Belinda

Belinda


Tercera parte » Capítulo 5

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El martes, a eso de las once, todas las cadenas de televisión del país emitían una foto suya. Se habían enviado comunicados en busca de ella a Nueva York, a Tejas y también a California. Todos los periódicos de la tarde, desde Nueva York hasta San Diego, llevaban en la cubierta una preciosa y enorme fotografía de ella que había sido tomada en la conferencia de prensa de Cannes. El tío Daryl había llegado a ofrecer cincuenta mil dólares de recompensa por cualquier información que pudiera conducir al arresto de Belinda.

A los periodistas que cubrían la historia no se les escapaba que quizás una vez encontrada Belinda, si la encontraban, a tío Daryl se le concediera su custodia. Las autoridades podían meterla en la cárcel. En otras palabras, para tener a Belinda, Daryl había puesto el destino de ella en manos de los juzgados.

Una vez que el juzgado la tuviera bajo su custodia, si así lo deseaba, podían encarcelarla, no sólo hasta que tuviese dieciocho años, sino incluso hasta que alcanzase los veintiuno.

Daryl era el responsable. Daryl había convertido a Belinda en una criminal. Y no dejaba de vilipendiarla en cuanto tenía ocasión, mencionaba lo que según él eran varios agentes privados de investigación, insistía en que Belinda «se había relacionado íntimamente con personas disolutas e inmorales, no disponía de medios visibles para mantenerse, había cometido abusos con drogas y con alcohol, y podía haber sufrido grandes daños, tal vez irreparables, a causa de las drogas, que tuvo a su alcance en el Greenwich Village de Nueva York, o en el infame barrio del Haight en San Francisco».

Entre tanto, las «tórridas escenas» de Jugada decisiva daban más y más que hablar. Un periódico underground de Los Ángeles había publicado fotos de ciertas escenas de la película junto con algunos de mis cuadros. Los canales de televisión las mostraron. Estaba previsto el estreno de Jugada decisiva para el día siguiente en el cine Westwood de Los Ángeles, con una permanencia en pantalla garantizada de dos semanas.

La situación del teléfono empeoró. El número privado que me habían puesto se había hecho público, de modo que también ése sonaba sin descanso. Durante las largas horas de la noche del martes recibí tantas llamadas de declaraciones de odio contra Belinda como contra mí.

—Esa pequeña bruja, ¿pero quién se ha creído que es? —decía una voz sibilante de mujer en el teléfono.

—Espero que cuando la encuentren hagan que se ponga algo de ropa.

Todas eran de ese estilo.

Para la imaginación del público tenía la misma fuerza la imagen de Belinda, tentadora adolescente que la de Belinda víctima, asesinada por mí.

Tanto el departamento de policía de San Francisco como el mismo Marty Moreschi habían proporcionado a la prensa todo lo necesario para situar a Belinda en una tumba cavada por el extraño artista de San Francisco.

¿ESTÁ BELINDA MUERTA O VIVA?, preguntaba el San Francisco Examiner en su última edición. La policía de San Francisco había indicado que existía una «colección secreta de cuadros sinuosos y horribles», guardada en la buhardilla de mi casa, obras llenas de «insectos y roedores que constituían la clara creación de una mente enferma». Describían la casa como «el lugar de recreo de un loco». Y además de las fotografías de El artista está afligido por Belinda y Artista y modelo, se mostraban fotografías de artículos que la policía se había llevado consigo, como los elementos que sirvieron para el cuadro de la comunión y las botas y el látigo de equitación.

En las noticias del miércoles por la mañana, Marty habló a los reporteros agradeciéndoles su atención, fuera de las oficinas de la policía de Los Ángeles, donde había sido interrogado acerca de Belinda:

—Bonnie tiene miedo de no volver a ver a su hija otra vez.

Por lo que se refiere a su permiso de ausencia de su puesto de trabajo, pagado con dos millones de dólares al año, como vicepresidente a cargo de la producción televisiva del estudio, nada tenía que ver con la cancelación de Champagne Flight, que de hecho había sido anunciada la noche anterior. Más bien al contrario, pues él había pedido un permiso para dedicarse por completo a Bonnie.

—Al principio lo único que deseábamos era dar con Belinda —prosiguió—, pero ahora tenemos miedo de lo que nos podamos encontrar.

Después de esto volvió la espalda a las cámaras y se puso a llorar.

A pesar de ello, la prensa no hacía más que vilipendiarnos a todos. Bonnie había abandonado a su hija. Marty era la causa más probable de tal acción. La superestrella de Champagne Flight se había convertido en la malvada reina de Blancanieves. Cuando intentaban que las acusaciones se centraran en mí, éstas les volvían a ellos como un bumerán.

Aunque Dan no dejaba de insistir en que las notificaciones de busca y captura que pesaban sobre Belinda hacían poco menos que imposible que el gran jurado formulara una acusación formal contra mí, yo podía darme cuenta, por los periódicos del miércoles, de que algo muy insidioso estaba sucediendo.

Los dos conceptos que se barajaban sobre Belinda, el de criminal que se esconde y el de víctima de asesinato, no eran contradictorios. Más bien al contrario, se estaban entrelazando, y el conjunto empezaba a adquirir una fuerza nueva.

Belinda era una chica mala que consiguió que la mataran por ello. Belinda era una pequeña reina del sexo que se había ganado lo que se merecía.

Incluso un artículo largo y digno de la edición nacional del New York Times adoptaba dicho enfoque. La niña actriz, Belinda Blanchard, hija única de la superestrella Bonnie y del famoso peluquero G. G., ha podido conseguir su verdadero estrellato en un papel erótico cuyo clímax se halla en la muerte. El mismo planteamiento lo hacía Los Angeles Times: ¿No habría seducido a la muerte la belleza sensual de su boquita de bebé en Jugada decisiva con la misma facilidad con que había seducido a la audiencia de Cannes?

A medida que seguía el proceso me sentía más horrorizado. Dan estaba más preocupado de lo que quería admitir. Incluso G. G. parecía aplastado.

Pero Alex no estaba ni enfadado ni sorprendido.

Mantenía su campaña de lealtad con valentía, llamaba a la gente de la prensa de toda la nación para realizar declaraciones voluntarias sobre nuestra amistad y estaba satisfecho de contribuir a crear historias con sus noticias: ALEX CLEMENTINE JUNTO A SU VIEJO AMIGO, decían los periódicos de Los Ángeles, y CLEMENTINE DEFIENDE A WALKER, se decía en el Chronicle de aquí.

Cuando vino el miércoles por la noche con la cena, consistente en ternera, pasta y otras exquisiteces, nos sentamos por fin a hablar y me dijo con toda calma que no estaba sorprendido en lo más mínimo por el aspecto que estaba tomando el asunto, lo de «chica mala obtiene lo que merece». Me recordó con mucho tacto y gentileza la discusión que mantuvimos frente al Stanford Court algunos meses atrás, en la cual él me advirtió que la gente no era más tolerante en la actualidad con los escándalos de lo que lo había sido siempre.

—Ha de ser la suficiente porquería en la medida adecuada —volvió a decir—. Y no me importa cuántas películas de sexo pongan en marcha cada día en Tinseltown; tú tienes cuarenta y cinco años y has hecho el amor con una adolescente, y no vas a decir que lo sientes, además tus malditas pinturas se están vendiendo bien, eso es lo que les vuelve locos. Tienen que pensar que alguien lo lamenta, alguien ha de pagar por ello, de modo que les encanta la idea de que ella esté muerta.

—Pues que se vayan al infierno —declaré—. Y además quiero decirte otra cosa, Clementine: no todos los votos han sido emitidos todavía.

—Jeremy, escucha. Lo que trato de decirte es que debes tomarte este asunto con más calma. Esta relación entre el sexo y la muerte, bueno, demonios, es tan americano como el pastel de manzana. Durante años, todas las películas que han hecho sobre sexo entre homosexuales, o sobre cualquier tipo de relación sexual que les parezca extraña, lo mismo da, han terminado en suicidio o con alguno de los protagonistas asesinado. Acuérdate de Lolita. Humbert Humbert dispara a Quilty, entonces él y Lolita acaban también muertos. América te hace pagar de ese modo que hayas prescindido de las reglas. Se trata de una fórmula. Las series de policías tratan de este tema constantemente.

—Espera un momento, Alex —le interrumpí—. Cuando todo esté dicho y hecho, ¡ya veremos quién tendrá la razón sobre el sexo, el escándalo, el dinero y la muerte!

—Por favor, dejad de hablar de la muerte —dijo G. G.—. Ella está bien y saldrá de ésta.

—Sí —admitió Dan—, ¿pero cómo?

Alex asintió con la cabeza.

—Mira lo que está pasando ahí fuera —me dijo—. Esos tipos vestidos de paisano están haciendo preguntas a todas las chicas jóvenes que pasan frente a la casa. Hacen que se paren y les piden la documentación. Cuando entré los vi. ¿No podrías pedir que esos tipos se apartasen un poco? Por cierto, he de decirte otra cosa que he oído. En la United Theatricals se comenta que reciben llamadas de chicas que dicen que son Belinda. Mi agente me lo ha dicho esta mañana. Y yo me pregunto, ¿cómo podrán reconocer las secretarias a la verdadera Belinda si llama?

—Pero ¿qué pasa con Susan Jeremiah? —preguntó G. G.—. ¿Alguien sabe algo de ella? ¡Quizá Belinda pueda comunicarse a través de ella!

Dan movió la cabeza.

—Ha alquilado una casa en Benedict Canyon Drive en Los Ángeles, pero el tipo que contestó al teléfono allí esta tarde me dijo que ella todavía está camino de vuelta desde Roma. Se suponía que aterrizaba esta mañana en Nueva York y que antes de ir a su casa pasaría por Chicago.

—¿Por qué no intentamos llamar otra vez por teléfono? —pregunté.

—Acabo de hacerlo. Tenía el contestador automático. El chico ha salido a cenar. Volveré a intentarlo más tarde.

Bueno, Susan estaba ocupada, ¿quién podía reprochárselo?

Jugada decisiva se había estrenado al mediodía en el Westwood de Los Ángeles ante una multitud que había agotado las localidades. Se vendían pósters de Belinda montando a caballo y llevando sólo un bikini en el Sunset Boulevard.

Todavía no había terminado mi cena cuando mi agente en Los Ángeles me llamó por la línea privada para decirme que cuando Belinda apareciese tendría una carrera que la estaría esperando, sin necesidad de que moviera un dedo.

—Debes estar bromeando, Clair, ¿has hecho que la operadora interfiriese la línea telefónica para decirme esto? —Yo estaba furioso.

—Puedes estar seguro, y además me ha costado bastante convencer a la compañía de que lo hicieran más de treinta malditos minutos. He tenido que convencer al supervisor de que realmente era un asunto de vida o muerte. ¿Acaso todo el mundo que vive en este continente tiene tu número? Mira, lo único que te digo, Jeremy, es que la encuentres, que te cases con ella y después le das mi mensaje. ¿De acuerdo? Yo la representaré, puedo llegar a un acuerdo de un millón de dólares con la Century International Pictures en dos segundos. Es decir, si…, bueno si…

—¡Si qué!

—¡Si no termina en la cárcel!

—Tengo que dejarte, Clair.

—Jeremy, no te apresures tanto. ¿Has oído hablar alguna vez del concepto de coacción pública? ¡Libertad para Belinda y Jeremy, libertad para la pareja de San Francisco!, y todo eso.

—Imprímelo en una pegatina, Clair. Podemos necesitarlo. Has tenido una buena idea.

—Oye, debes saber que tus editores están muy mal, ¿no? ¡Las librerías están devolviendo todos tus libros! Déjame que cierre algún trato por el catálogo de la exposición, Jeremy, ahí tienes una de tus mejores bazas en este momento.

—Adiós, Clair. Te quiero. Eres la persona más optimista con quien he hablado hoy.

Me moría de ganas de contarle a Alex lo que había dicho Clair, que quizá los dos teníamos razón cuando discutíamos sobre sexo, muerte y dinero. Pero eso hubiese sido prematuro. Más adelante, Clementine, me decía a mí mismo. Porque yo sé que ella está bien, que viene hacia aquí, sé que lo está haciendo, ella está bien. ¡Y que devuelvan mis libros si quieren!

En ese momento se estaba emitiendo Entertainment Tonight, en él anunciaban la cancelación definitiva de Champagne Flight. El departamento de policía de Los Ángeles volvía a interrogar a Marty Moreschi con respecto a la relación que mantenía con la desaparecida adolescente, Belinda Blanchard.

Por lo que a Jeremy Walker se refiere, el museo de Arte Moderno de Nueva York acababa de anunciar que se proponía hacer una oferta para comprar Belinda en la cama de latón, una tela de tres por cuatro, dividida en seis paneles.

El comité de dirección del museo no tenía intención de hacer ninguna declaración referente al escándalo que rodeaba la obra.

La cadena televisiva que emitía Sábado por la mañana con Charlotte todavía negaba los rumores de que la emisión iba a ser cancelada, aunque admitía que el programa había perdido a su mayor patrocinador, Crackerpot Cereal. «Millones de niños, que no han oído nunca hablar de Jeremy Walker, miran el programa», comentaba el portavoz de la cadena. Charlotte en la actualidad tenía una vida separada de su creador, y ellos no podían decepcionar a los millones de niños que esperaban verla cada sábado por la mañana a su hora habitual, las nueve en punto.

Rainbow Productions también seguía adelante con el desarrollo de la serie de Angelica, creada por Jeremy Walker, aunque todos los niños de la zona de Bible Belt estuvieran quemando los ejemplares que tenían de los libros de la protagonista. Rainbow confiaba en que la tormenta acabaría desapareciendo. Sin embargo, estaban considerando la posibilidad de hacer Angelica con actores reales, en vez de como un dibujo animado según habían previsto.

—Creo que podemos conseguir una historia bastante fantasmagórica —decía el vicepresidente de Rainbow—, algo así como la historia de un jardín secreto, en la que una adolescente vive en una vieja casa. Se darán ustedes cuenta de que con los dibujos hemos adquirido un tema y un relato.

Y hablando de actores reales, Entertainment Tonight estaba en vivo, frente al cine Westwood, para recoger las reacciones que tuviera el público asistente al pase de Jugada decisiva. Casi todo el mundo opinaba que la película era excelente. ¿Y Belinda? «Encantadora». «Preciosa». «Se comprende perfectamente todo el lío que se ha organizado».

«Muy pronto la audiencia de la Gran Manzana tendrá la oportunidad de ver el controvertido film —decía una comentarista bastante atractiva—. Jugada decisiva se estrena mañana en Nueva York en el Cinema I.»

—Bien por Susan. Bien por Belinda —comenté.

Hacia las ocho y media llegó David Alexander. Se había pasado la tarde con el fiscal del distrito.

—Mira, en lo esencial no tienen nada contra ti —me aseguró—. No han encontrado ni una sola prueba en esta casa que pueda confirmar el abuso sexual. Comprobaron un poco de sangre que había en una sábana, y que resultó ser de la menstruación. De modo que vivió aquí. Eso ya lo sabían. Pero la coacción pública va en aumento. Y la presión de Daryl Blanchard también aumenta.

»Éste es el acuerdo que ofrecen en este momento. Te confesarás culpable de determinados cargos menores, como relación sexual ilegal y contribución a la delincuencia de una menor, están de acuerdo en enviarte a Chino durante sesenta días para hacerte un test psicológico, y después el público quedará satisfecho. Tenemos una pequeña posibilidad de negociar estos cargos, pero no hay ninguna garantía sobre la posible sentencia.

—Eso no me gusta —dijo Dan—. ¡Esos psicólogos están locos! Si se te ocurre hacer un dibujo de ella con un lápiz negro, te dirán que el lápiz negro representa la muerte. No tienen ni idea de lo que hacen. Tal vez nunca podamos sacarte de allí.

—Ésta es la alternativa —explicó David Alexander con frialdad—. Reunirán al gran jurado y pedirán una acusación por homicidio, y el gran jurado te pedirá la carta de Belinda. Y cuando tú te niegues a enseñarla, se te arrestará por desacatar la ley.

—Antes de darle esa carta a alguien, la destruiría.

—No se te ocurra pensar así. Esa carta es crucial. Si no encuentran viva a tu pequeña…

—No lo digas.

—Además —dijo Dan—, no puedes destruir la carta. La carta está en una caja de seguridad en Nueva Orleans, ¿verdad? Tú no puedes salir de California. Si lo intentas te arrestarán y utilizarán el testimonio del policía a quien mentiste cuando te fuiste con Belinda aquella noche en Page Street.

—Por desgracia, eso es cierto —dijo Alexander—. Y a continuación empezarán a amontonar cargos. Tienen una declaración jurada de tu ama de llaves en Nueva Orleans en la que se afirma que Belinda durmió en tu cama. Y un antiguo camarero del café Flore insiste en que le diste vino a sabiendas de que ella era menor de edad. Además, existe una ley sobre pornografía infantil que tiene relación con la venta del catálogo en librerías locales; el catálogo, me oyes, no los cuadros. ¡Bien!, la lista no tiene fin. Pero el hecho sigue siendo el mismo, y yo no puedo dejar de poner el énfasis necesario en ello, sin tener a Belinda para testificar contra ti, o sin su cuerpo para concluir que ha sido asesinada, no tienen nada que se sostenga.

—¿Cuándo has de darles una respuesta? —inquirí.

—Mañana al mediodía. Desean tenerte bajo custodia hacia las seis de la tarde. Pero la presión está subiendo. Se habla de ellos en los medios de comunicación nacionales. Tienen que hacer algo.

—Mantenlos quietos —dijo Dan—. No harán ningún movimiento para arrestar a Jeremy sin avisar…

—No. Nuestras líneas de comunicación son buenas. A menos, por supuesto, que algo cambie de modo espectacular las cosas.

—¿Qué demonios podría cambiarlas espectacularmente? —quise saber.

—Bueno, podrían encontrar su cuerpo, desde luego.

Me quedé mirándole con atención.

—Ella no está muerta —afirmé.

A las once, el empleado que hacía las entregas de la Western Union volvía a estar allí, en esta ocasión traía una docena de telegramas o más. Los revisé todos deprisa. Había uno de Susan, enviado desde Nueva York.

ESTOY INTENTANDO HABLAR CONTIGO SIN CONSEGUIRLO, WALKER. TENGO NOTICIAS IMPORTANTES. LAS OPERADORAS NO INTERFIEREN TUS LLAMADAS. MARCA ESTE NÚMERO DE LOS ÁNGELES. SALDRÉ PARA SAN FRANCISCO MAÑANA POR LA NOCHE. TEN CUIDADO. SUSAN.

Me dirigí al teléfono. Antes de que una voz soñolienta con acento tejano se oyera al otro lado, el teléfono debió de sonar unas diez veces.

—Muy bien, hombre, ha llamado desde el aeropuerto Kennedy hace un par de horas. Dice que tiene buenas noticias para ti y que todo le va muy bien. También me ha pedido que te diga que ha intentado por todos los medios hablar contigo.

—¿Pero de qué noticias habla, qué más ha dicho?

—Ha dicho que tengas cuidado, que lo más seguro es que estén grabando las conversaciones.

—Te llamo desde una cabina telefónica dentro de cinco minutos.

—No es necesario. Lo único que sé es lo que acabo de decirte. Ella va camino de Chicago para llegar a un acuerdo con Jugada decisiva. A continuación vendrá aquí. Ha intentado de veras contactar contigo, y yo también lo he hecho.

—Escucha, dale los siguientes nombres —le dije—. Blair Sackwell, Stanford Court Hotel, San Francisco, y G. G. (es el padre de Belinda, George Gallagher) que está en el Clift. Puede llamarles y ellos me darán el mensaje.

Cuando colgué el teléfono me sentía muy contento. Alex y G. G. estaban de camino desde el Clift con las maletas de G. G. Éste iba a instalarse en la habitación de arriba de Belinda, porque ahora estaba claro que la policía le tenía vigilado y que cogerían a Belinda si ella aparecía por el Clift. De hecho, se habían dedicado a parar a todas las chicas jóvenes y a pedir su identificación, hasta que el hotel se quejó de ello.

Yo sabía que Alex no iba a durar mucho fuera de un hotel de cinco estrellas, pero él sólo venía a hacer cortas visitas y a tomar un par de copas, habían encargado a un chico amable del hotel que cogiese un taxi enseguida y viniera a mi casa si Belinda llamaba.

—No te animes demasiado con todo eso —me dijo Alex cuando le enseñé el telegrama de Susan—. Quizá se está refiriendo a su película, recuerda que ella es la directora y está teniendo una buena entrada en las distribuidoras nacionales, si no no habría ido a Roma.

—Por todos los demonios, ella ha hablado de noticias. Buenas noticias —insistí.

Tan pronto como conseguí algunas mantas para G. G., llamé a Blair al Stanford Court y se lo conté. Él se entusiasmó. Me dijo que no se movería del teléfono.

Hacia medianoche, mi vecina Sheila llamó a la puerta para contarme que el mensaje que yo había grabado en el contestador automático para Belinda se retransmitía por las emisoras de música rock de toda la bahía. Al parecer alguien le había añadido un poco de música como acompañamiento de fondo.

—Toma, Jer —me dijo—, en mi pueblo cuando hay un funeral o sucede alguna gran tragedia la gente acostumbra a llevar cosas. Bien, ya sé que esto no es ningún funeral y tampoco es ninguna salida al campo, pero pensé que te gustaría que te trajese una hornada de galletas, las he hecho yo misma.

—Sheila, vendrás a visitarme a la cárcel, ¿verdad? —le pregunté.

Me fijé en que la policía la paró en la esquina. Se lo dije a Dan.

—¡Qué forma de hostigar! —dijo—. No pueden cercarte de esta manera. Lo mejor es esperar el momento más adecuado para utilizar esto.

A las tres de la madrugada del jueves yo estaba estirado en el suelo del estudio de la buhardilla, tenía la cabeza sobre una almohada y la única iluminación provenía de las luces de la ciudad y de la radio que tenía junto a mí.

Me fumé un cigarrillo; era de ella.

Había encontrado a mi regreso un paquete sin abrir en el baño. Recuerdo que su perfume todavía se olía en su armario. Bajo la colcha, sobre la almohada, aún quedaban algunos cabellos rubios.

Sonó el timbre amortiguado del teléfono. Por el altavoz se oía el sonido del contestador al descolgar:

«Mi nombre es Rita Mendleson, yo soy…, bueno, no importa quién soy. Creo que puedo ayudarle a encontrar a la chica desaparecida. Puedo ver un campo lleno de flores. Veo una cinta para el pelo. Veo que alguien se cae, sangre… Si desea más información, puede llamarme a este número. No cobro nada por mis servicios, pero una modesta donación, cualquier cantidad que su conciencia le dicte…»

La radio seguía hablando. Un comentarista de la CBS, que provenía de alguna parte de la Costa Este.

«¿Acaso hablan las crónicas del deterioro de una mente y de una conciencia cuando se refieren a un asunto amoroso que ha salido mal? Belinda comienza su andadura con bastante inocencia, a pesar de su desnudez, lo que se aprecia en la forma en que nos mira desde los cuadros, los cuales resultan muy familiares para los lectores de los libros de Walker. ¿Pero qué le sucede al artista infantil cuando su modelo madura ante sus propios ojos? A ese talento considerable —y no debemos equivocarnos porque de lo que hablamos es de piezas maestras, pues estos cuadros sobrevivirán a las más crudas revelaciones que se produzcan—, ¿qué le sucedió cuando ya no pudo confinar a la muchacha en la sala de juegos, y ella emerge como la joven mujer que lleva sujetador y braguitas, y se arrellana perezosa y lasciva en la cama del artista? ¿Acaso las dos últimas pinturas de esta obsesiva y preciosa exhibición representan el pánico de Walker y el dolor que siente por la indómita joven a quien se vio abocado a destruir?»

Me quedé dormido y soñé.

Me hallaba en una casa enorme que me resultaba familiar. Era la casa de mi madre y mi casa de San Francisco, o más probablemente una mezcla de ambas. Conocía todos los pasillos y habitaciones. Sin embargo vi una puerta que no había visto antes. Y cuando la abrí, me encontré ante un gran corredor, decorado con gusto exquisito. Una puerta tras otra se abrían ante habitaciones que yo no había visitado antes. El descubrimiento me hacía muy feliz.

—Y es todo mío —dije. Sentía una felicidad indescriptible. Mientras iba de una habitación a otra tenía una extraordinaria sensación de elasticidad y vigor.

Eran las cinco y media cuando me desperté, a través de la membrana gris sin textura del cielo brillaba una luz de pálida y rosada incandescencia. Olía a San Francisco de madrugada, ese olor de mar que viene del océano. Todas las impurezas ya eliminadas.

El sueño persistía, junto con la felicidad que había experimentado. ¡Ah!, aquellas nuevas habitaciones eran preciosas. Era la tercera vez en mi vida que tenía ese sueño.

Recordé que años atrás, siendo niño en Nueva Orleans, cuando bajé a desayunar le conté a mi madre, que todavía no estaba enferma, un sueño semejante.

—Es un sueño de nuevos descubrimientos —me dijo ella—, de nuevas posibilidades. Un sueño maravilloso.

La noche antes de mi partida de Nueva Orleans con todos los cuadros de Belinda, la última noche que dormí en la habitación de mi madre antes de venir a San Francisco, tuve el mismo sueño por segunda vez en mi vida. Me desperté a causa del golpeteo de la lluvia contra las ventanas. Había tenido la sensación de que mi madre se hallaba junto a mí, volvía a decirme que era un sueño maravilloso. Ésa fue la única ocasión en que percibí la presencia de mi madre en aquella casa desde mi regreso.

Imaginé un montón de cuadros en ese momento, cuadros completos que yo iba a hacer en cuanto Belinda y yo estuviésemos de nuevo juntos. Los sentía de una manera íntima y maravillosa, se trataba de una nueva serie de escenas que nacían a la vida de manera natural, como si no fuera posible impedirlo.

Las telas eran enormes y magníficas, como las habitaciones que había visto en el sueño. Representaban los paisajes y la gente de mi infancia, y tenían el poder y la cualidad de ser cuadros históricos, aunque no lo eran. «Pinturas de la memoria», me dije a mí mismo la última noche en Nueva Orleans, saliendo al porche y dejando que la lluvia me limpiase. La atmósfera de las viejas calles irlandesas del canal volvió a mi mente, Belinda y yo paseábamos, la enorme extensión del río de pronto se hallaba a mis pies.

En estas pinturas podía ver las antiguas iglesias parroquiales, y también la gente que vivía en las viejas calles. La procesión de mayo había de ser el primero de estos cuadros, eso era muy cierto, con todos los niños de blanco, las mujeres con vestidos floreados y sombreros de paja negra caminando por las aceras con sus rosarios, y las estrechas casitas alineadas detrás de ellas con sus vivaces aleros. Mamá también podría salir en este cuadro. Sería una gran pintura, intensa, que representaría a la muchedumbre; quitaría la respiración por ser tan grotesca. Las caras de la gente normal que yo había conocido reflejarían su antigua brutalidad, el conjunto sería recargado y sórdido, sin dejar de ser tierno por el detalle de las manos de las niñas con sus rosarios de perlas y sus blondas. Mamá también llevaría sus guantes negros y su rosario. El cielo sería rojo como la sangre, desde luego, como lo había sido con tanta frecuencia sobre el río; también es probable que cayese la lluvia intempestiva, con un sesgo plateado, desde las nubes que descendían.

El segundo cuadro se llamaría El martes de carnaval. Y allí mismo, en San Francisco, estirado en el suelo como estaba, podía verlo con total claridad, igual que lo había visto aquella noche tormentosa en la casa de Nueva Orleans. Los hombres empujaban las enormes y brillantes carrozas de cartón piedra bajo las ramas de los árboles, y los portadores de las antorchas iban borrachos y bailaban al ritmo de los tambores, sin dejar de beber de los frascos de sus bolsillos. Una de las antorchas había caído sobre una carroza atestada de juerguistas vestidos de satén. El fuego y el humo se elevaban cual reproducción gráfica de un rugido que saliese de una enorme boca.

La luz de la mañana empezaba a ser más luminosa sobre San Francisco, pero como la niebla todavía era muy espesa, el color gris circundaba las ventanas del estudio. Todo estaba bañado por una luz fría y luminosa. Los viejos cuadros de ratas y cucarachas parecían ventanas oscuras que daban a otro mundo.

Me dolía el alma y también el corazón. Y sin embargo sentía un enorme bienestar, una felicidad que emanaba de los cuadros que todavía tenía que hacer. Deseaba con todas mis fuerzas volver a pintar. Me miré las manos. Hacía varios días que no pintaba y no quedaba en ellas ningún resto de pintura. Los pinceles estaban esperando y aquella luz invitadora seguía filtrándose hacia el interior.

—¿Pero qué sentido tiene todo esto sin ti, Belinda? —susurré—. ¿Dónde estás, amor mío? ¿Estás furiosa y no deseas perdonar, o es que no puedes contactar conmigo por culpa de las llamadas que bloquean la línea? La comunión, Belinda. Vuelve a mi lado.

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