Berserk

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Cole prestó atención por si oía a Natasha. Llevaba conduciendo media hora y aunque no la había vuelto a oír, seguía convencido de que iba en la dirección correcta. Lo presentía. Y de momento no tenía otra cosa a la que aferrarse.

Atravesaba embalado las carreteras secundarias, sin apenas reducir para tomar las curvas cerradas o los puentecillos empinados. Ya había chocado una vez ese día, pero esperaba que ese fuera su único accidente durante un tiempo. Y además, cuanto más rápido iba, más probabilidades tenía de atrapar al viejo y a la niña. Me ha ido atrayendo, no dejaba de pensar Cole, quiere que la siga.

La gente empezaba a dirigirse al trabajo y de vez en cuando se cruzaba con coches que iban en dirección contraria. Sus conductores lo recibían con una expresión uniforme de asco y conmoción. ¡Reduce un poco!, decían todos con sus miradas furiosas, y él les sonreía y seguía acelerando al cruzarse con ellos. Todo lo que hacía era por ellos, por esos corderos, esos inocentes que pensaban que el curro de oficina, el culebrón Coronation Street y salir a cenar los sábados era lo único que ofrecía la vida. Ninguno de ellos tenía ni idea de lo que estaba pasando en realidad en su mundo. Ninguno de ellos sabía los riesgos que él corría, la vida a la que había renunciado para perseguir a los berserkers e intentar mantener a los inocentes a salvo de todo daño. Y si se tomaba un momento para parar y explicárselo, lo llamarían loco.

Pues que se lo llamaran. Habían pasado años desde la última vez que había dejado que su peculiar locura lo molestara.

Y entonces los vio, allí estaban, el viejo de pie junto al coche aparcado, mirando directamente a Cole con los ojos tan abiertos como los de un conejo delante de los faros de un coche.

—¡Hostia puta! —Cole frenó de golpe, viró el coche para cruzarlo en la carretera y lo deslizó de lado para evitar escorarse contra el seto. ¡No puedo tener tanta suerte!, pensó, pero allí estaba Roberts, moviéndose de un lado a otro con indecisión, con el miedo de un inocente que había visto cosas terribles grabado en la cara.

Cole había salido del BMW y corría hacia Roberts casi antes de que las ruedas hubieran dejado de girar. Se detuvo a unos pasos y le apuntó la 45 a la cara.

—¡No está aquí! —dijo Roberts.

—¿Qué?

—La he escondido. Sé que la quieres, me lo dijo ella, así que la escondí donde nunca podrás encontrarla.

Cole se detuvo un instante e intentó averiguar si Roberts le estaba diciendo la verdad o no, o si importaba siquiera. Roberts había visto a Natasha y sabía lo que podía hacer, así que había que quitarlo de en medio.

—¿Dónde? —preguntó.

—Si te lo digo, me matarás.

—Voy a matarte de todos modos.

Roberts retrocedió un paso y se apoyó en su coche destrozado, después miró un momento al asiento trasero. Cole siguió sus ojos y vio las piernas de la mujer muerta a través de la puerta abierta.

—¿Crees que me importa? —dijo el hombre—. Has matado a mi mujer, cabrón. —No había mucha emoción en su voz, no había ningún rastro real de cólera, rabia o cualquier otra cosa que pudiera ser peligrosa. Estaba agarrotado.

—Lo siento —dijo Cole, que mantuvo su voz en el mismo plano de neutralidad.

—Así que mátame —lo desafió Roberts.

—¿Dónde está la niña?

—Ya te lo he dicho, la escondí.

¿Dónde?, se preguntó Cole. ¿Se puede saber dónde? Podría haber parado en cualquier parte entre la casa y este sitio y haberla escondido en un granero o en un cobertizo, bajo un seto, en medio de un campo, en cualquier parte… pero donde estuviera, la encontrarían otra vez. Podía matar a Roberts en ese mismo instante, pero su trabajo estaría lejos de haber terminado.

—Dime dónde.

—No. Ya le hiciste daño una vez, no permitiré…

—¡Hacerle daño! ¿Sabes siquiera lo que es, mamón estúpido?

—Una niña que enterraste viva.

Cole sacudió la cabeza y lanzó un bufido.

—Mira, no tengo tiempo para esto. Dime dónde está y te reunirás con tu mujer muy rápido, sin dolor, ni siquiera lo oirás llegar. No me lo digas y te dispararé una y otra vez hasta que lo hagas. Créeme, podría usar un cargador entero y tú seguirías consciente.

—No lo harás —dijo Roberts.

Cole se preparó, bajó el brazo hasta que la mira descansó en la clavícula izquierda de Roberts y después lanzó un juramento porque el tipo tenía razón. Cole podía matar sin demasiados escrúpulos, pero la tortura no era lo suyo.

—Está bien. No lo haré, pero déjame apelar a tu conciencia. Por favor. No tienes ni idea de lo que es esa niña, ni lo que puede hacer, y tienes que decirme dónde está.

—¿Para que puedas matarla?

—¡Sí, exacto! Debería haberla matado hace diez años en lugar de hacer lo que hice. Fue una estupidez por mi parte. Debería haber sabido que se iba a levantar otra vez.

—No sé de qué coño estás hablando, pero no dejaré que le hagas daño de nuevo. Es inocente.

—¿Inocente? Pero ¿qué te ha estado contando? —Cole estaba realmente asombrado—. ¿Te ha dicho que era una niñita maravillosa, lo dulce que era su familia? ¿En serio?

—Me dijo que a ella y su familia los transformaron en asesinos. —Roberts parecía estar adquiriendo confianza, y eso cabreó a Cole porque ¡era él el que tenía la puta arma!

—Siempre han sido asesinos —dijo—. Son berserkers. No son humanos como tú y yo. Son una raza diferente, una raza completamente distinta. Sí, nosotros, el ejército, los utilizamos, pero déjame decirte que accedieron de buena gana. Sus largas vidas las pasaban ocultándose de nosotros por la persecución que su especie sufrió hace siglos. Se escabullían entre las sombras y se llevaban a una persona aquí, a otra allá, muy de vez en cuando. ¡Nos comen! ¡Comen personas! Pero los atrapamos y les dimos la oportunidad de hacerlo de verdad, de gozar con lo que son. Porque es muy, muy difícil matarlos y jamás cometen ningún error.

Roberts lo miró durante un momento, una evaluación fría que inquietó a Cole y le hizo preguntarse si acaso no habría subestimado a aquel hombre.

—¿Y después de eso crees que voy a cambiar de opinión?

—No puedo creer que mantengas la misma opinión, de todos modos —dijo Cole—. Mira todo lo que ha pasado desde que encontraste a Natasha. —Bajó la vista y miró los pies que sobresalían de la puerta de atrás del coche, pero la mirada de Roberts no vaciló.

—La mataste tú, no Natasha. Tú. Con eso. —Y señaló el arma con la cabeza.

En cuanto Cole miró el arma que tenía en la mano, se dio cuenta de que había cometido un error. ¡Cabrón astuto!, tuvo tiempo de pensar, y en un instante tenía a Roberts encima, dando puñetazos, maldiciendo y dando patadas, y no había forma humana posible de que se pudiera haber movido tan rápido. Un segundo estaba en sitio seguro, con la mira del 45 de Cole encima y al siguiente Cole estaba tambaleándose bajo un asalto frenético, se tropezó con su propio talón y cayó a plomo en la carretera; Roberts se abalanzó sobre él y le arrancó el arma de la mano, le dio la vuelta y la apretó contra el ojo derecho de Cole con tal fuerza que este creyó que le iba a estallar el globo ocular. ¡Oh, no! Se acabó. Se acabó.

—¿A que sienta bien? —dijo Roberts—. ¿Es agradable? —Pero incluso entonces Cole podía ver la confusión en los ojos del hombre.

—Por favor… —suplicó Cole. Roberts asintió.

—Estoy seguro de que eso fue lo que dijo ella también. Y apretó el gatillo.

Clic.

Nada. Sujetaba el arma como si estuviera sucia, la tenía posada en la mano en lugar de sujetarla con fuerza.

Clic.

Una vez más, nada.

Hostia puta, ¿qué estoy haciendo?

El hombre del suelo miró a Tom, el ojo izquierdo muy abierto, el aliento contenido, una expresión de terror e indignación. Tom se lo quedó mirando desde su altura (pero ¿qué cojones estoy haciendo?) y estuvo incluso a punto de sonreír, la situación era irreal.

El señor Lobo empezó a girar y retorcerse y Tom supo que en unos segundos lo derribaría, y entonces el señor Lobo le quitaría el arma, la recuperaría e invertiría la situación, y él sabía cómo usar el arma, los seguros, lo que fuera que hubiera ido mal en el intento de Tom por dispararle a alguien a la cara.

¡He estado a punto de dispararle en el ojo!

Tom se echó hacia atrás, giró y blandió el arma, después la bajó con fuerza contra un lado de la cabeza del hombre. Si hubiera sido una película, el señor Lobo se habría desmoronado de golpe sin apenas una sola marca visible, pero en el mundo real la piel de la sien se partió y el hombre lanzó un grito, maldijo y se retorció todavía más bajo el peso de Tom, blandía los puños y después cambiaba de táctica y se agarraba a la ropa de su agresor en un intento de quitárselo de encima. Tom lo golpeó otra vez, esa vez poniendo todas sus fuerzas en el gancho. Emitió un sonido sordo, enfermizo, cuando golpeó el cráneo del hombre y esa vez el tipo no gritó tan fuerte. Las manos del hombre abandonaron a Tom, la cabeza le rodó atrás y adelante y bajo los párpados temblorosos Tom vio que ponía los ojos en blanco.

¡Oh, Dios, puede que lo haya matado de todas formas! En el cañón del arma se había apelmazado un coágulo ensangrentado de pelo. La sien del señor Lobo era un destrozo. Se estremeció y el talón derecho arañó la carretera una, dos veces.

Tom se levantó y retrocedió unos pasos. Sostuvo el arma con las dos manos y apuntó al hombre echado aunque seguía sin saber muy bien por qué no había disparado antes. Esa vez sujetó bien la culata y cuando apretó sintió que en la empuñadura algo apretado se deslizaba. El seguro.

Si quería, ya podía matar.

Tom lanzó un sollozo. Lo embargaron las lágrimas y por mucho que lo intentó no pudo contenerlas. No tenía ni idea de lo que acababa de pasar. Cayó de rodillas en la carretera con el cañón del arma apoyado en el asfalto.

Me moví tan rápido. Un segundo aquí, con los ojos clavados en el cañón de un arma. Al siguiente ahí, metiéndoselo por el ojo y apretando el gatillo dos veces, listo para ver explotar su cabeza y los sesos desparramados por toda la carretera. Y en mi mente, alimentando la rabia… ¿Jo? No, no era Jo. No era mi esposa muerta. Otra persona…

Natasha.

Algo se había apoderado de él cuando el señor Lobo lo apuntó con el arma, una locura desconocida que le había dado velocidad y fuerza. Ese no era Tom, en absoluto. La rabia era suya, pero no la voluntad de matar, la impaciencia por matar. Tom creía que él jamás podría hacer eso, pasara lo que pasara. Ni siquiera al hombre que había asesinado a su esposa.

Se había movido tan rápido. Y con eso llegó la evocación del sueño recordado que Natasha había compartido con él: la velocidad con la que la niña y su familia se habían movido por aquel inmenso sótano, y el poder de sus cuerpos al esquivar las balas y hacer caso omiso de las cuchilladas en su estado de hambre frenética.

Tom se levantó poco a poco, miró a su alrededor y sacudió la cabeza para recuperar el sentido de la realidad. Estaba en situación de ventaja y no podía permitirse perderla con una crisis nerviosa. Más tarde, quizá, pero no en ese momento.

—¿Natasha?

No percibió respuesta alguna de la niña momificada. Todavía dormida después de haber comido. Y Tom se frotó otra vez la herida del pecho, seguía achacándola a un cristal que se hubiera soltado cuando en realidad siempre había sabido la verdad, desde el instante en que los dientes de la niña le tocaron la piel.

El BMW seguía con el motor en marcha, aparcado de través en la carretera de modo que ningún otro vehículo podía sortearlo. Solo sería cuestión de tiempo que apareciera alguien más. Si Tom podía aprovechar al máximo los siguientes minutos (pensar con lógica, no desmoronarse, no permitir que lo que estaba pasando le afectase y lo llevara al límite), entonces Natasha y él podrían alejarse del señor Lobo para siempre. Había un coche allí mismo esperándolos, aunque seguramente sería robado. No podría quedarse con él mucho tiempo, pero quizá después de una hora o dos, si conducía con cuidado y rápido, estaría lo bastante lejos como para encontrar un sitio seguro.

Al menos de momento. Tom no se hacía ilusiones, sabía que habría que ajustar cuentas, llegaría el momento en el que tendría que ir a la policía y contarles todo lo que había acontecido. Pero hasta que llegara ese momento tenía que hacer lo que pudiera para seguir adelante.

Saltó la valla y fue detrás del seto hasta el lugar en el que había dejado a Natasha. Un caracol le había trepado hasta la cara en los pocos minutos que llevaba en la hierba, Tom lo apartó de un golpe y después lo pisó, asqueado. El sutil crujido de la concha bajo el zapato le hizo sentirse bien. Recogió a la niña, con cadenas y todo, ¿pesaba un poco más que antes? No estaba del todo seguro, la pelea y las consecuencias emocionales lo habían dejado sin fuerzas.

—¿Natasha? —insistió, pero si la niña lo oyó, optó por permanecer callada. Tom se quedó allí, de pie, unos momentos, mientras miraba lo que quedaba de la cara de la niña e intentaba discernir algo. Pero aquella muerte en vida carecía de expresión, todo lo que la niña sentía o pensaba se mostraba solo en el interior.

Dejó a la niña en el asiento trasero del BMW y la cubrió con la americana del señor Lobo. De regreso junto a su coche destrozado, dobló con cuidado las rodillas de Jo, odió el tacto frío de la piel de su mujer y el modo en que sus piernas ya parecían estar poniéndose rígidas.

—Jo —dijo, lo sentía todo, pero era incapaz de decir nada—. Jo. —Cerró la puerta.

Volvió corriendo al BMW y abrió el maletero. Dentro estaba muy sucio, cubierto de sacos viejos, hierba y hojas secas, pero encontró lo que esperaba en una esquina: una caja de herramientas. Abrió las correas que la sujetaban y la vació en el maletero. Después sacudió la cabeza, maldijo para sí y regresó a toda prisa con el hombre echado en el suelo.

¡Tengo que hacer las cosas bien!, pensó. Tengo que hacer las cosas por orden. Siempre hay un orden, el orden preciso y el que no lo es, y si ahora me equivoco, entonces me atraparán y es imposible que crean mi historia. Tengo un arma ensangrentada, mi esposa muerta, el cadáver de una niña y un asesino derribado con una pistola y tirado en una carretera comarcal. ¿Qué historia podría fraguar la policía con esto? ¿Y qué hay del ejército, o para quienesquiera que trabajara este cabrón? Tengo que hacer las cosas bien. Jo, en el coche. El señor Lobo al lado del coche. Después las cadenas de Natasha. Y luego el señor Lobo otra vez.

Después la pistola.

Arrastrar al hombre por la carretera le costó más de lo que esperaba. Fuera cual fuera la fuerza que lo había embargado, se había ido agotando y estuvo gruñendo y resoplando mientras tiraba de las piernas del señor Lobo. El hombre murmuró algo cuando se acercaron al coche deshecho y Tom se plantó sobre él otra vez con el arma apuntándole a la cara. Pero los murmullos cesaron, la respiración se hizo laboriosa e irregular y Tom lo aupó hasta dejarlo sentado y apoyado en el coche.

Hecho eso, regresó al BMW y empezó a hurgar entre las herramientas desperdigadas. En todo momento se mantenía alerta por si se acercaba algún vehículo, se preguntaba qué podría hacer si aparecía alguien. Seguro que había alguna historia creíble que se le podría ocurrir si le daban tiempo, pero en esos momentos no estaba de humor para inventar historias. En esos momentos lo único que quería era irse de allí.

Encontró un par de tenazas. Eran viejas y estaban oxidadas, pero habían mantenido las hojas afiladas y engrasadas y se abrían con facilidad. Se inclinó dentro del coche, destapó a Natasha y se puso a trabajar en las cadenas. Quería cortarlas lo menos posible porque las necesitaba. Tuvo que romper cuatro eslabones antes de desenredarlas del todo y liberar a Natasha; tuvo buen cuidado de no arrancar partes del cuerpo de la niña al extraer unas cuantas secciones que estaban incrustadas en la ropa podrida. Por fin desprendió el último trozo.

—Eres libre —dijo, y en algún lugar remoto oyó un suspiro.

El señor Lobo seguía apoyado en el coche destrozado, inconsciente. La barbilla le descansaba en el pecho, la baba le oscurecía la camisa y seguía sangrando por la herida de la sien. A Tom le pareció que respiraba, pero no quería acercarse lo suficiente como para asegurarse.

Era hora de averiguar si el plan iba a funcionar de verdad.

La cadena era lo bastante larga como para pasarla dos veces alrededor de la cabeza del hombre y el volante del coche despedazado de Tom. La unió en la base del cuello del señor Lobo con dos de los eslabones rotos, cuyos extremos cortados juntó apretándolos con las tenazas. Suponía que el hombre podría ir girando la cadena y quizá abrir a la fuerza los eslabones partidos, pero no podría ver lo que estaba haciendo y le llevaría mucho tiempo.

Para entonces, alguien ya lo habría encontrado.

Por último, la pistola. Tom la limpió lo mejor que pudo con la camisa, encontró el botón que expulsaba el cargador y después colocó el arma descargada en el suelo junto al señor Lobo. Se guardó el cargador y retrocedió un par de pasos para examinar su trabajo con el ceño fruncido. Se arrodilló otra vez, cogió el arma, levantó la mano del hombre, le metió el dedo en el guardamontes y apretó el gatillo.

¡Mierda, no tenía ni idea de lo que estaba haciendo! En las películas, eso funcionaría, pero no estaba en una puñetera película. Tampoco estaba muy seguro de que aquello fuera la vida real, pero, fuera lo que fuera, tenía que seguir adelante. No sabía lo que había hecho allí, pero no tardarían en encontrarlo, y mientras el señor Lobo respondía a las preguntas de la policía, Natasha y él se habrían ido.

—A buscar a Steven —dijo Tom, se puso en pie y miró dentro del coche, a su mujer muerta, y recordó el nacimiento de su hijo. Jo había gritado y Tom había llorado tanto que casi no podía ni ver—. A buscar a Steven, Jo. —Maldita fuera. Había muerto sin ni siquiera saber que quizá todavía hubiera una oportunidad.

Algo le tocó la entrepierna.

—Muévete y los pierdes.

Tom bajó la mirada. El señor Lobo había levantado la cabeza, levantado el arma y en ese momento la apretaba contra el escroto de Tom.

—No hay balas —repuso Tom al tiempo que revelaba la punta del cargador que tenía en el bolsillo. Pero algo le impidió moverse; jamás había tocado un arma y no tenía ni idea de cómo funcionaban en realidad.

—Siempre hay que mantener una en la recámara —dijo el señor Lobo.

Tom se mordió el labio. Cada día se aprende algo nuevo.

—Ahora voy a dispararte.

—¿Cómo te llamas?

—¿Eh?

—Tu nombre. ¿Cómo te llamas? —Tom bajó la mirada. El hombre tenía el ceño fruncido, el ojo derecho estaba hinchado, medio cerrado, y cubierto de sangre, la cara pálida; la cabeza se le bamboleaba de un lado a otro como si le doliera sostenerla en alto.

—Cole.

—Yo soy Tom.

—Eres hombre muerto.

—¡Soy Tom! —No tenía ni idea de lo que estaba haciendo. ¿Intentaba ganar tiempo? ¿Quería entablar conversación con el asesino que mantenía una pistola pegada a sus huevos?

—¿Eh? —Cole parecía mareado, la cabeza se le cayó sobre el pecho, pero luego la volvió a levantar. El arma no se movió ni un milímetro—. Cierra la puta boca, Tom —le exigió. Su voz parecía más fuerte. El ojo izquierdo se centró en la cabeza de Tom y permaneció centrado—. ¿Dónde está?

—Ya te lo he dicho, la escondí antes de…

—Estoy atado con sus cadenas, pedazo de mierda.

¡Maldita fuera! Tom frunció los labios y miró a la carretera. Por favor, ven ya, por favor, ven ya, alguien, quien sea, por favor, por favor, no quiero morir así, con los huevos reventados para que vengan los pájaros y se los lleven…

Y entonces despertó Natasha.

Tom cerró los ojos y los apretó cuando la sintió hurgar en su interior, su presencia fresca y al parecer renovada. La niña estuvo hozando y encontró cosas. Era una presencia vibrante… ¡y viva!

¿Solo una bala que esquivar, papi?, dijo. Bueno, venga, él está sufriendo, está mareado y yo podré darte una oportunidad.

—¿Qué…? —dijo Tom, pero Cole lanzó de repente un grito de dolor y apretó más el arma contra los huevos de Tom. Allá vamos, pensó.

Cole apretó el gatillo. Por primera vez en su vida estaba deseando matar a alguien. La cabeza le dolía la hostia, sentía la sien débil y pulposa, y con el dolor de cabeza casi no podía abrir siquiera el ojo bueno. Ese pedazo de mierda se merecía morir.

Apretó todavía más.

—¿Qué? —dijo Tom.

Llegó Natasha. Irrumpió procedente del subconsciente de Cole, abrió de golpe las puertas de las profundidades de su mente y se derramó por las calles brumosas de su conciencia, gritando, chillando y enfurecida como la berserker perturbada que era. No había sentido ni significado alguno en aquel estallido, aunque el hombre podía leer el odio que contenía. No distinguía ninguna palabra, pero la burla y el desprecio eran obvios en el chillido que penetraba y llenaba su mente consciente con tal animadversión que Cole solo podía encogerse bajo su asalto. Natasha le dio la violencia que la niña siempre había poseído. Él intentó hacerse una bola. Dejó caer el arma y se cogió la cabeza con las dos manos sin hacer caso del dolor de la sien, sintió la sangre pegajosa y pensó que ojalá la herida desterrara a Natasha de su mente.

—Sal de ahí —susurró, porque no tenía fuerzas para nada más.

¡Sal de ahí sal de ahí sal de ahí!, chilló ella, lloriqueando como una niña cínica.

—Déjame —dijo él.

Déjame, déjame… Señor Lobo, que te follen, bésame el culo, que te follen, señor Lobo, perderás, ¡ya has perdido!

—No —dijo Cole. Y con un esfuerzo monumental, luchando contra la agonía que sentía en el cuerpo y la tortura de su mente, abrió los ojos, vio el arma tirada junto a él y estiró el brazo.

Una forma oscilante, borrosa, se fue haciendo más pequeña en su visión cuando Roberts huyó.

Cole chilló, apuntó el arma y disparó.

Cole se desplomó, se le cayó el arma y se hizo una bola en el suelo.

Papi, es hora de correr, dijo Natasha, la voz serena y considerada. Una oportunidad, papi. Él tiene un disparo y tú tienes una oportunidad.

Tom sintió que lo invadía el pánico, soltó los alicates, pasó por encima del hombre que gemía en el suelo y se dirigió al BMW. Le dolían los huevos, tenía ganas de vomitar y el fulgor doloroso que irradiaba desde el estómago estaba a punto de hacerlo doblarse en dos.

¡Rápido!, lo urgió Natasha.

—Ya voy.

—Déjame —dijo Cole detrás de él, y Tom miró por encima del hombro, se preguntó qué le estaba haciendo la niña a la mente de ese asesino. Algo horrible, a juzgar por la expresión del tipo. Algo que le producía dolor. Tom se alegró.

—No —dijo Cole. Se levantó apoyado en un codo y cogió el arma.

Corre, papi, esquiva, tírate, va a…

El disparo estalló y sobresaltó a Natasha, que se hundió todavía más en la mente de Tom; este sintió la profunda conmoción de la niña como un puñetazo en la espalda que lo mandó espatarrado sobre el asfalto.

Un tiro, pensó, me han pegado un tiro. No había dolor, ninguna sensación real, aparte de sentir que le habían quitado el aliento y esperaba que así hubiera sido para Jo, ese entumecimiento conmocionado antes de la muerte.

Muerte…

—Me estoy muriendo —susurró.

¡Papi!, dijo Natasha con un grito ahogado, y pudo oír las lágrimas de la niña. Espera… no es tan grave. Levántate. ¡Levántate ya! La voz de la niña cambió en esas tres últimas palabras, perdió el tono cantarín de niña y adoptó algo parecido a la edad y la experiencia, algo que hablaba de poder y capacidad de adaptación. Y de furia. Estaba hecha una furia.

Tom gimió, se apoyó en las manos y las rodillas y se levantó. En el BMW oyó el crujido del cuero cuando algo se movió dentro.

Natasha chilló en su mente, una exhalación larga, estruendosa e incoherente de pura rabia. No era la primera vez que Cole lo oía, ya lo había hecho años antes, cuando los berserkers estaban en su momento más fiero, loco y hambriento y ansiaban la sensación de carne viva entre los dientes. Pero entonces estaban contenidos en Porton Down y sus habilidades psíquicas jamás habían sido tan fuertes. Pero Natasha había cambiado.

Intentó huir arrastrándose, pero las cadenas le impidieron moverse. Tampoco podía escapar de su propia mente.

Cole chilló, aunque no pudo oírse.

Rebuscó por el suelo y encontró los alicates que Tom había dejado caer. El instinto se apoderó de él y partió y cortó, apenas consciente de lo que estaba haciendo, tiró con fuerza de las cadenas hasta que se separaron y él cayó al suelo. Entonces sí se arrastró, cruzó la carretera y se metió en una zanja. Los terribles efectos del grito de Natasha persistían.

Le pareció que pasaban horas hasta que el rugido empezó a desvanecerse. Pero para entonces Cole estaba perdido para el mundo, inconsciente, merodeando por los lugares oscuros de su mente en busca de algún lugar donde esconderse de ese monstruo que fingía ser una niña pequeña.

Cuando la oscuridad lo encontró y se lo llevó, Cole se alegró.

Tom se levantó como pudo y se apoyó en el coche, todavía a la espera de que empezase el dolor. Al menos podía ponerse en pie.

Ven aquí, dijo Natasha.

Miró en el asiento trasero y vio el fardo que era Natasha. Parecía haberse movido. Los brazos se le habían separado un poco del cuerpo y la cara se había vuelto hacia él. Seguía sin haber expresión (ni una sola señal de otra cosa que no fuera la máscara mortuoria que ya había visto), pero su actitud había cambiado. Mientras que antes era un cadáver momificado, en ese momento era algo que parecía ansiar su antigua animación. Tom se quedó mirando la cara de la niña e intentó recordar con exactitud cómo había colocado el cuerpo en el asiento, y entonces los signos de movimiento fueron obvios.

Ven, dijo otra vez, la voz de una niña pequeña, pero la orden era imposible de eludir.

Tom metió el cuerpo en el coche y fue entonces cuando llegó el dolor. Gimió y se quedó inmóvil, con la esperanza de que la falta de movimiento sofocara el fuego que crecía en sus riñones. Pero no fue así. Alimentada por los espasmos de los músculos, la agonía rugió todavía más y Tom pensó: No recordaré este dolor, no es nada, es una señal, el daño ya está hecho y ahora ya no hay nada peor, es una señal, eso es todo, una señal, y ¡oh, joder, cómo duele!

¡Rápido!, dijo Natasha, y aunque tenía los ojos cerrados, Tom percibió de nuevo un ligero movimiento. Échate a mi lado.

Tom se derrumbó en el asiento trasero del coche. Sintió el cadáver de Natasha contra su pecho e intentó apartarse, pero no tenía fuerzas y se quedó allí echado con Natasha metida entre el asiento y él.

Más cerca, susurró Natasha. Más cerca, papi. Incluso a pesar del dolor, Tom notó un temblor en la voz de la niña.

Apretó los ojos (no tanto por el dolor sino porque no quería ver lo que estaba pasando, lo que se estaba moviendo, por qué podía oír el crujido del cuero) y sintió una punzada de dolor en el pecho. Y entonces notó un ligero movimiento ahí, como si lo estuviera acariciando una pluma, y lo envolvió la oscuridad para calmar su tormento.

—Vendrá alguien —susurró Tom.

Da igual, dijo la voz de la niña en su mente. Lo siguió cuando Tom se hundió y se convirtió en un eco, después se desvaneció del todo.

De la oscuridad llegó el sonido del mar y luego su aroma salado mezclado con el olor a sangre, y después vio el barco. La oscuridad nunca desaparecía del todo (estaba ahí, en los bordes, amenazando con teñirlo todo de negro en cualquier instante), pero Tom veía ese recuerdo en la mente de Natasha y por mucho que lo intentara no podía apartarse.

Los cuatro (Natasha, su hermano y sus padres) estaban en el mismo barco que los había traído a la casa. Atravesaba las olas a toda velocidad, sufriendo golpes y sacudidas al saltar de cresta en cresta. Los cuatro permanecían sentados en el pozo hundido del centro, incapaces de ver nada salvo el cielo y alguna que otra salpicadura de espuma contra la profunda tarde azul. El sol brillaba resplandeciente y distante sobre ellos.

Alrededor de sus pies la cubierta estaba inundada de sangre. Y parte era suya. Todos lucían heridas que deberían haberlos matado, pero parecían más vivos que nunca. Las extrañas adaptaciones que habían quedado patentes en la casa (los miembros alargados, las mandíbulas distendidas, las uñas estiradas) parecían haber disminuido, pero los agujeros de bala y las cuchilladas seguían siendo visibles. Algunas de esas heridas todavía sangraban, pero otras parecían haber parado ya y haberse recubierto de una costra, sobre todo en el caso del hermano de Natasha. Tenía una mancha oscura en la cara y dos en el cuello, donde habían impactado unas balas, pero en ese momento eran poco más que magulladuras pronunciadas. Ni una sola señal de agujeros en la piel. No había sangre fresca. El niño le sonrió a Natasha. El dolor que sentía era palpable, pero en la sonrisa había también un conocimiento adulto, la certeza serena de que todo iría bien. Incluso a tan tierna edad, Peter sabía que esas heridas no significarían su muerte.

Cierta sangre era de los cuatro. Pero la mayor parte provenía de lo que se habían llevado con ellos.

Acurrucadas entre los espacios donde se sentaban los miembros de la familia berserker, encogidas en el suelo, tres personas desnudas se revolcaban en sangre y suciedad. Había dos hombres y una mujer. Uno de los hombres se apretaba la garganta con las dos manos para intentar restañar la marea de sangre que brotaba de una arteria rota, mientras que el otro hombre y la mujer observaban con los ojos muy abiertos, temerosos, pero a la vez poco dispuestos a ayudar.

El hermanito de Natasha (debía de tener por aquel entonces unos siete años) dejó su asiento. Atravesó la sangre con un chapoteo, a gatas, y los tres cautivos se encogieron más, el hombre que no tenía la garganta perforada gemía como un cerdo en el matadero. Peter hizo una pausa, le gruñó al hombre que se quejaba y se echó a reír cuando empezó a llorar. La madre y el padre de Natasha observaban con cariño de padres, sonriendo a pesar del dolor de sus heridas, que también comenzaban a curarse. Peter salió disparado de repente hacia el hombre que sangraba, le quitó las manos de la herida y tomó un largo y profundo trago de aquella oscura sangre roja. Todavía a gatas regresó a su asiento, al pasar le echó un vistazo a la mujer desnuda. Esta permanecía en silencio, con los ojos bajos. Quizá si no los veía, ellos no la verían a ella.

El hombre que se retorcía volvió a sujetarse la herida, presionó con fuerza y empezó a gemir al sentir acercarse la muerte.

—Eres un glotón —dijo la madre de Natasha. Tenía la garganta irritada de los chillidos de la caza y los estragos de la carne, su voz era como un cuchillo sobre hueso.

—Qué rico —exclamó el niño al tiempo que se lamía los labios y se frotaba el estómago. Natasha se echó a reír. Su padre les sonrió a sus dos hijos y después bajó los ojos y miró al lugar donde se agazapaba la mujer desnuda, que estaba haciendo todo lo posible para evitar la mirada de los berserkers, las piernas y los brazos encogidos para hacerse lo más pequeña posible. Tenía terribles marcas de mordiscos en un lado del cuerpo y la piel desgarrada y abierta.

—¿Qué pasa? —gruñó el padre. La mujer no le hizo caso. El padre lanzó una patada, la golpeó con el talón en la cabeza y la tiró hacia atrás—. ¿Qué pasa?

La mujer levantó la mirada al fin, desafiante.

—Que te follen —dijo, y todos se rieron, unas carcajadas profundas y duras.

Natasha bajó la cabeza, se miró su propio cuerpo ensangrentado y se pasó las manos por las heridas. Cada roce le provocaba dolor, pero cada dolor le traía consuelo porque se curaría. No habían usado balas ni hojas de plata. Había sido toda una batalla y una buena comida, pero ya estaba cansada y estaba deseando llegar a casa. Al menos, ella pensaba en ese lugar como su casa. Su madre y su padre hablaban con ella, en su mente, con frecuencia y le contaban cosas de otro lugar muy diferente, y a veces ella soñaba con la oscuridad, el silencio y los lugares donde su especie quizá algún día viviría en paz, como habían hecho antes. Le habían hablado de su hogar, pero había toda una historia inmensa implícita en sus conversaciones, un pasado rico y profundo, aunque la niña jamás había sondeado más. Presentía que la mantenían en la ignorancia de muchas verdades de la historia berserker por su propio bien. El hombre intenta saberlo todo, le advertían con frecuencia y le decían que protegiera sus pensamientos. Se enteraría y nos mataría a todos porque no es como los otros. Es diferente. Ve el mal sin el bien, ve las diferencias que hay entre nosotros, pero hace caso omiso de todas las similitudes. El hombre nos odia porque no somos como él. A veces, cielo, eso es todo lo que un hombre necesita odiar.

—En realidad no necesitamos regresar con nada, ¿verdad? —graznó su padre.

—Hay de sobra siempre que lo queremos en casa —dijo Natasha—. Pero con todo, hay algo emocionante en traérnoslo de la caza.

—¿No te habrás quedado con hambre, no? —preguntó su madre. Era una mujer delgada, menuda, y su piel mostraba las señales de al menos cuatro heridas de bala que ya estaban sanando.

—Yo siempre tengo hambre —dijo su padre mientras miraba por encima de la cabeza de Natasha algo que quedaba fuera de la vista. Después sonrió, y aunque a esas alturas sus dientes habían vuelto a su estado normal, seguía pareciendo un gruñido—. Soy un berserker. Comer personas es lo que hacemos.

Natasha se volvió para ver lo que había estado mirando su padre, a quién se había dirigido. De pie, sobre ella, en la cubierta principal del barco, con los ojos que lucían su propio apetito humano peculiar, un soldado observaba el derramamiento de sangre continuo. El soldado al que sus padres se referían con el nombre de El Hombre.

Para Natasha, era como el monstruo aterrador de un cuento infantil y ella lo llamaba señor Lobo.

Tom se despertó de golpe con un ataque de pánico. No tenía ni idea de dónde estaba. Miró a su alrededor, por el coche, esperaba que el agua del mar lo inundara todo en cualquier momento, se preguntaba por qué ya no podía sentir el barco saltando de ola en ola. Podía oler la sangre, pero no había nadie más a la vista, nadie salvo la cosa arrugada que tenía prendida al pecho.

—¡No! —La apartó de un empujón y se estremeció cuando sintió un dolor rugiente en los riñones. Cole. Vi a Cole a través de los ojos de Natasha. Los observaba y lo disfrutaba—. ¡Déjame en paz! —dijo.

Natasha volvió a rodar contra el asiento de cuero. La sangre húmeda le relucía alrededor de la boca. No se movió, pero Tom se irguió en el asiento y se apretó el pecho con una mano, sintió el hilillo cálido de la sangre que le corría por la palma, muñeca abajo.

No, papi, dijo la niña, no es así, no siempre. Y nunca para ti. Estoy intentando ayudarte. ¿No sientes, no percibes cómo se aleja el dolor?

Tom se apretó más contra los asientos delanteros y se quedó mirando la boca de Natasha mientras oía su voz en su cabeza. No, esos labios no se movían. No, los miembros no habían cambiado de posición. Estaba apoyada en el asiento posterior y allí permanecía. Y, sin embargo, la sangre de Tom rodeaba la boca arrugada y el dolor que sentía él en la espalda por la herida de bala era un puño de fuego que se retorcía en sus entrañas, los dedos se doblaban, se estiraban y desgarraban… pero era soportable. Horrible, le apetecía chillar, pero soportable.

¿Lo sientes? ¿Desvaneciéndose? Escúchame y mejorará todavía más.

—¿Cómo? —preguntó él—. ¿Por qué? ¿Estoy bajo los efectos de una conmoción?

No hay conmoción, dijo Natasha.

Tom casi se echó a reír. Casi.

—Jamás me habían disparado. Estoy conmocionado, para que lo sepas.

No hay conmoción, repitió la niña. Yo me siento mejor, así que tú también.

Tom se miró el pecho, el trozo de piel desgarrada que todavía sangraba un poco sobre la camisa abierta.

—¿Has estado bebiendo mi sangre?

Solo un poco. La voz de la niña era bajita y vacilante, la voz de una niña a la que han descubierto haciendo una travesura.

—Me dijiste que no eras una vampira.

¡No lo somos!, le contestó ella, más decidida. Fue lo que pensaron al principio. Sobre todo él, el señor Lobo. Nos provocaba con ajo y cruces y… La niña se echó a reír, un crujido seco que encajaba con su apariencia física. Mi mamá y mi papá le seguían la corriente porque les divertía. Hacían lo posible por dormir durante el día y despertar por la noche, aunque a mi hermano y a mí eso nos alteraba, y el señor Lobo y los otros pensaban que sabían lo que estaban haciendo. Gracioso. Era gracioso. Hasta el día que averiguaron que los estábamos engañando fue gracioso. La niña fue dejando de hablar, como si ese día hubiera sido la última vez que había tenido motivos para reírse de verdad.

—Me han pegado un tiro —dijo Tom—. ¡Me han pegado un tiro! —Se inclinó sobre el cuerpo de Natasha y apoyó la frente en el asiento trasero, se giró un poco para poder ver la carretera y al señor Lobo. Este seguía tirado, medio metido en una zanja junto a la calzada, un brazo y una pierna extendidos sobre el asfalto, el resto casi oculto a la vista. No se movía. Tom se preguntó qué le había hecho Natasha, y cómo, pero le pareció que tenía una idea bastante clara; él había sentido sus oscuros dedos psíquicos explorando su mente y no le cabía duda de que la niña poseía otros talentos diferentes a los que él ya había experimentado.

De verdad que ahora tenemos que irnos, dijo Natasha. No tardará en despertar y tendrá más balas.

—Pero me han pegado un tiro, estoy sangrando. No puedo conducir así.

Escúchame, papi. Si me escuchas, puedes hacerlo.

—Creo que la bala sigue dentro. —Se comprobó el estómago y el abdomen, palpó con cuidado en busca de una herida de salida, pero no encontró ninguna. Solo el dolor que le martilleaba los riñones y la sensación de que algo iba muy mal por dentro. ¿Es solo la bala, pensó, o algo ha movido cosas ahí dentro?

Tenemos una conexión, dijo Natasha, y Tom pensó de repente en la boca reseca de la niña agarrada a su pecho, su sangre filtrándose por el cuerpo desecado de la niña. Esa imagen se le metió de repente en la cabeza, no la conjuró, quedó allí sostenida para que la inspeccionara y la hicieron girar recuerdos que no eran suyos. Este sintió la sangre que fluía bajo su piel y la notó entrar en la boca de Natasha. Podía sentir el desangrado de sus venas y saborear su propia sangre en otra lengua. Y allá donde mirara, hacia donde se volviera, se sentía sereno y aliviado por el intercambio. Era como si le estuvieran extrayendo sangre mala y llevándose el dolor con ella, y, sin embargo, era sangre buena cuando se ingería. Recobró algo de fuerza, y algo desconocido pareció agitarse en la mente de Natasha.

Eso es, dijo Natasha. ¿Lo ves?

—Pero no lo entiendo —contestó Tom mientras estiraba el brazo hacia atrás y palpaba el agujero desgarrado que tenía en la espalda. La sangre seguía corriéndole entre los dedos y cuando cambió de posición, una oleada fresca le calentó la piel.

No te hace falta, dijo la niña. De momento basta con que lo aceptes y dejes que te ayude. Tenemos que irnos.

—No creo…

Puedes conducir.

—No estoy seguro…

Papi…

Tom bajó los ojos y miró el cuerpo de Natasha, su rostro, las cuencas de los ojos que contenían dos globos secos como pasas viejas. Y aunque no vio movimiento alguno, la sintió sonreír.

Gracias, dijo la niña.

Fuera del BMW, por encima del rumor del motor, Tom oyó un gemido. Miró al otro lado de la carretera, al brazo y la pierna de Cole, vio un espasmo en los dedos y en el pie. Se arrastraba por el suelo.

—Está despertando.

Natasha se quedó callada, pero su sonrisa permaneció en la cabeza de Tom, la gratitud patente. No puedo dejar que termine así, pensó. Aquí no, y no ahora. Se movió un poco, esperaba que el dolor le desgarrara las entrañas, pero no fue mucho peor que un mal dolor de muelas. Un dolor de muelas del tamaño de toda la parte inferior de su cuerpo, cierto, pero era un dolor fértil, vibrante, no debilitador. Cambió otra vez de posición, salió con cuidado del asiento posterior, se puso en pie, giró, cerró la puerta y se metió en el asiento del conductor. Me acaban de pegar un tiro en la espalda y ahora voy a conducir, pensó, y la idea le era tan ajena que no le encontró ningún sentido, no le daba nada a lo que aferrarse. Allí estaba Tom, una vida entera pasada tras un escritorio, sus hazañas más osadas por lo general implicaban tomarse cuatro pintas en lugar de dos durante sus visitas vespertinas de los viernes al pub, pero en ese momento estaba allí sentado, cubierto con su propia sangre y el cadáver de una niña de diez años le hablaba desde el asiento trasero, un asesino que había pertenecido al ejército estaba tirado a seis metros de distancia y tenía a su mujer muerta en un coche carretera abajo.

Todavía queda Steven, dijo entonces Natasha, y la niña sabía con exactitud qué tenía que decir para hacer regresar su mente al presente.

Tom asintió, pensó por un instante en su hijo pequeño jugando a los soldados en el jardín de atrás, y cerró la puerta del conductor de golpe.

Cole se incorporó en la zanja. Sacudió la cabeza y se llevó las manos a las sienes como si quisiera contener el mareo. Después miró directamente a Tom y su expresión fue ilegible.

—Tú mataste a Jo —murmuró Tom. Dio marcha atrás en el BMW, metió la primera, atrás y adelante una y otra vez hasta que se quedó de frente en la carretera, justo delante de su propio coche destrozado. Su mujer estaba allí dentro, muerta y enfriándose, las balas de Cole todavía envueltas por sus órganos y carne.

Steven, dijo Natasha otra vez.

Tom asintió, aceleró el motor y metió la primera.

Cole se levantó con las piernas temblorosas. Todavía sujetaba la pistola con una mano y la otra la metió en el bolsillo de los vaqueros, cuando la sacó sostenía una forma fina y plateada. Un cargador nuevo.

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