Belinda

Belinda


Primera parte » Capítulo 17

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Splendor in the Grass era la clase de establecimiento que a los niños les parece de ensueño, estaba lleno de pósters de unicornios blancos y animales de peluche gigantes para los que aún gatean; también había pequeñas mesas y sillas para leer, así como cualquier libro que pudiera interesar a chicos y chicas desde la infancia hasta la edad de veinte años.

La limusina apareció a las tres de la tarde del último viernes del mes de agosto.

En circunstancias normales, la multitud hubiera satisfecho del todo mi ego. Había por lo menos ciento cincuenta personas entre padres y niños inundando las cuatro salas comunicadas del establecimiento, que había sido el piso bajo de una casa particular, por lo que todavía conservaba hogares para el fuego, revestimientos de madera y bancos en las ventanas.

Me senté en la poltrona que estaba junto al fuego de leña de la primera sala y durante una hora estuve firmando y contestando sus rápidas y fáciles preguntas.

Los niños de Berkeley suelen ser muy brillantes. Sus padres son profesores en la universidad o ellos mismos asisten a ella en calidad de estudiantes. O bien son sólo el tipo de gente que vive en una comunidad radical famosa en todo el mundo, es decir aquellos que prefieren las elegantes y antiguas casas grandes a las casas nuevas de comunidades recientes; también prefieren las calles con árboles en las aceras, que tienen un tráfico ligero, a las más remotas y protegidas carreteras de las montañas de las zonas periféricas, como es el caso del condado de Contra Costa en California.

La chiquillería me hizo preguntas muy bonitas tanto de las ilustraciones como de las historias. Formularon quejas inteligentes sobre el espectáculo televisivo de Charlotte, los sábados por la mañana; también se mostraron suspicaces por la siguiente película de dibujos animados.

Sus padres, que eran bohemios, iban limpios, vestían pantalones de algodón y llevaban sandalias, e incluso bebés en modernas mochilas, hablaban de Jung con naturalidad y se referían a las jovencitas de mis libros como a la representación de mi alma femenina, lo cual, a su vez, consideraban una «alegoría» muy simpática.

Pero mi alma lleva mucho tiempo rondando por estas oscuras habitaciones, ya está durando demasiado. Se ha convertido en un comportamiento que ya es en sí mismo una habitación oscura.

—Sabes, a veces creo que esto debe terminar —me escuché diciendo en voz alta—. Las viejas casas de los libros tienen que derrumbarse y yo tengo que dejar de insistir en esta búsqueda de la libertad. Tengo que salir afuera.

Se produjeron asentimientos de cabeza, me dieron palmaditas en la espalda y algunos padres atentos formaron un círculo a mi alrededor por si mostraba el más mínimo indicio de seguir con aquella arenga.

—¿Y qué hay fuera? —preguntó un estudiante pelirrojo, con gafas de abuelo y tejanos.

Estuve pensando un momento.

—¡La vida contemporánea! —exclamé—. ¡Vida, sólo la vida! —Lo dije en una voz tan baja que apenas pude oírme a mí mismo.

—Pero usted puede ser toda su vida un artista que personifica un paso más en el desarrollo humano.

—Cierto, muy cierto, y eso es lo que hay en mis libros, por supuesto. Pero para mí ya no es suficiente.

Me hicieron muchas preguntas tratando de indagar sobre aquello.

En ese momento comprendía por qué había querido asistir a la presentación. Les estaba diciendo adiós a aquellas niñas. Me estaba despidiendo de sus proverbiales caras relucientes, de su desenmascarada confianza y de su entusiasmo inocente, decía también adiós a sus padres que habían leído mis historias para ellos.

—Me gusta el modo en que pinta usted las manos, tienen tanto detalle.

—Y cómo la sombra de Angelica cambia de tamaño a cada nuevo escalón que sube en dirección a la buhardilla de su padre.

—Balthus, no, mucho más florido que Balthus, ¿no crees? Pero usted ha de obtener a la fuerza alguna compensación por este trabajo…

—Claro, por supuesto.

Más café, gracias.

Durante todos estos años, mientras me escondía tras la máscara, os he estado utilizando. Y sí, esto es un adiós. ¿Pero qué pasará si ahora, simplemente, no soy lo bastante buen artista para ser pintor?

Tenía miedo. Pero, por encima de todo, sentía aquel enorme regocijo. Quería irme a casa, trabajar.

Y al mismo tiempo al ver a aquellas niñas sentía tristeza. ¿Qué pasaría si se sintiesen heridas por los cuadros de Belinda? ¿Si se sintieran traicionadas? ¿Qué negrura sentirán interiormente cuando alguien en quien confiaban resultaba ser malo y sucio? ¿Tenía yo derecho a hacer aquello?

«Bueno, pero tu trabajo siempre ha sido erótico». Erótico, erótico, erótico.

Sólo la porquería exacta en la medida adecuada.

Era muy importante para mí que el mundo, quienquiera que fuese el mundo, comprendiera lo que yo hago y cuándo lo hago. Pero aquello era un adiós a todas las niñas a las que les había dicho lo correcto durante tanto tiempo, las jovencitas a las que yo jamás había tocado de manera indecente ni tampoco besado o atemorizado.

Bien, había ido allí a decir adiós y tenía mucho miedo. Aun así me sentía mejor de lo que me había sentido en mi vida.

Ella no llegó a casa hasta bien entrada la noche; me comentó que se había divertido mucho en los establos de Marin. Había ido a caballo hasta lo más alto de los verdes montes. Pero a mí me pareció angustiada, cansada. Se sentó frente a la mesa de la cocina y comenzó a trenzarse el cabello, los dedos se movían con nerviosismo a medida que hacía y volvía a hacer las apretadas trenzas. Me preguntó si podíamos ir otra vez a Carmel. ¿Podíamos coger las pinturas húmedas, ponerlas en la rejilla de la furgoneta e ir a Carmel y así alejarnos, irnos, marcharnos de aquí?

—Por supuesto, querida mía —le contesté. Para eso había instalado la rejilla en la furgoneta. Hace tiempo que la hice poner para poder trasladar los cuadros en que trabajaba. Pero tenía que ayudarme a bajar la tela del café Flore para que no se estropease.

Pareció calmarse a medida que nos alejábamos de la ciudad. Iba apoyada sobre mi hombro y agarrada a mi brazo. Al cabo de un rato de ir por la autopista, le pregunté:

—¿Qué pasa, Belinda?

—Nada —contestó en voz baja y sin dejar de mirar fijamente a la calzada frente a nosotros. Después, al cabo de un momento dijo—: Nadie sabe que existe la casa de Carmel, ¿verdad?

—Nadie.

—¿Ni siquiera tus abogados, tus contables y toda esa gente?

—Llamo a mi contable, le doy la cifra de impuestos sobre bienes y él la deduce. Es todo lo que sabe. Compré esta casa hace muchos años. Pero ¿por qué me preguntas todo eso? ¿Qué pasa?

—Nada. Sólo que me resulta muy romántico que sea tan secreta, ya sabes. Sin teléfono y sin buzón de correos —añadió con tono indiferente.

Se echó a reír cuando le dije que la gente de Carmel no tenía números en las casas, que si lo deseaban se iban a la oficina de correos a recoger la correspondencia. Yo no recordaba haber ido allí nunca a buscar nada.

—Sí, es perfecto para esconderse —le dije—. Para ti y para mí.

Sentí cómo apretaba los dedos en torno a mi brazo. Sus labios rozaron mi mejilla.

Me preguntó si había pensado alguna vez en volver a la vieja casa de mi madre en Nueva Orleans.

Le expliqué que en realidad no deseaba hacerlo, no había visto la casa desde 1961. Sería un impacto demasiado fuerte volver a entrar allí.

—¡Estaríamos tan lejos! —dijo ella.

—¿De quién estamos huyendo, Belinda? —inquirí. Intenté aparecer atento.

—De nadie —repuso en un tono tan suave que parecía un suspiro.

—Entonces nadie nos amenaza, sólo…

—Yo no permitiría que eso ocurriera —me interrumpió. Tenía un cierto dejo de preocupación, pero ¿por quién?

Después estuvo callada y se durmió un rato en mi hombro. El fuerte motor de la furgoneta producía un aburrido y silencioso rugido y el paisaje más allá de la interminable carretera apenas podía verse a causa de la oscuridad.

—Jeremy —dijo de pronto con voz soñolienta, al tiempo que tensaba el cuerpo—. Te quiero, ¿lo sabes?

—Pero algo no va bien, ¿verdad? —le pregunté—. Algo ha sucedido.

¿Qué estaría yo pensando? ¿Tenía secretos con ella y ella no tenía derecho a hacer lo mismo conmigo? Pero yo tengo secretos a causa de los suyos. Si me lo explicase todo…

—No te preocupes —repuso en un susurro.

—Pero tú tienes miedo de algo. Me doy cuenta.

—No, tú no lo entiendes —dijo ella. ¿Le costaba hablar o se trataba sólo de mi imaginación?

—¿No tienes la suficiente confianza en mí para explicármelo? No estoy rompiendo las normas, ¿verdad? Sólo te estoy preguntando por qué tienes miedo.

—No es miedo —contestó. Estaba a punto de llorar—. Sólo es que a veces…, a veces me siento muy triste.

A la mañana siguiente estaba de un humor excelente. Durante toda la semana asistimos a los conciertos locales, fuimos al cine y al teatro por las noches. Cenamos en restaurantes con velas y candelabros, y paseamos por la nítida y blanca playa de Carmel por las mañanas al amanecer. La casa olía todo el tiempo al fuego de la chimenea, que permanecía siempre encendida.

También dedicamos mucho tiempo a hablar.

Cuando me lo preguntó, le expliqué todo lo referente a la casa de Nueva Orleans, que la había mantenido como si de un museo se tratase, más por desidia que por otra razón. Ni mis esposas ni mis amigos la habían visto nunca, excepción hecha del actor Alex Clementine, quien había conocido a mi madre mucho tiempo atrás.

Estuve incluso a punto de contarle el viejo secreto, que había escrito libros con el nombre de mi madre.

Pero cuando iba a hacerlo, me arrepentí. No fui capaz. Alex tenía razón en lo que me había dicho a este respecto.

Otra cosa que ella dijo fue que la casa de Nueva Orleans sería un lugar maravilloso para escondernos.

—Algún día —dije yo.

Cuando regresamos al norte, el cuadro del café Flore estaba ya terminado.

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