Berserk

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A la derecha de Tom se oyeron dos disparos en rápida sucesión. Él miró en esa dirección, sobresaltado, esperaba ver a Cole salir corriendo hacia ellos desde detrás de los matorrales que delimitaban el aparcamiento. Lo que vio en su lugar le hizo ahogar un grito y cerrar los ojos al tiempo que llamaba a Natasha, temeroso de haber vuelto a uno de los recuerdos soñados de la niña. Si ese era el caso y él volvía a abrir los ojos, ¿quién sabía los terrores que lo estarían aguardando?

¡Ya están aquí!, jadeó Natasha, y en su mente Tom percibió una sombra incómoda de traición. Abrió los ojos y vio a Lane y Sophia, cruzaban a la carrera el aparcamiento hacia él. Iban vestidos de negro, se movían rápido y los dos portaban armas. Lane tenía una pistola en una mano y un tubo largo y voluminoso sobre un hombro. Sophia sostenía un rifle con las dos manos. Los dos miraban a Tom, pero este no podía sostenerles la mirada. El sol poniente parecía reflejarse en sus ojos y volverlos rojos.

—Tú eres Tom —dijo Sophia cuando llegó al coche, una afirmación más que una pregunta—. Te ha seguido la policía. Acabamos de matarlos, pero han traído a otros aquí. —Se plantó junto al BMW, su respiración apenas afectada por la carrera a través del aparcamiento, y lo apuntó a la cara con el rifle—. No confío en nadie, ¿entendido? En nadie. Tú no cuentas con privilegios especiales y pienso pegarte un tiro en el mismo instante en que lo considere necesario. —Tenía que levantar la voz para hacerse oír por encima del rugido de los helicópteros que se acercaban; Tom levantó la mirada y vio las sombras de las dos enormes aeronaves que se aproximaban. Y cuando Sophia se arrodilló junto al coche, vio qué era lo que llevaba Lane.

El varón berserker se estaba arrodillando con el tubo equilibrado sobre el hombro, con una mano sujetaba el ancho cañón y la otra la había cerrado alrededor de la empuñadura y el gatillo. El polvo y la tierra se arremolinaban a su alrededor y siseaban junto a la carrocería del BMW. Ni siquiera cerró los ojos.

—¡Quedaos ahí dentro! —gritó Sophia al tiempo que se agachaba junto al coche. Durante unos segundos se oyó un tableteo que se fundió con el rugido de los rotores del helicóptero y varios fragmentos de asfalto estallaron alrededor de Lane. Las balas rebotaron hacia el edificio y Tom vio al hombre y a la mujer meterse agachados dentro de su nave.

Lane sufrió una sacudida, como si le hubieran dado un puñetazo. Se derrumbó hacia delante y después se sentó otra vez, se quedó quieto, sin hacer caso de la segunda ráfaga de fuego de ametralladora que se estrelló contra el suelo entre el BMW y él. El tubo que llevaba en el hombro tosió y escupió su carga letal.

Tom se derrumbó sobre los asientos delanteros y metió a Natasha bajo él. Todavía podía percibir la confusión de la niña cuando una explosión masiva hizo salir el sol otra vez. El coche se sacudió como si lo removiera un camión de cuatro ejes. Las ventanillas estallaron hacia dentro y una explosión de aire caliente chamuscó el vello de la nuca de Tom, algo rebotó con un golpe seco sobre el techo del coche. Por un segundo, Tom pensó que los estaban ametrallando, pero después se dio cuenta de que eran los restos del helicóptero lo que les estaba lloviendo encima.

Se sentó y se dio la vuelta en su asiento para mirar atrás.

A doscientos metros de distancia, una gigantesca masa ardiente caía del cielo. Chocó contra el suelo en un huerto que había detrás del aparcamiento, donde aplastó árboles y tiró manzanas maduras al suelo, quemadas y secas. Un rotor siguió girando, alimentando las llamas. El otro había desaparecido dando vueltas en el atardecer.

Hubo otra explosión, incluso mayor que la primera, y la cabina del helicóptero se hinchó y se esparció por todo el huerto y la carretera de acceso. Las llamas eran tan brillantes que Tom tuvo que apartar la vista. El fuego prendió los árboles y la hierba, el combustible se derramó y mandó ríos de llamas a abrirse camino por todo el terreno.

—Hostia puta —murmuró Tom.

—Uno menos —dijo Lane. Se levantó, tiró a un lado el lanzamisiles tierra aire y corrió al coche, después se inclinó sobre Tom como si no estuviera allí y buscó a Natasha. Apartó la manta y se echó a reír—. ¡Aquí estás! —dijo—. ¡Cristo, mírate! Sophia, ¿has visto esto?

La mujer berserker apenas le echó un vistazo a Tom cuando miró dentro del coche. Después sonrió.

—Tienes buen aspecto, Natasha —dijo.

—¡Lleva diez años enterrada, qué coño de aspecto esperas que tenga! —exclamó Tom.

Lane se inclinó dentro del coche y miró a Tom por primera vez. Las caras de los dos quedaron a solo unos centímetros de distancia. El berserker lo miró de arriba abajo y pareció asimilar todo lo que había que saber de Tom en un solo segundo.

—¿Y qué cojones sabes tú? —dijo.

Lane parecía un hombre normal. Fuerte, grande, muy capaz de protegerse solo, pero normal. Tom no vio ningún cambio, ninguna de las extrañas mutaciones que había visto en los recuerdos que tenía Natasha de su familia. Quizá los berserkers estaban disfrutando de la situación. O quizá los recuerdos de Natasha estaban… sesgados. A Tom no le gustaba dudar, pero no podía evitarlo. No esperaba que los berserkers llevaran armas (en los recuerdos de la niña mataban con garras y dientes), pero comprendió enseguida lo absurda que había sido esa suposición. Por letales que fueran cuando los embargaba la rabia, las garras y los dientes no servirían de mucho contra el equipamiento militar moderno.

Tom se preguntó si el ejército había cometido ese mismo error absurdo.

—¡Aquí viene el otro! —anunció Sophia.

Lane se apartó del coche. Tom abrió la puerta, cogió a Natasha, salió y se quedó junto a los dos berserkers.

¡Son tan fuertes!, dijo Natasha en la mente de Tom.

¡Están tan adaptados! ¡Son tan poderosos! No lo sabía, en las pocas horas que llevo hablando con ellos incluso supuse…

¿Nos ayudarán de todos modos?, le preguntó Tom en su mente.

Oh, sí, contestó Natasha, y su voz se suavizó con una sonrisa mental.

Puede que se burlen de mí y te desprecien a ti, pero yo todavía tengo algo que ellos quieren.

—¿Qué? —preguntó Tom, pero la niña se quedó callada.

El segundo Chinook llegó rugiendo por encima de los restos en llamas del primero, hizo un giro marcado a la izquierda y empezó a alejarse al tiempo que escupía balas a su espalda. No apuntaron bien y las balas traquetearon contra las naves industriales y las zonas de aparcamiento que tenían delante.

Sophia miró a Tom con curiosidad y después bajó la cabeza para mirar a Natasha, todavía en los brazos de Tom.

—Ven conmigo —dijo—. Si quieres vivir, haz lo que yo diga cuando yo diga, aunque pienses que me equivoco. ¿Comprendido?

—¿Cómo puedo confiar en ti? —gritó Tom.

—Prometimos a la niña que cuidaríamos de ti.

—Eso no significa…

—Nosotros mantenemos nuestras promesas —dijo Sophia, y su mirada fría impidió a Tom responderle otra vez. El hombre se limitó a asentir y la siguió cuando la berserker echó a correr hacia la nave. Lane salió tras ellos.

Tom oyó que el tono de los rotores del Chinook cambió cuando aterrizó en algún sitio que no vieron. Supuso que habría unos veinte soldados o más allí dentro, todos listos para la batalla, para salir en tropel, rodear las naves y vengar la muerte de sus muchos camaradas.

Siguió a Sophia al interior de la nave y pasó junto al mueble en el que habían estado trabajando el hombre y la mujer. Era una mesa antigua, restaurada y pulida hasta adquirir un brillo reluciente que reflejaba el fuego del exterior. Una bala había rozado la superficie y arrancado una astilla de roble de treinta centímetros.

—¡No os haremos daño! —exclamó Sophia. La sombra de Lane cayó sobre la mesa cuando entró tras Tom.

Ambos salieron de una oficina de la parte trasera del inmueble con los brazos en alto, las caras pálidas, los ojos muy abiertos. La mujer miró hacia el fardo que Tom llevaba en brazos y abrió todavía más los ojos.

Sophia le pegó un tiro en la cara y Lane le disparó al hombre dos veces en el pecho.

Tom ahogó un grito y dejó caer a Natasha en el suelo cubierto de serrín.

El hombre se derrumbó siseando, aspirando una última y enorme bocanada de aire, las burbujas de sangre se formaban en su camiseta empapada. Sophia se adelantó y le disparó en el ojo.

—Tiro en la cabeza —le dijo a Lane—. ¡Tiro en la cabeza! —Lane se limitó a encogerse de hombros.

—¿Qué coño? —dijo Tom, pero los otros dos no le hicieron ningún caso.

¡Papi!, dijo Natasha, y Tom bajó la cabeza y miró hacia donde había dejado caer a la niña. Esta se movía sin fuerzas por el suelo. Tom se agachó para cogerla, metió las manos bajo su cuerpo (que ya no estaba tan gélido, ya no llevaba consigo la frialdad de la tumba) y la volvió a levantar. Le dolía la espalda. Se mordió el labio y gimió de dolor.

Sophia le lanzó una sonrisita de satisfacción. Tom le dio la espalda.

—Puerta de atrás —dijo Lane, y Sophia entró disparada en la oficina.

Tom la oyó echar cerrojos y mover muebles y frunció el ceño.

¿Nos está encerrando aquí con una barricada?, se preguntó.

¡Deberíamos estar largándonos de aquí! Los soldados entrarán en unos segundos y estarán desquiciados, otros berserkers en busca de venganza. Sus compañeros se están asando ahí fuera, en ese huerto. No habrá tiempo para «salgan con las manos en alto».

Olvidas muy rápido, papi, dijo Natasha, acurrucada en algún lugar de la mente aterrada de Tom.

Confía en ellos.

—¿Confiar? —escupió Tom, incapaz de evitarlo. Bajó la vista y miró al hombre y la mujer muertos y empezaron a formarse lágrimas por mucho que intentara contenerlas.

—El próximo par de minutos podrían ser los últimos para nosotros —dijo Sophia al salir de la oficina—. Lo último que nos hace falta son estorbos innecesarios.

—¡No intentes justificar un asesinato! —dijo Tom. La berserker apartó la mirada con una sonrisa burlona y Tom tragó saliva.

Una andanada de balas se incrustó en el muro que tenían al lado y derramó herramientas y trozos de yeso por el suelo. Tom cayó y se metió detrás de un banco de carpintero que había clavado al suelo, arrastró a Natasha con él y se aseguró de que la niña estuviera protegida del exterior.

Lane hizo varios disparos y se agachó cuando el estallido sostenido de una metralleta se estrelló contra la nave. El ruido era tremendo. Las balas arrancaban trocitos de cemento de las paredes, destrozaban el muro de yeso de la oficina, se estrellaban contra la antigua mesa de roble, rebotaban en el suelo, silbaban entre las voluminosas herramientas de carpintero metálicas. Tom se tapó los oídos y esperó el disparo que acabaría con él. Natasha no podía protegerlo de eso. Una bala rebotada le arrancaría la parte superior de la cabeza, o bien entrarían los soldados y lo reventarían con una andanada en el pecho y otra en la cabeza. Miró a Sophia, entre ellos el cuerpo del hombre saltaba y se sacudía cuando lo golpeaban las balas. Tom apartó los ojos, no quería ver el daño que causaban. Incluso por encima del tiroteo pudo oír la risa de Sophia.

—¿Qué cojones está pasando? —susurró, y Natasha le permitió sentir cólera y contuvo cualquier tipo de respuesta.

El tiroteo terminó. A Tom, los ecos le hacían zumbar los oídos. Lane y Sophia, agazapados tras las máquinas, intercambiaron una mirada. Lane asintió. Como si todo fuera según el plan.

Alguien empezó a gritar fuera.

—¡Lane! ¡Sophia! ¡Sabéis que no hay forma de escapar!

Lane abrió mucho los ojos con auténtica sorpresa y lanzó una carcajada que más pareció una tos.

—Comandante Higgins, ¿es usted de verdad? ¿No se ha retirado para irse a jugar al polo en el ocaso de su vida? ¡Ah, viejo chivo, no me puedo creer que lo hayan mandado a usted tras nosotros!

—Sal, Lane —gritó el hombre.

—Bueno, ¿y dónde está Cole? —respondió Lane.

—¡No tengo ni idea!

Lane miró a Sophia e hizo el gesto de «mamón» y su mujer se echó a reír y asintió, después le contestó con otra imitación de una felación.

—¡Sophia dice que es usted un chupapollas! —gritó Lane, que se agachó cuando Sophia le lanzó un trozo de mampostería.

Tom no se podía creer el surrealismo de aquella escena. Estaban a punto de ametrallarlos a todos (y él estaba dispuesto a apostar su vida a que aquellos soldados eran de Porton Down, estaban armados con balas de plata y sabían a qué se estaban enfrentando), y allí estaban los berserkers aquellos, haciendo chistes.

Qué poca memoria, susurró Natasha.

¿Recuerdas a Dan y Sarah?

Tom asintió. Sí, los recordaba. Pero ¿qué podían hacer dos berserkers contra veinte soldados armados, dispuestos y vengativos? Quizá se llevarían a unos cuantos con ellos, pero no a todos.

Otra explosión de balas continuó destrozando la nave. Tom abrazó a Natasha, olió su aroma a cerrado y a humedad y sintió sus diminutos movimientos contra su cuerpo. Algo le arañó el pecho y él se incorporó un poco, asqueado y asombrado. ¿En ese momento? ¿Quería comer en ese momento? Pero miró a Sophia y a Lane otra vez, vio lo que estaba pasando y entendió por qué.

Por fin estaban cambiando. Hasta ese momento se habían mantenido bajo control, pero Sophia se había puesto a temblar, las piernas se le estremecían mientras parecían estirarse y Lane tenía los ojos cerrados, la mandíbula se le engrosaba y los labios se agrietaban y sangraban. El berserker había dejado caer el arma y Tom la miró, se preguntó si podría alcanzarla sin que le arrancaran el brazo de un disparo. Lo más probable era que no. Con todo, la opción estaba allí.

Lane se giró para mirarlo, tenía los ojos rojos.

—¡Las manos quietas! —dijo, y Tom se encogió.

El tiroteo se interrumpió de nuevo, Higgins gritó y fue entonces cuando se alzó el primer chillido en el exterior.

Tom estaba temblando. Tamborileaba con los dedos de los pies en el suelo, los brazos le bailoteaban donde tenía apoyados los codos en el suelo y el cuerpo se le estremecía como si se hubiera apoderado de él una fiebre virulenta. También estaba sudando, el sudor caía sobre Natasha y moteaba el suelo liso de cemento. Intentó mantener los ojos cerrados, pero las imágenes que veía allí eran demasiado dolorosas para mantenerlos apretados; Jo muerta sobre su regazo; Steven de niño, impaciente por jugar a los soldados. Así que abrió los ojos para huir de esas imágenes, solo para rendirse a visiones más terribles que recordaría para siempre. El hombre muerto había sido alcanzado por varias balas y la sangre y las entrañas habían salpicado la pared que tenía detrás. A la mujer muerta le habían reventado una pierna. Lane y Sophia seguían escondidos detrás de la maquinaria de carpintería, todavía estaban cambiando, sin prisa, mientras los chillidos iban subiendo en el exterior.

Más tiros, pero esa vez no iban dirigidos contra ellos.

Y Tom estaba rabioso. Era una rabia que jamás había sentido, ni siquiera diez años antes, cuando le habían dicho que Steven había muerto. Ni siquiera estaba seguro de dónde salía esa rabia, pero suponía que era una combinación de todo lo que le había pasado, un guiso furibundo hecho con la muerte de Jo, la triste historia de Natasha, la persecución de Cole, la bala que todavía tenía alojada en la espalda, las dos personas muertas tiradas en el suelo junto a él y cuya sangre llenaba las diminutas grietas y arañazos del suelo de cemento, se extendía y formaba un mapa del dolor de aquellos trabajadores. Su sangre.

Su sangre.

Tom dejó de temblar, se quedó mirando la hemorragia del suelo y sintió un deseo repentino de lamerla.

A los chillidos y el tiroteo del exterior se unió algo más, rugidos y chirridos que Tom reconoció por los recuerdos de Natasha.

Papi, dijo la niña bajo él,

yo todavía no puedo cambiar. En su voz había tanta desdicha que apartó a Tom del precipicio al que se asomaba. Se incorporó y bajó los ojos para mirar a la niña. Esta tenía la boca llena de sangre, el pecho de Tom chorreaba y el cuerpo de la niña oscilaba de forma continua, como si lo estuviera viendo a través de la niebla.

—¿Qué hay ahí fuera? ¿Solo esos dos niños?

Dan y Sarah, ya crecidos. ¡Jóvenes, poderosos y rabiosos!

Una explosión acompañó al tiroteo. Tom se arriesgó a echar un vistazo por la esquina del banco de trabajo, la rabia se alzaba otra vez, lista para ahogarlo. Jadeó y tragó saliva para asegurarse de que todavía podía respirar. Le dolían las piernas y los brazos de sostenerlo durante tanto tiempo, le palpitaba la cara y la única parte del cuerpo que no parecía molestarle era la espalda.

Balas trazadoras atravesaron todo el aparcamiento. El BMW era una masa de llamas y había varios cuerpos tirados alrededor, sus uniformes hervían y se prendían con el calor. Uno de ellos se arrastró sin fuerzas para apartarse de las llamas, el pelo y el traje de faena humearon y después se incendiaron.

Un soldado pasó a toda velocidad por delante de la nave y por un instante Tom quiso derribarlo, golpearlo, destrozarlo hasta que muriera.

Lo siguió una sombra. Una sombra que gruñía. El chillido del soldado brotó fuera del campo de visión de Tom, pero no duró mucho.

Dos soldados cruzaron el aparcamiento de espaldas, se dirigían a la verja cubierta de hiedra por donde habían salido Lane y Sophia. Se turnaban para disparar sus armas y luego volver a cargar y, aunque estaban aterrados, parecían tener cierto nivel de control sobre su miedo. Uno de ellos estaba cubierto de sangre, pero no parecía ser suya.

Tom miró la sangre y se le hizo la boca agua.

—¿Qué me está pasando? —dijo, pero no le respondió nadie.

Miró a Sophia y Lane y aunque el cambio había transformado sus cuerpos y los había apartado de la norma, parecían haber tomado las riendas de toda su rabia berserker. Lane había recogido su pistola e insertado un nuevo cargador mientras Sophia estaba recargando el rifle con cartuchos que llevaba en el bolsillo. Ninguno de los dos lo miró a él ni a Natasha. Por alguna razón, parecían haberse puesto muy serios.

Se oyó otro estallido de fuego sostenido y Tom echó un vistazo fuera. Los dos soldados estaban de pie, espalda contra espalda, los dos disparándoles a cosas que no se veían. Sus cargadores parecieron agotarse en el mismo instante, y un segundo después unas formas aparecieron por ambos lados y cayeron sobre los hombres. Sus gritos quedaron sustituidos por el ruido de desgarros cuando los berserkers los descuartizaron.

—¿Ahora, tú crees? —dijo Lane.

—Ahora, más o menos, sí —respondió Sophia, y se volvió hacia Tom—. ¿Te vienes?

—¿Ir adónde, a hacer qué?

—Nos vamos fuera. —Y sin más se levantó, cogió el rifle y se encaminó a la parte delantera de la nave. La berserker dejaba huellas extrañas en el serrín ensangrentado. Lane la siguió, agachado, y Tom se quedó allí, escondido con Natasha retorciéndose todavía bajo él.

Llévame contigo, papi, dijo la niña, que en ningún momento dudó de que Tom iría.

Todavía había tiroteos, aunque no tantos como antes. Los hombres gritaban órdenes, el estallido seco de los rifles quedaba puntuado por el fuego de ametralladora, los chillidos se iban haciendo menos frecuentes, otra enorme explosión sacudió el polvo de las paredes y el techo y golpeó las manos y las rodillas de Tom; el rifle de Sophia resonó muy cerca, un granizo de balas que traqueteó por toda la nave y golpeó paredes y máquinas, otro disparo del rifle y después un hombre empezó a gritar la misma palabra una y otra vez.

—¡Lane! ¡Lane! ¡Lane!

—¡Comandante! —dijo Lane, como si saludara a un viejo amigo de la escuela.

Creo que es seguro salir ahora, dijo Natasha. Tom se levantó, cogió a la niña en brazos y salió con paso vacilante de la nave. Pasó junto a la mesa de roble, los disparos la habían convertido en astillas. Una pena. A Jo siempre le había gustado el roble y…

Un soldado yacía a escasos metros de allí, tenía el estómago arrancado y la garganta desgarrada todavía palpitaba. Tom se inclinó hacia allí, la muerte ejercía una gravedad insoportable.

Ahora no, papi. Todavía no.

Tom frunció el ceño, sacudió la cabeza y fue entonces cuando vio al hombre que corría hacia ellos.

—¡Parece asustado! —exclamó Sophia. El comandante se detuvo a menos de un metro de la nave. Temblaba, jadeaba y tenía un lado de la cara salpicado de sangre. Sostenía una pistola en la mano izquierda, pero no hizo intento alguno de levantarla.

—¡Lane! —gritó el comandante, aunque no había expresión alguna en su cara. Chilló el nombre del berserker otra vez y fue como el ladrido de un perro.

Tom miró hacia el aparcamiento y observó la destrucción. Cinco minutos antes el Chinook había aterrizado y vomitado su carga de soldados, pero en ese instante los hombres yacían muertos por el asfalto. Algunos estaban en grupos de dos o tres, la mayor parte estaban solos, las entrañas humeando al atardecer. Varios todavía gemían, las manos alzadas hacia la puesta de sol como si estuvieran intentando conservarla para otro día. El BMW seguía ardiendo. El primer helicóptero era una hoguera en el huerto y fuera de su campo de visión, tras una fila de árboles y arbustos, otra enorme cortina de humo caliente y fuego marcaba la muerte de la segunda aeronave.

El comandante se quedó mirando como si lo cegara el miedo. Los berserkers se acercaban a él desde dos direcciones diferentes. Ya no eran los niños que Tom había visto en los recuerdos de Natasha. Dan era tan grande como Lane y más poderoso todavía, las piernas y brazos desnudos rielaban cuando los músculos se flexionaban y relajaban después. Sarah era más pequeña, pero igual de formidable. El rostro se le había alargado y le había echado hacia atrás los ojos y el nacimiento del pelo. Estaba cubierta de sangre. Los dos berserkers gruñían y escupían y Tom casi podía sentir el golpeteo combinado de esos corazones que gozaban de la vida en aquel lugar de los muertos.

—Conteneos —dijo Lane sin alzar la voz, y sus hijos cayeron de rodillas y esperaron. Cada uno de ellos clavaba en Higgins su mirada furiosa. La chica se lamía los labios cubiertos de sangre, la lengua saboreaba el aire como la de una serpiente.

—¡Lane! —gritó Higgins.

—Tan elocuente como siempre —dijo Lane, y, de repente, gruñó, se dobló por la cintura y se encorvó en una pose animal.

—¡Por favor! —exclamó Higgins. Empezó a sacudir la cabeza, los ojos se le iban a izquierda y derecha para mirar a sus hombres muertos.

Lane se irguió, su rostro estaba cambiando. Estaba llorando sangre. Señaló a la pistola del comandante.

—Le estoy dando a elegir —rezongó.

—¡No, por favor, Lane! —suplicó Higgins—. Tengo un hijo, una hija. ¡Tengo nietos! El cumpleaños de Janey es dentro de tres días, ¿qué va a hacer sin su abuelito? ¿Qué va a hacer esa niña? Por favor, Lane. Por favor. —El comandante estaba llorando, un hombre delgado y menudo cuyo traje de faena y rango no podían protegerlo del miedo.

—Le estoy dando a elegir —le aclaró Lane, que enunciaba cada palabra con cuidado a través de la mandíbula estirada y los dientes que le sobresalían.

—¿Sophia? —clamó Higgins, pero allí no encontró ayuda alguna. La berserker se aferraba a su rifle, pero también estaba cambiando, gruñía, rezongaba y le enseñaba los dientes al cadáver del soldado que tenía a los pies.

Lane se incorporó de un tirón, pareció tener que ejercer un esfuerzo masivo para hacerlo. Agitó el brazo y después lo bajó. Dejó caer la pistola.

—Tu… última… oportunidad —sentenció, y la última palabra se transformó en un rugido.

Higgins miró a Tom por primera vez, y después a Natasha, acunada entre sus brazos.

—No tienes ni idea —dijo, después levantó la pistola y se pegó un tiro en la boca.

Lane y Sophia cayeron sobre él antes de que su cuerpo golpeara el suelo.

Tom regresó al interior de la nave mientras los berserkers se saciaban. Se llevó a Natasha con él y la posó en una antigua mecedora, el asiento recién tapizado y el respaldo desgarrados por las balas. La mecedora se movió un par de segundos por la inercia y ya no cesó en su suave balanceo. Por encima del sonido de las bocas voraces que se alimentaban fuera, Tom todavía podía oír los sutiles crujidos del torso de la niña al inclinarse y estirarse.

Papi, dijo la niña, la voz quebrada y forzada.

¡Papi!

La mecedora se bamboleó.

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