Berserk

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Hacía meses que Cole no pensaba en su exmujer. Se habían divorciado poco después de que se cerrara el programa Berserk, cuando Cole había enterrado a Natasha y su familia y los otros habían escapado, y no la había visto desde entonces. En ocasiones tenía que mirar una fotografía para recordar qué aspecto tenía. La echaba de menos a veces, pero siempre era la idea de lo que aquella mujer representaba lo que él más añoraba: la normalidad. Una vida de verdad, con mujer, quizá hijos, y una existencia diferente a la que había llevado durante los últimos diez años. Su vida estaba regida por una obsesión, y no había espacio en la vida de un obsesivo para nadie más. Cole la había excluido de su vida sin ni siquiera saberlo y para cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando, su mujer ya lo había abandonado.

Pensó en ella en ese momento, cuando Roberts dirigió el coche robado directamente contra él y fue porque no se le ocurrió nadie más al que le fuera a importar ni siquiera una mierda microscópica que él estuviera muerto.

Es probable que el instinto le salvara la vida. Incapaz de quitar los ojos de la cara de Roberts (los ojos muy abiertos, la piel manchada de sangre, el odio pintado de rojo), Cole empezó a caer hacia atrás, dejó que la gravedad lo atrajera hacia la zanja de la que acababa de salir trepando. El coche se acercó más, Cole empujó con los pies y para cuando el alerón del coche le golpeó los muslos, él ya se estaba metiendo en el seto. El coche lo ayudó, de alguna perversa manera.

El grito de Cole rivalizó con el chillido de alegría de la zorra que oyó en su cabeza.

Los pies de Cole dejaron el suelo e intentó girar en el aire para protegerse de lo peor del impacto. Lo único que consiguió fue chocar de cara contra el seto en lugar de con la parte posterior de la cabeza, y se las arregló para levantar las manos cuando la espinosa vegetación le dio la bienvenida. El impacto fue, hasta cierto punto, suave pero afilado. Las ramas le arañaron las manos, las mejillas, el cuello y el pecho, mientras que la parte inferior del cuerpo aterrizó con torpeza en la zanja y una roca que sobresalía lo frenó con un golpe seco en el estómago y lo dejó sin aliento. Las hojas secas bajaron aleteando a su alrededor y algo lanzó un chillidito y se escabulló a toda velocidad entre los matorrales.

Esperó hasta que la gravedad terminó de posarlo en el suelo antes de quitarse poco a poco las manos de los ojos.

Los he perdido otra vez, pensó, y se quedó mirando un montón de hojas y excrementos de conejo. Se quedó quieto, aspirando bocanadas de aire cuando podía, a la espera de que el dolor de los huesos rotos lo invadiera. El ruido del coche al golpearlo había sido un golpe sordo en lugar de un crujido y él sabía que el dolor era un ente caprichoso, a veces llegaba gritando con un rugido y otras veces se mantenía a la espera hasta que su objetivo había empezado a considerarse afortunado. Había sufrido dolor suficiente (y también lo había infligido) como para saber que todavía le quedaban unos segundos más hasta que su destino quedara resuelto.

Si se había roto una pierna o un brazo, ya podía dar la persecución por terminada. Si solo estaba magullado y sin aliento… incluso en ese caso Roberts contaría con una buena ventaja. Cole no estaba seguro de poder arreglárselas para robar otro coche con facilidad, sobre todo con aquel aspecto magullado de haberse llevado una gran paliza. Claro que la próxima vez no tenía que ser tan educado.

—¡Zorra! —dijo con la esperanza de provocar algún tipo de respuesta. Imaginó a la niña berserker encadenada a los cuerpos decapitados de su hermano y sus padres, cerró los ojos otra vez y se rió de la imagen, la proyectó con tanta fuerza como pudo, no fuera a estar oculta la niña en el subsuelo de su mente. No se abrió ninguna escotilla secreta, ningún callejón oscuro vomitó la rabia de la berserker y Cole solo pudo suponer que la niña lo había dejado en paz de momento.

¿Y si no vuelvo a saber nada de ella?, pensó. Podía intentar seguirlos, pero sin ninguna pista, no tenía ni idea de adónde se dirigían. ¿Londres? ¿La costa? ¿Hacia el norte? A los berserkers se les daba muy bien esconderse (la familia fugitiva lo había demostrado a lo largo de la última década) y sin ningún indicio que seguir, Cole jamás encontraría a Natasha.

Pero le había pegado un tiro a Roberts, de eso estaba seguro. Por brumosa que hubiera sido su visión entre los alaridos de la intrusión de Natasha, había visto al hombre tambalearse hasta el coche después del disparo, había mantenido los ojos abiertos el tiempo suficiente para ver el primer brote de sangre en la parte posterior de la americana de Roberts. Y con una bala de plata de una 45 metida en la espalda, el tipo no llegaría muy lejos.

Cole volvió a recordar a su mujer. Alta, hermosa, fría, y se preguntó dónde estaría.

Abrió los ojos otra vez y se fue incorporando poco a poco. El dolor era terrible, aunque no agónico. Escupió y observó la saliva burbujeante y la sangre que colgaba de una pequeña rama del seto. No había huesos aplastados. No parecía haberle estallado nada por dentro. Se echó a reír. La cabeza le palpitaba como si estuviera sufriendo una resaca nuclear, la cara y el cuello le sangraban por una docena de laceraciones, pero se las había arreglado para sobrevivir al atropello provocado por un hombre a cuya mujer él había matado esa misma mañana.

Suponía que podía considerarse afortunado.

Cole se limpió las hojas y el barro de la ropa y buscó el cargador a su alrededor. No había soltado en ningún momento la 45 y solo le llevó unos segundos ubicar el cargador y encajarlo, después cargó una bala en la recámara. Así estaba más contento, por lo menos.

Ojalá hubiera podido meter una de esas balas de plata en esa puta zorra arrugada.

—¡Maldita sea! —gritó, y al hacerlo descubrió una nueva herida. Uno de los dientes se le había hecho pedazos y tenía partes incrustadas en el labio superior y en la encía. Abrió la boca, dejó que la sangre y las motas de diente fueran chorreando y se inclinó hacia delante para que la mayor parte no le cayera en la ropa.

No quiero estropear mi aspecto, pensó con un bufido divertido, intentó no echarse a reír otra vez porque le dolía demasiado. Sondeó el diente roto con la lengua, encontró puntas afiladas y volvió a cortarse.

—¡Joder! —escupió, y una bandada de estorninos echó a volar en el prado que había al otro lado de la carretera. Allí seguían varias vacas que no dejaban de mirarlo, tranquilas ya tras los disparos—. ¿Ya os habéis divertido bastante? —preguntó. Los animales se lo quedaron mirando, rumiaban como nerviosos representantes de futbolistas. Maldita fuera, estaba hecho un desastre.

Pero no tanto como Roberts. La esposa muerta, la vida jodida, un tiro en la espalda, seguro que no podría seguir mucho más. Por mucho que la zorrita lo alentara, por mucho que se la cascara mentalmente, y lo tranquilizara y camelara… Roberts estaría sangrando. Tendría dolores. Una persona, en esas condiciones, no podía continuar solo a base de adrenalina y miedo. Era un tío normal y terminaría parándose en seco. Cole tenía que asegurarse de estar en las inmediaciones cuando eso pasara.

Salió trepando de la zanja y se posó una mano en el muslo para auparse, se dio cuenta entonces de que se había meado encima.

¡Esa zorra!

Un coche dobló la curva procedente de la dirección que había tomado el BMW. Era un viejo Mazda MX5 que lanzaba gruñidos por un tubo de escape agujereado. Cole apostaba a que el propietario pensaba que sonaba genial.

Se había meado encima. Habría sido cuando la zorra le había soltado aquel chillido, cuando había invadido su mente y lo había empujado al centro de su propia oscuridad. Era culpa de esa putita.

—¡Zorra!

Cuando se acercó el descapotable, Cole levantó el arma. El coche frenó, la conductora tenía los ojos muy abiertos y aterrados, y en su rostro Cole vio la burla de la niña berserker, el destello en sus ojos cada vez que lo llamaba señor Lobo, la condescendencia en la mirada de alguien tan joven.

Apretó el gatillo.

Su intención había sido meter una andanada por el techo de lona, pero la sangre le chorreó por el ojo justo cuando disparó. El vehículo patinó hacia la derecha y rozó el parachoques trasero del coche abandonado de Roberts antes de darle un empujoncito a la verja del prado y detenerse. Después rodó hacia atrás un poco y se quedó allí quieto, con el motor todavía en marcha.

No había movimiento dentro.

—Mierda —susurró Cole, la eme le provocó un dolor en el labio partido—. Mierda, mierda, mierda.

Cuando llegó a la puerta del conductor, la abrió y vio caer el cuerpo de la mujer a la carretera, intentó decirse que habría tenido que matarla de todos modos. De ninguna de las maneras podía dejarla allí con un coche hecho pedazos y un cuerpo dentro. La mujer se habría escapado y habría buscado a alguien, y la policía habría ido a por él en cuestión de horas, si no minutos. Era una mujer morena y daba la sensación de que había sido muy atractiva, justo el tipo de mujer que a veces él intentaba tirarse cuando la soledad lo vencía. La bala había atravesado con limpieza la esquina del parabrisas y se había llevado parte del cráneo de la víctima. La sangre y los sesos chorreaban de la parte inferior del techo de lona y por todo el salpicadero. La falda se le había subido y revelaba unas braguitas negras y unos músculos pálidos bien tonificados. Era una víctima más, y eran personas como ella a las que él estaba intentando proteger.

Mientras hacía todo lo que podía para justificar con razones su segundo asesinato del día, Cole arrastró a la mujer hasta el antiguo coche de Roberts y la metió junto al otro cadáver.

Ni siquiera se molestó en arrancar la astilla de cráneo del centro del volante del MX5 antes de meter la primera e irse.

Tom estaba entumecido. Le parecía que su cuerpo estaba distante y, ahí, sobre el asiento del conductor, sentía la cabeza más baja que el estómago. Podía mover las manos en el volante y en el cambio de marchas, los pies en el acelerador, el freno y el embrague, y se removía de forma constante en el asiento, de modo subconsciente intentaba encontrar el dolor que debería padecer ahí. Tenía la sensación de que la bala estaba alojada en algún sitio cerca de la columna, pero al menos no estaba paralizado.

Se sentía despegado del mundo real.

Y, en el plano mental, el entumecimiento se había extendido, una barrera protectora contra lo que había pasado que era tan obvia como reconfortante. Mientras conducía le daba vueltas a lo que las últimas veinticuatro horas habían traído a su vida y lo que se habían llevado, pero su mente solo conseguía rozar la superficie. La tumba que había abierto, el cuerpo, la huida, los disparos, la muerte… todo ello atravesó como un destello su mente con la inmediatez de la experiencia recién vivida, pero a la vez con la vaguedad de un sueño desvanecido. Podía oler el hedor de la fosa, pero desenterrar esos cadáveres parecía más bien el recuerdo de otra persona. Podía oler a Jo y oírla bostezar, y verla cepillarse el pelo, pero su mujer era alguien del pasado, una parte sin trascendencia en el aquí y el ahora.

Podía sentir a Natasha dentro, abriéndose camino por el interior de su mente, explorando, calmando, y él le agradeció su presencia. Porque lo estaba protegiendo. La niña era una droga que él necesitaba, y mucho, una droga que se llevaba el dolor y la angustia y los sustituía con una sola palabra, un objetivo: Steven.

Condujo con lentitud y cordura, no le apetecía llamar la atención. Podía sentir el tremendo daño que había sufrido su cuerpo (la niña podía ocultar el dolor y las consecuencias inmediatas, pero no el conocimiento) y a una parte de él le preocupaba lo que le aguardaba en el futuro. Pero, de algún modo, sabía que estaba a salvo, al menos de momento. A salvo hasta que llegaran adonde quiera que se dirigían.

Steven, dijo Natasha desde el asiento trasero.

—¿Sabrá quién soy?

Estoy segura.

—¿Lo reconoceré yo?

Natasha hizo una pausa y Tom percibió algo que podría haber sido sorpresa.

¿Qué papá no reconoce a su hijo?

Tom cabeceó, le pesaban los párpados. Estaban en una autovía, se dirigían al norte, y él permanecía en el carril lento, observando cómo los adelantaban camiones, coches y motocicletas.

—Yo solo tengo su recuerdo de hace diez años —dijo.

Natasha se quedó callada y Tom supuso que la niña se había ido a algún otro sitio.

Pensó en lo que la había visto hacer cuando le había prestado sus recuerdos. Era incapaz de desentrañar por qué el ejército había considerado necesario enviar a los berserkers. Había muchas personas y muchas armas, sí, pero seguro que una sola bomba podría haber borrado del mapa ese antro de droga con tanta facilidad como cuatro berserkers, ¿no? Quizá fuera una cuestión política. Quizá estaban probando algo. Pero entonces Tom pensó en las caras que había visto a través de los ojos de Natasha y comprendió la verdad: era el miedo de lo que allí se trataba. Él no sabía con quién tenían tratos aquellas personas, pero los encontrarían en la casa, o más bien, encontrarían lo que quedaba de ellos, y embargaría sus corazones el terror de lo que descubrirían.

Miedo. Era un arma muy poderosa. Tom se preguntó hasta qué punto le habían salido las cosas al revés al personal de Porton Down y por qué. Y por mucho que también sintiera un vestigio de ese miedo, esperaba que Natasha le mostrara pronto lo que había pasado allí.

La niña aún estaba lejos de él. La mente de Tom seguía siendo solo suya, todavía envuelta en bruma, alejada del dolor que debería estar haciendo estragos en su cuerpo, pero suya. Tom se concentró en conducir. No tenía ni idea de adónde iban. Pero pensó que, cuando llegaran por fin, Natasha se lo haría saber.

Cole esperó el grito de Natasha, ya que estaba convencido de que volvería a invadirlo. Sentía la mente despejada de momento, pero sabía que había profundidades, huecos insondables bajo las calles donde su oscuridad era muy profunda. Allí abajo podía esconderse cualquier cosa. Mientras conducía, recorría los caminos menos frecuentados de su mente, se asomaba a los callejones más oscuros, siempre temeroso de mover tapas de alcantarilla o aventurarse en los túneles, por si la encontraba esperándolo. Siempre había temido lo mismo. Y, en cierto sentido, la niña siempre estaba con él, una pesadilla que jamás había sido capaz de reprimir del todo.

El volante estaba resbaladizo por la sangre. Del equipo de sonido rezumaba la música de Tori Amos; Cole no se había molestado en apagarlo. El coche apestaba a uno de esos ambientadores que olían peor que un perro mojado o que los cigarrillos, le escocía en el interior de la nariz y le estaba provocando un buen dolor de cabeza. Encontró la tortuguita de plástico pegada debajo del salpicadero, la arrancó y la tiró por la ventanilla. Dejó el cristal bajado y ventiló el coche, ya podía oler la sangre. Eso no le importaba.

Todavía tenía los pantalones mojados de cuando se había meado, también olía a eso. La mano y la pantorrilla aún le sangraban un poco por donde se había cortado al trepar la verja. Le dolían las piernas del golpe del BMW, la izquierda mucho más que la derecha y temía que pronto la magulladura le impidiera conducir. La cabeza le latía y palpitaba, el pulso de los ecos de pesadilla provocados por el rugido que Natasha le había metido dentro, tan estruendoso y potente que lo había obligado a meterse en su propio y oscuro subconsciente.

Al menos no lo había estado esperando allí dentro.

Cole hizo caso omiso de malestares y dolores y siguió conduciendo, no sabía adónde iba, solo seguía el mismo rumbo que había tomado Roberts. Y por mucho que odiara la perspectiva, sabía que una vez más necesitaba que Natasha se deslizara en su mente si quería volver a encontrarla.

—¿Adónde vamos?

Tom echó un vistazo por el espejo retrovisor, se alzó un poco para poder ver el fondo del asiento trasero. Natasha seguía donde la había dejado. Una niña muerta, apergaminada, pero dentro de aquel cadáver estaba la sangre que le había chupado a él. Tom se preguntó dónde estaba y si le habría hecho algún bien. La niña no respondió.

—Me siento débil —declaró Tom—. Es casi la hora de comer. Necesito comer algo. Llevo sin comer desde… —

Desde antes de desenterrarte, quería decir, pero por alguna razón no parecía muy correcto.

Natasha seguía lejos.

La carretera se había convertido en una autopista. Tom no corría, se preguntaba cómo funcionaría lo de los coches robados, los números de matrícula y las cámaras policiales, pero en ese momento tampoco había nada que pudiera hacer. Tenía una bala en la espalda y un cuerpo en el asiento trasero, no se podía decir que robar otro coche fuera una opción viable. Además, él no sabría cómo hacerlo. No era más que un simple oficinista.

Tom tarareó durante un rato una melodía que no conocía, aunque al final logró identificarla; era una canción que había escrito antes de la muerte de Steven. Algo sobre razas, intolerancia y aceptación. No recordaba la letra, pero se encontró tamborileando con los dedos en el volante el ritmo de la batería, empezó a recordar la sensación de las cuerdas de la guitarra bajo las yemas de los dedos. Tan agradable. Durante unos minutos, esa sensación se apoderó de él.

—Estamos cerca de una salida —dijo—. ¿Natasha? ¿Adónde vamos ahora? ¿Cuánto tiempo tengo que conducir? ¿Qué va a pasar ahora? —Esa última pregunta iba dirigida tanto a él como a la niña berserker que había sacado de la tierra.

¿Qué va a pasar ahora?

La sintió volver. Era salvaje, como un tornado que surgía de la nada, tocaba el suelo y hacía girar el aire, vibrar la tierra y temblar al mundo entero con algo que era alegría o rabia.

Quizá las dos cosas, pensó Tom, porque incluso en ese momento la niña estaba cuidando de él y el miedo no existía.

Quizá las dos cosas, porque para ella creo que quizá sean uno y lo mismo.

En el asiento trasero, con un crujido parecido al de un puñado de ramas secas al frotarse, Natasha se incorporó. Y Tom oyó su verdadera voz por primera vez.

—Los he encontrado —dijo.

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