Berserk

Berserk


7

Página 16 de 33

7

Los ecos de Natasha habían sido demasiado remotos, la niña no le había ofrecido ninguna pista y Cole no tenía ni idea de qué dirección tomar. La lógica dictaba noroeste, de regreso a Gales y al hogar de Roberts. Pero algo más reconcomía a Cole y cuanto más lo pensaba, más lo eludía. Se dirigió al norte e intentó oír la voz de Natasha, intentó obligarla a regresar con él, a que le hablara con su burlona voz de niña falsa; odiaba la idea de tenerla en su mente, pero sabía que era el único modo de encontrar su rastro. El hecho de creer que la niña en realidad quería que él la siguiera no cambiaba nada. Ella metería la pata o Roberts cometería un error y Cole solo necesitaba una mínima oportunidad para meter una bala en la cabeza de esa zorra.

Tiró la escopeta del granjero en un prado que había junto a la carretera, era demasiado difícil de esconder, y devolvió la 45 a la pistolera del cinturón. Había recargado la recámara. En la casita había estado a punto de conseguirlo y el fracaso lo había encolerizado, pero estaba haciendo todo lo posible por darle un buen uso a esa rabia. Trataba de no pensar en la mujer a la que había matado esa mañana. Se había puesto en medio, eso era todo.

No era culpa suya.

—No parecía mejorada —dijo—. Parecía muerta. —Natasha y sus cadenas lo habían dejado sin sentido en el páramo y, aunque no la había visto en la oscuridad, la había sentido, un objeto húmedo y resbaladizo sin ningún signo de vida en absoluto. Fría. Mojada.

Llevaba diez años bajo tierra. Cole todavía recordaba el día que la había metido allí, los gritos de piedad se habían convertido en chillidos de rabia cuando la tierra empezó a apilarse sobre ella.

Volveré a verte, le había dicho la niña.

Soy un buen hombre, pensó por milésima vez, y se imaginó a la familia de granjeros que con tanta facilidad podría haber hundido en el fondo del pozo de estiércol.

Y entonces se le ocurrió. Al no darle vueltas a lo que le estaba reconcomiendo lo comprendió: la voz de Natasha, cuando era lo bastante alta como para que la oyera, procedía del noreste. No estaba seguro de cómo lo sabía, pero agradecía saberlo, y no le quedaban dudas. Cuando había percibido su voz de camino a la granja, algo en su interior había encajado con un chasquido, un radiogoniómetro que ni siquiera sabía que tenía. Aunque en ese momento girara la cabeza a derecha e izquierda no le serviría de nada, pero cuando la oyera otra vez, estaría seguro.

En el siguiente cruce giró a la derecha y se dirigió al este; mientras conducía iba leyendo un mapa de carreteras para intentar encontrar una que llevara al noreste.

Quizá hasta tuviera suerte. Quizá acertase con la carretera y se encontrara a Roberts enterrando a su mujer en un campo, lo mataría y abriría el maletero para quedarse mirando a Natasha, y se recrearía con la visión mientras le apoyaba la 45 en el cráneo correoso y apretaba el gatillo.

Pero ¿cómo la han mejorado?

Sí, claro, como si fuera a ser tan fácil.

—Ya, claro.

Mamón, oyó unos minutos más tarde.

Cómete mi mierda, señor Lobo… perdido… en marcha… mamón.

Ya, claro.

Tom recordó una historia que le había contado su madre cuando él era adolescente. En aquel entonces lo había afectado mucho y en ese momento parecía decir mucho de la situación en la que se encontraba, tanto en un sentido literal como espiritual. Encontró cierto solaz en ella, había muy pocas cosas más que pudieran consolarlo. Y recordar la historia lo acercó un poco más a su madre. Por muy viejo que sea un hombre, siempre quiere a su mamá en momentos de crisis y tensión.

Su madre había sido enfermera durante buena parte de su vida y cuando tenía veintitantos años se había hecho amiga de un paciente anciano en el hospital en el que trabajaba. El hombre tenía más de noventa años, era veterano de las dos guerras mundiales, se había quedado ciego en Dunquerque y era un jugador compulsivo. Lo que más le gustaba eran los caballos, y los elegía solo por el nombre. Le gustaban los nombres, explicaba, porque le decían muchas cosas que sus destrozados ojos no podían transmitirle. La madre de Tom lo llevaba de excursión cuando tenía algún día libre, se sentaba con él en las oficinas de apuestas mientras el hombre apostaba y después se quedaba mirando al techo y escuchaba las carreras emitidas en directo por la radio. Si perdía, sonreía y daba unas palmaditas en la mano de la madre de Tom; si ganaba, la invitaba a comer y le hablaba de su vida. Ella estaba encantada de escucharlo, aseguraba, porque era un anciano fascinante. Ya hablara del infierno de las trincheras en la primera guerra mundial o del tiempo que había pasado en una granja siendo jovencito, sus historias siempre estaban llenas de vida e intensidad. Quizá ese talento para contar historias tenía algo que ver con su ceguera.

Un día, cuando regresaban al hospital, la madre de Tom miró por el retrovisor y lo vio sonreír mirando al techo, con una expresión en la cara que ella jamás le había visto.

—¡Qué luz tan bonita! —dijo el anciano, y seguía sonriendo cuando recostó la cabeza en el asiento.

La madre de Tom aparcó y buscó el pulso en la muñeca del hombre, pero ya sabía que estaba muerto. Condujo hasta una comisaría y les contó lo que había pasado; cuando dijo que era enfermera, le sugirieron que lo llevara al hospital ella misma. Así que allí estaba ella, en medio de Londres, con un cadáver en el asiento trasero al que le sobresalían de los bolsillos los resguardos de las apuestas y una sonrisa beatífica y eterna en la cara. Recibió más de una mirada de extrañeza de peatones y otros conductores y para cuando llegó al hospital, estaba riéndose a carcajadas entre las lágrimas.

Tom se arrodilló en el asiento delantero de su coche destrozado y se quedó mirando el cadáver de Jo. No había sonrisa alguna en el rostro de su mujer, aparte de la sonrisa de payaso que había pintado la sangre seca. Y nadie podía confundirla con una mujer dormida. No con la herida en la parte posterior de la cabeza y aquella cantidad de sangre en el camisón.

—Espero que hayas encontrado esa luz tan bonita —le deseó Tom mientras estiraba el brazo para tocar la mano de su esposa muerta—. Tú eras mi luz. Lo siento, Jo. Es todo culpa mía. Lo siento mucho.

Natasha, seguramente debido a ese inocente sentido común de los niños para saber lo que está bien y lo que está mal, permaneció en silencio mientras Tom lloraba.

Más tarde, Natasha dijo:

Viene a por nosotros.

—¿Y qué puedo hacer yo? Es un asesino, tiene una pistola. Yo tengo a mi mujer muerta y el cadáver de una niña en un coche destrozado. Se acabó. —Tom no hallaba esperanzas en el amanecer de esa mañana, predominaba el dolor.

No para Steven. Papi, todo esto fue por Steven, ¿no? ¿Cómo puede haber acabado cuando apenas si ha empezado?

—No te creo —dijo Tom. Estaba sentado en el asiento del conductor e intentaba averiguar qué debía hacer. No se le ocurría nada.

Natasha se retiró a una de las esquinas más profundas de su mente y empezó a sollozar.

Yo solo estoy haciendo esto por ti, dijo.

Tom se preguntó cómo podía llorar una niña muerta.

—Tampoco me creo eso.

La niña se quedó callada, seguía sollozando, después se retiró y lo dejó solo.

Tom ahogó un grito al tener la sensación de que lo habían abandonado y se recostó en el asiento. ¿Estaba mintiendo? ¿Podía Steven seguir vivo de verdad? Sentía en los huesos que sí, y si había una pequeña posibilidad de que su hijo no estuviera muerto, se debía a sí mismo (y a Jo) intentar encontrarlo. Ya no le quedaba mucho más, nada por lo que volver a casa, sin futuro…

Sin futuro. Sus sueños y esperanzas de una vejez tranquila con su mujer habían saltado por los aires hechos pedazos por la pistola de aquel cabrón.

El dolor engendró rabia y Tom se dio cuenta de que estaba enfadado y que lo estaba desde aquel primer encuentro en la llanura. La cólera lo había mantenido en pie, había inyectado adrenalina en su sistema y le había dado a sus envejecidos músculos un combustible inestimable que lo empujaba a seguir. Había excavado una fosa común y había salido a la fuerza, a golpes, de un patio delantero mientras le disparaban. No era real, no era en absoluto propio de él, pero allí estaba, con barro bajo las uñas y la esposa muerta para demostrarlo.

Y esa cosa del maletero. También tenía eso.

—¿Natasha? —la llamó.

¿Papi?

Hizo caso omiso de eso. Que conservara de momento sus sueños, quien fuera o lo que fuera la niña.

—Natasha, ¿cómo sabes dónde puede estar Steven? Tienes que contarme lo que sabes si quieres que confíe en ti. Ponte en mi lugar… Estoy aquí sentado, hablando solo, y un cadáver que acabo de desenterrar se está comunicando conmigo en mi cabeza. Tienes que entender mis dudas. Tienes que aceptar mi incertidumbre.

Ya te enseñé algo sobre mí mientras dormías, dijo la niña.

Eso fue honesto, ¿verdad? Está mal mentir. Solo mienten los niños malos. Yo no soy mala. Soy berserker y mi familia era berserker y nos mataban de hambre para que hiciésemos esas cosas por ellos.

—¿Quién? —Pero Tom ya lo sabía.

Ellos. Los hombres. Los soldados.

—Pero ¿por qué usaros a vosotros? ¿Por qué no hacerlo ellos mismos?

Hay más que ver, papi. Puedo enseñártelo si quieres. Pero todavía no, y no aquí. Viene el señor Lobo. Puedo sentirlo, se está acercando. Tenemos que irnos. Tienes que sacarme de aquí. Yo puedo enseñarte el camino, pero tú eres el único que puede cuidar de mí.

—Tenemos que ir a la policía —exclamó Tom con los ojos clavados en el seto que había junto al coche—. Jo está muerta. La asesinaron. Tenemos que contárselo a la policía. Tenemos que hacerlo. Lo cogerán, podrán proteger…

¿A mí?, dijo Natasha, su voz había cambiado. Seguía siendo la voz de una niña, pero más madura y sabia. Más dura.

¿Podrán protegerme a mí? Un simple vistazo y me mandarán al laboratorio, me abrirán en canal. Y a ti, ¿qué te harán a ti cuando me encuentren en tu coche? ¿Cómo vas a explicar mi presencia? Y además, el señor Lobo es uno de ellos, lo conocen, no lo detendrán, o quizá él los mate a ellos también, y tenemos que irnos porque viene el lobo y yo no puedo detenerlo y tú no lo detendrás, otra vez no. Nada puede detenerlo. Mató a mi familia y me matará a mí al final si no nos vamos ya.

—Me estás confundiendo.

Te estoy diciendo la verdad, papi. Yo no te mentiría. Es un hombre malo y nadie puede detenerlo, ni la policía ni tú, nadie. Nuestra única posibilidad es encontrar antes que él a los berserkers que se escaparon, y entonces serán ellos los que nos ayuden.

—¿Se escaparon? ¿Quién se escapó? Tu familia estaba muerta en ese agujero, contigo.

Hubo otros que se escaparon antes de que me enterraran.

Otro misterio, pensó Tom.

—Pero ¿por qué nos iban a ayudar después de tanto tiempo?

Porque yo soy una de ellos. Era una afirmación tan obvia que Tom fue incapaz de imaginar que hubiera mentira alguna detrás. La niña era una de ellos y ellos la ayudarían. ¿Y a él? ¿A su nuevo papá?

—Me estás confundiendo y…

Tenemos que irnos. ¡Ya viene!

—No podemos irnos con el coche sin más, no con Jo así, tenemos que llevarla…

Se está acercando.

Tom lanzó un grito incoherente de rabia e impotencia; después sintió a Natasha en su cabeza, un efecto relajante que lo tranquilizaba, tocaba esos lugares que de algún modo la niña sabía que funcionarían.

Shh, shh, te quiero, papi, shh.

—¿Eres buena? —le preguntó Tom, no sabía muy bien de qué otra forma preguntarlo. Sabía a qué se refería, solo esperaba que Natasha también lo entendiera.

Éramos buenos, le dijo la niña.

Todos nosotros. Solo éramos diferentes. Mi papá… mi primer papá… me dijo que nos robaron la inocencia y nos obligaron a hacer lo que hacíamos. Dijo que nunca dejara que eso me cambiara.

—¿Quieres venganza?

Solo quiero recuperar a mi familia. La niña volvió a sollozar, su voz llegaba de muy lejos, como si estuviera intentando esconderse.

Solo quiero estar con personas como yo. ¿Quieres ser mi papá? ¿Quieres?

Tom asintió una vez y Natasha pareció oírlo. Tom se alegró porque no era algo que le pareciera que pudiera decir en voz alta. Todavía no.

No tenía más alternativa que abandonar el coche. Estaba destrozado y hecho pedazos por los disparos y si seguía conduciendo se arriesgaba a que lo pararan. Eran casi las ocho de la mañana y a esas alturas ya habría gente por la carretera. A Tom le sorprendió que nadie hubiera pasado todavía junto a ellos en esa estrecha carretera. Y además, había sangre de Jo en los asientos. Podía olerla y podía oler también a su mujer, ese sutil perfume de lavanda que le gustaba y que en esos momentos se iba agriando a medida que su cuerpo se enfriaba.

De algún modo, de momento, Tom estaba manteniendo a raya la locura que provocaría la muerte de Jo.

Por primera vez desde que saliera de la llanura abrió el maletero. El coche chirrió, el metal retorcido protestó al sentirse forzado y cuando se abrió, Tom supo que jamás volvería a cerrarse.

Natasha yacía contra la parte posterior de los asientos traseros, las pesadas cadenas todavía envolvían su cuerpo. No parecía diferente. Emitía un olor a humedad y años, suciedad y cerrado; Tom retrocedió uno o dos pasos y el aire fresco envolvió el maletero.

Tengo frío, dijo la niña.

Tengo hambre. ¿Me abrazas?

Tom no quería acercarse más, pero la vulnerabilidad en la voz de aquella niña le remordió la conciencia. Recordaba a Steven cuando era pequeño, de pie en la puerta de la habitación de sus padres diciendo que había una cabra en su dormitorio. Cada vez, Tom lo llevaba de vuelta a la habitación y le demostraba que no había ninguna cabra, y cada vez Steven terminaba en la cama de sus padres, acurrucado entre ellos y su calor, ya dormido para cuando Tom y Jo volvían a acomodarse. Era la voz de su hijo y el amor que sentían por él, y en el fondo a los dos les gustaba tener a su hijo allí con ellos. El pequeño les metía un dedito en la oreja para despertarlos a las seis de la mañana, pero tenía una risita que desterraba el madrugón y daba la bienvenida al amanecer.

Tom se acercó y se quedó mirando el cuerpo. Era la primera vez que la veía a plena luz del día.

—¿Eres tú de verdad? —dijo.

Soy yo, dijo Natasha.

Mira lo que me hizo. Mira en qué me convirtió el señor Lobo.

Parecía una niñita tallada en madera, envuelta en un trapo viejo, constreñida por cadenas, enterrada y dejada allí para que se pudriese. Las venas y ligamentos se destacaban en un relieve duro contra la piel estirada. Tom pudo ver los viejos huesos amarillentos. Las cadenas estaban oxidadas y eran del color de la sangre seca. Y había movimiento, diminutos insectos que se arrastraban por los terrones de suelo pegados al cuerpo o las cadenas, otros horadaban en huecos que la descomposición gradual había formado en el cadáver. Un ciempiés dorado se abría camino por la alfombrilla del maletero, temeroso de la luz.

Tom metió los brazos, cogió las cadenas y arrastró a Natasha hacia él. Luego tiró de ella con un gruñido, asombrado de haberla llevado hasta tan lejos la noche anterior y la levantó contra su pecho. Bajó la cabeza y la miró a la cara, le aterrorizaba que la niña pudiera sonreír. La dejaría caer y echaría a correr porque nada parecido podía estar vivo, no vivo y moviéndose como cuando la había sacado de aquel hoyo…

Tengo hambre, papi, dijo.

Hace mucho tiempo que no como. Y al estar fuera, al ser libre… Tengo hambre.

—Me estás confundiendo. —Pasaron como un destello por su cabeza breves imágenes de su sueño y Tom se tambaleó bajo el peso de Natasha. Mandíbulas que rechinaban, miembros amputados. El verdadero padre de Natasha sujetando a la mujer contra la pared mientras le desgarraba las entrañas; el hermano pequeño, Peter, haciendo caso omiso de las heridas de bala y agitándose sobre ese cuerpo del suelo, y volvió a recordar las palabras de la niña:

Nos mataban de hambre.

¡Oh, no, papi!, dijo la niña.

Eso nunca, nunca jamás para ti. ¡Tú me has salvado!

—Te salvé —repitió él, y se la acercó al pecho.

Quizá la bala que permanecía en el interior de la niña se movió. Natasha chilló y por un segundo pareció llenar la mente de Tom e invadirlo todo, estaba allí tanto como el propio Tom. Y después se calmó con un gemido y un suspiro y algo arañó el pecho del hombre, que se sentó en la hierba como una madre amamantando a su recién nacido.

Se dejó llevar. La presencia de Natasha en su mente era más fuerte que nunca, tan grande, poderosa y potente que parecía empujarlo a fugarse de sí mismo, un estado de ensoñación consciente que no tardó en adoptar una sensación y un sabor que había conocido no hacía mucho.

La casa, pensó Tom,

la habitación, el sótano…

El campo se desvaneció y Natasha lo alimentó con sus recuerdos al tiempo que él la alimentaba con su sangre. Esa vez le contaron mucho más.

La niña entró en tromba en el sótano y apartó de un empujón los restos del hombre que su madre acababa de matar. El hombre chocó contra la puerta abierta y se deslizó por su superficie de metal, una mancha de sangre y carne que puso más frenética todavía a Natasha. El rostro desgarrado del hombre la interrogó sobre sus intenciones y ella le soltó un sopapo al pasar corriendo.

Dentro, su familia ya estaba metida en faena.

El sótano era enorme, mucho más grande que la planta de la casa, y estaba dividido por varias pantallas grandes de cristal. Había más que unos cuantos supervivientes allí abajo, debía de haber como treinta hombres y mujeres repartidos por varias habitaciones con paredes de cristal, y cuando Natasha y su familia entraron al asalto, todos y cada uno parecían tener un arma en la mano.

El padre de Natasha estaba a unos cuantos pasos, agitaba brazos y piernas mientras dos hombres y una mujer lo sujetaban contra un muro. Revolvía la cabeza de un lado a otro, de repente voló la sangre, un hombre cayó, los destellos de unos disparos arrojaron unas luces estroboscópicas al aire y entonces su padre se arrodilló y saltó, lanzó una patada y metió un dedo del pie en el ojo de la mujer al pasar. El hombre que quedaba siguió disparando y aunque varias balas dieron en el blanco, el padre de Natasha siguió corriendo y saltando. Y cada vez que aterrizaba era sobre una persona diferente y cada vez que volvía a saltar dejaba a su paso un caos de carne desgarrada y huesos rotos. Iba dejando un rastro de sangre con los pies desnudos y llevaba enganchada a las largas garras carne rasgada y trozos de tela. Las balas trazaban el aire tras él y sus chillidos salvajes armonizaban con el sonido del cristal al hacerse pedazos.

Natasha se metió corriendo en la refriega y lanzó cuchilladas con las manos. Hizo volar de un golpe la pistola que una mujer llevaba en la mano y cuando esta se arrodilló para recuperarla, Natasha la cogió por la nuca, las largas uñas perforaron la piel y se hundieron, y el puño fue apretando cada vez más.

Un hombre chocó contra ella, iba soltando navajazos con un cuchillo y se lo hundió en el hombro hasta la empuñadura. Natasha gritó, la saliva y la sangre salpicaron la cara y el cuello del hombre, que soltó el arma y se apartó con una gran sonrisa, después, de repente, dejó de sonreír. Natasha lo siguió, arrastraba a la mujer tras ella, las puntas de sus dedos casi se encontraban en el interior del cuello de la mujer. La mujer chillaba y se agitaba, echaba los brazos atrás e intentaba en vano apartar el brazo y la mano de Natasha. El hombre bajó la cabeza y miró a la mujer y después volvió a mirar a Natasha.

¡Aquí la tienes!, gritó Natasha, pero le salió como un rugido animal, no había nada inteligible en ese estallido violento. Y ahí terminó ese breve periodo de coherencia. Natasha chilló, el poder atravesó como un ruido sordo su cuerpo de niña y disparó cada terminación nerviosa, la rabia bombeaba en su sangre y le provocaba espasmos en los músculos, el dolor surgía en cada hueso que intentaba distorsionarse y ser algo que no podía ser. Las mandíbulas se le abrieron mucho más, los brazos se le alargaron, los dedos eran pinzas, las uñas eran garras y los dientes le palpitaron en las encías ante la idea de carne fresca lista para partirse entre ellos. Dio un mordisco a la cara de la mujer y después se la arrojó al hombre. Cuando este cogió el cuerpo y cayó hacia atrás con un tropezón, el hermanito de Natasha cayó sobre él desde arriba y le arrancó la garganta.

Todavía quedaban algunas personas vivas, un núcleo de defensores que se habían retirado a una esquina del sótano pensando que allí sus armas podrían protegerlos. Natasha y su familia se agacharon detrás de mesas y muebles, se escabulleron por las habitaciones, atravesaron a golpes tabiques de cristal que no habían destruido ya los disparos. Donde encontraban a alguien vivo (un hombre oculto en un armario, apestando a orina y miedo; una mujer aspirando unas dosis enormes de polvo blanco de un vial de cristal destrozado), lo masacraban, disfrutaban partiendo los cuerpos y esparciendo las entrañas por el suelo. Donde encontraban un cuerpo muerto, le lanzaban una cuchillada al pasar junto a él, o quizá se detenían un momento para tragar un globo ocular perforado o tomar un bocado de un pecho expuesto. Solo les llevó un minuto reunirse, Natasha y su hermano, el padre y la madre de ambos, todos ellos cubiertos de sangre, la suya propia y la de otros, enloquecidos, rabiosos, desquiciados, berserkers. El hermano escupía trocitos de carne y atacaba el mobiliario de metal, las uñas chirriaban en la superficie. Todavía era pequeño y todavía estaba aprendiendo a dirigir la rabia.

No hablaron porque en ese estado ese tipo de comunicación era casi imposible. Tom, parte de Natasha a través de su recuerdo, pero sin dejar de ser un observador independiente, comprendió que para los berserkers todo era instinto. Como una manada de leones al salir de caza, o una bandada de pájaros zigzagueando de un lado a otro por el cielo, sabían qué hacer y cuándo. El padre de Natasha gruñó y salió disparado a la izquierda, la madre se dirigió a la derecha y Natasha y su hermanito esperaron unos segundos y se prepararon para saltar por encima de la hilera de armarios de metal tras la que se habían agazapado.

Los humanos reunidos en la esquina de la habitación gritaban, chillaban y lloraban, disparaban de repente ráfagas contra las sombras arrojadas por el parpadeo de las luces. Natasha podía oler su miedo, y olía tan bien. Asimismo podía percibir la carne de sus cuerpos, los corazones que bombeaban, la sangre que palpitaba, los músculos de los muslos y el sabor tierno de las gargantas. Miró de soslayo a su hermano e intentó sonreír, pero la boca llena de dientes no se lo permitió. El niño intentó devolverle la sonrisa.

Sus padres rugieron en el mismo momento exacto y lanzaron su ataque, se zambulleron entre los humanos lo bastante desafortunados como para estar en la parte exterior del grupo. Las armas explotaron, las balas gimieron y silbaron por todo el sótano, chocaron con muros y rebotaron sobre los muebles.

Natasha y su hermano saltaron sobre los armarios de metal y contemplaron la violencia desatada debajo.

Quedaban unas diez personas vivas. El padre de los dos estaba a la izquierda, de pie, destripando a un hombre mientras una mujer le disparaba una y otra vez. Su cuerpo bailaba y daba brincos, saltaba en el suelo y esquivaba balas mientras su cara y sus manos continuaban trabajando en el hombre. Se volvió de repente contra la tiradora, le arrancó la pistola y se la enterró en la cara con el cañón por delante. Una de las garras se enganchó en el gatillo y la parte posterior de la cabeza de la mujer explotó en el aire.

A la derecha, la madre era un contorno borroso de miembros que se agitaban y dientes que soltaban dentelladas. Un hombre cayó ante ella y chilló cuando ella se subió encima y lo abrió en canal.

Alguien chilló, alguien señaló y las balas rugieron alrededor de Natasha. El recuerdo se desdibujó cuando danzó a izquierda y derecha, saltó, cayó como un misil del techo y rebotó en el suelo. El silbido de las balas le pasó muy cerca y sus caminos a veces dejaban vetas ardientes en su piel. Y, a veces, las balas la golpeaban. Peter gimió tras ella cuando lo alcanzó una bala. El pequeño cayó al suelo al lado de su hermana, gruñó y los dos saltaron juntos. Los dos encontraron carne.

Las luces se apagaron cuando una última ráfaga encontró un panel de fusibles. El hedor de un fuego eléctrico se añadió al olor de los cuerpos abiertos. Pero los humanos estaban todos muertos o moribundos y la rabia ya estaba remitiendo. En lo que a los berserkers concernía, había heridas que curar y energía gastada que recuperar.

Natasha y su familia se acomodaron para alimentarse.

¿Ves?, preguntó Natasha. ¿Ves

Ir a la siguiente página

Report Page