Berserk

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Tenía la columna partida, varias costillas rotas y el hueso de un muslo estaba astillado y agujereado. Otra muerte violenta.

Tom se echó hacia atrás en el agujero y sacó a rastras a Richard Parker. Con las manos bajo las axilas del esqueleto arrastró las piernas, un cuerpo pesado por las ropas húmedas y los restos momificados de músculo y piel. Tiró de él hasta dejarlo junto a Gareth Morgan, y los brazos de los esqueletos parecieron entrelazarse, amigos reunidos otra vez.

De vuelta en el agujero, Tom siguió ahondando. Sacó más cuerpos (algunos podridos hasta los huesos, otros que todavía tenían aferrada una capa correosa de piel o carne marrón y seca), investigó las placas de identificación, puso los cuerpos a un lado y siguió cavando, respirando con dificultad e intentando no prestar atención al corazón que le martilleaba sin parar en el pecho y exigía que descansara, parara, detuviera esa locura.

Hacía calor. Podía echarle la culpa de esa locura al calor, quizá.

Tom se miró las manos embarradas, se tanteó la frente, se escupió en la mano y comprobó la saliva en busca de sangre. No se había apoderado de él ninguna enfermedad. Ningún agente bacteriológico había convertido sus entrañas en gachas. Quizá lo que había matado a esos hombres había quedado liberado en el aire, solo para esperar el momento adecuado antes de volver a golpear. Quizá acabara con el mundo entero. En ese momento lo único que le importaba a Tom era la imagen que había construido en su mente: las placas de identificación de Steven, embarradas y frías, descansando en sus manos.

Leigh Joslin, Anthony Williams, Stuart Cook… ninguno de ellos era su hijo. Jason Collins, Kenny Godden, Adrian Herbert… todos desconocidos, todos hijos muertos de otras familias. Ocho ya y había más allí abajo, Tom podía ver el amasijo de huesos, cráneos y ropa, embarrados y húmedos, podía oler el perfume dulce de la putrefacción, saborear en el aire la injusticia de todo aquello.

Tom miró de repente a los hombres muertos puestos en fila y apartó los ojos, incapaz de creer lo que había hecho. La cabeza de Joslin se había desplomado y apartado de la columna que lo sujetaba. A Herbert le faltaba un brazo. Las costillas de Godden habían sido aplastadas, como si algo hubiera intentado meterse en su interior. Tanta violencia, tanta muerte.

El siguiente cuerpo que cogió todavía tenía pelo, y la carne seca se hundía entre los huesos, sus ojos eran unos orbes amarillos y pálidos acurrucados en el cráneo. Un cráneo extraño y deformado. Tom frunció el ceño y se inclinó sobre él, se apartó a un lado para dejar que la luz del sol entrara en la depresión del suelo. El cráneo del soldado parecía alargado, con la mandíbula distendida, y los dientes debían de haber sobresalido de las encías porque parecían demasiado grandes para la cabeza. La frente era pesada, la cavidad de la nariz se abultaba sobre la boca con un aspecto canino.

—¿Qué diablos…? —susurró Tom. Había un agujero de bala en la nuca. Quizá eso explicara la distorsión.

Tom estiró un brazo y cogió las piernas del cuerpo mientras intentaba hacer caso omiso de la sensación de una carne fría y correosa bajo sus manos, pegajosas y húmedas. Tiró. El cuerpo cambió de posición unos centímetros hacia él y después se detuvo, sujeto por algo que Tom no podía ver.

El cráneo había permanecido exactamente donde estaba.

—¡Joder! —Tom se movió de lado hacia otro esqueleto y lo arrastró por la pequeña pendiente hasta el montón cada vez más grande que se extendía por el brezo. Comprobó la placa de identificación y lo desechó (otro desconocido), después volvió a por más.

Jo volvió a cogerlo de la mano. Se la apretó con fuerza y Tom lanzó un grito, una exhalación desdichada de desesperación. Levantó la cabeza y miró al cielo, era puro, limpio, sin la mácula de la muerte. Pero aunque vio el color azul del cielo y oyó a Jo susurrándole su amor, Tom todavía podía sentir la humedad de la tumba entre los dedos.

¿He cambiado?, se preguntó.

¿He cambiado tanto?

Se frotó los dedos y soltó a Jo.

—Es todo por ti —dijo Tom, y miró abajo otra vez. El extraño cráneo se lo quedó mirando con sus ojos hundidos. La antinatural distancia entre el cráneo y el cuerpo separado le confería a la escena un carácter surrealista, y Tom estuvo a punto de empujar otra vez el cuerpo para que se pegara a la cabeza, pero tenía los miembros demasiado largos, las costillas demasiado estrechas, ¿y por qué estaba haciendo aquello? ¿Por qué estaba jugando consigo mismo?

—¡Steven! —gritó, y cuando volvió a cavar…

No está aquí.

Tom se preguntó cuándo se había amplificado esa sensación de sentirse observado sin que él lo notara en realidad. Los buitres se habían ido, pero la piel del cuello le cosquilleaba, la había puesto en movimiento una mirada que él no podía concretar.

Aquel cráneo raro volvió a sonreírle con unos labios hundidos en las mandíbulas.

—Estás muerto —dijo mientras tiraba de otro esqueleto; no era Steven, y luego otro, que tampoco era Steven.

Y ya estaba. Once cuerpos extraídos y extendidos en el brezo, once pares de placas de identificación y ninguna de ellas de su hijo. Se suponía que habían muerto quince hombres, quizá a Steven y los otros tres desaparecidos los habían enterrado en otra parte, o incinerado, o…

¿Por qué dejar las placas? ¿Demasiado peligroso? ¿Demasiado riesgo de infección?

Pero abajo, en el pozo, había más. Detrás del cuerpo que no pudo mover vio el brillo de más huesos. Metió la mano debajo y tocó algo frío y pesado. Le dio otro tirón al cuerpo y oyó el tintineo de metal contra metal. Tiró con más fuerza y otro cuerpo se deslizó entre el barro, también sin cabeza y tan deformado como el primero. El cráneo (que quedó atrás) también tenía un agujero de bala tras una oreja.

No estoy viendo esto, pensó,

llevo no sé cuánto tiempo desenterrando putos cadáveres y ahora me está afectando, hace calor, Jo está preocupada, estoy llorando y las lágrimas lo están distorsionando todo. ¡No estoy viendo esto!

El muerto se deslizó hacia él cuando tiró, conectado al primer cuerpo decapitado por una gruesa cadena de metal, y después otro cadáver más pequeño lo siguió. Tom se levantó y se retiró un poco, sin darse cuenta del todo de que todavía sujetaba las piernas momificadas del primer cuerpo. Se llevó los muertos con él, dos adultos sin cabeza y lo que solo podía ser un niño, también sin cabeza, el cráneo perdido en algún lugar de ese hoyo maloliente.

Estaba a punto de soltar las piernas, apartarse y echar a correr, cuando vio que la cadena envolvía otro fardo, otro cadáver. Ese parecía tener todavía la cabeza. Tiró otra vez y el cuerpo se soltó del suelo, húmedo y mugriento, pero era obvio que entero todavía. Estaba encadenado a los tres cadáveres decapitados, el metal le rodeaba el pecho y las axilas y le pasaba entre las piernas, enmarañado a conciencia, y Tom se preguntó por qué alguien querría enterrar así a una persona muerta.

Tom vaciló solo un segundo antes de bajar poco a poco al pozo de nuevo. Esos cuerpos estaban más enteros que cualquiera de los otros que había sacado, momificados en lugar de podridos, quizá porque habían estado enterrados a más profundidad en el suelo de turba. El primer cráneo se lo quedó mirando cuando estiró las manos por encima de los dos cuerpos adultos, cogió el esqueleto del niño decapitado y lo atrajo hacia sí. Estaba llorando y gimiendo, y se oía un extraño lamento que le costó muchos segundos identificar como algo que en realidad procedía de él. El niño era ligero como una almohada, su cuerpo parecía estar entero, pero al mismo tiempo seco y marchito. Lo único que le daba peso era la cadena. Tom colocó el cadáver con suavidad entre los adultos decapitados, agarró la cadena y tiró. La levantó, gruñendo por el esfuerzo, las lágrimas y el sudor le desdibujaban la visión mientras intentaba distinguir qué le pasaba a la cabeza de aquello, por qué tenía aquella forma, por qué se giraba…

Y fue entonces cuando el pequeño cadáver estiró la mano y cogió el brazo de Tom.

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