atrás y clavó el pie en el acelerador.

El tiroteo se detuvo cuando el coche empezó a moverse y Tom supuso que el señor Lobo estaba cargando otra vez. El momento perfecto. Se volvió para mirar por encima del hombro justo cuando la parte de atrás de su coche chocó contra la rejilla delantera del jeep y le hizo sacudirse en el asiento con Jo apretada contra su estómago y pecho, y Tom contuvo un grito. Vio que el hombre se apartaba de un salto, rodaba por la grava y se volvía a levantar mientras se hurgaba el bolsillo con una mano y sujetaba el arma con la otra. Durante un segundo se encontraron los ojos de los dos hombres. El otro frunció el ceño, ladeó la cabeza y sostuvo la mirada de Tom. Y entonces este vio el juego de distracción que había estado practicando Cole cuando levantó el arma y apuntó a su cabeza.

La bala estalló en el reposacabezas del asiento cuando Tom metió la primera otra vez. Frenó a toda prisa y dio marcha atrás contra el jeep una vez más, con cuidado de mantener las piernas de Jo a salvo y apartadas del impacto. Sintió el metal caliente que pasaba rozando la parte posterior del cuero cabelludo y abría nuevas heridas.

¡Duele, duele!

El coche chocó otra vez y Tom mantuvo el pie en el acelerador, las ruedas giraban en la gravilla y hacían volar piedrecitas, el hedor del embrague quemado le llenaba la nariz, el jeep empezaba a moverse porque el hombre, afortunadamente, había olvidado poner el freno de mano.

La pistola estallaba una y otra vez y abría agujeros en el coche. Jo se estremeció, pero Tom no miró, no podía, no cuando existía la remota posibilidad de que pudieran escapar. Olía a algo que no era el embrague, algo que debía de ser el aroma picante de un arma calentándose demasiado.

—¡Vamos! —chilló Tom, y el jeep se apartó rodando del camino de entrada y salió marcha atrás a la carretera.

Jo sufrió una sacudida en su regazo y después se quedó muy quieta. Tom bajó la cabeza y vio una mancha de sangre en su espalda, una mancha que se iba extendiendo poco a poco y que salía de un agujero desigual que tenía en el camisón.

—¡Jo!

Pisadas que corrían sobre la gravilla.

Tom mantuvo el pie en el acelerador.

Otro motor rugió y un tractor le dio un golpe al jeep en el costado y lo empujó varios metros por la carretera con un chirrido de llantas y el aullido del metal al romperse.

—¿Jo?

Ya había espacio para dar marcha atrás entre el jeep y el tractor (encajados como si hubieran salido de la cadena de montaje en una sola pieza) en la entrada, y cuando Tom vio al señor Lobo justo delante del coche, levantando la pistola, hizo girar el volante y se agachó sobre Jo. Dos balas se incrustaron en su asiento. Tom sintió la calidez de la sangre de Jo en la mejilla, donde se apretaba contra la espalda de su esposa. Las piernas de la mujer y la puerta abierta se engancharon en el poste de la entrada y después se volvieron a soltar. El coche golpeó algo, pasó arañándolo y Tom se incorporó en su asiento, la sangre y las lágrimas le caían por la barbilla y la mejilla cuando se giró y dio marcha atrás a toda prisa para meterse en la carretera.

Estaba sollozando, parpadeaba con furia, intentaba con todas sus fuerzas mantener los ojos despejados para no enterrarse en un seto. Lo siguieron más disparos, pero a él ya le daba igual, le importaría muy poco que uno de ellos lo alcanzara en el cuello. Al menos entonces podría abrazar a Jo una vez más antes de morir desangrado.

Todavía queda Steven, dijo Natasha.

—¡Cállate! —gritó Tom. Tomó una curva con el coche, chocó con la parte trasera contra una cerca y derribó la verja, que se soltó de las sujeciones de hierro. Cayó con lentitud, como si quisiera permanecer de pie. Tom vio el amanecer que desdibujaba la noche por el este. La sangre de Jo le corría por las piernas, cálida. Giró el volante y siguió conduciendo, alejándose de la casita, el jeep y el señor Lobo, que quería matarlo con tantas ganas.

Es a mí, dijo Natasha, es a mí a quien quiere hacer daño, papi, no…

—¡He dicho que te calles! —chilló Tom, y dos ruedas se revolvieron por un instante por el arcén de hierba antes de que recuperara el control.

Jo estaba muy quieta y silenciosa y Tom se dio cuenta entonces de que la bala de la espalda no la había matado. ¿Cómo iba a matarla cuando le quedaba tan poco de la parte posterior de la cabeza por culpa de aquellos primeros disparos?

La tocó allí, con la esperanza de que, de alguna manera, mientras conducía, pudiera compartir los últimos pensamientos de su mujer muerta.

Tom era consciente de que estaba soñando, pero no por ello ejercía control alguno. Se había escabullido de un caos de imágenes de pesadilla para meterse en un episodio casi de película y aunque podía sentir la repentina influencia exterior que impulsaba aquello (era más como un recuerdo que un sueño, pero algo que otra persona estaba recordando por él), no podía hacer nada por guiar o influir en su rumbo. Presentía que no iba a ser fácil. Intentó bloquear los oídos, cerrar los ojos, pero estaba dormido y los sueños no prestaban mucha atención a los sentidos externos.

Además, era fascinante, como un choque en la carretera o un accidente de tren. Tenía que mirar. Y distraía su mente de… de… algo horrible que ya no recordaba del todo.

—Es bueno olvidar, durante un rato —dijo el hombre del barco. Miró directamente a Tom y sonrió, una expresión dolorida que mostraba demasiados dientes—. Pero siempre volverás a recordar al final. Ahora mira. Recuerda.

Dormido, con sus sueños secuestrados por los recuerdos de Natasha, Tom miró.

El hombre del barco no estaba solo. Eran cuatro, dos adultos (un hombre y una mujer), un niño pequeño y Natasha, a través de quien Tom estaba viendo ese recuerdo. Todos iban vestidos con ropa parecida de color gris verdoso, casi de corte militar. Los adultos permanecían sentados con expresión pétrea, pero el niño parecía nervioso, no hacía más que levantarse, solo para que le dijeran que volviera a sentarse; parloteaba y le siseaban que se quedara callado. Jadeaba como un perrito juguetón. Los adultos parecían hablar con él sin moverse y Tom oyó susurros en su mente.

—Ya casi hemos llegado —dijo el hombre en voz alta. Sacudía las piernas y tamborileaba con los pies en la cubierta. Tenía las manos apretadas en los muslos. Se volvió hacia la mujer que tenía a su lado, sonrió y la besó en la cara—. Recuerda, no somos nosotros los que hacemos esto —susurró. Ella se giró como si no pudiera mirarlo y dirigió sus ojos hacia su hijo. Este no reflejaba la aparente tristeza de sus padres. El niño estaba otra vez de pie, gemía mientras saltaba sin moverse del sitio y retorcía con las manos las perneras de los pantalones lisos. Los ojos le estaban cambiando de color.

Se oyó una voz procedente de otra parte, apagada, distante y sin vida. No os dejéis a nadie, decía, y una forma se alzó sobre ellos, desdibujada contra el cielo.

Por mucho que lo intentara, Tom no veía nada fuera de la cabina donde estaba sentada la familia. Estaban encerrados. Solo sabía que era un barco porque el recuerdo de Natasha se lo decía y el único modo de estar seguro de los movimientos era por las sombras del mástil del radar que subían y bajaban por la cabina cuando el barco se hundía y emergía sobre las olas. El niño iba corriendo de un lado a otro, cuatro pasos a la izquierda, cuatro pasos a la derecha, el movimiento debía de estar desdibujándolo en el recuerdo porque los brazos parecían estar alargándose y las piernas engrosándose. Era como si el recuerdo de Natasha en la mente de Tom se estuviera escabullendo y sus imágenes se desvanecieran.

—Peter… —dijo la mujer, pero se calló cuando el hombre le cubrió una mano con la suya. Los ojos del niño brillaban como si reflejaran el sol.

Un minuto, pidió la voz distante, y la sombra del que había hablado se alzó y cayó por la cara de la mujer cuando el bote atravesó otra ola. La mujer se volvió y miró directamente a Tom (a Natasha) y esbozó una sonrisa, la misma que Tom recordaba que le había dedicado su madre muchos años atrás. Hablaba de un amor incondicional, y del instinto maternal de proteger.

El hombre se inclinó y habló con la mujer. Esta sacudió la cabeza, enfadada y asustada a la vez, y él la sostuvo contra sí y habló otra vez mientras la mantenía quieta para que pudiera oír todo lo que tenía que decirle.

Después la soltó, se apartó y empezó a desdibujarse.

Tom intentó retirarse. Algo había cambiado, un salto repentino en la realidad de las cosas que él no debería estar viendo. Pero él era prisionero de ese sueño, un espectador pasivo del recuerdo de Natasha que iba representándose en su mente, y él estaba atrapado allí, observando y oyendo, saboreando y oliendo la verdad de la historia. Intentó cerrar los ojos, pero ya estaba dormido. Se hubiera dado la vuelta si hubiera tenido algún control. En su lugar, vio a la familia desquiciarse, convertirse en berserkers.

La voz se elevó en un grito, las palabras indistinguibles de los gruñidos y chillidos que salían de la cabina. El niño, Peter, se había puesto a cuatro patas, los dedos de los pies y las manos arañaban la cubierta de madera y dejaban profundas marcas en la superficie.

La madera rasgada brillaba al sol. El niño sacudió la cabeza y la saliva y la sangre motearon la cubierta a su alrededor. Los adultos parecieron acelerar, sus movimientos eran sacudidas, como si fuera una película de la que se había quitado un fotograma de cada tres.

La perspectiva cayó de lado y empezó a vibrar cuando Natasha cayó al suelo.

No quiero ver esto, pensó Tom, y Natasha dijo:

No, pero tienes que verlo. Y solo acaba de empezar.

Diez segundos, dijo aquella voz vaga, y Natasha levantó la cabeza y miró la sombra que se cernía sobre ellos. En la postura se notaba el miedo. La voz contenía asombro. Las manos sostenían un objeto pesado y grande que solo podía ser un arma.

¿Qué me estás enseñando?, se preguntó Tom, pero no hubo respuesta, porque aquello era un simple recuerdo una vez más. Cuando el bote llegó con un golpe seco a una playa y una puerta alta en la proa se abrió y cayó sobre la arena húmeda, Tom se convirtió en parte de ese recuerdo.

El resto del sueño, el recuerdo, la pesadilla lo vio en retazos, cada uno de ellos más confuso que el anterior, y más aterrador. Para empezar, Tom no le encontraba mucho sentido a las imágenes individuales, pero los recuerdos vistos a través de los ojos de Natasha se combinaban para evocar una sensación de acción inminente, y una emoción nítida: pavor.

Natasha bajó a la playa corriendo detrás de los adultos y de su hermano pequeño, Peter. Las arenas estaban desiertas, una bellísima extensión dorada estropeada en algunos lugares con borrones de maderas a la deriva o algas que se secaban al sol implacable. En el extremo de la playa, donde comenzaban las dunas, a unos cincuenta metros de distancia, se alzaba una casa enorme hecha de cristal y acero, el sueño erótico de cualquier arquitecto resplandecía a la luz del día y albergaba misterios tras las ventanas oscuras. Había varios coches aparcados junto a la casa y ninguno de ellos valía menos de cincuenta de los grandes.

Algunas personas se habían congregado alrededor de la casa y otras se agazapaban en los balcones. Destellaban. Fue solo cuando Peter cayó de espaldas y se retorció como un pez recién pescado cuando Tom se dio cuenta de que los destellos eran disparos.

Un contorno desdibujado, como una película que se hiciera avanzar al triple de velocidad, las imágenes solo se distinguían por su rojez.

Estaban dentro de la casa. Era un lugar lleno de luz, espacioso, ultramoderno, todo acero, pizarra y vidrio. El padre aprisionaba a una mujer contra una pared y le vaciaba la cavidad torácica en el suelo. Corazón, pulmones, costillas destrozadas, todo lo vació como si de un cubo de basura se tratara, el impacto de las vísceras ahogado por el grito de otra persona. Le mordió a la mujer la mandíbula inferior y se la arrancó y cuando se giró, Tom vio hasta qué punto había cambiado.

Borrón.

Natasha corría por un pasillo que giraba a izquierda y derecha, las puertas pasaban como un destello a ambos lados, pero era sangre lo que dejaba el rastro que seguía la niña. Otro giro y se encontró con el hombre que se arrastraba, tiraba de una pierna mutilada tras él como si fuera un pescado destripado. El hombre se derrumbó en el suelo y se volvió, intentó levantar una pistola, pero una cuchillada de las garras de Natasha le desgarró la mano y mandó el arma dando vueltas contra el muro entre una lluvia de sangre. El hombre gritó, Natasha se inclinó hacia él y mientras el recuerdo se volvía rojo se oyó un aullido que solo podría haber procedido de un animal.

Borrón.

Peter estaba en la cocina, destrozando un cuerpo que había en el suelo. Saltó sobre él, chilló y agitó manos y pies, dio otro salto y aterrizó en la encimera, se volvió para mirar a Natasha, abrió mucho la boca (la boca, llena de demasiados dientes, y carne, y un chillido que no era posible) y se abalanzó de nuevo sobre el cuerpo. Sacudió la cabeza, tironeó y el cuerpo se deslizó por el suelo de baldosas dejando a su paso trocitos sueltos. Apenas se lo podía identificar como un ser humano, aparte de la mata de pelo rubio apelmazado por la materia gris. Peter volvió a bajarse de un salto y se fue hacia Natasha, pero no hubo un ataque de pánico, ni miedo, solo una sensación primitiva de amor fraternal.

Borrón.

Algunas personas, los supervivientes, se habían encerrado en el sótano. Los padres de Natasha estaban en la puerta, intentando atravesarla, pero estaba chapada en acero y las garras y dientes chirriaban en el metal y solo dejaban unos cortes brillantes. Peter estaba a un par de metros de distancia intentando traspasar el muro. Natasha bajó a grandes zancadas los escalones para reunirse con su familia, iba dejando huellas ensangrentadas a su paso.

Borrón.

La puerta estaba ya abierta y había disparos, la madre de Natasha bailaba contra un muro mientras un hombre vaciaba una Uzi sobre ella. Ninguna de las balas parecía alcanzarla; los trozos de yeso salían volando, los fragmentos de cemento traqueteaban contra el suelo y cuando el cargador quedó vacío, dejó de bailar. Y gruñó.

El hombre lanzó un grito cuando la madre de Natasha se abalanzó sobre él y luego lo atravesó.

Se oían gritos en el sótano. Natasha se hundió en la oscuridad para unirse a la matanza final.

Tom se despertó con un chillido. La luz del sol entraba a raudales a través del parabrisas destrozado y por un momento creyó que estaba en esa playa, quizá delante de la casa de acero y cristal, esperando a ver qué saldría de allí. Volvió a gritar, el recuerdo de las pesadillas era intenso y permanecía fresco (podía saborear la sangre, oler las armas), y entonces alguien habló con él en susurros, una voz tranquila, sedante.

No te preocupes, no llores, es solo un recuerdo.

—¡No es mío! —lamentó, y se volvió en su asiento para ver a Jo echada en la banqueta trasera. Cuando al fin había parado, se las había arreglado para empujarla, bajarla de su regazo y dejarla en la carretera, y después la había aupado al asiento de atrás. Durante el proceso, sus piernas habían arrastrado por el suelo, y había motas del pavimento negro en los arañazos. Tom había intentado quitarlas, sin dejar de llorar un solo momento.

Jo se lo quedó mirando con los ojos medio cerrados. El borrón de las lágrimas de Tom parecía hacerla llorar a ella.

Hay más, dijo la voz, más que ver.

—No quiero.

Tienes que hacerlo, papi, si quieres conocerme.

—¡Es que no quiero! Desde que te encontré, todo… es solo… —Se derrumbó en el asiento, se sentía tan desdichado, tan impotente. Hospital, pensó, policía, pero por alguna razón las dos cosas parecían inútiles.

No es culpa mía, dijo Natasha, la voz de la niña se quebraba en su mente. La sintió allí dentro, su conciencia fundida con la de él, y las lágrimas de Tom eran por los dos.

Tom salió del coche y le echó un buen vistazo por primera vez. Había estado conduciendo durante una hora después del asalto del señor Lobo, perdido en un ataque de pánico ciego, vadeando las aguas del dolor mientras Jo se iba enfriando en su regazo. Cómo era posible que no se hubiera estrellado, no lo sabía, porque no recordaba mucho del viaje. Tenía que haber pasado por otros pueblos, pero no recordaba nada de observadores que reaccionaran al coche destrozado y la mujer muerta que llevaba en el regazo. Quizá que él no los viera a ellos significaba que ellos no pudieran verlo a él.

El coche estaba hecho una pena. Era asombroso que hubiera llegado a algún sitio, tal era la violencia que lo había envuelto. Los lados y la parte de atrás estaban combados y llenos de muescas, todas las ventanas destrozadas y más de una docena de agujeros de bala perforaban el chasis. La puerta del conductor y la puerta de atrás estaban moteadas con la sangre de Jo. No era muy obvio, no había grandes manchas ni salpicaduras, pero Tom sabía lo que estaba viendo. La sangre de su mujer muerta. En el coche de los dos. En el coche que había conducido durante una hora, con Jo muerta en su regazo.

Cayó de rodillas y enterró la cara en las manos, los malos sueños de Natasha se desvanecieron, sustituidos por aquella, su propia pesadilla viva.

Me duele, papi, dijo Natasha, y Tom levantó la cabeza y miró el maletero del coche. Estaba aplastado y combado de haber golpeado repetidas veces la parte delantera del jeep.

—Bien —susurró, y lo decía en serio—. Y yo no soy tu papá. Ese hombre… esa cosa es tu padre, no yo. —Intentó no concentrarse en ninguna de las imágenes del sueño.

Tú me rescataste, dijo la niña con un sollozo. Tú me encontraste. Tú me hiciste nacer de la tierra y eres lo más parecido a un papá que tengo. Solo soy una niña pequeña. Solo soy…

—¡Tú eres esa cosa de mi sueño! —Sacudió la cabeza como si al hacerlo pudiera volver a disponer y resolver las imágenes que habían invadido su inquieto sopor—. ¿Qué eres? ¿Qué estabais haciendo?

Hay más cosas que debes ver antes de que pueda explicártelo, dijo Natasha, la voz se le agudizó al cesar los sollozos. Pero no tardará en venir el señor Lobo. No ha terminado. Me quiere muerta, y a ti también porque me estás ayudando. Quiere muerto a todo el mundo. Era humano en otro tiempo, pero todo eso lo ha perdido y ahora solo es un hombre malo.

—¿Humano? —dijo Tom mientras echaba la cabeza hacia atrás y se quedaba mirando el cielo brillante. No estaba del todo seguro qué significaba eso.

Tenemos que seguir, dijo la voz, tranquila y considerada. Tenemos que irnos, por Steven.

—¿Dónde está?

La pregunta, tan directa, debió de sorprender a Natasha porque se quedó callada unos segundos. Tom todavía podía sentirla en su cabeza, pero la sensación se quedó muy quieta, como un aliento contenido.

No puedo decírtelo, dijo la niña.

—¿Por qué?

No puedo. No estoy segura, en realidad no, pero cuanto más nos acerquemos, más segura estaré. Y estar aquí es peligroso. Muy peligroso. Si él sigue con ellos, estarán enfadados, y serán fuertes, y estarán bien alimentados.

—¿De quién estás hablando? No lo entiendo. No entiendo nada.

Nos mataban de hambre, dijo Natasha. Y después se metió de nuevo en sí misma y dejó a Tom solo, solo con su mujer muerta y esa sensación, tan conocida ya, de abandono.

Cole jamás había disfrutado matando. Las pocas ocasiones en que había matado (a su viejo amigo Nathan King en las últimas horas y las veces que lo había hecho antes) habían sido por necesidad. King había muerto porque sabía demasiado y había empezado a largar, pero en realidad todo se reducía a los berserkers.

Cole se había prometido a sí mismo diez años antes que tendría que ser tan despiadado, implacable y cruel como ellos para atrapar a los que se habían escapado o, por irónico que fuera, para evitar que se advirtiera su presencia. Sabía que jamás podría igualarlos de verdad, pero lo había intentado. A pesar de las dudas y de lo mucho que se había odiado por ello, lo había intentado.

Después de matar a Sandra Francis seis años antes, Cole había llorado. Acurrucado en la cama, llegaron las lágrimas, él se levantó de inmediato, fue a la cocina y se hizo un corte en el dorso de la mano izquierda. El dolor dio a las lágrimas una razón diferente y la sangre le trajo recuerdos que le habían proporcionado una especie de justificación. Si la científica hubiera hablado, si lo hubiera ayudado, si le hubiera revelado todo lo que sabía sobre lo que hacía especial a Natasha, quizá él hubiera permitido que viviera.

Pero en ese momento, plantado sobre el granjero arrodillado y apretándole el cañón caliente de la 45 contra la nuca, Cole se hubiera alegrado de ver los sesos del muy imbécil salpicándole los zapatos.

—¡Puto idiota! —gritó—. Es temprano, deberías estar en la cama, no conduciendo por las putas carreteras y destrozando coches. Idiota. ¡Idiota!

—Yo… yo… —era todo lo que podía decir el granjero. Estaba temblando, sudando y llorando. En lugar de inspirarle compasión, solo consiguió aumentar el enfado de Cole.

—Deje de tartamudear y dígame lo que va a hacer. ¡Hable!

El granjero había visto la mayor parte de lo que había pasado. El tiroteo, Roberts embistiendo el jeep para sacarlo a la carretera, la sangre en las piernas de la mujer que iba tirada en el regazo de Roberts. Cole sabía que le había dado varias veces y eso era un problema, no estaba bien, nada bien. Pero en esos momentos estaba demasiado colérico para sentir pena o arrepentimiento. En ese momento le hervía la sangre.

¡Estoy desquiciado, como un berserker!, pensó, y aunque la idea era horrenda, también era extrañamente satisfactoria.

—¡Estoy casi tan loco como ellos! —exclamó a voz en grito. El dedo de Cole se tensó en el gatillo y apretó el cañón todavía más contra el cuello del granjero. El anciano se balanceó sobre las rodillas y después cayó de lado, llorando y levantando las manos para defenderse de la bala. Podría ser el padre de cualquiera, seguro que tenía nietos y les enseñaba la granja, les dejaba dar de comer a las gallinas y jugar en el granero con el heno…

—Yo… yo… —empezó a decir el buen hombre.

Cole se arrodilló a su lado y le metió la pistola bajo la barbilla.

—Le he preguntado qué va a hacer.

El granjero empezó a negar con la cabeza. El cañón de la pistola se le había metido por la papada y se le abultaba cada vez que agitaba la cabeza.

—Será mejor que empiece a hablar —dijo Cole.

—¿Quién… quién es usted?

—Soy un miembro del ejército.

—Ese hombre… esa mujer…

—Eso no es asunto suyo. Y ahora escuche, viejo, esto es algo que usted jamás entendería. ¿Comprendido? Esto no tiene nada que ver con usted, pero me ha visto, lo ha visto todo, y debo advertirle que solo tengo que apretar un poco más el gatillo para sembrar el suelo con sus sesos. ¿Le gusta la idea? ¿Quiere que le airee la cabeza?

—No… no… —Volvió a sacudir la cabeza, la papada se enganchaba en el cañón del arma y la cólera de Cole empezó a disiparse. Más tarde pensó que la obesidad del hombre había sido lo que lo había salvado. De hecho, estaba muy gracioso, arrodillado en el suelo y sacudiendo la cabeza, las mejillas fláccidas iban por un lado, el cuello se bamboleaba por el otro. Si no hubiera hecho sonreír a Cole, aunque hubiera sido sin querer, era muy posible que jamás hubiera vuelto a ordeñar sus vacas.

—¿Quiere a la reina? —le preguntó Cole. Estuvo a punto de sonreír otra vez, pero entonces pensó de nuevo en Natasha hociqueando en su mente, cuando se inmiscuía y hacía sus cosas secretas allí abajo, en el subterráneo de su subconsciente y se le ocurrió que nunca más volvería a sonreír—. ¿Ama a su país, viejo?

El granjero asintió, sus ojos jamás dejaron los de Cole. Me pregunto qué ve en ellos, pensó Cole. ¿Me pregunto si piensa que estoy loco? No tiene ni idea…

—Necesito un coche —dijo Cole—. El hombre que ha visto se ha llevado algo de Porton Down y yo tengo que recuperarlo. Y por su culpa tengo el jeep jodido.

—Dios bendito, estoy infectado, ¿es eso? —preguntó el granjero—. Por favor, yo no, mis hijos no.

—¿Ha oído hablar de ese lugar, entonces?

El granjero asintió.

Cole se echó hacia atrás y apartó la pistola de la papada del granjero. Quizá ya no necesitara recurrir a las amenazas.

—No, no está infectado —aseguró—. Pero ese hombre llevaba algo en el coche, algo letal, y ni siquiera sabe que lo tiene—. ¿Y si lo supiera, importaría mucho? Si supiera lo que podría ser Natasha, ¿cambiaría algo de lo que había pasado? Seguramente no. Las personas como Roberts eran egoístas. Nunca pensaban en global. No entendían las implicaciones de lo que estaban haciendo, ni por qué. Por eso Cole estaba allí con su pistola. Su pistola era una de las implicaciones. Ojalá pudiera acercarse lo suficiente para meter una bala en la cabeza de ese monstruo arrugado.

—¿Y lo han enviado a usted a atraparlo?

—Algo así —contestó Cole. Se le pasó por la cabeza contarles a las autoridades pertinentes lo que había pasado, pero el pensamiento se disipó con la misma rapidez. No podía. No después de la última vez. Le habían dejado muy claro que les importaba una mierda lo que habían hecho con los berserkers. Era cosa de Cole, y en realidad siempre lo había sido.

—¿Es usted un agente especial?

—¿Qué?, ¿como James Bond?

El granjero sonrió, pero la mueca se desvaneció al momento cuando advirtió la fría expresión del hombre.

—Necesito un vehículo —reiteró Cole—. Ya que ha tenido la amabilidad de destrozar el mío, quizá podría prestarme otro.

El granjero asintió.

—Mi granja está a kilómetro y medio —dijo—. Tengo un coche y puede cogerlo, pero ¿me darán un recibo?

Cole blandió el arma otra vez con gesto despreocupado y el granjero asintió, los ojos muy abiertos y asombrados.

—Recuperará su coche.

El granjero se levantó y se sacudió el polvo, después Cole le recomendó que caminara por delante de él. No suponía ninguna amenaza (el viejo caminaba arrastrando los pies y seguro que ni siquiera era capaz de levantar la polla, y mucho menos un puño), pero Cole lo quería delante porque así no tenía que hablar con él.

Tenía que pensar un poco. Y mientras pensaba tenía que hacer algo que le ponía la carne de gallina, le encogía los huevos y le erizaba el vello de la nuca: tenía que abrir la mente.

Cole pinchó a Natasha y la niña no tardó en contestar.

Mamón… inútil… ¿crees que puedes cogerme? Pedazo de mierda… gusano… que te follen, señor Lobo…

Las palabras llegaban volando desde lejos, vagas y casi inaudibles. Cole apenas podía sentir la intrusión enfermiza, resbaladiza, de Natasha. Se parecía más a un eco. Debía de estar muy lejos.

—No he terminado todavía —murmuró, gritaba con la cabeza, pero no le parecía que ella lo oyera.

—¿Qué? —preguntó el granjero.

—No estoy hablando con usted.

—Está hablando con el cuartel general, ¿eh?

—Usted siga caminando. —¡La hostia!, ¡el tío se cree que está en una puta película!

Ya había amanecido y el sol manchaba las colinas del este con toda una gama de naranjas y rosas. A Cole le encantaba contemplar la salida del sol, darle la bienvenida al nuevo día y preguntarse si sería muy diferente. Cada día ofrecía posibilidades renovadas y una oportunidad nueva en la vida; incluso en sus peores momentos, un amanecer espectacular nunca dejaba de conmoverlo.

Me pregunto si ya han encontrado a Nathan, pensó, y una bandada de grajos cruzó el amanecer. Cole cerró los ojos por un instante y se imaginó que era uno de esos pájaros. Envidiaba a los animales la simplicidad de su vida. Su principal propósito era sobrevivir y procrear; el único propósito que tenía Cole nacía de la venganza. Un rasgo humano particular: la venganza. No cumplía ningún objetivo. Era como si un zorro fuera a por los perros.

Cole había perdido lo que daba sentido a su lugar en el mundo.

Abrió los ojos y regresó al presente. A lo antinatural.

Su objetivo se había dividido. Por un lado, no podía dejar que Natasha alcanzara su destino: los otros berserkers. Había ido reuniendo pruebas a lo largo de los años y sabía que era diferente. De alguna forma, la habían alterado, habían experimentado con ella en Porton Down y la habían… mejorado. Esa era la única palabra que había utilizado la científica antes de que Cole le pegara un tiro. Mejorada. Cole no tenía ni idea de lo que le habían hecho, pero una cosa sí la sabía con seguridad: solo habría servido para hacerla más letal. Y una vez que se reuniera con los otros, bien podía convertirse en un ente demasiado poderoso como para que él se enfrentara solo a ella.

Por otro lado, encontrar a los fugitivos había sido, hasta ese día, su principal preocupación. Lo que haría una vez que los encontrara ni siquiera se lo había planteado porque las perspectivas eran demasiado aterradoras. Llamar al ejército, quizá. Ponerles en bandeja la oportunidad de limpiar un antiguo error.

O quizá, después de tanto tiempo, lo haría todo solo.

Los fugitivos habían pasado desapercibidos durante diez años. Cole examinaba las noticias cada día, siempre en busca de señales que indicaran que seguían activos, pero no había nada obvio. Asesinatos, muertes, personas desaparecidas, pasaba de todo, pero no en gran número en un solo lugar. Por lo menos no en Gran Bretaña. Si los monstruos habían salido del país… bueno, no tardaría en saberlo. Si parecía que Natasha se dirigía a un puerto o aeropuerto, la partida se complicaría.

En cualquier caso, tenía unos putos vampiros que cazar y matar.

Aunque atajaron por varios prados, era más de kilómetro y medio. El granjero tardó casi media hora en llevarlo a su granja y, al menos diez veces en los últimos diez minutos del trayecto, Cole soñó despierto con meter una bala en el culo de aquel gordo. Roberts y Natasha se iban alejando cada vez más y cada minuto perdido significaba que volverlos a encontrar sería más difícil todavía. Cole se mantenía a la escucha por si oía a Natasha, la invitaba a entrar, pero las palabras aleatorias de la niña no tardaron en desvanecerse a lo lejos, convertidas en murmullos y después susurros, y entonces Cole dejó de estar seguro de estar oyéndola siquiera. Su subconsciente le dijo que la monstruita seguía tocándolo, sus palabras tan quedas que eran sombras en lugar de una voz, pero Cole estaba seguro de que la niña seguía allí. Desvariando. Recreándose. E incitándolo…

Lo incitaba porque era el único modo que tenía de poder encontrar a los otros.

—¡Eso es! —dijo Cole cuando entraron en el patio de la propiedad del granjero. Había una mujer gorda en la entrada de una casa desvencijada y un joven alto salió de uno de los cobertizos, los dos se quedaron mirando al granjero y vieron el miedo en sus ojos.

—Sí, eso es —dijo el granjero mientras señalaba el BMW—. Voy a buscar las llaves. Eh… ¿quiere que le traiga las llaves? —Se quedó allí, en medio de la mierda de vaca y esperó el permiso de Cole para irse.

Cole sonrió.

—Sí, las llaves —dijo. Se metió la 45 en la americana con la esperanza de que no la hubieran visto, pero veía en los ojos de la gorda que sí. La miró a ella y luego al granjero, y después al joven alto que seguía junto al cobertizo de acero. El muchacho sujetaba una pala en las manos, como si con ella pudiera apartar una bala. Demasiadas películas de John Woo.

—¿Qué pasa, John? —preguntó la mujer. Tenía la voz firme, el miedo bien escondido. Cole supuso que por muy sorprendida y asustada que estuviera, mantendría el control. El muchacho, sin embargo, se estaba poniendo pálido al ir cayendo poco a poco en la cuenta.

—Me llevo su coche —le dijo Cole a la mujer—. Es una cuestión de seguridad nacional. —¡Maldita sea, quizá soy yo el que ha visto demasiadas películas! En lugar de sonreír, Cole se volvió hacia el muchacho y se lo quedó mirando hasta que el chico bajó los ojos.

—Usted no se lleva mi coche —rehusó la mujer.

—¡Janet, es del ejército! —exclamó el granjero atravesando el patio con andares de pato y las manos extendidas hacia su mujer. Cole se dio cuenta de que tenía un aliado en ese hombre, alguien para quien lo extraordinario era un respiro de la rutina. Qué más daba la mujer a la que Cole le había disparado, qué más daba el destino del hombre que había salido del camino del chalet estrellando su coche contra el de Cole. Eso era una aventura.

—¿Te ha mostrado alguna identificación? —gruñó la mujer.

—No. Pero tiene un arma.

—¡Ah, entonces tiene que trabajar para el ejército, claro! —La mujer se quedó mirando a Cole desde el otro lado del patio, le echó un vistazo al bolsillo donde se había guardado la 45 y después volvió a mirarlo a la cara. ¿Qué quieres?, decía su expresión, Cole le lanzó una mirada al BMW negro y se encogió de hombros. Eso es todo.

—¿Es un arma de verdad? —inquirió el muchacho.

—¡De las de verdad del todo! —dijo el granjero, y se volvió hacia el muchacho. Una reacción sencilla, sin hostilidad—. ¡Acabo de ver un tiroteo!

Este tipo es una joya, pensó Cole. El granjero ya había olvidado que el otro bando del «tiroteo» no tenía ningún arma.

—Mire, Janet —dijo Cole, y se adelantó con las manos abiertas—. Necesito su coche, y me lo voy a llevar, punto. No he exagerado nada, aunque podría haberlo explicado mejor. Le devolverán el coche, y recibirá una carta de agradecimiento y alguna pequeña compensación por las molestias. —La expresión de la mujer apenas cambió. Una zorra muy dura, pensó Cole—. ¡También recibirán un tractor nuevo!

—¿Le disparó al tractor? —preguntó el chico.

Cole suspiró y sacudió la cabeza. ¡Aquello empezaba a ser más ridículo con cada minuto que pasaba! Y entonces habló la mujer y lo ridículo se transformó en una locura.

—No me creo nada de lo que dice. Hay una escopeta cargada en la pared a menos de un metro de mí. O me enseña una identificación ahora mismo, o voy a por ella.

—Janet…

—No quiere hacer eso, Janet —dijo Cole al tiempo que volvía a sacar la 45—. ¿Qué se cree que es esto, una película?

—No, yo no veo películas. Esto soy yo protegiendo mi propiedad y a mi familia.

—Intente coger ese arma y le disparo al chico.

Maldita fuera, no tenía tiempo para ese tipo de mierda. Por su cabeza empezaron a volar pensamientos aleatorios, las ideas se unían a gran velocidad y empezaba a reaccionar al trauma de las últimas horas. No estaba acostumbrado a estar confundido y no estaba acostumbrado a que nadie le ganara en nada. Roberts se había visto en el peor lado de la pistola de Cole y, sin embargo, había escapado, ¡y allí estaba él ahora, perdiendo el tiempo discutiendo con el inútil de un granjero imbécil, el hijo idiotizado por la tele y la puta Terminatrix!

No tenía tiempo…

Natasha me está atrayendo porque mientras me mantenga tras su rastro, Roberts seguirá adelante… Me llevo este BMW y esa zorra gorda coge el teléfono para llamar a la policía en cuestión de segundos… Podría matarlos. El pozo de estiércol. Pasarán siglos antes de que los encuentren… ¿Y qué es lo que tiene Natasha? ¿Cómo la han «mejorado»?

La mujer iba mirando de uno a otro, a él y al muchacho. Cole miró al chico, la volvió a mirar a ella y después miró al granjero.

—¡Joder, ya! —dijo. Se volvió a meter la pistola en el bolsillo—. Usted, John, vaya a buscarme las llaves del coche y me largo de aquí.

—¡Ni se te ocurra moverte, John! —dijo la mujer. Se había ido metiendo por la puerta poco a poco y había estirado el brazo dentro de la habitación, Cole esperaba que sacara la escopeta en cualquier momento. Entonces tendría dos alternativas: correr o disparar a la mujer. Una situación a la que no quería llegar… hace diez segundos estaba pensando en matarlos y tirarlos al pozo del estiércol, ¿no? ¿No? Pero a menos que algo cambiara muy rápido, pronto se vería en esa tesitura. Correr o disparar.

—Mierda. —Cole miró por el patio y vio un rebaño de vacas que miraban con rostros tristes desde un establo. Volvió a mirar a la mujer. Se había metido todavía más en la casa y quizá ya había encontrado la escopeta con la mano. El chico se quedó mirando a su madre con los ojos muy abiertos. John, el granjero gordo, giraba en círculos, parecía perdido por completo.

Y a cada segundo Natasha se iba alejando más y más.

Cole sacó el arma y le disparó a una de las vacas.

El rebaño sufrió un ataque de pánico, quizá más por la explosión del arma que por ver a una de las suyas agitándose en el suelo con el cráneo perforado y bombeando sangre en el patio cubierto de mierda.

En la casa, Cole oyó el estruendo metálico de la escopeta al caer al suelo. Janet desapareció dentro.

—John, tráigame las llaves del coche —le ordenó Cole, que ya atravesaba el patio corriendo. Supuso que tenía unos segundos antes de que la mujer recuperara la cordura. La realidad del disparo la habría dejado aturdida. La visión de la vaca al caer espatarrada en su propia mierda ensangrentada había sido suficiente para que echara a correr y Cole sabía por experiencia que a las personas que no estaban acostumbradas a la violencia les costaba reaccionar. Incluso si hubiera ido al teléfono, a la mujer le estarían temblando las manos demasiado como para usarlo.

Subió de un salto los escalones que llevaban a la cocina, estuvo a punto de tropezar con la escopeta allí tirada y siguió por el pasillo, donde encontró a Janet intentando marcar sin mucho éxito. Le quitó el aparato de las manos, lo tiró al suelo y le disparó al cajetín de la pared. El tiro lo dejó sordo y casi ni oyó gritar a la mujer. Esta se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos, petrificada. Sin embargo, todavía había un destello de desafío en su expresión, una mirada que decía: Estoy cagada de miedo, sí, pero dame un minuto y te arrepentirás de haber encontrado este sitio.

Cole la creyó y no pudo evitar sentirse impresionado. Este es el tipo de persona que lucho por ayudar, pensó, y darse cuenta de eso fue otra justificación más para lo que estaba haciendo y lo que ya había hecho. Oyó el crujido del cuello de Nathan y a la científica rogándole que no la matara un segundo antes de pegarle un tiro, y vio un alegato a favor de todos esos actos en el desafío firme y sincero de esa mujer.

Le enseñó el arma, se la agitó una vez delante de la cara y después salió de la casa, sin olvidar recoger la escopeta de camino.

El granjero y su hijo estaban de pie, juntos, al lado del BMW, con los ojos clavados en la puerta. Cuando Cole salió, el padre murmuró algo ininteligible con lágrimas en los ojos.

—Le disparé al cajetín del teléfono de la pared —dijo Cole—. Para ser honesto, creo que haría falta algo más que una bala de plata para matar a su parienta. Ahora me voy, supongo que tienen móviles, u otro teléfono en algún otro sitio de la casa, pero les agradecería mucho si esperaran un poco para llamar a la policía. No voy a perder tiempo rogándole, pero le diré una cosa: podría haberles disparado a todos. Podría… haberlos matado… a todos. De ese modo me aseguraría de poder escapar y me daría mucho más tiempo para atrapar al hombre que persigo. Y cuantas más posibilidades tenga de atraparlo, mucho mejor. Para todos. ¿Me explico? Capisce?

El granjero asintió con los ojos todavía muy abiertos.

—En realidad debería estar hablando con su mujer… —murmuró Cole. Apartó al granjero de un empujoncito y apretó el control remoto del coche. El BMW se abrió, él se subió y arrancó el motor. Suave. Rápido. Pero tendría que abandonarlo en menos de una hora.

Una pena.

—¿Cuándo recibiremos…?

—El cheque está en el correo —dijo Cole. Después cerró con un portazo y salió con un chirrido de los frenos, rociándolo todo de mierda de vaca con las ruedas.

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