Belinda

Belinda


Primera parte » Capítulo 24

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No la miré a la cara. No quería ni planteármelo. Estaba demasiado aturdido para ello.

Pero eché un vistazo a su indumentaria y pude ver que llevaba un vestido beige de tela suave y una capelina suelta del mismo color sobre los hombros. Probablemente eran de lana de cachemira, y todas las joyas que llevaba, por cierto, eran de oro; llevaba montones de cadenas de oro alrededor del cuello alto vuelto del vestido y en sus muñecas. Al mirarla de reojo vi que llevaba el pelo suelto. El coche olía a un penetrante perfume suavemente especiado.

La limusina dio la vuelta hacia Market Street y fue en dirección al centro de la ciudad.

—¿Podríamos ir a mi hotel, señor Walker? —me preguntó con educación. Tenía un acento intenso y meloso de Tejas—. Allí estaríamos muy tranquilos.

—Por supuesto, si es lo que desea —contesté. Me di cuenta de que no mostraba ansiedad en la voz y que lo único que se percibía era un cierto tono de sospecha y de rabia. Pero podía sentir la ansiedad en mi cabeza.

La limusina adquirió velocidad, se abría paso a través del perezoso tráfico. Los feos aparcamientos de coches y los edificios despersonalizados de lo alto de Market Street daban paso a los apretados teatros porno, cafés y escaparates de tiendas repletos de restos provenientes del ejército, se oían bramar los aparatos estereofónicos. La iluminación de la calle no ocultaba la basura y la suciedad de las aceras.

—¿Qué desea, señorita Blanchard? —No podía seguir manteniéndome en silencio. Empezaba a sentir pánico. Tenía que evitar que se me notara en la voz.

—Bien, pues a mi hija, por supuesto, señor Walker —repuso, sin arrastrar las palabras de manera tan pronunciada como en sus primeras películas—. Me he enterado de que ha estado viviendo con usted los tres últimos meses o más.

Así que la madre no sabe nada, ¿eh, Dan? ¿Y qué me aconsejarías que hiciera ahora? ¿Aguantar esta situación en silencio? ¿O saltar del coche?

—He oído que usted la ha estado cuidando muy bien —continuó en la misma tonalidad deslustrada, con los ojos fijos en mí, y sin embargo yo seguía sin volverme para mirarla.

—¿Es eso lo que usted ha oído? —le pregunté.

—Lo sé todo sobre usted, señor Walker —dijo con gentileza—. Sé que se ha ocupado de ella muy bien. Y sé quién es usted y lo que hace. He leído sus libros, solía leérselos a ella.

Por supuesto. Cuando ella era una niña. Aunque todavía es una niña, ¿verdad?

—Siempre me ha gustado su trabajo. Sé que es usted una persona excelente.

—Estoy contento de que piense eso, señorita Blanchard.

Ahora el sudor estaba aumentando. Me agobiaba. Deseaba abrir la ventana, pero no lo hice. No me moví.

—Todo el mundo piensa eso de usted, señor Walker —continuó—, sus amigos editores, sus agentes del sur y toda la gente de negocios. Todos coinciden con respecto a usted.

El coche nos llevaba hasta el final de Market Street. Pude ver la torre gris del hotel Hyatt Regency, que se elevaba a nuestra izquierda. Más adelante veía el vacío nocturno de la plaza de Justin Herman. En aquella zona todo era oscuro y frío.

—Dicen que es usted decente, todos lo dicen. También dicen que nunca ha hecho daño a ninguna alma viviente. Y dicen que es usted un hombre sano, sobrio y buena persona.

—¿Buena persona?

Debió escapársele, ¿no?

—Bueno, señorita Blanchard, ¿está tratando de decirme que no va a llamar a la policía para que me arresten? ¿No va a hacer que recojan a su hija y la lleven a su casa?

—¿Cree que vendría conmigo, señor Walker? —me preguntó—. ¿Cree usted que permanecería en casa si yo consiguiese llevármela?

—No lo sé —contesté. Tengo que parecer tan tranquilo como lo está ella.

El vehículo se deslizaba por el sombrío y cubierto pasadizo del Hyatt. A nuestro alrededor había taxis y más limusinas, una banda sonora tras otra. Avanzamos hasta la curva. Estaba lleno de gente y de porteros moviéndose ajetreados con equipajes.

—No deseo que mi hija regrese, señor Walker.

El coche se paró. Me sorprendí mirándola con atención.

—¿Qué quiere decir? —inquirí.

Se había quitado las gafas y me miraba con la vaga y meditabunda expresión que con frecuencia tienen los miopes. Después se puso unas gafas oscuras, y su boca plena y colorada pareció hacerse más nítida, como si hubiese sido yo el que había estado ciego hasta entonces.

—No quiero que mi hija esté cerca de mí, señor Walker —dijo con voz queda—. Ésa es la razón por la que creo que deberíamos llegar a un acuerdo para que ella se encuentre bien.

El chófer abrió la puerta de su lado, ella se dio la vuelta en dirección contraria a la mía, levantó una capucha sin forma de entre los pliegues de lana y, por encima de sus hombros, se la colocó de forma que le cubriese la cara.

La seguí, en absoluto silencio, hasta el vestíbulo y en dirección a los ascensores, la gente se volvía hacia ella a medida que se abría paso entre la multitud de turistas veraniegos. Me sentí como cuando anduve, unas horas antes, a través de otro vestíbulo con Alex. Ella emanaba el mismo aire radiante e inexplicable.

La capa se balanceaba con gracia desde sus hombros, y cuando apretó el botón del ascensor para que bajase, las pulseras de oro de sus muñecas centellearon bajo la luz mortecina.

En cuestión de segundos nos elevábamos por encima del vestíbulo.

Yo miraba aturdido, a través de los cristales, hacia la mareante extensión de baldosas grises que cubrían el suelo bajo nosotros. El agua surgía de enormes fuentes, había parejas que bailaban suavemente con la música de una pequeña orquesta, y una gran cantidad de terrazas de asfalto se elevaban, como en los fabulados jardines de Babilonia, hacia el cielo enmarcado sobre nuestras cabezas que parecía inalcanzable.

Y en el ascensor de cristal, junto a mí, estaba aquella mujer que se me antojaba tan relumbrante y tan antinatural como el mundo que nos rodeaba. El ascensor se paró. Ella pasó a mi lado moviéndose como un fantasma.

—Venga, señor Walker —me indicó.

Era como una diosa. En comparación, Belinda era pequeña y delicada. Cada detalle de su persona parecía demasiado vívido para formar parte de la vida real: tenía largas manos, piernas bellamente contorneadas y medio cubiertas por los pliegues del manto, y labios grandes y exquisitamente recortados.

—¿Qué significa que no la quiere cerca de usted? —me oí diciendo de pronto, desde el ascensor vacío, del que no me había movido—. ¿Cómo pude decirme eso usted a mí?

—Vamos, señor Walker.

Se me acercó, me tomó del brazo y cerró sus dedos en torno a mi manga, y yo la seguí por el lado de la barandilla de la terraza.

—¡Explíqueme de qué va todo esto!

—Muy bien, señor Walker —dijo, mientras cogía la llave y la introducía en la cerradura.

Se movía con lentitud y elegancia por la salita de estar de techo bajo de la suite, y la capa oscilaba con gracia a su alrededor. Se le había caído la capucha y su cabello voluminoso quedó inmóvil creando una ilusión de caída libre. Ninguna mecha estaba fuera de lugar.

El mobiliario era nuevo y sobrio, la moqueta, también nueva, era áspera. El ambiente era de una vaciedad costosa. Por detrás del ventanal, que se abría desde el suelo hasta el techo, se veían los edificios del centro, que formaban una espesa mata carente de diseño y de gracia.

Dejó caer el manto sobre una silla. Sus senos se percibían bajo la lanilla beige pálido y eran increíbles, no sólo por el tamaño sino por la proporción que tenían respecto a su esbelto talle. Sus caderas se balanceaban de un lado a otro con una arrogancia sensual bajo la estrecha falda lisa.

¿Cómo sería vivir día y noche con aquella mujer tan mujer? ¿Cómo podía quedar espacio para alguien más? ¡Ah!, pero Belinda tenía una clase de belleza diferente. ¿Cómo podría explicarlo?

Las comparaciones entre ninfa y diosa, entre capullo y rosa, no podían hacerse.

Se había quitado las gafas oscuras y por un momento sus ojos recorrieron despacio la habitación con la mirada, como si desearan beber de la luz mortecina antes de comenzar el asalto de los temas difíciles. Aparecieron de nuevo las gafas claras. Y cuando me miró, me sorprendió el parecido con su hija. Tenía los mismos pómulos, sí, y la misma separación entre los enormes ojos, incluso la expresión de la cara era similar. Pero con la edad, Belinda no adquiriría aquella afilada nariz, ni aquella boca de lujo en technicolor.

—Entiendo por qué le gusta usted, señor Walker —me dijo con la misma educación embriagadora que rayaba en la dulzura—. Usted no sólo es una buena persona, sino también un hombre muy atractivo.

Cogió un cigarrillo de su bolso, y de modo instintivo yo alcancé una caja de cerillas del hotel que estaba en una mesa y le ofrecí lumbre.

¿Habría visto alguna vez el truco de la caja de cerillas de Belinda? Pensé. No tiene precio.

—Es usted mucho más guapo de lo que se aprecia en las fotografías —me dijo exhalando el humo—. La clase de hombre un poco pasada de moda.

—Lo sé. —Y hablé con frialdad.

Tenía el mismo tono de piel dorado e impecable que ya había notado en Belinda cuando la vi por primera vez; los dientes eran de un blanco radiante. No tenía ni una de esas arrugas que suelen aparecer, ya sea por la edad o por el carácter. Las que Alex ahora sí tenía.

—Vamos, señora Blanchard. Yo amo a su hija, y usted lo sabe. Y ahora dígame qué significa esto.

—Yo también la quiero, señor Walker. Si no fuera así, no habría venido. Y quiero que usted cuide de ella hasta que sea lo bastante mayor para ocuparse de sí misma.

Se sentó en el pequeño sofá rojo y yo cogí una silla. Encendí uno de mis cigarrillos y después me di cuenta de que era de Belinda. Debí haber cogido el paquete inconscientemente antes de salir de casa.

—Usted quiere que yo me ocupe de ella y la cuide —repetí en tono sombrío.

Me estaba recuperando del pasmo y el pánico también empezaba a dejarme. Sin embargo, sentía crecer la rabia.

De pronto me pareció cansada. Algo en sus ojos revelaba que estaba bajo tensión. Quizá nunca lo hubiera visto si no hubiese sido por las gafas. Tampoco tenía arrugas en aquella zona. No parecía de esta tierra en absoluto.

De nuevo me sorprendió su irrefrenable voluptuosidad. El vestido de lana era muy espartano, las joyas eran tan severas como brillantes, y sin embargo ella era un monstruo de la belleza. ¿Cómo sería hacer el amor con ella? ¿Qué debía ser…?

—¿Deseaba tomar algo, señor Walker?

Había botellas en una bandeja sobre una pieza de mobiliario, para la cual yo no encontraba un nombre, bien hubiera podido ser un aparador.

—No. Lo único que quiero es aclarar esto. Qué desea usted y de qué me está hablando. Usted debe de estar jugando a un tipo de juego extraño.

—Señor Walker, yo soy una de las personas más directas que conozco. Ya se lo he dicho todo. No quiero que mi hija esté cerca de mí. Yo tampoco puedo vivir con ella. Y si se ocupa usted de ella y se encarga de que esté segura y no por ahí, en cualquier parte, en la calle, le dejaré en paz.

—¿Y qué pasa si no lo hago? —le pregunté—. ¿Qué pasa si le hago daño? ¿Y si ella decide irse?

Me observó durante un momento, sin expresión en los ojos, a continuación bajó la mirada. La cabeza se le hundió ligeramente. Después siguió en la misma posición, estaba tan quieta que me ponía nervioso. Durante unos momentos me pareció que se sentía mal.

—Entonces acudiré a la policía —repuso en un tono de voz más bajo— y le entregaré las fotos que le ha hecho a ella, de usted y de ella juntos en la cama; las fotos que tengo de su casa.

Artista y modelo. Las fotos que tomé con el temporizador.

—¡Que usted tiene de mi casa!

Su cabeza permanecía baja, pero me estaba mirando a mí ahora, y aquello suscitaba una sensación de timidez que me enloquecía tanto como su callada voz.

—¿Ha hecho que alguien entre en mi casa?

Me pareció que tragaba saliva, a continuación inspiró.

—Sólo se llevaron los negativos, señor Walker. Y para ser exactos hay treinta y tres. Ninguno de los cuadros que ha hecho de ella han sido tocados. ¿Por qué está usted tan enfadado, señor Walker? Usted tiene a mi hijita en su casa.

»Le daré tres negativos ahora. Y después otro grupo cuando ella tenga dieciocho años. Creo que será dentro de un año y dos meses. No lo he contado pero usted se hace perfectamente la idea. Esté usted con ella hasta que tenga diecinueve años, y en ese momento le daré más. Si usted puede estar con ella hasta que tenga veintiún años le daré el resto. Por supuesto, tampoco hasta entonces puede usted enseñar los cuadros que ha hecho de ella. Aunque bien pensado, si hiciera eso se cortaría a sí mismo el cuello.

—Suponga que la mando a usted al infierno, señorita Blanchard.

—No hará eso, señor Walker. No con las fotos que yo tengo. —Volvió a alejar la mirada, y el labio inferior le sobresalió ligeramente—. Ni con el resto de la información que poseo de usted.

—No creo que tenga esos negativos. Si alguien hubiese entrado en mi casa lo sabría, lo percibiría. Me está mintiendo.

No respondió al momento. Estaba sentada tan alarmantemente quieta como antes, parecía una muñeca mecánica estropeada, una especie de precioso ordenador que estuviese procesando la cuestión.

A continuación se levantó con lentitud y se acercó a la silla en la que había dejado caer su bolso. Lo abrió y vi el borde superior del sobre de papel manila que sacaba. Reconocí en él mi escritura, había anotaciones en la esquina superior derecha. Sacó una pequeña tira de negativos.

—Tres negativos, señor Walker —me dijo, y los puso en mi mano—. Y, por cierto, el tema de las pinturas que usted ha realizado me resulta muy familiar. Conozco todas las cosas que los policías encontrarían en caso de que les enviase para buscar a mi hija. También sé lo que haría la prensa con toda la historia. Pero nadie conocerá jamás lo sucedido, no si llegamos al acuerdo que le he propuesto.

Cogí los negativos y los puse contra la lámpara. Cierto que eran muy incriminativos. Belinda y yo en un abrazo. Belinda y yo en la cama. Yo encima de Belinda.

Y un extraño había entrado en mi casa para cogerlos, un desconocido había penetrado en el cuarto oscuro y en la buhardilla, y se había puesto a registrar todas mis cosas. Pero ¿cuándo había sucedido aquello? ¿Cuál habría sido el día de la violación de mi intimidad? ¿Durante cuánto tiempo habíamos vivido en una falsa sensación de seguridad, tanto Belinda como yo, mientras otra persona nos vigilaba y esperaba la oportunidad de entrar?

Me metí los negativos en el bolsillo. Me senté y comencé a hacer todos esos movimientos nerviosos e imperceptibles que se hacen cuando uno está a punto de explotar. Estaba frotándome los dedos de la mano izquierda, y con el reverso de la otra mano me frotaba la barbilla.

Intenté recordar todo lo que Dan me había dicho. Muy bien, no lo habían encubierto todo a causa de Bonnie. Y sin embargo estaban ocultando lo sucedido.

Ella había regresado al sofá, y yo me alegré de que no estuviera cerca de mí. No quería que ella me tocase. No deseaba que sus manos tocasen las mías al hacerme entrega de los negativos.

—Señor Walker, puedo darle dinero en cantidades razonables para que se ocupe de ella.

—No necesito dinero. Si usted ha hecho investigaciones sobre mí, sabrá que no lo necesito.

—Sí, eso es cierto. Sin embargo quiero dárselo, porque ella es mi hija y deseo que no le falte nada, por supuesto.

—Y cuánto tiempo ha previsto que dure este chantaje, este pequeño acuerdo de negocios, este…

—No se trata de chantaje —me corrigió frunciendo levemente el ceño, aunque las arrugas producidas desaparecieron al instante, y su cara volvió al estado anterior de insipidez y adquirió la misma falta de vitalidad que su voz—. Y ya le he dicho que lo mejor es que dure hasta que ella tenga veintiún años. Hasta que tenga dieciocho me parece poco menos que imperativo. Hasta entonces será una menor. No me importa que ella piense que puede cuidar de sí misma.

—Ha estado conmigo durante tres meses, señorita Blanchard.

—Sólo falta un año y dos meses para que tenga dieciocho años, señor Walker. Creo que durante ese tiempo le resultará posible. Puede usted mantenerla a ella y esos cuadros que usted tiene en algún lugar donde no se encuentren, creo que nadie va a montar ninguna escena por ello…

Se calló. Algo se estaba tramando en su interior. Sin embargo, ahora era diferente. Pensé que quizás iba a ponerse a llorar. Yo había visto en ocasiones que la cara de Belinda cambiaba de repente y se deshacía mágicamente en lágrimas. Pero esto no sucedió: en cambio, la cara adoptó una expresión apática, como en blanco. Y sus ojos se quedaron nublados. Me estaba mirando, pero hubiese podido jurar que no me veía. Y las lágrimas que vertió salieron tan despacio que sólo formaron una ligera película. Pareció como si su luz interior se apagase.

—Usted es un hombre sano —murmuró arrastrando las palabras—. Es rico, equilibrado y bueno. Nunca le hará daño a ella. Usted la cuidará. Además no desea causarse ningún perjuicio.

—Señorita Blanchard, sólo he vivido con ella durante tres meses. En el momento en que ella se canse se marchará.

—No lo hará. No sé qué es lo que le ha dicho a usted, pero apostaría todo el dinero que tengo a que la vida para ella ha sido un infierno hasta que le ha encontrado. No, ella no volverá a pasar por eso. Tiene lo que siempre ha deseado. Y usted también.

—De modo que ya puede regresar a Los Ángeles y decirse a sí misma que todo le ha salido a pedir de boca, ¿no es así? Que su hija, en mis manos, está a salvo.

Las lágrimas parecieron fijarse como una película en sus ojos, igual que cuando habían comenzado a salir; brillaban tras los cristales de las gafas y su expresión se tornó más lánguida si cabe. Tenía la boca medio abierta. Como si me hubiese olvidado, apartó despacio su mirada de mí. La fijó en la vacuidad de la habitación.

—¿Qué sucedió? —le pregunté—. ¿Por qué se escapó? ¿Y por qué demonios haría usted una cosa así? ¿Lanzarla en los brazos de un hombre al que ni siquiera conoce?

No obtuve respuesta. No se produjo ningún cambio en ella.

—Señorita Blanchard, desde el momento en que puse los ojos en su hija, he venido haciéndome este tipo de preguntas. Me han estado obsesionando noche y día. Anoche mismo miré todas sus pertenencias. Encontré películas que había hecho con usted. Esta mañana he leído su biografía en una de esas ediciones baratas de bolsillo. Me he enterado de todo lo relativo a su matrimonio, al tiroteo, a la serie de televisión…

—Y su abogado —añadió en la misma voz callada—. No se olvide usted de su abogado, el señor Dan Franklin, que ha estado haciendo tantas preguntas en Los Ángeles.

¡Maravilloso! ¿Y no habría de saberse?

—Muy bien —asentí—. También encargué a mi abogado que tratara de averiguar cosas. Pero todavía no sé qué hizo que Belinda se marchase de esa forma. Y si usted cree que me voy a ir de esta habitación sin conocer toda la historia…

—Señor Walker, de verdad que no puede regatear conmigo. Tengo los negativos, ¿se acuerda? Todo lo que he de hacer es coger el teléfono y llamar a la policía.

—Pues hágalo.

Ni se movió.

—Llame a la policía, como hizo cuando ella se largó, señorita Blanchard. Y llame también a la prensa —añadí.

Con una lentitud pasmosa, que parecía imposible, levantó el cigarrillo y se lo acercó a la boca. Las lágrimas se le quedaron presas entre las largas pestañas negras y refulgieron por un instante como cuentas de cristal. Su cara, delicadamente ovalada, pareció adquirir un ligero tono rosado, mientras sus labios temblaban de modo casi imperceptible.

—¿Por qué no lo notificó cuando sucedió? Si su foto hubiese salido en los periódicos podría usted haberla encontrado en menos de una semana. Pero usted la ha dejado vagar por las calles durante nueve meses.

Depositó el cigarrillo en el cenicero con tanta delicadeza como si se hubiese tratado de una bomba a punto de explotar. Entonces sus ojos se dirigieron de nuevo a mí y se quedaron quietos, las lágrimas brillaron, y por un momento sus ojos no fueron otra cosa que un reflejo de luz.

—Pusimos a un montón de personas tras su rastro —me explicó—. Noche tras noche yo misma salía a buscarla, recorría el Hollywood Boulevard y andaba kilómetros, preguntaba a otros jóvenes si la habían visto y les enseñaba su fotografía. Me metí en posadas de mala muerte y apartamentos de hippies que le parecerían increíbles, para encontrarla.

—Pero ahora que la ha encontrado no quiere que vuelva.

—No. No quiero. Nunca he deseado que vuelva. Antes de que se marchase intenté enviarla a una escuela. Ya lo tenía todo preparado, maletas incluidas, para que se marchase, pero no, no quería hacerlo. Según ella no lo necesitaba. Nadie iba a encerrarla en ninguna escuela. Cuando era pequeña no hablaba más que de ir a la escuela y de ser como los otros niños. Pero últimamente no quería ni oír hablar de ello.

—¿Acaso es ése el crimen imperdonable, señorita Blanchard, que ella haya crecido? ¿Que haya crecido lo suficiente para atraer involuntariamente a su marido a hacer algo que no debería haber intentado?

—El crimen imperdonable, señor Walker, si es que quiere usted saberlo, es que ella sedujo a mi marido en mi propia casa. Y yo la encontré con él. E intenté asesinarla por hacerlo. Cogí una pistola, le apunté y mi esposo se puso delante. Encajó cinco balas. De no haberlo hecho, la hubiese matado, como tenía planeado.

Me había llegado el turno de quedarme inmóvil como si hubieran pulsado un interruptor.

El pánico se estaba despertando en mí, el corazón me latía con fuerza y la sangre se me subía a la cabeza.

Ella estaba mirándome. En la cara tenía un poco más de color. Las lágrimas habían desaparecido. Todo lo demás lo guardaba para sí.

—Usted no puede conocer la relación que teníamos ella y yo —empezó a explicarme con voz tranquila y estable—. Ella no sólo era mi hija, era lo más parecido a mí. —Sonrió con amargura—. No me mire acusadoramente, señor Walker. Ella lo hizo. Su Belinda. Estuvo durmiendo con él mucho tiempo. Oía las conversaciones que tenían. Se lo aseguro, peor que estar viéndoles era oír el modo en que se hablaban. Yo ni siquiera entendía las palabras, señor Walker. Me refiero al tono de sus voces. Le hablo de los sonidos que traspasaban aquella puerta. Cogí la pistola de la mesilla de noche, fui a donde estaba y vacié el cargador en aquella cama.

Cogí un pañuelo y me sequé despacio el sudor de la frente y de mi labio superior.

—Parece usted muy segura de que ella lo hizo del modo en que usted está…

—¡Oh!, claro que lo hizo, señor Walker, y también sé por qué lo hizo. Ser una mujer era algo demasiado nuevo para ella —ahora tenía una sonrisa más amplia y más amarga—, ya sabe usted, empezaba a tener esa magia y ese encanto. Bueno, para mí es algo tan viejo como las montañas. Yo he estado vendiendo eso de un modo u otro desde que tengo uso de razón. Incluso antes de ser una actriz de cine, lo vendí para tener una cita para el baile en la universidad. Cuando regresamos del hospital, le dije: «Vete de mi casa. Nunca volverás a vivir bajo el mismo techo que yo. Tú no eres mi hija, tú eres una desconocida. Y te vas a marchar». Y ella me contestó: «Me iré, pero a donde me dé la gana».

—Quizá no sucedió como usted piensa.

—Ella lo hizo. —Su sonrisa desapareció, y distanció las palabras, a pesar de que, en efecto, no había hablado con rapidez—. Y sé muy bien en qué estaba pensando y qué estaba sintiendo. Me acuerdo de mí misma cuando era tan joven e igual de estúpida. Recuerdo haber hecho cosas como ésa para averiguar qué pasaría después, cómo ir tras el marido de otra mujer para saber si tenía yo poder sobre él, para hacer que ella pareciera una imbécil. Mi hija se convirtió en una persona extraña, una desconocida a quien en realidad yo comprendía muy bien.

Sacudí la cabeza.

—¿Escuchó usted la versión de ella?

—Me dijo que si yo trataba de enviarla a alguna escuela, ella acudiría a la policía y le diría que él había intentado abusar de ella. Eso fue lo que me dijo, y también que le enviaría a la cárcel el resto de su vida. Me explicó que ella se marcharía y que era mejor que nadie intentase impedirlo, y añadió que no nos interpusiéramos en su camino porque hablaría con la prensa y se lo contaría así. Que haría lo necesario para arruinarlo todo.

—¿Y si eso fue lo que pasó? ¿Y si es verdad que él trató de abusar de ella?

—No existe ninguna posibilidad, señor Walker. No con mi hija. Tomaba la píldora desde los doce años.

—Pero usted vive con ese hombre después de la participación que él ha tenido en esto. ¿Ella tiene que irse, pero él puede quedarse?

—Sólo es un hombre —repuso—. No hacía más que dos años que le conocía. Pero ella ha vivido toda la vida conmigo. La he tenido en mi vientre. Él no es nada. Se le puede poner en su lugar tocando las teclas adecuadas, él es fácil de olvidar. No tiene importancia.

—Está usted hablando de alguien sin moral. En realidad, de un animal.

—¿Qué es usted, señor Walker? —me preguntó—. ¿En qué estaba usted pensando cuando se la llevó a la cama?

—Yo no estaba casado con su madre —contesté—. No estaba viviendo en la casa de su madre. No estaba intentando convertir a su madre en una perla de una serie de televisión. Y ésa es la clave, ¿verdad, señorita Blanchard?

No hubo respuesta.

—De cualquier modo tenía usted que estar con él —dije yo—. Champagne Flight podía despegar o estrellarse. Con eso debía enfrentarse todo el tiempo, ¿no es así?

—Usted no sabe nada, señor Walker —me respondió con toda calma—. Hay millones de lacayos aduladores como Marty Moreschi en Hollywood. Pero sólo hay una Bonnie. Y es Bonnie la que ha hecho Champagne Flight. Su idea no es siquiera interesante.

La estuve observando, su aparente honestidad y el modo en que todo adquiría sentido para ella me confundían. No había en sus palabras intención defensiva ni jactancia.

Mientras la miraba, la cara se le dulcificó, convirtiéndose en hermosa simplicidad, como en una fotografía que se hubiese tomado con un filtro, una belleza con fuego contenido. Acto seguido los ojos comenzaron a brillar, y apareció de súbito la mirada implorante que había visto mil veces en sus viejas películas.

—No necesitaba perdonar a Marty —susurró para sí—. Deseaba perdonarle. Lo cual significaba mucho más que tenerle en Champagne Flight. Lo que a mí me importaba era mantener una manera de ver las cosas, señor Walker, de preocuparme por ellas. —Entonces calló, y su expresión se hizo más intensa, más punzante—. Significaba desear levantarse por las mañanas otra vez, desear seguir respirando. Y también preocuparse por seguir vivo, señor Walker, por seguir con Marty y estar trabajando en esa serie. Tan pronto como me dio la oportunidad de perdonarle, la aproveché. Me agarré a ella. Y, como ya le he dicho, fue muy fácil.

Me di cuenta, por el movimiento en su garganta, de que tragó saliva. Volví a ver la humedad en sus ojos. La suavidad con que estaban esculpidos sus senos y sus caderas bajo el vestido de lana de cachemir le proporcionaban una apariencia de irresistible vulnerabilidad.

—No me interesa saber quién de los dos fue el responsable —continuó—. No quiero saber de quién era la culpa. No quiero volver a verla nunca.

Se quedó mirando la moqueta. Cruzó los brazos y bajó la cabeza como si le acabaran de pegar.

No le respondí nada, y nada hubiese podido hacerme hablar. Pero entendí lo que trataba de hacerme comprender. Odiaba tener que verlo a su manera, pero ella hizo que así lo considerase. Y no podía decirle ninguna mentira. Sabía muy bien a qué se refería.

Cuando Alex trató de explicármelo, no lo había querido ni oír. Pero ella lo había hecho.

También tenía una fuerte sensación de que con los años, a medida que fuese yo envejeciendo, cuando hubiese perdido más batallas y hubiese menos cosas que tuviesen importancia para mí, llegaría a entenderlo mucho mejor.

A pesar de ello la miré sin concesiones. Mi lealtad hacia Belinda seguía en pie. Dios mío, pensé, tenía quince años cuando sucedió. ¿Qué habría comprendido ella de todo esto?

Traté de no pensarlo. Lo único en que me concentraba era en imaginarme a mí mismo viajando por la autopista en dirección a Carmel y llegando a la casita por la mañana, y en Belinda, que estaría allí.

Sentí miedo por Belinda, pues ahora me parecía que estaba más sola que nunca.

Sentía dolor por ella. Quería protegerla del sufrimiento y la desesperación que reinaban en aquella habitación. Y quizá por primera vez, desde que me había fijado en ella, la comprendí. Lo hice.

Ahora sabía por qué ella no había querido hablar nunca del asunto. Tampoco veía que tuviese importancia saber quién era el culpable o quién había empezado, como había dicho su madre. Era algo desastroso, eso es lo que era, un desastre para madre e hija, y lo más seguro es que las únicas que supieran cuán doloroso era fuesen ellas dos.

Aunque la cosa no había terminado. No, bajo ningún concepto. Hubiese sido excesivamente conveniente que yo saliese en aquel momento del salón. Y me maldeciría a mí mismo si aceptase el juego de aquella dama. Me resultaba tan oscuro y tortuoso como todo lo que la rodeaba.

—¿Qué pasaría si usted hablase con Belinda ahora? —le pregunté.

Me resultaba imposible saber si ella me había oído siquiera.

—Podría hacer que viniera aquí —continué.

—Ya he visto todo lo que quiero ver de ella —contestó.

Un extraño silencio en la habitación llenó el vacío que había entre nosotros. Se podía oír el tráfico lejano. La suave música del vestíbulo del hotel, que oía ahora, debía de haber estado sonado todo el tiempo.

—¡Señorita Blanchard, es su hija!

—No, señor Walker. Usted debe ocuparse de ella. —Levantó la mirada como si despertase de un sueño, y vi que tenía los ojos rojos y tristes.

—¿Y si ella la necesitase de verdad?

—Es demasiado tarde para eso, señor Walker. —Sacudió la cabeza—. Demasiado tarde. —Y su voz silenciosa fue fría y terminante.

—Bien, pues no puedo hacer lo que usted me pide —le dije con un tono ligeramente terminante por mi parte—. No puedo formar parte de este chantaje. No cooperaré con usted.

La miré y estaba de nuevo inmóvil. Silenciosa. Desprotegida.

—¿Qué importa, señor Walker? —dijo por fin, dirigiéndome la mirada—. Nadie acudirá a la policía. Usted lo sabe, ¿no? Si ella se escapa, usted me llamará. Podrá hacer eso, ¿verdad?

—Quizás esté equivocándose en lo referente a este asunto.

—Aléjela, llévesela a alguna parte, señor Walker. A algún sitio en que nadie pueda encontrarla ni encontrar esos cuadros que usted ha estado haciendo con ella. Manténgala fuera de los escenarios. Dos años, tres, no importa. Después de eso, pueden hacer lo que a ambos les plazca. Yo nunca podría utilizar esos negativos contra usted. ¿No se da cuenta?

—Entonces me los llevaré ahora, señorita Blanchard, si no le importa.

Me puse en pie. Ella no se movió. Me miró como si no supiera quién era yo, por no hablar de lo que pensaba hacer.

—Los cogeré yo mismo —le aclaré.

Me dirigí a su bolso. Cogí el sobre. Comprobé el contenido.

Allí estaban, desde luego. Los conté. Entonces puse uno de ellos contra la luz. Artista y modelo. Muy bien. Miré dentro del bolso. Había un cepillo, un billetero, tarjetas de crédito y maquillaje. No había nada más que me perteneciese.

—Está usted hecha una buena chantajista, señorita Blanchard —le dije—. ¿Han cogido sus matones alguna otra cosa?

Me estaba mirando con atención. Me pareció verla sonreír, pero no podría asegurarlo. Suceden muchas cosas inapreciables e indescriptibles en una cara inmóvil. De pronto ella se levantó. Por un momento pareció no recordar cuál era su intención. Parecía que estaba perdida.

Traté de alcanzarla y sujetarla. Pero pasó por mi lado, frente al ventanal, en dirección al pupitre, se sentó, se inclinó ligeramente apoyada en su codo izquierdo y escribió algo en el cuaderno de mensajes del hotel.

—Aquí tiene mi dirección y mi teléfono privado —me dijo dándose la vuelta y entregándome el papel—. Si alguna cosa sale mal, si sucede algo malo, llámeme y yo contestaré, no se tratará de ningún empleado del estudio ni de ningún hermano mío que piense que no sé sumar dos y dos. Si ella se va, ya sea de día o de noche, llámeme.

—Hablaré con ella.

—Y por lo que se refiere a mi hermano, tenga cuidado.

—¿Acaso él no sabe dónde está ella?

Sacudió la cabeza.

—Nunca dejará de intentar encontrarla. Quiere que esté encerrada hasta los veintiún años.

—¿Por el bien de ella o por el de usted?

—Por el de ambas, creo yo. Si yo le dejase, también encerraría a Marty.

—Resulta consolador —comenté.

—¿De verdad, señor Walker? ¿Y qué cree que haría con usted?

—Pero, al igual que usted, desea que nada se haga público, ¿no es cierto? Nada de policía y, Dios lo quiera, nada de prensa.

—No puedo decir que sea así —repuso misteriosamente—. Sería capaz de llamar a la legión extranjera, a la NBC y a la CBS si pudiese. Pero sólo hace lo que yo le digo.

—El bueno del hermano Daryl —dije yo.

—La sangre, en mi familia, tiene un significado muy importante, señor Walker. No se traiciona a los que son tuyos. Y él es mi hermano, no el de ella.

—Bueno, pero si usted ha sido capaz de seguirla hasta mi puerta, ¿qué impediría que él también lo hiciese?

No contestó enseguida. Luego sonrió con aquella sonrisa amarga que le había visto antes.

—Bien, digamos que yo tengo contactos que Daryl no tiene —aclaró.

—¿Como cuál?

No podía ser Alex. Él no me traicionaría por nada del mundo. ¿Y George Gallagher? Por lo que había oído hasta ese momento, él no defraudaría a Belinda.

—Daryl piensa que ella está en Nueva York —me dijo—. O que ella se ha marchado a Europa para encontrar a una directora de cine llamada Susan Jeremiah y hacer con ella una película. Pero aunque le encontrase a usted, antes de hacer nada hablaría conmigo. Así quedará si usted no enseña sus cuadros. Si lo hace, todo el mundo le irá a ver. Hasta yo tendría que perseguirle.

—¿Incluso después de este breve encuentro? —pregunté—. El intento de chantaje es un crimen, ¿no se lo ha dicho nadie?

Me dedicó otra de sus largas y suaves miradas cautivadoras. A continuación dijo:

—Señor Walker, deje que le diga que, tal como están las cosas, en realidad nadie tiene nada contra nadie.

—No estoy muy seguro de que tenga usted razón, señorita Blanchard —le dije—. Llegados a este punto, es posible que todos tengamos las de ganar.

Me pareció que pensaba en lo que yo acababa de decir, aunque es posible que estuviese sólo haciendo tiempo.

—Cuide muy bien a Belinda —me dijo por fin—. Y haga el favor de no enseñar esos cuadros a nadie.

No deseaba escuchar nada más. Tampoco tenía ninguna otra cosa que decir. Lo único que sabía es que deseaba llegar a Carmel antes del amanecer. Me di la vuelta para marcharme.

—Señor Walker.

—¿Sí?

—Llámeme si sucede algo malo, ya sea de día o de noche. Si sucede alguna cosa, si ella se marcha.

—Por supuesto, señorita Blanchard —dije yo—. ¿Por qué no habría de hacerlo? Como usted ha dicho, soy una buena persona, ¿verdad?

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