Berserk

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—¿Qué le contaste?

—¡Ya te lo he dicho!

—No te creo.

—¿Entonces por qué insistes en preguntarme, Cole?

Este se quedó mirando a Nathan King desde su altura, lo había atado a una silla con sus propias ropas rasgadas. El muy idiota seguía intentando jugar con él, embaucarlo, pero Cole no tenía tiempo para eso. Ya no. El propósito de su vida, paralizado durante una década, comenzaba a tomar impulso de nuevo. Lo último que le apetecía era tener que sacarle información a golpes a su amigo, ese antiguo recluta, tan inútil como imbécil.

—Me estás haciendo perder el tiempo —lo acusó.

King negó con la cabeza.

—Por el amor de Dios, te he dicho…

El puño de Cole entró en contacto con la barbilla del otro y le echó la cabeza hacia atrás y hacia un lado.

King jadeó, escupió sangre. Cole dio un paso atrás para que no lo salpicara.

—Piensa bien lo que me vas a decir —le advirtió Cole—. Daz me contó que volviste al

pub para ver a Tom Roberts. Solo hay una razón para eso y los dos sabemos cuál es. Así que, por última vez… ¿qué le contaste? —Se masajeó los nudillos y se dio la vuelta.

El apartamento de King era pequeño y estaba hecho un desastre. Había marcas de dedos alrededor de los interruptores, telarañas en las esquinas del techo y envases de comida rápida apilados junto al único sillón. Había comida tirada por la moqueta. Latas de cerveza aplastadas y arrojadas a un rincón de la cocina. Vivía como un animal. Cole no quería estar allí, se sentía sucio con solo respirar aquel aire, pero necesitaba algo más de King que un simple «le dije que no era como había dicho el ejército». En cierto sentido se alegraba de que King hubiera descubierto el pastel por fin, pero necesitaba saber qué pastel y de qué sabor. A Cole no le serviría de nada salir al campo hecho un basilisco, a ciegas, en busca de fantasmas que había dejado atrás hacía una década.

—Cole… —King escupió varias veces y se le cayó un diente de la boca—. ¡Hostia puta, Cole, me has arrancado un diente! No te veo en diez años, ¿y apareces y me arrancas un diente? Qué sentido tiene, ¿eh? —Se quedó mirando la muela ensangrentada que se le había quedado pegada al muslo, sacudió la cabeza y le tembló el cuerpo entero.

Cole miró al hombre patético atado a la silla de madera de la cocina, y la vergüenza tiñó la rabia que sentía.

—Perdona, Nath —se disculpó—. En serio, tío, lo siento. No estoy orgulloso de esto, pero necesito saber con exactitud lo que le contaste a ese viejo sobre su hijo. Con exactitud. Todo. Dejó su casa con su mujer y necesito saber por qué se ha ido de repente. Me imagino adónde ha ido, eso no es un problema, porque se cumplen los diez años este fin de semana. Pero, Nath, no quiero bajar allí a ciegas, tío. Necesito saber cuánto le has contado. Necesito saber todo lo que sabe él. Y te volveré a hostiar si sigues tocándome los huevos.

King dejó caer la cabeza y la sangre le chorreó en el regazo. Siguieron las lágrimas y el hombretón contuvo un sollozo.

—Cole, se me escapó —admitió al fin—. Steven Roberts era su hijo, ¿te acuerdas de Steven? Y el tío parecía tan triste, ¿sabes? Tan desesperado por conocer la verdad. Pensé que podría ayudarle saberlo. Y le dije dónde mirar.

—¿La tumba? —Cole se quedó helado.

La dejamos encadenada, queríamos que sufriera, queríamos que estuviera allí metida, viva, para siempre… «Te volveré a ver», le había dicho—. Hostia puta, Nath.

—No le dije nada de…

Cole volvió a golpearlo, y esa vez lo hizo con ganas.

—¡Serás capullo! ¿Por qué coño lo hiciste? ¿Lo sabe? ¿Sabe lo de ella?

King negó con la cabeza, la sangre y la saliva le colgaban de la barbilla.

—Pues claro que no —negó, cansado, triste y asustado—. ¿Crees que le hablaría de ellos? Ni siquiera yo lo sé todo sobre ellos, ni entiendo lo que sé. Y no quiero pensar en ellos pero lo hago, cada noche; sueño y grito y a veces pienso que compartir el miedo puede aliviarlo, ¿sabes? Pero si crees que le dije todo eso, es que estás loco.

—Estoy loco —dijo Cole—. Y furioso de que se escaparan.

—Los que se escaparon… —King sacudió la cabeza—. Hace mucho tiempo que se han ido, tío, mucho.

Cole se sentó en el sillón y se quedó mirando a King. Diez años antes era un buen soldado, y alguien a quien Cole habría confiado hasta su vida. Pero se había convertido en un mierda gordo que vivía como un cerdo, sentado en esa silla, confesando cualquier cosa tras solo un par de golpes. Hedía. Ya no le quedaba respeto por sí mismo ni sentido de la responsabilidad o del honor.

—¿Le dijiste que su hijo no está enterrado allí?

King levantó la cabeza y se quedó mirando a Cole y este pensó,

Oh, mierda, no lo sabe, en realidad no lo sabe.

—¿De qué estás hablando?

—No murieron todos, Nath. A algunos se los llevaron.

King se quedó pensando en un pasado que llevaba una eternidad intentando olvidar.

—Pobres cabrones.

—Ahora comprendes por qué quiero saber con exactitud lo que le contaste. —Pero las palabras parecieron vacías de repente en la boca de Cole, porque en realidad ya no tenía mucho sentido continuar. Ya sabía todo lo que King podía revelar (Tom Roberts había bajado a la llanura a buscar la tumba de su hijo) y lo más importante que tenía que hacer era seguir a Roberts, detenerlo y, si era necesario, silenciarlo. Roberts sabía demasiado. El menor riesgo de que pudiera abrir la fosa… no se podía permitir, era imposible. No en ese momento. No después de tanto tiempo, cuando la mayor parte de las personas que sabían lo de los berserkers estaban muertas, o locas.

—Le indiqué dónde encontrar la tumba, eso es todo. Pero, Cole, ¿quieres decir que se llevaron a algunos de los tíos con ellos? ¿Quién? ¿Dónde? ¿Por qué?

—Dónde es lo que me he pasado los últimos diez años intentando averiguar —dijo Cole—. Y creo que ya sabes por qué.

King inclinó la cabeza.

—Pobres cabrones —repitió.

Cole se levantó para irse.

—Nath, vives como un cerdo. ¿Qué te ha pasado? ¿Por qué te has convertido en esto? Podrías habértelas arreglado bien, haber conseguido un empleo decente en seguridad. Quizá un trabajo en el extranjero. ¿Por qué esto? —Señaló con un solo gesto de la mano la salita hecha un asco que contenía la vida entera de King.

—Después de ver lo que vi… —comenzó King, pero sacudió la cabeza y se miró los brazos y las piernas atadas—. ¿Me vas a dejar así?

Cole apoyó una mano en el hombro de King y se lo apretó. Su antiguo camarada. Su viejo amigo.

—No —dijo, y cuando los hombros de King se relajaron, Cole lo cogió por la cabeza y le partió el cuello.

Cuando salió al rellano de la segunda planta, Cole se detuvo un momento y se apoyó en la barandilla del descansillo. Estaba temblando. Tenía los dedos como garfios, con calambres, y le dolían los hombros. Hacía seis años que no mataba a nadie; y jamás había matado a un amigo. Cerró los ojos y respiró hondo, encontró un extraño consuelo en los olores de la ciudad después de dejar aquel piso maloliente. El humo de los tubos de escape y el hedor a grasa rancia de los restaurantes de comida rápida eran preferibles al tufo del declive de King. Lo asaltaron los recuerdos, imágenes de su camarada y él diez años antes, jóvenes, presuntuosos e indestructibles.

El trabajo de Porton Down era un destino muy codiciado. La comida y el alojamiento eran buenos, el trabajo de seguridad interesante y a las señoritas de la zona siempre les habían interesado los hombres de uniforme que guardaban secretos. Los días en la base se pasaban patrullando el perímetro, arreglando vallas, ocupándose de los perros, vigilando las puertas y de vez en cuando dándoles palizas a los periodistas que habían convertido en su misión «revelar fallos de seguridad». Las veladas las pasaban en los

pubs y discotecas del pueblo, divulgando rumores descabellados sin contar nada en realidad y dejando que las chicas demostraran su fascinación en el asiento trasero de algún coche o en el páramo, detrás de los

pubs. Cole, King y los demás disfrutaban de su destino. Eran hombres en los que se podía confiar, buenos soldados (por eso los habían elegido), pero también eran muy conscientes de que les habían dado un chollo de trabajo. Trabajaban duro para mantener la seguridad de la base, sin perder nunca de vista que si se producía de verdad un fallo, con toda probabilidad a ellos terminarían devolviéndolos a sus regimientos; y también invertían mucha energía en su tiempo de ocio. La base tenía un buen gimnasio y había campo de sobra para correr, se mantenían en forma. El salario extra lo guardaban en el banco. Pocas veces, si es que acaso lo hacían, cuestionaban lo que estaba pasando en la base. Todos sabían la historia de las instalaciones, pero eran soldados de los pies a la cabeza. Comprendían la necesidad de que hubiera elementos disuasorios y formas de tomar represalias y ninguno de ellos tenía tiempo para escuchar a los escasos manifestantes que acampaban ante las puertas del recinto agitando pancartas y exigiendo la liberación en buen estado de un puñado de conejitos o perritos.

Tres meses después de llegar, King y él habían presenciado el regreso de los berserkers, procedentes de Irak.

Cole abrió los ojos y se quedó mirando al parque que había enfrente del piso. Una madre joven iba empujando un cochecito por el sendero, una niña pequeña que apenas había aprendido a andar se tambaleaba a su lado, rumbo a los juegos infantiles. La niñita se adelantó corriendo y saltó a un carrusel, allí esperó con impaciencia a que su madre empezara a empujarla. El bebé chilló en su cochecito al ver a su hermana divirtiéndose tanto. La madre, alta, pelirroja y atractiva, puso el freno al cochecito y empujó el carrusel; se inclinaba para besar a su hija cada vez que la niña pasaba a su lado. La niñita se reía y la madre sonreía.

No tienen ni idea, pensó Cole. Acababa de matar a su amigo por ellas. Por su seguridad. Por el futuro de la niñita. De eso se trataba. Después de seis años viviendo en una habitación mugrienta tras otra, sacando la exigua pensión que le habían concedido después de dejarlo sin trabajo, aceptando empleos serviles de mierda mientras buscaba señales de la reaparición de los berserkers, todo se había reducido a eso. Estaba convencido de que lo que estaba haciendo estaba bien, pero a veces tenía que recordárselo, tenía que reforzar su convicción.

Porque Cole no era una mala persona. Él era un buen hombre.

Había dejado el ejército hacía seis años, tres meses antes de matar a Sandra Francis. Se habían negado a permitirle perseguir a los fugitivos, decían que ya se habían ido y punto.

Han vuelto al lugar de dondequiera que salieran, le dijeron los jefazos.

Ya no nos preocuparán más. Pero él no había podido olvidar la camioneta que había entrado una mañana de junio al amparo de la oscuridad, con «Comida fresca Robinson» rotulado en los laterales. Los sonidos que había oído en el interior no lo habían abandonado nunca. Y después, al ver a aquellas criaturas cuando las habían sacado, su visión del mundo había cambiado en cuestión de segundos.

La mujer del parque le recordó a la científica, Sandra. Sandra era una mujer atractiva cuyo cabello rojo escondía un intelecto deslumbrante detrás de un aspecto de Barbie. Y ese había sido el gran error de Cole. Había sido un machista, creía que le resultaría fácil persuadirla para que contara la verdad.

¿Qué le hicisteis a la niña?

No puedo decírtelo.

¿Qué es lo que la hace especial?

No puedo decírtelo.

Tienes que hacerlo…

No, de eso nada.

¿Qué había en la jeringa? ¿Los ayudasteis, los hicisteis inmunes a la plata?

No puedo decírtelo.

¿Los ayudasteis a escapar?

Un silencio, largo y cargado. Y Francis no apartó ni por un instante la mirada de los ojos de Cole.

Los ayudasteis. ¡Lo hicisteis! Tienes que decírmelo. En serio, no te queda más remedio, porque tengo que saberlo y lo averiguaré de un modo u otro.

Entonces tendrá que ser de otro.

Más charla, más ruegos, pero por mucho que le hubiera apretado las cuerdas que la ataban a la silla y por mucho que la hubiera amenazado, Cole fue incapaz de torturarla. Y en realidad, al volver la vista atrás, el antiguo militar estaba convencido de que nada la hubiera hecho hablar.

Porque la científica tenía miedo.

Por favor, dímelo o…

¿O me pegarás un tiro?

Y quizá ese había sido el error de la mujer: no creer que él se lo pegaría.

Para Cole ese fue el momento en el que se había hecho adulto. Abandonar el ejército había convertido su propósito en una cruzada privada. Sus hombros se habían combado bajo el peso de la culpa y la responsabilidad, y había pasado muchas horas en vela convenciéndose de que todo lo que estaba haciendo estaba bien. No había voces, ni dioses celosos dirigiéndolo, pero estaba Dios, presente en cada momento de su vida, escuchando sus temores y esperanzas. Sabía lo que Cole estaba haciendo y sabía por qué, pero eso no hacía que fuera más fácil soportar los remordimientos y la culpa.

Cole soltó la barandilla y sonrió cuando la mujer alzó la vista y lo miró. Ella le devolvió la sonrisa y después volvió a jugar con sus hijos.

Hago todo esto por ellos, pensó él mientras tapaba cualquier agujero que pudiera haber en su convicción. Acababa de matar a un amigo. Sacudió la cabeza para desalojar el recuerdo y este se deslizó por la reja de su mente, bajo la madeja de realidad que había creado a lo largo de diez años, un recuerdo que se encontró prisionero con tantos otros recuerdos, ideales y principios desechados que a Cole le costaba mucho mantener dominados. Esa falsa visión de la realidad los mantenía a todos ocultos. El recuerdo regresaría, lo sabía, y lo perseguiría para siempre, igual que el recuerdo de la muerte de Sandra Francis rondaba sus sueños. Pero al tiempo que Cole atravesaba el rellano y bajaba por la escalera exterior, Nathan King se convertía en un hombre que en otro tiempo había servido en Porton Down, un amigo divertido, un buen soldado. Estaba a un millón de kilómetros y a diez años de distancia de ese cadáver que ya se estaba enfriando en el mugriento piso.

Cole se subió a su

jeep. La llanura de Salisbury estaba a unas dos horas de distancia. Podía estar allí para el atardecer.

Tom tardó mucho tiempo en poder moverse.

El pequeño cadáver todavía yacía donde lo había encontrado, envuelto en cadenas y prácticamente enterrado en mugre. Era una niña, llevaba el pelo largo recogido (y oía su voz, que también era la de una niña) y vestía los restos podridos de un vestido. Quizá hubiera sido rosa en otro tiempo, pero el enterramiento había desteñido todo color y lo había convertido en un marrón uniforme. Entre las cadenas Tom todavía podía distinguir el estampado bordado en el pecho: flores, mariposas y todo lo que le encantaría a una niña pequeña. Era un vestido largo, sin mangas, algo para el verano, no para ese frío día de otoño. La piel correosa de la niña parecía indiferente a la frescura del aire. La cara

(debería estar mirando al otro lado, no a mí, no debería haberse girado hacia mí) era una máscara momificada de arrugas, una niña muerta con la piel de una anciana. Las arrugas que le rodeaban los ojos y las comisuras de los labios eran profundas, hogar de porquería y cositas blancas que se retorcían. Tenía la boca abierta y llena de barro. Las cuencas de los ojos estaban húmedas, oscuras y no vacías del todo. Los ojos reposaban allí como huevos amarillentos y cremosos, a la espera del nacimiento de algo desconocido.

La mano infantil todavía se posaba sobre el brazo de Tom. Este permaneció inmóvil, con los ojos clavados en los lugares donde los deditos lo apretaban, las ligeras muescas en la piel, el vello aplastado y la rojez alrededor de los lugares donde lo tocaban esos dedos, porque la niña lo estaba apretando.

Tom jadeó y se dio cuenta de que llevaba segundos sin respirar. Un aliento cruzó como un suspiro toda la llanura, removió hierbas, y provocó un intercambio de secretos susurrados entre unos helechos cercanos. Él no podía apartar los ojos de la niña.

—No me está apretando el brazo, solo me está tocando —dijo con los ojos clavados en la mano. Levantó la otra mano, lista para levantar el brazo momificado de la niña y posárselo en el pecho—. La cambié de posición… se movió… el brazo subió y cayó, todo porque la moví, todo se reduce a la gravedad… —Le costaba respirar entre frase y frase, intentaba ahuyentar el mareo que desdibujaba los bordes de sus sentidos, decidido a hacer caso omiso de la sensación que lo embargaba, que el cadáver estaba a punto de moverse otra vez. Cada instante contenía el potencial de otro apretón, otro roce.

Pero sus dedos están presionando…

Tom se apartó y las uñas de la niña le arañaron la piel.

—¡No!

El cuerpo de la niña se volvió a asentar en el barro, las cadenas la sujetaban con fuerza. Tintinearon cuando la niña se movió un poco más.

Gravedad, es cosa de la gravedad.

Y entonces una cosa pequeña y resbaladiza se deslizó de un agujero que tenía en el hombro y se escabulló por el cuerpo de la niña.

Tom salió gateando de espaldas de la tumba, empujando con los pies, tironeando con las manos. No había señal de Steven allí abajo, por lo menos ninguna visible, y él no podía volver a bajar para ahondar más; no podía, así de simple. Jo estaría frenética a aquellas alturas (ya era media tarde y el sol se estaba hundiendo por el oeste, listo para besar el horizonte y recibir la oscuridad) y Tom se dio cuenta de repente de cuántas horas había perdido allí. Le dolían los hombros y los brazos por el esfuerzo y el corazón le galopaba en el pecho.

—Oh, Cristo bendito, por todos los malditos demonios —gimió, cerró los ojos e intentó entender lo que había hecho. Fue un momento de razón en medio de la locura, de claridad entre la confusión, pero algo espantó el momento. Lo sintió irse, levantar las piernas y salir corriendo de su conciencia cuando una voz extraña se abrió paso a la fuerza en su interior.

¿Eres el señor Lobo?

Tom abrió los ojos de repente. El cadáver de la niña estaba cambiando de posición. No podía ver el movimiento real, pero la luz del sol poniente, que reflejaba la humedad del cuerpo, estaba oscilando, los reflejos se estiraban arriba y abajo, a derecha e izquierda, repitiendo sus rítmicos movimientos. Como si el cuerpo estuviera respirando.

No… no, no el señor Lobo.

Tom estaba temblando y tenía los ojos llenos de lágrimas. Se preguntó si eso era lo que le estaba dando al cadáver la ilusión de movimiento.

—No —musitó, y se apretó la cara con las manos mugrientas como si quisiera sacar la verdad a empujones—. No, no, no. —Se levantó como pudo y se fue apartando. Los talones se le enredaron en las piernas estiradas de uno de los esqueletos que había sacado y cuando cayó hacia atrás volvió a oír la voz, una invasora en su propia mente.

No me dejes otra vez, papi, ¡no después de tanto tiempo! Había tanta desdicha en aquella voz, era patética, y de lo más aterradora.

Tom cayó en el abrazo del esqueleto. El impacto hizo temblar los brazos del cadáver, que chocaron contra él. Los huesos se agrietaron y deshicieron. Tom gritó. Fue un chillido alto y fuerte que le hirió la garganta, y el sonido y el dolor lo sacaron por un instante de las profundidades oscuras de la incredulidad que lo arrastraba, que lo ahogaba. Volvió a encontrar terreno firme y se fue apartando; avanzó con cuidado para no tropezar, estiraba las piernas por encima de los cuerpos que había sacado y tendido. Mantuvo los ojos fijos en lo que podía ver del cadáver envuelto en cadenas. No podía pensar en realidad en las cadenas, todavía no. Eso sería después. La razón para que estuvieran allí, la intención… eso sería para mucho después, cuando estuviera fuera de allí y llorando en brazos de Jo, rogándole que se fueran a casa, que continuaran con sus vidas, que aceptaran la mentira e intentaran encontrar el camino con el recuerdo de Steven intacto y sin mácula.

Por favor… dijo la voz en su cabeza, y Tom volvió a gritar.

Tanto frío… tan sola… me duele. Era el acento lo que más aterraba a Tom. Las palabras ya eran un tormento, y sus implicaciones, pero el acento no podía ubicarlo, un discurso fluido que estaba seguro de no haber oído jamás. Si se estaba imaginando la voz, jamás podría haber inventado algo que no conocía.

—Esto es real —dijo él, y aunque la niña no habló, supo que en algún lugar de su mente, la niña muerta sonreía.

Tom se apartó todavía más, se arrodilló en el brezo y se quedó mirando la fosa abierta. Los cuerpos que había sacado reflejaban la caída del sol. Podía oler su putrefacción, incluso desde esa distancia. Quizá se pudrirían más rápido al haber sido desenterrados. Algunos eran esqueletos, otros tenían restos de piel y carne… y la niña, con su piel arrugada y esos ojos como pelotitas de ping pong sueltas en las cuencas…

Incluso desde donde estaba podía ver la mano de la niña, colocada en el pecho y lista para agarrar algo.

—Tensión de los tendones —susurró— y contracción de los músculos, fuera del suelo frío por fin, de lo más natural, eso es lo que está haciendo que los dedos se le muevan así. —Se miró los arañazos del brazo.

Casi como si no quisiera que me fuera.

Esas palabras, ese acento, pensar que no estaba tan muerta como los otros.

—Esa cadena.

Steven, dijo la voz, y aunque Tom se sobresaltó, no se levantó y echó a correr. Debería haberlo hecho. Pero la cordura parecía estar ocultándose con el sol y dando entrada a su propia raza de oscuridad.

—Mi hijo muerto —le susurró al aire.

No está muerto, papi.

—No soy tu papá.

Hubo lágrimas, el inconfundible sonido de unos sollozos dentro de su cabeza.

Lo sé, susurró al fin la voz,

solo quería volverlo a decir.

—¿No está muerto?

¿No lo encontraste, su esqueleto?

—No. —Había dicho «esqueleto», como una niña, con el acento cambiado.

No me habría inventado eso, ¿verdad? ¿Si me estuviera imaginando todo esto?

Entonces no está muerto. Se ha… ido.

—¿Ido adónde?

Silencio, cargado de significado. Tom podía sentir algo en su mente, una presencia que permanecía y se contenía, silenciosa.

—No hablo contigo —dijo Tom mientras negaba con la cabeza y se ponía de pie.

Por favor…

—No, no me refiero a que no quiera, es solo que no estoy hablando contigo. No puede ser. Esto no está pasando. —Tom se volvió para irse. Abandonaría su excavación por el bien de su mente; perder la cabeza no ayudaría a Jo, no en el aniversario de la muerte de Steven. Y él sí que estaba muerto. Su hijo estaba muerto. Pensar cualquier otra cosa volvería loco a Tom. Sonrió, casi se echó a reír, se preguntaba en qué se parecería la verdadera locura a lo que le estaba pasando a él ese día.

Se pellizcó el dorso de la mano hasta que las uñas le hicieron sangre, después se preguntó qué gérmenes invadirían su torrente sanguíneo procedentes de la mugre que le cubría la piel.

—Me voy a casa —dijo, y emprendió la marcha hacia el agujero que había bajo la valla.

¡Por ahí no! ¡El hombre malo, el hombre desagradable, el lobo malo!

—No estoy oyendo nada de esto.

¡Por aquí, por otro sitio, por favor, papi!

—No soy tu…

Ha venido a matarte y…

—Eso no puedes saberlo.

Otro silencio cargado de significado, lleno con la promesa de algo increíble.

Sé muchas más cosas, dijo la niña. Y aunque todavía parecía asustada y aterrada, bajo la superficie de sus palabras había poder y control.

—Me voy. —Pero justo cuando Tom emprendió la marcha por la llanura, oyó el sonido lejano del motor de un coche que llegaba del otro lado del terraplén artificial.

Es él, dijo la voz, más baja y controlada.

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