Belinda

Belinda


Tercera parte » Capítulo 7

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A las doce menos cuarto, aquella noche, llegó la limusina alargada, un enorme Cadillac blanco que se situó con dificultad en el estrecho pasaje de mi casa. Los reporteros no tardaron en rodear el vehículo y disparar sin cesar sus cámaras, mientras Susan salía por la puerta trasera y sonreía bajo el sombrero escarlata de estilo tejano. Se volvió hacia la casa y envió un saludo con la mano hacia las ventanas de la sala de estar.

G. G., Alex y yo nos abrimos paso por las escaleras para recibirla. Nos habíamos vestido todos con esmoquin y camisa blanca de etiqueta, sin olvidar la inevitable faja ancha, los zapatos negros de charol y todo lo demás.

—Señoras y caballeros, si no se dan prisa van ustedes a perderse la película —dijo Alex jovial—. Vayámonos, ¿todo el mundo tiene pase de prensa? ¿A quién le falta el dichoso pase?

Dan cruzó la calle y se dirigió a los policías de paisano del Oldsmobile —no había necesidad de que nadie se pusiera nervioso—, y les hizo entrega de cuatro pases que le había dado Susan para ellos con un saludo. A continuación, ya estábamos listos para salir, subir por Sánchez Street, girar a la derecha, bajar por la calle Dieciocho hasta Castro, volver a girar a la derecha, y bajar hasta el cine. Era necesario dar toda aquella vuelta, cuando éste se encontraba sólo a una manzana de mi casa.

A mí me parecía que todo transcurría con naturalidad, pero Dan me señaló que él iría con los policías.

—¿Te lo puedes creer? —murmuró G. G.—. ¿Acaso esperan que no se mueva? ¿O le van a dar una paliza con una porra si hacemos algún movimiento extraño?

—Muévete, hijo, y sigue sonriendo —dijo Alex.

Uno tras otro nos metimos en el coche tapizado de terciopelo azul. Blair ya estaba dentro, se había vestido con el esmoquin de color lavanda que Belinda me había descrito en su carta, y llevaba la capa ribeteada de visón blanco. Fumaba un cigarro y ocupaba el asiento plegable situado frente a Susan. El coche ya estaba lleno de humo.

Susan me rodeó inmediatamente con el brazo y me rozó con su suave mejilla.

—Vaya hijo de su madre, tú sí que sabes lo que hay que hacer para lanzar una película, Walker —me dijo con su lenta y melodiosa voz de Tejas.

Llevaba una blusa roja de rodeo confeccionada en seda, que tenía un fleco de tres dedos de ancho y una densa capa de bordados multicolores, entrelazados con un montón de perlas y cristalitos de color. Me pareció que tanto los pantalones de satén como las botas también eran rojos. El habitual sombrero de vaquero reposaba sobre su rodilla izquierda.

Sin embargo, aquella mujer eclipsaba el brillo de semejante vestuario. Su piel oscura irradiaba una luz natural y la nitidez de su estructura ósea y de su línea hacían pensar en una mezcla perfecta de sangre india. Sus cabellos negros, a pesar de estar recogidos, eran voluptuosos. Belinda había mencionado estos rasgos en su carta, pero había dejado de explicar mucho de lo que se veía. La mujer era muy atractiva. Tenía un encanto convencional, la boca muy sensual y unos pechos grandes.

—Blair te lo habrá contado todo, ¿no? —pregunté.

Aunque todavía nos estábamos estrechando las manos y besándonos, la limusina había empezado a moverse.

Susan asintió:

—Tienes tiempo hasta las seis de la mañana para entregarte.

—Exacto. Ése ha sido el plazo máximo que hemos conseguido. Pudimos haber obtenido más si, esta misma tarde, Bonnie y Marty no se hubiesen puesto de acuerdo con Daryl en Nueva Orleans para apoyar personalmente la propuesta de la policía de cavar el jardín que rodea la casa de mi madre.

—Esos mentirosos apestan —dijo Susan—. ¿Por qué no les pones entre la espada y la pared, Walker? Entrega la carta de Belinda, pero no a la policía, sino a la prensa.

—No puedo hacerlo, Susan. Belinda no desea tal cosa —respondí.

La limusina se dirigía a Sánchez Street. Me di cuenta de que había un coche con policías vestidos de paisano delante y otro detrás de nosotros.

—Así que, ¿cuál va a ser nuestra estrategia? —dijo Blair—. Nadie sabe nada de ella, aunque no resulta demasiado sorprendente a tenor de las circunstancias. Es posible que su mejor opción sea aparecer esta noche en la ceremonia del estreno de la película.

—Eso es justo lo que espero que haga —dije yo—. El periódico de la tarde, el Examiner, ha anunciado el estreno para hoy.

—Así es, pero también ha sido anunciado en las emisoras de radio de música rock y hemos repartido folletos por los barrios de Castro y de Haight —dijo Susan.

—Muy bien, entonces puede que aparezca, y si es así ¿qué haremos? —preguntó G. G.

Acabábamos de girar por la calle Dieciocho y empezábamos a ir más despacio. De hecho, cuando llegábamos a Castro Street nos encontramos con un embotellamiento. Se respiraba la típica atmósfera de fiesta nocturna en el ambiente.

La música sonaba en los bares y en los altavoces del guitarrista callejero situado en la esquina, por no mencionar la que provenía de las ventanas de la tienda de discos del piso de arriba.

—La pregunta es: ¿qué piensas hacer tú? —inquirió Blair, inclinándose hacia delante y mirándome a los ojos.

—Muy bien, de eso hemos estado hablando este hombre y yo —dijo Susan señalando a Blair—. Ahora estamos en la recta final y a ti te espera la cárcel de madrugada. Así que, si resultase necesario, ¿estás dispuesto a jugártela, Walker?

—Mira, durante las últimas cinco horas, sentado en la sala de estar de mi casa, no he hecho más que pensar en lo que me preguntas. Y la respuesta es muy simple. Igual que con la exposición, mis deseos y los de Belinda coinciden. Tenemos que encontrarnos y salir juntos de aquí a toda prisa. Si más tarde desea el divorcio yo no me opondré, pero en este momento ella me necesita tanto a mí como yo a ella.

Me fijé en que Susan y Blair se lanzaban miradas de complicidad.

Alex, que se había sentado en el otro asiento abatible frente a mí, también les estaba observando.

Aunque me resultase extraño, me estaba poniendo nervioso y empezaba a sentirme incómodo. Me daba cuenta de que me temblaba la mano. Los latidos de mi corazón se aceleraban. No estaba muy seguro de por qué me sucedía aquello en aquel momento.

—¿Tienes algo que decir, Alex? —preguntó G. G. con cierta timidez—. Llevo el certificado de nacimiento de Belinda en el bolsillo. Tiene mi nombre escrito y estoy dispuesto a hacer lo que Jeremy quiera.

—Nada que decir, hijo —respondió Alex—. En Nueva Orleans me di cuenta de que en este asunto Jeremy estaba dispuesto a todo. A mi modo de ver, desaparecer el tiempo suficiente para casarse con Belinda es la única salida que le queda. Creo que esos abogados también lo admitirían, si uno no tuviera la sangre tan fría y el otro no tuviese tanto miedo.

»Lo único que no sé es cómo podrás hacerlo —prosiguió dirigiéndose a mí—. Si necesitas cualquier cosa de mí cuenta con ello. Yo saldré bien de esto pase lo que pase. A estas alturas soy el único relacionado con este asunto que siendo casi el más famoso no deja de ser un observador inocente.

—Alex, si algo de esto termina por hacerte daño… —comencé a decir.

—Hasta ahora no ha sido así —dijo Susan espontáneamente—. En Tinseltown todo el mundo habla de Alex. Se está convirtiendo en un héroe sin tacha. Ya sabes el viejo dicho: «Mientras sepan escribir bien mi nombre…»

Alex asintió con modestia, pero yo me seguía preguntando si de verdad todo era tan sencillo.

—Te quiero mucho, Alex —dije emocionado. En realidad, estaba a punto de desmoronarme de repente y no sabía bien por qué.

—Jeremy, deja de hablar como si fuéramos a un funeral —dijo Alex. Acto seguido, alargó el brazo y me tocó el hombro con la mano para darme su apoyo—. En realidad, nos dirigimos a un estreno.

—Escúchame un momento —irrumpió Susan—. Sé cómo se siente. Va a tener que entrar en prisión a las seis de la mañana. —Entonces me miró a mí—: ¿Qué te parecería largarte de aquí esta noche, tanto si Belinda aparece como si no?

—Haría cualquier cosa para encontrar a Belinda —repuse.

Blair se recostó en el asiento, cruzó piernas y brazos, y le dirigió la misma mirada cómplice a Susan que yo había notado antes. Susan estaba recostada hacia atrás, con las piernas estiradas tan lejos como le era posible en el espacio trasero de la limusina, y se limitó a encogerse de hombros y a devolverle una sonrisa.

—Ahora lo único que necesitamos es a Belinda —comentó.

—Sí, y también tenemos policías a nuestra derecha y a nuestra izquierda —dijo Alex, como por casualidad—. Y en el teatro también los tendremos enfrente y detrás de nosotros.

Acabábamos de girar y entramos en Castro. Desde allí se podían ver las tres o cuatro filas de la cola, que partía del teatro y llegaba hasta la calle Dieciocho.

Un par de potentes focos de cine, situados frente al teatro, se movían de un lado a otro dirigiendo sus pálidos haces azules hacia el cielo. Volví a leer el cartel, me fijé en las lucecitas que titilaban alrededor del nombre del cine, Castro, y en el mismo momento pensé que si ella no estaba por allí en alguna parte se me rompería el corazón.

La limusina avanzaba muy despacio en dirección a la entrada del teatro, se encaminaba al pasaje que habían formado con cordones, a la izquierda de la taquilla y que terminaba en la misma entrada del edificio.

La multitud era numerosa y hacía tanto barullo como si de un estreno en el mismísimo Grauman’s Chinese Theatre se tratase. El paso de la limusina atrajo la atención de algunos presentes. Como es obvio, la gente intentaba ver quién se escondía tras los cristales oscuros. Me di cuenta de que G. G. escrutaba a la multitud. En cambio Susan permanecía sentada e impasible como si le hubiesen ordenado estarse quieta.

—¡Oh, Belinda! —susurré—. Amor mío, tienes que estar aquí por tu propio bien. Deseo que veas esto.

Yo me estaba desmoronando. La tensión estaba acabando conmigo. Hasta ese instante todo me había resultado soportable, había conseguido superar un momento tras otro, pero después de tantos días encerrado en el cascarón de mi casa, aquel espectáculo me afectaba como una balada sentimental. Me estaba quedando destrozado.

Susan levantó el teléfono y se dirigió al conductor:

—Escuche, aguarde en la entrada del local hasta que salgamos de la representación. Estacione en doble fila, pague la multa, haga lo que sea, cualquier cosa… Muy bien, muy bien, lo que haga falta, mientras esté delante de las puertas cuando las crucemos al salir.

Acto seguido colgó y comentó:

—Ésta sí es una escena en olor de multitud.

—¿Más que en Nueva York?

—Por supuesto, juzga tú mismo, mira.

Vi lo que quería decir. La acera opuesta al teatro estaba repleta de gente. Los vehículos que intentaban circular no se movían en absoluto. Más allá de donde nosotros nos encontrábamos un par de policías trataban de deshacer el atasco. Otros dos intentaban mantener el cruce despejado. Por todas partes veía caras que me resultaban familiares, desde los camareros que trabajaban en restaurantes del barrio hasta los vendedores de las tiendas e incluso vecinos que solían saludarme cuando pasaban a mi lado. Por algún sitio debían andar Andy Blatky, Sheila y un montón de viejos amigos a los que había telefoneado por la tarde. De hecho todos mis conocidos tenían que estar allí.

Nos íbamos acercando centímetro a centímetro. En la limusina no quedaba ni una pizca de aire. Me daba cuenta de que podía ponerme a gritar de un momento a otro. Al mismo tiempo, tenía la certeza de que todavía estaba por llegar lo peor, en especial el momento en que Belinda apareciese en la pantalla, si antes no se presentaba delante de mí en carne y hueso.

Y todo aquello estaba sucediendo en el Castro, de todos los posibles lugares, estaba pasando en el escenario de nuestra vecindad, en el elegante y viejo teatro donde ella y yo habíamos visto tantas películas juntos, en el mismo sitio donde nos encogíamos y abrazábamos en la oscuridad, sintiéndonos a salvo como dos personas anónimas en las noches tranquilas de los días laborables.

La limusina había conseguido entrar en el pasaje, la multitud se estaba volcando sobre los cordones rojos de terciopelo. En la taquilla, un cartel anunciaba:

AGOTADAS LAS LOCALIDADES.

Las cadenas de televisión locales habían sido autorizadas a situar sus cámaras en la entrada. Un grupito de gente discutía frente a la entrada de la derecha, la más alejada de donde estábamos nosotros, bajo un cartel que indicaba:

SÓLO PRENSA.

De pronto una persona se puso a gritar. Al parecer estaban echando a una mujer que llevaba zapatos de tacones finos y un horrible chaquetón de piel de leopardo, y en efecto se había formado una ruidosa pelea.

La gente miraba con extrañeza a los policías vestidos de paisano que salían del coche que iba delante de nosotros, y se dirigían a la puerta del vestíbulo. Dan se hallaba justo detrás de ellos. Se dio la vuelta cuando llegó a la altura de las cámaras de vídeo, y se quedó mirándonos mientras nuestro conductor salía del coche y lo rodeaba para abrirnos la puerta.

Alex le dijo a Susan:

—Sal tú primero, querida, es tu público.

Susan se puso el sombrero rojo de vaquero. La ayudamos a pasar por encima de nosotros y salió del coche.

La multitud de jóvenes que se hallaban a ambos lados de los cordones elevó un clamor nada más verla. Las felicitaciones provenían de todas partes, desde el cruce de calles y desde ambas aceras. El lugar fue invadido por los fogonazos de las cámaras fotográficas.

Susan se quedó de pie bajo la brillante luz que provenía de la marquesina y saludó a todo el mundo con la mano, a continuación me hizo un gesto para que saliese del coche. Las potentes luces de las cámaras me cegaban un poco. Se oyó un nuevo clamor que provenía de todas partes. A nuestro alrededor, un sinnúmero de jóvenes aplaudía sin cesar.

Un coro de gente se puso a gritar:

«¡Jeremy, estamos contigo!» «¡Sigue así, Jeremy!» Con una plegaria silenciosa agradecí la existencia de todos los liberales y locos, y la amabilidad de los extravagantes y gente corriente y tolerante que constituían en su conjunto la población de San Francisco. En esta ciudad nadie había quemado mis libros.

De todas partes provenían gritos y silbidos. G. G. también obtuvo su ronda de aplausos cuando salió del vehículo.

De pronto se oyó una voz chillona:

—¡Signora Jeremiah! ¡Eh, Signora Jeremiah!

La voz provenía de nuestra derecha. Y con aquel agudo acento italiano continuó:

—¡Acuérdese de Cinecittà, de Roma! ¡Usted me prometió un pase para el estreno!

De pronto algo explotó en el interior de mi cabeza. Cinecittà, Roma. Miré a derecha e izquierda intentando localizar dónde provenía la voz. El chaquetón, aquel horrible chaquetón que acababa de ver, ¡era el de Belinda! Aquellos tacones de aguja eran de los zapatos de Belinda. Con acento italiano o sin él, ¡aquélla era la voz de Belinda!

A continuación la mano de G. G. me sujetó el brazo.

—Jeremy, ¡no te muevas! —me susurró al oído.

¡Pero dónde está ella!

—¡Signora Jeremiah! ¡No me dejan entrar en el teatro!

¡En la puerta de entrada para la prensa! Me miraba fijamente a través de las gafas de montura negra iguales a las de Bonnie, con el pelo recién teñido de castaño oscuro, que había recogido en un moño y que le dejaba la cara despejada. Y no me había equivocado, desde luego se trataba de su espantoso chaquetón. Dos hombres intentaban impedir que se acercara a nosotros y ella comenzó a lanzarles improperios en italiano. Ellos a su vez trataban de empujarla hacia detrás de la zona acordonada.

—¡Eh, ustedes! ¡Esperen un momento! —comenzó a gritar Susan—. Conozco a esa muchacha, está bien, un poco de calma, sí, todo perfecto, la conozco.

De nuevo la multitud prorrumpió en un renovado clamor de vítores y gritos. Blair estaba saliendo de la limusina con los brazos levantados. Más silbidos y alaridos.

Susan trataba de abrirse paso a empellones en dirección a los hombres que estaban apartando a Belinda.

G. G. me sujetaba con más fuerza.

—¡No mires, Jeremy! —volvió a susurrar en mi oído.

—¡No te muevas, Jeremy! —insistió Blair a media voz.

Blair se movía a derecha e izquierda para que la multitud tuviera una buena visión de su esmoquin color lavanda, lo conseguía.

Por fin, Susan alcanzó la escena del tumulto. Los hombres habían soltado a Belinda. Ésta llevaba un cuaderno de taquigrafía en la mano y una cámara fotográfica colgada al cuello. Hablaba agitadamente con Susan en italiano y yo me preguntaba si Susan entendía algo. Los policías vestidos de paisano del coche que había venido detrás de nosotros estaban mirando por encima de la gente y trataban de unirse a los que nos habían precedido, éstos se hallaban justo detrás de las cámaras de televisión junto a la puerta. Dan se quedó mirando a Belinda. Con otro repertorio de palabras vociferadas en italiano, Belinda expresó lo que era obviamente una queja contra los empleados de la puerta de entrada para la prensa. Susan asentía con la cabeza, mientras la rodeaba con el brazo en un intento evidente de calmarla.

—Ve dentro, muévete —susurró G. G. entre dientes—. Si no dejas de mirarlas los policías se acercarán y la cogerán. Anda, ve hacia delante.

Yo intenté obedecerle, intenté poner un pie delante del otro. Susan estaba con ella y sabría manejar el asunto de la manera más adecuada. Pero vi los ojos de Belinda otra vez, me miraba con atención a través del grupo de gente que la rodeaba.

Volví a contemplar su boquita de bebé. De repente me sonrió.

Me quedé paralizado. G. G. pasó justo a mi lado. Blair que no terminaba de lanzar besos a la multitud, dio un último giro sobre sí mismo mostrando su capa y se adelantó también.

—Faltan cinco minutos para la medianoche, señoras y caballeros, el momento adecuado para ponerse su mejor Midnight Mink.

Un renuevo de silbidos, alaridos y gritos llegó hasta nosotros. Blair hizo un gesto para que le siguiéramos.

—Jeremy, dirígete a la puerta de inmediato —insistió G. G. con voz casi inaudible.

La multitud volvió a clamar cuando Alex salió del vehículo. Al instante se produjo un tremendo aplauso, continuado y respetuoso, que iniciaron los que se hallaban junto a los cordones y al que se unió el resto de gente situada en las aceras de ambos lados de la calle.

Alex saludó con la cabeza en todas direcciones en muestra de agradecimiento e hizo una larga reverencia. A continuación me cogió el brazo con la mano y muy amablemente me empujó hacia delante a medida que saludaba a los que nos rodeaban.

—No, querida, yo no salgo en la película, sólo estoy aquí para ver un buen filme. Sí, encanto, estoy muy contento de verte. —Se paró para firmar un autógrafo—. Sí, querida, gracias, gracias, sí, y ¿quieres que te diga un secreto? Ésa también fue mi película preferida, claro que sí.

Los policías vestidos de paisano nos estaban mirando. No la miraban a ella sino a nosotros. Dos de ellos se dieron la vuelta y se dirigieron al vestíbulo. Dan permaneció donde estaba.

Belinda y Susan se hallaban en la entrada reservada para la prensa. Belinda le dio un beso rápido a Susan en el cuello y acto seguido entró.

Muy bien, ¡por fin había logrado entrar! Dejé que G. G. me empujase hacia el vestíbulo. Dan y los dos policías que quedaban nos siguieron.

Me sentía más cerca de un ataque al corazón de lo que lo había estado en mi vida. El vestíbulo también estaba abarrotado de gente y, como en el exterior, habían puesto cordones para marcar el pasillo que debíamos seguir hasta la puerta de la sala de exhibición. Desde allí no se podía divisar el otro lado del vestíbulo por el que Belinda había accedido al local.

En cuestión de segundos estuvimos dentro de la sala. Nada más entrar pude ver que la última fila de la sección central había sido reservada para nosotros. Los policías vestidos de paisano se sentaron al otro lado del pasillo en la fila de atrás de la sección lateral. Dan fue a sentarse con ellos. Las tres filas de asientos por delante de la nuestra, justo en el centro de la sala, ya estaban llenas de periodistas. Entre ellos reconocí algunos de los que habían estado frente a mi casa. Habían venido columnistas de todos los periódicos locales, algunos de los cuales resultaron ser encantadores. También había acudido un sinnúmero de escritores de otro tipo y gente conectada con las actividades artísticas locales, que nos saludaban con la cabeza o con las manos. Tanto Andy Blatky como Sheila, a quienes habíamos hecho llegar pases especiales, estaban sentados más adelante. Sheila me lanzó un beso. Andy levantó el puño a modo de saludo animoso.

Y allí estaba Belinda, sentada en el lado derecho, masticaba chicle y hacía atropellados borrones en su cuaderno de taquigrafía. Levantó la cabeza, entrecerró los ojos para poder ver a través de sus gafas y vino hacia nosotros por la fila vacía de asientos que frente a la nuestra estaba protegida con un cordón.

—Señor Walker, ¡déme su autógrafo, por favor! —gritó sin abandonar el acento italiano. Todo el mundo la estaba mirando. Yo estaba petrificado.

Ya está, pensé. Ahora se me parará el corazón.

Alex y Blair utilizaban sendos asientos situados delante del mío. G. G., que les había seguido, no le quitaba la vista de encima a Belinda, estaba pálido y con seguridad tenía tanto miedo y estaba tan alarmado como yo. Susan se había quedado de pie en el pasillo con los pulgares metidos en el cinturón.

Belinda vino hacia mí y, sin dejar de masticar el chicle deprisa, me plantó el catálogo de la exposición en las manos junto con un bolígrafo.

Durante unos segundos, no pude hacer nada más que mirarla pasmado, me quedé absorto con sus ojos azules que brillaban por debajo de las pestañas de color castaño oscuro y las cejas del mismo color.

Intenté respirar, moverme, coger el bolígrafo, pero no lo conseguí.

Ella estaba sonriendo. ¡Oh, preciosa Belinda, mi Belinda! De pronto sentí que mis labios se movían y que podía volver a sonreír. El mundo entero podía irse al infierno si es que me estaba mirando.

En ese instante oí que Susan decía:

—Haz el favor de firmarle ese autógrafo a la muchacha, Walker. Date prisa, antes de que dejen entrar a la muchedumbre alborotada.

Bajé la vista y miré el catálogo, allí estaba la fotografía a todo color que reproducía el cuadro Belinda, regresa rodeada por un círculo rojo. Un texto que inequívocamente había sido escrito por ella decía: «Te quiero».

Cogí el bolígrafo que sostenía ella todavía, con la mano tan temblorosa que apenas podía sujetarlo, y escribí: «¿Quieres casarte conmigo?» Con la pluma arañaba el papel igual que si hubiese sido un patín sobre el hielo.

Ella asintió, me hizo un guiño y a continuación se fue a hablar con Susan otra vez en italiano. Los policías ni siquiera la estaban mirando. ¿De qué demonios estaría hablando?

De improviso Susan se rió. Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada emotiva y estrepitosa, al tiempo que cerraba el puño y dirigiéndolo contra mi brazo, me decía:

—¡Siéntate, Walker!

En ese instante se dispusieron a abrir las puertas del vestíbulo. Me cambié de sitio y me senté junto a G. G., dejando sitio para Susan a mi lado en el asiento que daba al pasillo. Belinda fue a sentarse al otro lado de éste en la misma fila, justo delante de donde se hallaban los policías, y con total indiferencia hacia ellos me dedicó una amplia sonrisa.

—¡Susan! —susurré lleno de pánico.

—Cállate —respondió ella a media voz.

La multitud había comenzado a descender por los cuatro pasillos con mucho alboroto.

Mi corazón latía con tal fuerza que me preguntaba si los policías podrían oírlo. Entre las personas que se atropellaban por el pasillo vi que Belinda volvía a escribir en la libretita.

—¿Y ahora qué hacemos? —murmuró G. G. en mi oído.

—¿Cómo demonios esperas que yo lo sepa? —le contesté.

No pude comprobar si Alex la había reconocido o no, pues no dejaba de hablar con unas damas que se hallaban frente a él, también Blair mantenía una conversación con un joven reportero que reconocí haber visto en el Stanford Court.

En cuanto a Susan, se había sentado sin quitarse el sombrero, tenía sus largos dedos estirados sobre las rodillas y se limitaba a observar el río de gente que se adentraba en la sala.

No transcurrió mucho tiempo hasta que la sala se llenó. Muy pronto sólo quedaron algunas personas que recorrían el lugar tratando de hallar asientos contiguos y que acababan optando por sentarse en los sitios libres que quedaban al final de las filas de butacas.

Los haces de luz disminuyeron su intensidad. Vino alguien y le dio una palmadita a Susan en el hombro, entonces ella se levantó y descendió por el pasillo central hasta el escenario.

Belinda tenía la mirada fija en mí, sin embargo yo no me atrevía a mirarla abiertamente. G. G. sí que la estaba mirando y ella le saludó con una ligera inclinación de cabeza.

Me dirigí a G. G. y le susurré:

—G.G., ¡ella no sabe que detrás tiene sentados a los policías!

—La policía está por todas partes, Jeremy. Trata de mantener la calma —me contestó.

En ese momento, Belinda se dio la vuelta y le preguntó en voz muy alta a uno de los policías si se podía fumar en el cine. Él le dijo que no. Ella levantó la mano en señal de exasperación, y oí que él se adelantaba para decirle algo en italiano, me pareció que empleaba un cierto tono de disculpa.

De pronto ella entabló conversación con él en italiano y él le contestaba en el mismo idioma.

—¡Por Dios bendito! G. G., el maldito policía es italiano —dije en voz baja.

—No dejes de respirar profundamente, Jeremy —respondió G. G.—. Deja que ella maneje la situación. Es una actriz, ¿no te acuerdas? Está tratando de obtener el premio de la Academia.

Lo único que reconocía de la conversación eran nombres de ciudades: Florencia, Siena, sí, sí. North Beach. ¡North Beach! Pensé que se me iba la cabeza.

Miré al escenario y vi que Susan subía a él por la escalerita. Un foco de luz se situó sobre ella y su preciosa indumentaria roja de satén pareció encenderse. La audiencia de todo el teatro adquirió nueva vida con un aplauso entusiasta.

Susan sonrió, se quitó el sombrero, recibió una nueva oleada de silbidos y aplausos, y con un gesto rogó a los asistentes que permanecieran callados.

—Gracias a todo el mundo por estar aquí esta noche —comenzó a decir—. Este estreno de Jugada decisiva en San Francisco tiene un significado especial para todos nosotros, y sé bien que todos desearíamos que ella pudiera encontrarse aquí y pudiera ver la proyección.

La multitud aplaudió embravecida. Todo el mundo aplaudía, incluso los de la prensa sentados delante de nosotros. Todo los asistentes a excepción de los policías y de Belinda. Ella escribía otra vez en su libretita.

—Bien, estoy aquí para recordaros lo que creo que en el fondo todos vosotros ya sabéis…, es decir, que muchas personas han participado en la realización de esta película, que un montón de gente ha contribuido a que trabajar en ella fuese una experiencia muy especial. Entre ellos debo de resaltar la colaboración de la actriz Sandy Miller pues en realidad ella es la estrella.

El público volvió a aplaudir, y Susan prosiguió:

—Sandy se hubiese unido a nosotros en esta ocasión con gusto, de no hallarse en Brasil localizando exteriores para una nueva película. Tengo la certeza de hablar también en nombre de ella cuando os doy las más expresivas gracias por vuestros calurosos aplausos. Ahora me gustaría pediros que leáis con atención los créditos, ya que en ellos podréis ver a los que con su buen hacer contribuyeron al resultado final. No puedo dejar este micrófono sin antes agradecer a la madre de Belinda, la señora Bonnie Blanchard, su aportación a la financiación del film, pues sin su colaboración éste no habría podido realizarse.

Abandonó el escenario inmediatamente y no esperó la reacción de la muchedumbre ante este último agradecimiento. Así que tras unos instantes de vacilación, la multitud volvió a prorrumpir en aplausos.

Antes de que Susan pudiese alcanzar su butaca, las luces se apagaron. El teatro se quedó en el más absoluto silencio. Jugada decisiva había empezado a proyectarse en la pantalla.

Apenas pude ver las primeras escenas, o siquiera oírlas. Sudaba tanto a causa de la camisa y de la calurosa chaqueta del esmoquin, que apoyé la cabeza en las manos.

Al momento, Blair me sobresaltó al empujarme tratando de salir de la fila de butacas, y mientras lo hacía me susurró:

—Quédate donde estás.

Susan esperó unos instantes y después salió tras él.

Belinda cogió sus cigarrillos y su encendedor y, manteniéndolos a la vista, miró al policía mientras se encogía de hombros, y se dirigió asimismo hacia el vestíbulo.

—Me parece que nos vamos a quedar aquí sentados como dos pajaritos en la rama de un árbol —murmuró G. G.

Me concentré en mirar la película para no empezar a gritar como un loco. Enseguida volvió Susan.

En cambio Blair y Belinda no volvieron.

—¿Qué está pasando? —le pregunté en voz baja.

Me hizo un gesto para indicarme que permaneciera callado.

Cuando ya habían transcurrido los primeros cuarenta y cinco minutos de película, dos cosas estaban claras. Blair y Belinda se habían marchado definitivamente. Y la película demostraba ser un éxito comercial.

Como es natural, yo conocía todas y cada una de las palabras que decían puesto que la había visto una y otra vez durante los días en que estuve bebido en Nueva Orleans, justo antes de que G. G. y Alex vinieran a visitarme. A pesar de ello, ninguna cinta de vídeo resulta ser un sustituto adecuado a la experiencia en una sala de cine. En efecto, era allí donde se apreciaba el ritmo, la respuesta de la audiencia, las pausas y el considerable humor, y que la película funcionaba.

Cuando al final del filme apareció Belinda montando a caballo, la audiencia se volcó en un aplauso espontáneo.

El silencio volvió a inundar la sala durante la escena de amor que se desarrollaba en la blanca habitación de la pequeña casa. Sentí que un temblor me recorría el cuerpo cuando llegó aquel instante, aquel momento que yo había pintado, la cabeza de Belinda inclinada hacia atrás y los labios de Sandy sobre su barbilla.

Nada más terminar la escena, el público rompió de nuevo el silencio con sus aplausos.

En ese momento me levanté y me dirigí al vestíbulo. No podía soportarlo más. Al menos necesitaba levantarme y mover las piernas. Y maldita sea, Susan tenía que abandonar aquella butaca y venir a decirme algo. Si no lo hacía, yo mismo iría a sacarla de su asiento.

Me dirigí al pequeño bar del vestíbulo y pedí palomitas de maíz. El grupo de personas que había estado hablando en lo alto de las escaleras se calló de repente.

Dos de los policías vestidos de paisano pasaron por mi lado y se quedaron junto al cenicero que había en la entrada de los lavabos de caballeros.

—La casa te invita, Jeremy —me dijo la muchacha que estaba tras el mostrador.

—¿Te acuerdas de Belinda? —le pregunté—. ¿Recuerdas las veces que veníamos juntos?

La muchacha asintió.

—Espero que todo acabe bien.

—Muchas gracias, encanto —repuse.

Susan acababa de salir. Se dirigió a la única puerta que permanecía abierta a la calle y se quedó allí de pie mirando hacia fuera. Llevaba el sombrero bien calado y tenía los pulgares enganchados a la cintura de los pantalones por la parte de atrás.

Me acerqué a ella. Me di cuenta de que la limusina estaba allí fuera. Uno de los policías se mostraba muy tenso, como si temiera que nos fuésemos a ir corriendo.

—Señora, la felicito por la película, va a ser un éxito —le dije—. Deberían haberla estrenado mucho tiempo atrás.

Me dirigió una sonrisa y asintió con la cabeza. Por lo menos era tan alta como yo. La altura de nuestros ojos casi coincidía, aunque bien mirado ella llevaba las consabidas botas tejanas con un buen tacón.

A continuación casi sin mover los labios, me dijo:

—Reno o el arresto, ¿de acuerdo?

Un escalofrío me recorrió la espalda.

—Tan pronto como tú me des la señal.

Otra vez dirigió la mirada hacia la calle. Le ofrecí palomitas de maíz. Se puso unas cuantas en la mano y se las comió.

—¿Estás seguro? —inquirió en voz baja—. ¡Belinda quiere que estés completamente seguro! Me pidió que te dijera: la comunión y ¿estás seguro?

Sonreí y miré la limusina que brillaba como si se tratase de un enorme ópalo blanco iluminado por las luces de la marquesina. Me acordé de mi casa, que estaba a una manzana de allí, de aquella fortaleza que había sido para mí en las dos últimas décadas, repleta como estaba de muñecas, juguetes, relojes y otras cosas, que durante años no habían significado nada para mí. Pensé en Belinda que me sonreía bajo aquel encantador disfraz.

—Querida, no puedes imaginarte lo seguro que estoy —le contesté—. Tal como ella ha dicho, la comunión. Reno o la cárcel.

Se quedó satisfecha. Dio la vuelta para regresar al interior de la sala. Acto seguido con un tono de voz normal, me dijo:

—Estará muy bien sentarse en la última fila. Por lo menos, por una vez, podré dejarme el sombrero puesto.

De pronto, Dan apareció a mi lado.

Por lo visto ya había encendido un cigarrillo, lo sostenía entre los dedos anular y corazón, y le temblaba como una hoja; dio unos golpecitos al cenicero que se hallaba sobre la alfombra. Los policías seguían junto al cenicero, muy cerca de nosotros y sin dejar de mirarnos.

—Sigue siendo el privilegio del cliente con su abogado —le dije.

—Así ha sido siempre —repuso él.

Su voz sonaba como si ya no le quedaran fuerzas. Apoyó el hombro en la puerta.

—Eres uno de mis amigos más íntimos, ¿lo sabes, no? —le pregunté.

—¿Deseas mi opinión sobre alguna cosa? —quiso saber—. ¿O acaso me estás diciendo adiós?

Me di cuenta de que se mordía el labio.

Antes de contestar me tomé un poco de tiempo. Comí unas cuantas palomitas. De hecho, comprobé que no había dejado de comerlas desde que las había comprado. Debía de ser la única cosa que había comido con placer en varios días. Estuve a punto de soltar una carcajada.

—Dan, deseo que hagas algo por mí.

Me miró inquisitivamente, como preguntándome ¿y ahora qué? Pero al momento me dirigió una mirada amable acompañada de una cálida y cansada sonrisa.

—Regala todos mis juguetes a un orfanato, a una escuela o lo que se te ocurra —le rogué—. No es necesario que expliques de dónde provienen. Sólo tienes que asegurarte de que estarán en un lugar donde los niños podrán disfrutarlos, ¿de acuerdo?

El labio no paraba de temblarle y levantó los hombros como si fuera a ponerse a gritar. Pero no lo hizo. Volvió a dar una calada al cigarrillo y miró hacia fuera a través de la puerta que permanecía abierta.

—También está la escultura de Andy, tienes que sacarla del patio trasero de mi casa y llevarla a algún lugar donde la gente pueda verla.

Asintió.

—Me ocuparé de ello.

De pronto sus ojos se quedaron fríos.

—Dan, por lo que a ti se refiere, lamento de verdad todo lo que está ocurriendo.

—Jer, ahórrate las palabras por lo menos hasta que recibas mi factura.

Volvió a dedicarme otra de sus escasas, pero cálidas y amables sonrisas. Fue tan rápido que es probable que nadie más que yo se hubiese dado cuenta. Miró otra vez a través de la puerta y dijo:

—Sólo espero que lo consigas.

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