Berserk

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—Oh, mierda, allá vamos —murmuró. No se había planteado lo que haría si se llegaba a eso, no en serio, pero tenía la pistola, y la tenía todavía en el asiento a su lado, esperando a Natasha. No podía dejar que nada se interpusiera.

El coche de policía estaba ganando terreno a toda prisa. Cole se planteó intentar escapar, aunque jamás lo conseguiría. Cuanto más se prolongara la persecución, a más refuerzos llamarían. Más coches, un helicóptero, bloqueos en las carreteras, y él sería una rata en una trampa, incapaz de escapar por mucha que fuera su determinación, por muy grande que fuera su pistola. Lo mejor era enfrentarse a ellos lo más rápido posible, entregarles a la cría y… ¿qué? ¿Matar a dos policías? ¿Dispararles a sangre fría para poder escapar y, quizá, terminar lo que había empezado diez años antes?

—Todo por ti —le dijo al reflejo del bebé. La imagen de la mujer muerta destelló ante él una vez más y tuvo que ahogar un grito, pero esa vez solo era su memoria dragando la suciedad que Natasha había plantado. La apartó de su mente y puso el intermitente para indicar que iba a parar en el arcén.

Quizá pasen de largo, pensó,

quizá estén detrás de otra persona, con otra llamada. Quizá tenga esa suerte. Pero el coche patrulla frenó tras él y con las luces todavía encendidas, paró y aparcó a menos de diez metros de su coche.

—Ya no falta mucho —murmuró—. No falta mucho para que todo termine. Esa zorra estará muerta y con un poco de suerte Lane y Sophia también. No falta mucho para el final del día. El final del día. —Tenía que pensar rápido. Veía a los dos policías como sombras en su coche, uno de ellos hablaba por radio, comprobaba la matrícula y…

Y sabrían que tenía un arma.

—¿Por qué esperar? —dijo. Miró una vez más por el espejo al bebé dormido, después abrió de golpe la puerta y de camino cogió la pistola.

Anduvo deprisa hacia el coche patrulla, llevaba la pistola bajada, sin apuntar todavía. Lo último que quería era que un motorista se pusiera en plan héroe y decidiera darle un empujoncito hacia la cuneta a ciento veinte kilómetros por hora; y empuñar un arma contra un coche de policía a plena luz del día junto a la autopista sería la excusa perfecta.

Los policías no bajaron las ventanillas. A él le dio igual. Por el lado del pasajero le disparó a la llanta delantera, dio unos pasos más, le disparó a la rueda trasera y solo entonces dio unos golpecitos con el cañón contra el cristal. La cara del policía estaba a solo unos milímetros del arma y parecía aterrado, pálido y sudoroso, la camisa se le pegaba al pecho y los hombros.

—¡Abran! —gritó Cole. Sabía que podían oírlo—. ¡Abran de una vez! —Giró el arma de modo que apuntara directamente al cristal. El policía abrió mucho los ojos, como si intentara mirar por el cañón para ver el cartucho que lo iba a matar—. ¡Tres segundos! —gritó Cole, y la puerta se abrió con un chasquido.

Cole dio unos pasos atrás y le hizo un gesto al hombre para que saliera. El policía salió del coche y continuó dándole la espalda al vehículo, ni una sola vez le quitó los ojos de encima a la pistola.

—Conductor, salga por este lado —le exigió Cole.

—¿Dónde está el bebé? —preguntó el agente. Trepó por los asientos delanteros y salió con lentitud junto a su compañero. Parecía menos conmocionado, o con más dominio de la situación, y Cole supo que era ahí donde podrían surgir problemas.

—En el coche, está dormida —dijo—. No sabía que estaba ahí dentro cuando me lo llevé. Ahora escúchenme, los dos. Esto tiene altas probabilidades de salir muy mal, pero no es lo que yo quiero. Hay una regla muy sencilla que deben recordar los dos durante el próximo par de minutos, y si lo hacen, todo irá bien. Yo tengo un arma y ustedes no. —El conductor le echó un breve vistazo a la pistola. Los ojos del otro no la habían dejado en ningún momento—. ¡Usted! —gritó Cole. El otro policía levantó la cabeza con los ojos todavía muy abiertos—. Quiero que se quite la radio y que coja la de su compañero, y que las pise.

—Pero…

—Haz lo que te pide —dijo el conductor—. Sabe que ya hemos dado aviso. —El otro policía hizo lo que le ordenaban y aplastó las radios contra el asfalto. Volvió a apoyarse en el coche, seguía sin ser capaz de apartar los ojos de la pistola que le apuntaba a las tripas.

—Esto tiene que hacerse con mucha tranquilidad —dijo Cole—. Con mucha, mucha tranquilidad.

—No tiene muy buen aspecto —observó el conductor—. Tiene golpes por todas partes, un ojo cerrado por la hinchazón y estaba cojeando.

—Ha sido un mal día.

—No tiene por qué seguir siéndolo. Solo tiene que entregar…

—¡No estoy de humor para esto, joder! —exclamó Cole. Levantó el arma, dio un paso adelante y apoyó el cañón de la 45 en la frente del otro policía, con la fuerza suficiente para dejar una marca en la piel. El hombre se meó encima. Era más de lo que Cole podía esperar—. Está caliente al principio, ¿verdad? Una sensación caliente y desagradable. No tardarás en olerlo. Y no hay nada como la sensación de orina fría alrededor de los cojones.

—Esto no es necesario, hijo —dijo el conductor—. Las cosas no tienen por qué ponerse feas.

—No, es verdad —contestó Cole. Durante un momento de locura acarició el gatillo con el dedo. Se imaginó a Roberts allí de pie, delante de él, en lugar de ese poli desconocido. Estaba deseando meterle una bala en los sesos a ese puto entrometido, reventar toda la mierda que había vivido en las últimas veinticuatro horas: Natasha invadiendo su mente, las burlas, las dos mujeres a las que había matado, y el fantasma de Lucy-Anne con el que Natasha lo había acosado.

Después se echó hacia atrás, bajó el arma y suspiró.

—Tú, vete al coche y coge a la cría. Por la puerta de atrás de este lado, el lado contrario a la carretera. Si haces otra cosa que no sea abrir la puerta y sacar al bebé, le pego un tiro a tu jefe.

El agente, con los ojos muy abiertos y una luna llena en la frente, la impresión que había dejado el cañón del arma, caminó con gesto rígido hacia el Mondeo.

—Sabe que hay una unidad de respuesta armada de camino en estos mismos momentos, ¿verdad? —dijo el conductor.

—Por supuesto. Por eso quiero largarme de aquí lo antes posible. Y la próxima vez que me paren, quizá hasta puedan ayudar.

—¿A qué se refiere?

Cole sacudió la cabeza y sonrió ante la idea de explicar todo lo que estaba pasando.

—Usted no tiene ni idea.

—Bueno, no puedo dejarlo marchar.

—Lo hará.

—No puedo.

Cole se quedó mirando al hombre y no pudo evitar sentirse impresionado.

—Es usted muy valiente —dijo—. Pero no es imbécil.

El policía aparto la mirada y Cole supo que había ganado.

El otro policía regresó con el bebé al coche patrulla, los dos apestaban a orina.

—No pretendía llevarme a la cría —dijo Cole—. Díganselo a su padre. Díganle que la cuide mejor. Y díganle… que lo hago por ella. Y por él. Y por ustedes dos también, aunque no lo sepan. Ahora, apártense. —Les hizo un gesto con la pistola para que se alejaran del coche de policía, se inclinó hacia delante y metió varias balas en la radio del salpicadero, la barra del volante y la caja de cambios. Los disparos despertaron a la niña, que se echó a llorar otra vez.

—A ver qué les parece —comenzó Cole—. Se aguanta bien los primeros tres segundos, después empieza a cabrearte de verdad. —Se giró para regresar al Mondeo.

—¿Hijo?

Cole se detuvo. El conductor había avanzado un par de pasos delante de su coche patrulla mutilado.

—Hijo, déjelo —espetó—. Espere aquí con nosotros. Puede quedarse con la pistola, pero no se largue otra vez con el coche. Si lo hace, sabe cómo terminará esto. No querrá ser otro titular más en las noticias, ¿verdad?

Cole se lo planteó un momento, pensó en las varias facetas que se iban reuniendo en algún punto, más adelante. Roberts y la niña berserker que se iba despertando, Lane, Sophia y sus hijos, que quizá estuvieran saliendo de su escondite para reunirse con ellos; el comandante Higgins y la fuerza militar que hubiera podido reunir; las unidades de respuesta armada de la policía dirigiéndose hacia allí en esos mismos momentos; y él, Cole, un asesino al que no le quedaba nada por lo que vivir salvo la obsesión que se había llevado su vida.

—No —dijo—. No, no tengo ni idea de cómo terminará esto. —Regresó al Mondeo, se tomó unos segundos para volver a llenar la recámara de la pistola, después arrancó y se fue.

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