Belinda

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Primera parte » Capítulo 6

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6

Hacia las once de la mañana Belinda se despertó gritando. Bajé tan rápido como pude. Por un instante no supo dónde se hallaba o quién era yo. Después cerró los ojos y me rodeó con sus brazos.

Me senté allí mismo, junto a la cama, hasta que volvió a dormirse. Encogida bajo la colcha, parecía muy pequeña. Me fumé un cigarrillo, pensé mucho en nosotros, en enamorarme de ella, y luego volví a pintar.

Serían las dos en punto cuando subió a la buhardilla.

Su aspecto era relajado y animado.

Se quedó de pie mirándome en silencio mientras yo estaba completando un detalle de su imagen punk desnuda sobre el caballo de carrusel. La mayor parte del cuadro estaba acabada y yo pensaba que era espectacular. Ella permaneció en silencio.

La rodeé con mi brazo y la besé.

—Oye, estoy invitado a la inauguración de la exposición de un amigo mío en una galería de arte —le dije—. Es un buen escultor que se llama Andy Blatky. Se trata de su primera exposición en solitario, Union Street, será extravagante, estará muy bien. ¿Quieres venir conmigo?

—Desde luego, me gustaría mucho —contestó. Sabía a galleta de vainilla.

Me puse a limpiar los pinceles.

Se alejó de mi lado y pasó un buen rato escudriñando las pinturas de las ratas y de las cucarachas. Parecía un ángel, con los pies desnudos y el camisón de franela. Creo recordar que, tiempo atrás, las niñas de mi iglesia parroquial iban vestidas así en la misa del Gallo. Lo único que le faltaba a ella era llevar alas de papel.

Tampoco hizo comentario alguno sobre las pinturas de ratas y cucarachas. Sentía su dulce y cálida presencia y tenía el convencimiento, la agradable certeza de que estaba allí para quedarse.

Le dije que había puesto sus cosas en la habitación de los invitados. Que aquél podía ser su lugar privado. Me contestó que sí, que lo había visto todo. Hay una preciosa cama de latón allí. Como una cuna grande con barandillas laterales. Todo lo que había en la casa era precioso, como si se tratara de decorados para una obra de teatro antigua.

Sonreí, aun cuando su comentario hizo que me sintiera incómodo. Decorados para una obra. Alex había hablado de la habitación de mamá en Nueva Orleans…, hubiese deseado apartar de mi mente de todo aquello.

Después de una ducha rápida, llegó al piso inferior con una apariencia espléndida. Se había puesto un bonito traje sastre de lana que, aunque se veía gastado en algunas partes, estaba exquisitamente realizado. Estaba muy elegante con la pequeña y estilizada chaqueta. Debajo llevaba un jersey de cuello cisne, blanco como la nieve. También llevaba unos zapatos de salón de piel de cocodrilo, probablemente confeccionados antes de que ella naciera.

Nunca la había visto como ahora, sin un disfraz. Volvía a ser la niña rica y brillante que vi de reojo la primera tarde, con el cabello cepillado y suelto, un poco de maquillaje en las mejillas y el pintalabios color caramelo perfectamente aplicado.

Devoró un bol de cereales sin dejar de fumar, a pesar de mis protestas se sirvió un escocés, con un poco de agua, y a continuación salimos bajo un sol de mediatarde hacia Union Street.

Me sentía excitado a causa de las pocas horas de sueño. Me sentía maravillosamente, tan bien como parecía estarlo ella.

—Deseo que sepas una cosa —le dije, mientras circulábamos junto al mar por Divisadero Street—. A pesar de lo que he dicho sobre no enseñar nunca las pinturas, a mí me produce una enorme satisfacción el pintarlas.

Silencio.

La miré de reojo y la vi sonriéndome con cierta complicidad; su cabello flotaba suavemente alrededor de su cara empujado por la brisa y sus ojos me miraban relucientes. Dio una calada al cigarrillo y el humo desapareció.

—Mira, tú eres el artista —dijo por fin—. Yo no puedo decirte lo que debes hacer con tus pinturas. No debí ni siquiera intentarlo.

Yo percibí un ligero tono de derrota. Se había trasladado a vivir conmigo y no estaba dispuesta a pelear otra vez, sentía que no le era posible.

—Di exactamente lo que sientes —le insté.

—Muy bien. ¿Cuál es la gran excusa que tienes para no enseñar nunca esos dibujos a nadie? Me refiero a los de los locos y las ratas.

Ya volvemos otra vez, pensé. Todo el mundo tiene que preguntarlo. Parece que se ven obligados. Y, por supuesto, ella no podía ser menos.

—Conozco todo tu trabajo —añadió—. He visto las exposiciones de Berlín y de París, y tenía el gran libro sobre ti antes de…

—Irte de casa.

—… Exacto. Y tenía todos tus libros, incluidos los primeros, La noche antes de Navidad y El cascanueces. En ellos nunca he visto ninguna de esas cosas grotescas que tienes en casa, esas pinturas con las casas desmoronadas. Y me he fijado en que todas tienen fecha. Las haces desde los años sesenta. ¿Por qué las has mantenido escondidas?

—No son aptas para ser expuestas —contesté.

—Arruinar la vieja carrera porque las jovencitas se pondrían a gritar: «¡Aaaaah, un ratón!»

—¿Sabes mucho de pintura? —le pregunté.

—Quizá más de lo que crees —contestó con una bravata de quinceañera. Su pose adulta se resquebrajaba ligerísimamente.

Mientras exhalaba el humo alzó su suave barbilla de bebé.

—¿Ah, sí?

—Para empezar crecí en El Prado —dijo—. Iba allí cada día con mi cuidadora. Casi memoricé la obra de El Bosco. Pasé un par de veranos en Florencia con una niñera a quien lo único que le gustaba era ir a la galería de los Uffizi.

—¿Y te gustaba?

—Me encantaba. Me gustó también el Vaticano. A los diez años solía rondar por el Jeu de Paume en París. Me gustaba más ir allí o al centro Pompidou que al cine. Estaba harta de películas. El cine me daba asco. Cuando estaba en Londres iba al Tate y al Museo Británico. En todo momento he demostrado que arte, para mí, se escribe con A mayúscula.

—Verdaderamente impresionante —comenté.

Encontrábamos todos los semáforos en verde, y las tristes y oscuras casas victorianas, daban paso ahora a las restauradas mansiones de la Marina. Más adelante estaba la vista que nunca deja de sorprenderme, las distantes montañas Marin bajo un cielo perfecto, que parecían mecer la brillante agua azul de la bahía de San Francisco.

—Lo que trato de decirte es que no soy ninguna muchacha de los valles que no puede distinguir un Mondrian de un mantel.

—Pues eso te pone muy por delante de mí —estallé—. Yo no sé qué demonios pensar del arte abstracto. Nunca lo he sabido.

—Tú eres muy primitivo, ¿lo sabes? Un hombre primitivo que sabe cómo dibujar. Pero volviendo a los cuadros con las ratas y las cucarachas…

—Te pareces a la revista Newsweek. Y estás hiriendo mis sentimientos. Las chicas jóvenes no deberían hacer eso con los hombres mayores —le dije.

—¿De verdad escribió eso la revista Newsweek?

—Lo han dicho Newsweek, Time, Artform, Artweek, América, Vogue y Vanity Fair. Y Dios sabe quién más. Y ahora incluso lo dice el amor de mi vida.

Me dirigió una pequeña sonrisa educada.

—Y te voy a decir una cosa más —continué—. No entiendo las esculturas de Andy Blatky ni más ni menos de lo que entiendo a Mondrian. Así que no me hagas intervenir en discusiones pesadas en la galería porque haré el más espantoso ridículo. El arte abstracto no significa nada para mí.

Se rió de la manera más dulce y natural, pero estaba muy sorprendida por mis palabras. Entonces dijo:

—Deja que dé una vuelta por la galería y te contestaré todas las preguntas que quieras hacerme.

—Gracias, sabía que era bueno juzgando a las personas. Tengo la habilidad de detectar que una chica ha dado la vuelta al mundo en cuanto la veo. Y me apuesto lo que quieras a que pensaste que sólo me percaté de tus encantos.

Union Street estaba repleta de la gente que suele ir a hacer compras caras en un día soleado. Las tiendas de flores, las de regalos y las heladerías estaban llenas de personas bien calzadas, turistas y gente del lugar. Era el sitio adecuado para comprar tanto toallas estampadas a mano como todos los tipos de queso semiseco que se conocen en el mundo occidental, e incluso algún huevo pintado. Hasta la tienda de ultramarinos de la esquina había convertido sus frutas y vegetales en objetos de decoración, y los ordenaba en cestos haciendo pilas en forma de pirámide. Tanto los bares como las cafeterías estaban repletos.

Las puertas de la galería estaban abiertas. La muchedumbre compuesta de la habitual mezcla de bohemios y gente de bien al completo, bloqueaba la transitada acera y sostenía los inevitables vasos de plástico que contenían vino blanco. Reduje la marcha en busca de un lugar adecuado para aparcar.

—Muy bien —dijo ella dándome una palmada en el brazo—. He dado la vuelta al mundo y conozco el ambiente. Y ahora volviendo a las pinturas de ratas y cucarachas: ¿por qué las tienes bajo llave?

—De acuerdo —le respondí—. El material parece bueno, pero le falta algo. Se trata de una fealdad fácil. Los cuadros no tienen el contenido que tienen mis libros.

Ella no dijo nada en ese momento.

—Es seductor, pero no está terminado, y si te fijases te darías cuenta de que tengo razón.

—No es sólo seductor, Jeremy, también es más interesante.

Encontré un sitio para aparcar en la misma Union Street. Ahora sólo se trataba de meterse en él. Mientras yo hacía la maniobra hacia delante, hacia atrás y en ángulo, y rozaba el parachoques del coche delantero un par de veces, ella permanecía en silencio.

Apagué el motor. Me estaba dando cuenta de que me sentía muy incómodo.

—Eso no es cierto —le dije.

—Jeremy —repuso ella—, todo el mundo sabe lo que has hecho con la literatura infantil, que has trascendido los simples libros para niños, que has hecho arte y todo eso.

—La revista Newsweek de nuevo —comenté.

—Pero las jovencitas de tus libros ni siquiera son originales en la forma de vestir. De alguna manera es como si estuvieran travestidas, todas van de niñas victorianas, todo el entorno lo es, igual que lo son Lang, Rackham y Greenaway, y tú lo sabes.

—Vigila lo que dices, Belinda —le dije yo. Estaba bromeando pero en el fondo no me gustaba nada que estuviera retándome—. Las chicas no van travestidas —continué—, llevan vestidos de ensueño. Todo el contenido está formado por imágenes de ilusión. Cuando llegues a comprenderlo, sabrás por qué los libros funcionan a su manera.

—Muy bien, pero todo lo que sé es que las pinturas de ratas y cucarachas son originales. Son absurdas y totalmente nuevas.

De nuevo permanecí en silencio. Nos hallábamos sentados bajo un cielo azul y nítido, con un cálido sol que caía sobre el salpicadero de cuero negro del pequeño coche. Yo deseaba discutir aunque, como en otras ocasiones, no lo hice.

—Sabes —le dije—, a veces pienso que todo esto es endemoniadamente complicado. Me refiero a todo: los libros, las editoriales, los críticos. Creo que se trata de una serie de trampas. Y lo que me vuelve loco de mis amigos cuando elogian esos cuadros de ratas y cucarachas hasta el infinito es que yo sé que no funcionarían. Y nadie más que yo desearía que lo hicieran. Si yo supiera que esas pinturas me iban a descubrir, las habría mostrado mucho tiempo atrás.

El hecho de haber admitido todo aquello fue como un respiro.

—¿Qué quieres decir con «me iban a descubrir»? —preguntó.

Estuve pensando un instante. La contemplé mientras encendía otro de los cigarrillos olorosos y le hice un gesto para que me diera uno. Me lo dio después de haberlo encendido.

—No lo sé exactamente —contesté, mientras la miraba a los ojos e intentaba que no me distrajera su belleza—. En ocasiones siento que me precipito con todo esto. Me da la sensación de que quiero vomitarlo todo.

—¿Pero de qué manera?

—Ya te lo he dicho. No lo sé. Es como si deseara que sucediera algo violento, algo irreflexivo y extravagante. Desearía poder evadirme de todo, ya sabes, irme como cualquiera de esos pintores que simulan suicidarse o algo parecido, con objeto de desaparecer y volver al principio, de modo que puede disponerse a ser otra persona. Si yo fuera escritor, me inventaría un seudónimo. Me largaría.

Ella me observaba sin decir palabra. Pero yo no creo que entendiese nada. ¿Cómo podía comprender? Ni siquiera yo sabía de qué estaba hablando.

Durante un momento estuvo dudando, y a continuación inclinó la cabeza.

—Y lo que me vuelve loco —proseguí— es que la gente señale dónde está el fallo como si yo no lo supiera. Que no reconozcan el poder del arte que he creado.

Todo esto pareció encajarlo. Y acto seguido dijo:

—O sea, que lo que me estás diciendo es que abandone tu caso.

—Probablemente. Quizá lo que trato de decirte es que si vamos a estar juntos durante mucho tiempo, deberás acostumbrarte a mí. Tendrás que habituarte a la evasión. Así es como yo soy.

Ella sonrió de nuevo, bajó la cabeza y dijo:

—Muy bien.

Salí del coche y, cuando hube dado la vuelta a fin de abrirle la puerta, ella ya se había bajado. La besé. Me cogió del brazo y nos dirigimos hacia la multitud que estaba en la entrada de la galería. Me estaba aficionando a aquellos malditos cigarrillos.

A través de las puertas abiertas pude ver las blancas salas espartanas y las gigantescas esculturas esmaltadas de Andy Blatky, que se hallaban sobre pedestales cuadrados y blancos bajo una iluminación exquisita. Pensé en lo doloroso que debía resultarle a Andy ver que la multitud rondaba y se movía de espaldas a las obras y con miradas casi furtivas como si no fuese adecuado admirar la exhibición. Sentí la urgencia de dar media vuelta y marcharme. En cambio sabía que no iba a hacerlo.

Recorrimos la primera sala y nos encontramos con un patio abierto; en él había una escultura enorme que, cocida hasta que su superficie quedó perlada, parecía viva bajo el sol, y cuyos brazos bulbosos estaban abrazándose casi con ternura. Arte moderno, pensé con amargura. Me gusta porque Andy lo ha hecho, y es hermoso, sí que lo es; se trata de una cosa que atrae poderosamente la mirada, es enorme y musculosa, pero ¿qué demonios significa?

—Desearía comprenderlo de verdad —susurré, mientras seguía agarrando a Bettina—. Me gustaría poder conectar. Desearía no ser primitivo sólo para estas personas, un ser primitivo que sabe dibujar. Cucarachas, ratas, muñecas, jovencitas…

—Jeremy, no es eso lo que quise decir —dijo ella de pronto, con ternura.

—No, querida, ya sé que no era eso. Pensaba en las otras dos mil personas que también lo han dicho. Estaba pensando en cómo me siento siempre en momentos como éste, siento que estoy fuera.

Deseaba tocar la escultura de Andy, recorrerla con mis manos, pero no sabía si estaba permitido. En aquel momento vi al mismísimo Andy en el salón contiguo al atrio, estaba como repantigado contra la pared. Cualquiera hubiese adivinado que él era el autor. Se trataba del único que llevaba zapatillas deportivas y cazadora. Estaba acariciándose su pequeña barba negra como de rabino, tenía una mirada vaga tras las gafas con montura de fino alambre, no más grandes que una moneda. Parecía muy enfadado.

Me dirigí hacia él con la vaga sensación de que Belinda se iba en otra dirección, y cuando estreché la mano de Andy, ella se había perdido entre la multitud.

—Andy, es fantástico —le dije—. El montaje es maravilloso, todo. Incluso la concurrencia parece excelente.

Él sabía que yo en realidad no comprendía su obra, que nunca la había comprendido. A pesar de ello estaba contento de verme, así que se puso a murmurar sobre la maldita galería y cómo estaban dando reprimendas a la gente por apagar los cigarrillos en los malditos vasos de plástico. Al parecer lavaban y reutilizaban los estúpidos vasos. ¿Cómo podía ser que les afectara una cosa como aquélla, los vasos de plástico? Había llegado a pensar en darles veinte dólares por ellos y hacerles callar, pero no tenía los veinte dólares.

Le dije que yo sí los tenía y que con gusto se los daría, pero entonces él temió que se enfadasen.

—Sé que debería resultarme indiferente —me estaba diciendo mientras sacudía la cabeza—, pero maldita sea, ésta es mi primera exposición en solitario.

—Bueno, el material no puede estar mejor presentado —volví a decir—, y yo te compraría aquella gran madre del jardín si no fuera porque tendría que esconderla en el patio trasero de mi casa para que nadie la viera.

—¿Me estás tomando el pelo, Jeremy?

Nunca le había comprado nada como aquello porque, tal como sabíamos los dos, no iba con la decoración victoriana y cursi ni con los damasquinados, muñecas y otras porquerías de mi casa. (¡Un verdadero decorado de escenario para una obra!) Entonces mi propia actitud me hizo sentir enfermo. Siempre había querido una de sus piezas. ¿Y por qué demonios no ponía mi dinero donde estaba mi cabeza, aunque fuera una sola vez?

—Sí —le dije—, ésa es la que quiero. Me gusta ésa. La podría poner sobre el césped, detrás, junto a la terraza. Me gustaría ver cómo se refleja el sol en ella. Es preciosa, hasta ahí llega mi entendimiento.

Me miró tratando de averiguar si yo sólo estaba divagando.

Me preguntó si quería comprarla para poder prestársela después con mi nombre escrito en ella: cortesía de Jeremy Walker, para exposiciones futuras. No le preocupaba si la ponía o no en el baño. Para él sería maravilloso.

—Entonces, está vendida. ¿Se lo digo a ellos o vas y se lo dices tú?

—Díselo tú, Jeremy —me pidió. Ahora estaba sonriendo y acariciándose la barba todavía más deprisa—. Aunque quizá tendrías que pensarlo durante un par de días, ya sabes, tal vez ahora no estás en tus cabales.

—Andy, últimamente he estado trabajando en algo nuevo —le comuniqué—. Estoy haciendo cosas nuevas y salvajes.

—¿Ah, sí? Bueno, he conseguido una copia de En busca de Bettina, y lo has vuelto a hacer, Jeremy, me has proporcionado un par de verdaderos momentos que…

—Olvídate de eso, Andy. No estoy hablando de ese tipo de trabajo, en absoluto. Un día de éstos, pronto, quiero que vengas y veas… —no continué.

¿Un día de éstos, pronto?

Me dejé llevar por un momento. Sí, aquella pieza quedaría perfecta allí fuera, en el jardín.

Vislumbré a Belinda, estaba lejos de mí. Se había puesto las gafas rosas para ocultar sus ojos y llevaba un vaso, ilegal, de vino blanco. Mi Belinda. También vi a otros amigos, Sheila, un par de escritores que conocía y mi abogado, Dan Franklin, que estaba en un rincón, en amena conversación con una bella mujer diez centímetros más alta que él.

La gente se fijaba en Belinda, en su boca de bebé, el vaso de vino blanco y sus gafas color rosa.

—¿Decías? —Andy estaba esperando que terminara la frase—. ¿Trabajo nuevo de qué clase, Jeremy?

—Más tarde, Andy, después. ¿Dónde está el dueño? Quiero comprar esa escultura ahora.

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