Berserk

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Diez años después de la muerte de Steven, Tom no pensaba que su hijo fuera a cambiarle la vida de nuevo.

Guardaba como un tesoro todos los recuerdos que conservaba de él, sobre todo esos momentos que lo habían afectado tanto que creía que habían alterado su percepción de las cosas para siempre. Su hijo, que apenas sabía andar, señalaba al cielo, maravillado, y pronunciaba sin aliento su primera palabra: «¡Nube!». Un poco más mayor, cuando estaba aprendiendo a montar en bicicleta, Tom lo había soltado y Steven solo se había caído cuando se había dado cuenta de que iba solo. A los trece años había ganado una medalla de bronce para su escuela en los campeonatos nacionales de natación; la fotografía de la entrega mostraba a un joven en la cúspide de su hombría, con una expresión encantada pero reservada a la vez, plenamente consciente del momento. A los diecisiete años Steven se había alistado en el ejército y a los diecinueve lo habían aceptado en el regimiento de Paracaidistas. Tom conservaba en casa el retrato de su hijo con la boina roja, colgado sobre la chimenea. Al mirarlo se sentía orgulloso. Y triste. Era la última foto que había tomado de él antes de que muriera.

Tom se quedó allí sentado, mirando un vaso medio vacío mientras escuchaba el bullicio del

pub que servía pintas y cenas a los que acababan de salir del trabajo. Le ocurría con frecuencia (Steven había sido hijo único y su pérdida les había clavado un cuchillo que el tiempo no dejaba de retorcer en la herida), pero sobre todo cuando Tom menos lo esperaba. Parpadeó para ahuyentar las lágrimas, que desdibujaron todas las imágenes, se terminó el vaso e intentó imaginar cómo sería Steven en ese momento si todavía estuviera vivo. Después de diez años en el regimiento de Paracaidistas, con toda probabilidad habría visto algo de acción, ya fuera en Europa Oriental o en el Golfo. Seguramente estaría casado, siempre se le habían dado bien las chicas, incluso de jovencito.

Quizá Tom ya sería abuelo.

—Hola, donde quiera que estéis —murmuró Tom mientras se levantaba y se acercaba a la barra. Se imaginaba con frecuencia los fantasmas de esos no nacidos, sombras de vidas no vividas, y a veces le provocaba ansiedad que lo obsesionaran esos no nietos. Esperaba que se sintieran orgullosos, pero no le parecía que lo fueran a estar.

—¿Lo mismo, Tom?

Había colocado el vaso en la barra con toda la intención de irse a casa, pero al oír la pregunta asintió y dejó un puñado de monedas. Con el vaso lleno de nuevo, regresó a su mesa. Dos hombres habían ocupado su sitio. Se planteó preguntarles si podía sentarse con ellos, aunque la idea de entablar conversación con desconocidos no le apetecía mucho. No cuando tenía a Steven tan presente.

Casi diez años. Se sentó bajo una ventana, cerca de la mesa en la que había estado antes, y tomó un sorbo de la pinta.

Diez años desde que murió. Jo ha cambiado mucho en este tiempo. La encantadora y joven madre se ha convertido en una mujer de mediana edad, falta de todo salvo de sus vacías aficiones. Y todavía la quiero. Volvió a beber y cerró los ojos con la amenaza de las lágrimas. Ella también lo quería a él. Era muy fuerte el vínculo que los unía, y apasionado; quizá lo único bueno que había salido de la muerte de Steven.

Se preguntó cuánto había cambiado él también.

Los dos hombres estaban hablando en voz baja, pero Tom no pudo evitar oír parte de su conversación. Jamás había sido de los que se abstraían del ruido de fondo, e, incluso si no le interesaba demasiado el tema que se estuviera tratando, las palabras encontraban un modo de llegar a sus oídos.

Los hombres estaban hablando del tiempo que habían pasado en el ejército. Aparentaban tener unos treinta años. La edad de Steven si estuviera vivo.

Tom bebió un poco más de cerveza, empezaba a arrepentirse de haber pedido la tercera pinta. Jo sabía que paraba a tomar una cerveza los viernes antes de volver a casa. Lo que su mujer no sabía era que siempre iba solo. Le había hecho creer que unos cuantos compañeros de la oficina iban también y esa pequeña mentira piadosa no lo molestaba demasiado. No había razón para dejar que su esposa pensara lo contrario. No serviría más que para preocuparla. Y para Tom solo eran un par de pintas tranquilas, un momento durante el cual podía pensar en la semana que acababa de pasar y plantearse el fin de semana que tenía por delante. En ocasiones charlaba con la pareja que regentaba el

pub y de vez en cuando entablaba conversación con uno o dos de los habituales. Pero la mayoría de las veces aquel era un momento para sí mismo. Era entonces cuando podía pensar de verdad si se encontraba cómodo consigo mismo o no. Por lo general, las respuestas se sucedían con rapidez y por eso solía volver a casa después de solo un par de cervezas, para meterse de lleno de nuevo en la vida conyugal. Para asfixiar sus pensamientos. Para enterrar el continuo dolor que le suponía pensar que debería haber hecho mucho, mucho más con una vida tan marcada por la muerte de Steven.

—Nunca supo de qué iba todo aquello —dijo uno de los hombres. El otro asintió de manera ostensible y tomó un sorbo de su vaso. Miró a Tom por un momento, pero después apartó los ojos.

—Bueno, si no sabía lo que hacían allí, se lo merecía.

Tom se volvió de lado en un esfuerzo por oír más de la conversación, pero alguien sacó el premio gordo en la tragaperras. El tableteo mecánico y victorioso de las ganancias expulsadas ahogó el ruido del bar durante treinta segundos y para entonces los dos hombres se habían quedado otra vez en silencio.

Tom miró a su alrededor y sintió que en el

pub se asentaba una inquietud conocida. Solo pasaba allí un par de horas a la semana, pero a veces le parecía que lo conocía mejor que su propia sala de estar. Quizá era el único lugar en el que se relajaba de verdad. Cerró los ojos y suspiró, y cuando los abrió, alguien dijo:

—Porton Down.

Tom miró a los dos hombres. Estaban inclinados sobre sus bebidas, muy cerca el uno del otro, pero no se estaban mirando. Uno tenía los ojos fijos en su pinta y el otro había encontrado una pelusa fascinante en la manga de su americana.

¡Porton Down! Eso está en la llanura de Salisbury, donde… Donde se mató Steven. «Un accidente durante unas maniobras», le habían dicho a Tom. Cuando insistió, le dieron unos cuantos detalles más, y siempre había pensado que ojalá no hubiera preguntado nada. Y sin embargo… quedaba esa duda omnipresente.

—Están tapando el asunto —había murmurado el padre de Tom en el funeral, pero para entonces el hombre ya llevaba tiempo sufriendo alzhéimer y Tom no inquirió más.

Se produjo entonces uno de esos instantes que sobrevuelan los bares a la espera del momento ideal para manifestarse, un breve lapso en el que las conversaciones decaen al mismo tiempo, la tragaperras guarda silencio entre jugada y jugada, el personal de la barra se detiene a beber algo o va a cambiar un barril y la máquina de discos se toma un respiro entre canción y canción. Y en medio de ese silencio, en voz tan baja todavía que seguro que solo lo había podido oír Tom, uno de los hombres susurró algo al otro.

—Allí tenían monstruos.

Más tarde Tom se pasaría cierto tiempo cavilando sobre el destino, y sobre qué suerte cruel había decidido que él oyera esas tres palabras susurradas. Si se hubiera ido a casa después de la segunda pinta jamás los habría oído y la vida habría continuado, y quizá Jo y él habrían envejecido juntos y su amor mutuo habría hecho todo lo posible para llenar el vacío que habían dejado Steven y su familia.

Pero para cuando pensó en eso, Tom ya conocía a los monstruos de los que había hablado el hombre y, a pesar de su fiereza, no había lugar para el arrepentimiento.

—¡Disculpen!

Tom había visto a los hombres terminar sus bebidas y dejar el

pub, no sin antes echar un vistazo a su alrededor, como si su último comentario flotara en el aire para que todos lo oyeran. Y fue la expresión de sus ojos, asustada, defensiva, lo que le hizo dejar el vaso sin terminar y seguirlos al exterior.

—¡Disculpen!

Los hombres caminaban con rapidez, así que tuvo que echar una carrera para alcanzarlos.

—Disculpen, señores. ¡Eh!

Los otros se detuvieron y se volvieron. Ninguno de los dos parecía muy agradable. Así, más de cerca, Tom vio mejor lo grandes que eran. Supuso que ya no estaban en el ejército; uno tenía el pelo largo y el otro lucía una barriga cervecera que daba fe de la apatía y la vida sedentaria del tipo.

Tom se detuvo, jadeante, y se preguntó qué diablos iba a decirles.

—No he podido evitar oír parte de lo que estaban diciendo ahí dentro…

—Poniendo la oreja, ¿eh? —preguntó Pelo Largo.

—No —dijo Tom—. Pero les oí mencionar Porton Down. Mi hijo se mató en la llanura de Salisbury hace diez años y me preguntaba… —

No hablaré del comentario sobre los monstruos, pensó Tom.

Eso fue lo que los hizo salir de allí, pensar que alguien pudiera haber oído la palabra. «Monstruo».

—Lo siento —dijo Barriga Cervecera, aunque parecía bastante indiferente.

—Me preguntaba, bueno, si estuvieron en Porton Down, quizá…

—No estuvimos allí —replicó Pelo Largo—. Debe de habernos oído mal.

—¿Cuánto tiempo hace que dice que se mató? —preguntó Barriga Cervecera.

—¡Déjalo! —interpuso su amigo, pero Tom se apresuró a responder.

—Diez años el mes que viene.

Barriga Cervecera abrió los ojos un poco más, se sacó las manos de los bolsillos y se irguió.

Pelo Largo miró a su amigo y luego a Tom, y después volvió a mirar a su amigo.

—¡He dicho que lo dejes! —bramó, y después fue a por Tom. Lo cogió por la chaqueta y lo empujó contra el muro, no con fuerza, pero desde luego el gesto no tuvo nada de amistoso. El aliento le apestaba a miedo. Tom jamás había olido nada parecido, aunque supo con toda exactitud lo que era. Ese hombre estaba aterrado.

—Solo vinimos a tomar una pinta —dijo—. No nos gusta que la gente escuche nuestras conversaciones y no queremos que nos molesten con cosas de las que no sabemos nada.

—Entonces ¿ustedes no estuvieron allí? —preguntó Tom sin apartar la mirada de Barriga Cervecera. El hombretón frunció el ceño y se negó a mirarlo.

—¿Dónde? —preguntó Pelo Largo—. Y, aunque hubiéramos estado, ¿es que su hijo no le dijo nada de la Ley de Secretos Oficiales? Y ahora largo de aquí, joder, antes de que me enfade.

Soltó a Tom y se retiró retorciéndose las manos como si le avergonzase tanta agresividad.

—Si eso no era usted enfadado, odiaría verlo cabreado —exclamó Tom. Pero Pelo Largo no apartó la mirada ni se disculpó. Se limitó a mirarlo fijamente y Tom no tardó en ponerse lo bastante nervioso como para alejarse un poco—. Está bien, debo de haber oído mal —dijo—. Lo siento. Creí que les había oído hablar de monstruos.

Barriga Cervecera se dio la vuelta y echó a andar. Pelo Largo sonrió y sacudió la cabeza.

—Demasiada cerveza, viejo. —Después él también se dio la vuelta y los dos hombres dejaron a Tom allí de pie, solo. Ninguno de los dos se volvió para mirarlo.

Demasiada cerveza, viejo. Y durante cada minuto de su regreso a casa, Tom se preguntó hasta qué punto era cierta aquella afirmación.

—Ya casi han pasado diez años —dijo Jo el lunes por la mañana, durante el desayuno.

Tom asintió. Acababa de terminarse los cereales y no podía dejar de pensar en los dos hombres del

pub. Uno de ellos agresivo, el otro más callado, pero ambos incómodos y muy conscientes de lo que les había estado preguntando Tom. Él no había oído cosas raras ni se había imaginado los comentarios del

pub. El miedo que se palpaba en su reacción desmontaba el desmentido de los tipos.

—¿Crees que deberíamos conmemorar la ocasión de algún modo? —preguntó su mujer.

—¿Cómo?

Ella se encogió de hombros y se retorció un mechón de cabello. Siempre hacía lo mismo cuando pensaba en algo con intensidad y Tom adoraba el gesto. Le permitía vislumbrar de nuevo a la vivaz mujer que había conocido antes de que sus vidas volaran en mil pedazos.

—Quizá podríamos visitar la llanura otra vez.

Solo habían ido a la llanura de Salisbury una vez desde la muerte de Steven, en el primer aniversario. Por aquel entonces seguía siendo un campo de tiro militar y no habían podido acercarse al lugar donde se había producido el accidente. Tuvieron que imaginárselo desde lejos: el Tornado de la RAF en vuelo rasante sobre las colinas lanzando un misil aire-tierra, el piloto subiendo de nuevo al darse cuenta de su error. Creyó que le estaba disparando a un objetivo, les habían dicho, no a un transporte de tropas. Steven fue uno de los quince hombres que murieron. Habían devuelto los cuerpos a las familias en ataúdes sellados, con la bandera del Reino Unido extendida encima, además de una pensión anual para los familiares más cercanos y ninguna respuesta real; un accidente, les dijeron. Había sido un accidente.

—Podríamos —dijo Tom—, si quieres ir de verdad.

Jo se encogió de hombros.

—No estoy segura de lo que quiero.

—A mí me gustaría ir —declaró Tom. Asintió. La conversación de los hombres del

pub había vuelto a encender un profundo escepticismo sobre lo que les habían contado a Jo y a él de la muerte de su hijo. Por mucho que Tom comprendiera lo ridículo que era unir las dos cosas (que la extraña conversación de los dos hombres pudiera no tener nada que ver con Steven, después de tanto tiempo) siempre le había quedado esa duda. Cualquier pequeña mención de accidentes militares, confusión de identidades, fuego amigo, todo eso ponía su mente en movimiento de nuevo y empezaba a darle vueltas a los pocos hechos con los que contaban para crear nuevas verdades enteras que pudieran llenar los espacios vacíos.

La investigación oficial había sido larga. Los medios de comunicación la habían cubierto con detenimiento y tras el veredicto de «muerte accidental», los periodistas habían publicado entrevistas con familiares y grupos de presión. Se habían emitido varios programas de televisión sobre el incidente y dos periodistas de investigación se habían pasado un año intentando descubrir «toda la verdad». Al final habían salido satisfechos de sí mismos y triunfantes con lo que habían averiguado: unos cuantos hechos poco claros sobre la política de maniobras con fuego real y un armario lleno de trapos sucios relacionados con las preferencias sexuales del oficial que había presidido la investigación. Pero nada concreto. Tras un año en el que los habían bombardeado todos y cada uno de los días con la realidad de la muerte de Steven, Tom y Jo no sabían mucho más que el día que había muerto el joven.

Tom no tenía fe alguna en las averiguaciones de la investigación oficial, y mucho menos en los periódicos y programas de televisión que la habían utilizado para promocionar sus ventas e índices de audiencia. No le quedaba duda de que cualquiera que fuera la historia que les habían contado, no se acercaba en absoluto a la verdad, pero los focos deslumbrantes bajo los que tuvo lugar la investigación habían influido para que muchos creyeran que la historia real se estaba descubriendo en su totalidad. Lo que se reveló al final de ese año tan largo y doloroso no fue más que otra versión distorsionada del mismo relato. Más nombres a los que echarles la culpa, reglas que cambiar, cabezas que cortar, muchas disculpas pronunciadas ante ávidas cámaras de televisión y un público tan acostumbrado a que lo engañaran que ya no reconocía las sonrisas satisfechas de los embusteros.

«Están tapando el asunto», había susurrado el padre de Tom en el funeral.

Tom siempre había estado enfadado, pero atenuaba esa rabia un dolor tan absorbente que ni él mismo era apenas consciente de ella. Durante ese año fue un desconocido el que vivió en su cuerpo, que existía exclusivamente para sufrir los recuerdos de su único hijo. Recordó muchas ocasiones en las que no había pensado durante años, momentos aleatorios en el tiempo, como si su mente estuviera buscando por todas partes restos de Steven. Allá por donde mirara veía a su hijo montado en un triciclo, dándole patadas a un balón y dejando su hogar a los diecisiete años para alistarse en el ejército. Llegó un punto en el que Tom hubiera deseado poder pasar un día sin recuerdos, pero esos eran los momentos en los que la pérdida dolía más. Su rabia, aunque abundante y profunda, era también inútil. No le servía para nada. Y él sabía que, en todo momento, lo más importante era que Jo y él se tenían el uno al otro.

Jamás había olvidado, ni perdonado, pero en cierto modo supuso que se había rendido. Y al final la vida continuó.

Allí tenían monstruos.

—Sí —dijo otra vez—. Me gustaría ir. Creo que nos vendría bien.

Jo bajó la cabeza y se quedó mirando su taza.

—¿Jo? ¿Te encuentras bien?

Su mujer asintió, levantó la frente y lo miró con los ojos tristes. Pocas veces lloraba ya. Por alguna razón, esa mirada desdichada era todavía peor.

—Estoy bien. Solo es un aniversario. En realidad no es un día diferente a cualquier otro.

—No, no lo es.

—Pienso en él todos los días, de todos modos. Es solo… —Se fue quedando sin palabras y bajó la cabeza.

—Deberíamos conmemorar el día —sugirió Tom.

—Sí. —Jo lo miró y sonrió—. Es como un cumpleaños, solo que es el día que murió Steven. ¿Es una locura, Tom? ¿Crees que la gente pensará que somos raros?

Tom le cogió la mano por encima de la mesa y sintió los dedos de su mujer pegajosos de la mantequilla y la mermelada.

—¿Crees que me importa una mierda lo que piense la gente? —le soltó.

Jo se echó a reír. A Tom le gustaba ese sonido. Le recordaba que todavía tenían una vida en común, y a veces sentía que necesitaba que se lo recordaran.

—Me voy a trabajar —anunció—. Echaré un vistazo en internet a la hora de comer para ver si encuentro una casita agradable no muy lejos de allí.

—Creo que lo mejor será ir solo un fin de semana —dijo Jo—. Más tiempo quizá no sea tan agradable.

—Solo un fin de semana —convino Tom. Se levantó y besó a su mujer, la abrazó y le hizo cosquillas en una oreja antes de apartarse cuando ella amenazó con darle una palmada en el brazo—. Hasta luego. Te quiero.

—Yo también te quiero —le correspondió ella, ya levantada para prepararse para el trabajo—. Llegaré un poco más tarde esta noche. Tengo que terminar un diseño antes de finales de semana.

—Yo haré la cena —prometió Tom. Sonrió, y cuando Jo le respondió con otra sonrisa, él encontró allí la profunda tristeza, la auténtica tristeza de su mujer que jamás podría ocultar ningún juego ni broma.

A la hora de comer, en el trabajo, Tom alquiló una casita al borde de la llanura de Salisbury para el segundo fin de semana de octubre. Era un lugar alejado, justo a las afueras de un pueblecito, una vieja casita con dos dormitorios, un aseo en la planta baja, una chimenea de troncos y una especie de fresquera bajo la cocina donde los ocupantes habían almacenado en su momento carne y otros alimentos perecederos. Estaba a un paseo de diez minutos del

pub y restaurante más cercano y a media hora en coche del área militar de la llanura de Salisbury. Si el fantasma de Steven rondaba por la llanura, estarían casi a tiro de piedra.

Tom se preguntaba con frecuencia si existían los fantasmas. «Steven siempre está con nosotros», decía Jo, pero ella se refería al recuerdo, la realidad conservada de su persona, porque ellos jamás dejaban que se desvaneciera el tiempo que había vivido. Pero cuando ellos estuvieran muertos y enterrados, ¿entonces qué? ¿Su hijo se convertiría en nada más que un número en un informe militar, una fotografía, un pensamiento ocasional de los amigos que lo habían sobrevivido? Y después de eso… nada. ¿Cómo podía alguien tan vivo estar de repente tan muerto? Tom odiaba pensar así, pero siempre había sido dueño de una mente inclinada a explorar las partes más esotéricas de la vida, y la muerte de Steven alentaba eso en lugar de atenuarlo. Algunas noches, mientras dormitaba en el sofá junto a Jo, se encontraba vagando por los páramos, flotando sobre esas hectáreas oscuras de helechos y hierba, saltando por pantanales, atravesando algún que otro bosquecillo donde vivían animales año tras año sin llegar a ver jamás un ser humano. Y de vez en cuando, en los momentos más oscuros, veía a Steven errando por la llanura, confundido por su muerte repentina, llorando… llamando a su madre y a su padre… porque era muy joven, demasiado joven para morir.

Tom abría los ojos y se quedaba mirando las conocidas cuatro paredes de su casa y le desesperaba aquella sensación de impotencia, breve pero intensa, que siempre lo embargaba después.

Fue una tarde mala. Se quedó sentado ante su escritorio y miró por la ventana; de vez en cuando revolvía papeles o abría archivos nuevos en el ordenador para convencerse al menos de que estaba trabajando. Steven estaba allí, como siempre, pero también estaba aquel abismo inmenso de vacío y pesar que amenazaba con tragarse a Tom entero: pesar por una vida desperdiciada tras una mesa, viendo cómo sus ambiciones y energía se pudrían bajo el ataque de la indiferencia y el trabajo monótono; y el vacío de su mente, donde en otro tiempo habían morado aspiraciones tan magníficas. Tom siempre había considerado su trabajo como un medio para alcanzar un fin, pero ese fin jamás había estado cerca siquiera. Se sentaba tras su mesa cinco días a la semana haciendo números para pagar la hipoteca, lamentando sin parar una carrera musical que no hacía más que eludirlo. Tantas oportunidades aprovechadas y que luego se había cargado, tantos tratos echados a perder por culpa de la mala suerte o su propia estupidez. El hecho de que apenas hubiera tocado una sola nota desde la muerte de su hijo no hacía mucho por sofocar su pesar.

En el dormitorio de invitados, los instrumentos de Tom permanecían en sus atriles, monumentos a sus sueños perdidos. En otro tiempo había esperado que ellos le permitieran dejar su huella en el mundo, pero ya solo se limitaban a ocupar espacio y acumular polvo, todo potencial desaparecido mucho tiempo atrás en ecos que se habían disuelto en la nada. Esas paredes habían oído música maravillosa, pero no habían devuelto nada. A veces entraba en aquella habitación y se preguntaba si había cambiado algo. ¿Lo había oído tocar algún pájaro y había cambiado su rumbo? ¿La estructura molecular de la casa se había visto alterada de una forma sutil por las vibraciones del contrabajo, por la dulce serenata de la guitarra? ¿Habían quedado, en alguna parte del mundo, pruebas del talento que él había malgastado?

A veces creía que el fantasma de su música vagaba por la llanura con el espíritu perdido de su único hijo.

Pero ese día en el que la luz del sol de otoño creaba belleza con las hojas moribundas, Tom tenía otra cosa en mente. Esa duda, resucitada de su incómoda tumba. Y la antigua rabia por las mentiras que les habían contado todavía atenuada por el dolor, pero ya no sofocada por su intensidad.

Hacia el final de la tarde, Tom sentía que necesitaba hacer algo positivo. Salió temprano de trabajar y se dirigió al

pub, con una ligera esperanza, aunque se daba cuenta de lo tonto e ingenuo que era. Y, sin embargo, no le sorprendió del todo ver a Barriga Cervecera sentado en la misma mesa que había compartido con su amigo el viernes anterior; esa vez solo, pensativo y asustado.

—¿Puedo invitarlo a algo?

—¡Oh, mierda, no pensé que fuera a estar aquí! —Barriga Cervecera se levantó de la mesa con los ojos muy abiertos. Miró hacia la puerta como si planeara escapar.

—Pero ha venido de todos modos.

El hombretón se encogió de hombros. Respiraba deprisa, con la mirada en otra parte; después se quedó observando a Tom durante unos segundos antes de volver a desviar los ojos.

—Lo siento mucho —dijo mientras sacudía la cabeza, hablaba en serio. Después le tendió la mano—. Soy Tom Roberts.

Barriga Cervecera le estrechó la mano; le sudaban las palmas, pero su apretón era firme.

—Nathan King. —Volvió a sentarse.

—Encantado.

King no se hizo eco del formalismo y Tom se dio cuenta de que seguramente ese era el último sitio en el que ese hombre quería estar en esos momentos. Toda su actitud proyectaba nerviosismo e inquietud: los ojos que no paraban de moverse, los dedos que tamborileaban sobre la mesa, los sorbos frecuentes al vaso.

—Deje que le traiga otra —se ofreció Tom. En la barra se tomó unos momentos para recuperar la compostura y de repente lo golpeó un terror frío, inexplicable.

Ahora puede que descubra algo terrible, pensó.

Algo que no he sabido en diez años, algo que quizá sea mejor que no llegue a saber. Nada nos devolverá a Steven. Jo y yo tenemos una vida. Nos merecemos vivirla en paz. Pagó las bebidas y las llevó a la mesa; su voz interior, más profunda, le habló entonces, la voz que de vez en cuando se alzaba y veía lo que había tras las nimiedades.

La verdad se merece una oportunidad, le dijo.

Tom se sentó enfrente de Nathan King y se preparó para que le volvieran a cambiar la vida.

King tardó varios minutos en empezar a hablar.

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